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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (27 page)

BOOK: Un mar de problemas
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El ruido retumbaba por todas partes. Bruscamente, el viento subió de tono, ahogando todo lo demás. Carlo notó que se le erizaba el vello de la nuca y sintió el calambre del miedo antes ya de darse cuenta de que el súbito aumento del bramido del viento en sus oídos se debía al silencio del motor.

Veía, pero no podía oír, a Vittorio, que oprimía el interruptor de arranque con el pulgar y apoyaba la palma de la otra mano en el cuadro, para palpar la vibración del motor. Oprimía y soltaba, oprimía y soltaba, y sólo una vez notó Carlo una leve palpitación rítmica bajo los pies. Pero fue momentánea, y se apagó casi antes de que él pudiera acabar de darse cuenta. Seguía mirando aquel grueso pulgar que accionaba y accionaba el interruptor, hasta que sus pies sintieron que el motor volvía a funcionar, con una trepidación sincopada.

Vittorio retiró la mano del interruptor y volvió a empuñar la rueda del timón. Se alzó sobre las puntas de los pies, buscando el equilibrio y, con todo el peso del cuerpo, trató de hacer girar el timón hacia la izquierda. De pronto, la rueda se revolvió y casi lo levantó del suelo. Carlo soltó a una aterida Elettra y agarró con las dos manos una de las empuñaduras del timón, sumando su fuerza a la de su tío. El barco respondió, y él sintió bascular el peso de su cuerpo cuando la embarcación obedeció y viró pesadamente hacia la izquierda.

Carlo no tenía idea de dónde estaban ni de qué trataba de hacer su tío. El joven no pensaba en el mapa, en Ca'Roman ni en el Porto di Chioggia, un canal por el que la corriente los llevaría al Adriático y a su furioso oleaje. Asentó bien un pie a cada lado del timón, unió su esfuerzo al de su tío y juntos llevaron el barco un poco más hacia la izquierda. Vittorio apartó la mano del timón y empujó la palanca del acelerador hasta el límite. Carlo notó que el latido del motor se apresuraba, pero su percepción del mundo exterior era tan confusa que no conseguía detectar cambio en los movimientos del barco. Y, casi al instante, sintió que cesaba la vibración del motor y el barco se paró con una brusca sacudida que lo proyectó contra una de las empuñaduras del timón e hizo caer a su tío encima de él. Carlo levantó la mirada a tiempo de ver cómo Elettra, que había sido lanzada contra la pared por el impacto, rebotaba hacia atrás y era arrastrada a cubierta. Hubo un choque colosal, el barco se estremeció y, bruscamente, quedó quieto.

Carlo apartó a su tío y se puso de pie. Sintió un dolor agudo en el costado izquierdo, pero él no pensaba más que en seguir a Elettra. Al caminar, el dolor se acentuó, pero él, sin detenerse, empujó las puertas de la cabina. Fuera, encontró los estampidos del trueno y el bramido de la lluvia y el viento. A la luz de la cabina, vio a Elettra que se ponía de pie. Una ola rompió contra la popa y barrió la cubierta derribando a la mujer y arrastrándola hasta hacerla chocar con las piernas de Carlo. Él se inclinó para ayudarla, pero el dolor lo paralizó, y entonces tuvo miedo por sí mismo y, en consecuencia, también por ella.

Mientras la miraba, sin poder hacer nada, el tiempo se detuvo. Elettra se alzó sobre una rodilla y levantó la cara hacia él. Con la mano izquierda, trató de apartar el pelo que le caía sobre los ojos. Pero, empapado como estaba por la lluvia y el agua de mar, se había hecho una maraña y ella no pudo sino echarlo hacia un lado. Él recordó la vez que había estado contemplándola mientras dormía, con la cara medio cubierta por el pelo, como ahora… y entonces las puertas de la cabina chocaron contra su espalda y Vittorio salió hecho una furia.

Fue todo tan rápido que Carlo no hubiera podido detenerlo aunque no hubiera estado paralizado por el dolor del costado y el miedo a un mayor dolor que sabía que cualquier movimiento había de causar. Vittorio se lanzó sobre Elettra gritando, gritando palabras que nadie podía oír. La agarró del pelo con la mano izquierda arrastrándola hacia un lado sin dejar de gritarle. Su mano derecha se deslizó al interior de la chaqueta y salió empuñando el cuchillo de destripar. Echó el brazo hacia atrás y lo bajó apuntando a la cara o el cuello de la mujer.

Carlo actuó sin pensar. Sujetándose con una mano a la barandilla, levantó el pie, apuntando por puro instinto. La bota golpeó el antebrazo de su tío en el momento en que pasaba por delante de su cara, desviándolo hacia arriba. La hoja del cuchillo desgarró la manga y abrió el otro brazo de Vittorio hasta la muñeca después de sólo rozar la cabeza de Elettra. El viento se llevó el grito del hombre y el cuchillo, que salió despedido de su mano. En su otra mano, quedaron los cabellos de Elettra.

Vittorio abrió los dedos y los cabellos volaron. Sujetándose el brazo contra el estómago, se revolvió hacia su sobrino, como si fuera a golpearlo, pero lo que vio detrás de Carlo le hizo dar media vuelta y correr hacia la proa. Sin vacilar, saltó al agua protegiéndose el brazo como podía. La ola rompió sobre ellos lanzando a Carlo contra la cubierta y, de rebote, contra el costado del barco. Al retirarse, el agua lo arrastró hacia la popa, pero el cuerpo de Elettra le cerraba el paso, y quedaron entrelazados, en la puerta de la cabina, en trágica parodia de pasados abrazos.

Nuevamente, prevaleció el instinto, y Carlo trató de ponerse en pie, pero sólo lo consiguió cuando Elettra se arrodilló a su lado y lo ayudó. Sin hablar, porque el estruendo de la tormenta hacía inútil la voz, él la agarró del brazo y, agarrotado por el dolor, señaló a la proa. Empujándose y tirando el uno del otro, subieron a la punta de la proa. Él la lanzó al agua sin pensarlo ni un instante. A la luz de los faros, la vio hundirse y reaparecer a poca distancia. Entonces saltó y sintió cómo el agua se cerraba sobre su cabeza. Cuando salió a flote, gritó su nombre… y notó que unos dedos lo agarraban del pelo y tiraban de él, que estaba insensible, aturdido, desorientado. Sus brazos flotaban relajados, y entonces descubrió que las piernas no le obedecían, que no tenía fuerzas, que no podía hacer más que dejarse llevar por aquella mano. Sus pies chocaron con algo, y la sensación lo irritó. Él prefería la ingravidez, que le quitaba el dolor del costado; no quería tener que nadar, ni ponerse de pie, si flotar era tan fácil, e indoloro.

Pero la mano tiraba, y él no podía resistírsele. Cuando sus pies tocaron fondo un momento, el dolor lo tomó como la señal de que podía volver al ataque. Le punzaba, mordía, cortaba el costado, haciéndole doblar el cuerpo de tal manera que los pies salieron a flote y la cara se hundió. Y la mano, implacable, volvió a agarrarlo del pelo, arrastrándolo hacia un lado y hacia adelante, obligándolo a dejar la grata seguridad del agua profunda, el alivio de la ingravidez. Se dejó arrastrar un metro y luego otro hasta que, de pronto, no pudo seguir. Y entonces hizo lo que le pareció más sensato, y puso la mano derecha sobre los dedos que seguían tratando de arrastrarlo, les dio unas palmadas y, en su tono de voz más razonable, dijo:

—Gracias, pero ya basta.

Sus palabras se perdieron, ignoradas como el árbol en el bosque deshabitado, y entonces el bucle de una ola enorme lo envolvió.

Capítulo 25

Brunetti estaba tendido en la arena como una ballena varada, sin poder moverse. Había tragado mucha agua, y una tos violenta lo había dejado exhausto. Yacía bajo la lluvia mientras las olas le tanteaban pies y piernas, como instándolo a levantarse y entrar en el agua para bañarse como es debido. Invitación que era rehusada. De vez en cuando, y de forma puramente maquinal, Brunetti clavaba los dedos en la arena y se arrastraba unos centímetros playa arriba, para alejarse de aquellas olas juguetonas.

Mientras permanecía allí echado, el pánico que sentía fue disminuyendo hasta desaparecer. El aullido del viento no era menos fiero, ni el azote de la lluvia menos duro, pero la firmeza del suelo que sentía bajo el cuerpo, la solidez de la playa, el tacto de la arena, de la madre tierra, le infundían una sensación de amparo y sosiego. Empezó a coordinar ideas, y pensó que habría que llevar a la tintorería aquella chaqueta, que quizá ya no tuviera arreglo, y lo sentía, porque era la mejor que tenía. Se la había comprado hacía un año, cuando lo enviaron a Milán para declarar por fin en el juicio de un asesinato cometido hacía doce años. Se le ocurrió que ésos eran unos pensamientos extraños en sus circunstancias, y entonces se puso a reflexionar sobre el sano criterio que le hacía encontrar extraños tales pensamientos. Qué orgullosa estaría Paola, que siempre lo tildaba de simplista, cuando le contara cuan intrincadas habían sido sus reflexiones en aquella playa situada en algún lugar al sur de Pellestrina. También ella lamentaría lo de la chaqueta, seguro; solía decir que era la que mejor le sentaba.

Tendido boca abajo en la arena, Brunetti pensaba en su mujer y, al cabo de un tiempo, ese pensamiento lo animó a flexionar una rodilla, después la otra y, finalmente, a ponerse de pie. Miraba en derredor y no veía nada, ni sus oídos captaban más que el fragor del viento y la lluvia. Miró en la dirección de la que tenía que haber venido, buscando alguna señal de la lancha o del faro que aún estaba encendido cuando él saltó al agua, pero todo era oscuridad. Alzó la cabeza y vociferó en la tempestad:

—¡Bonsuan! ¡Bonsuan! —Únicamente el viento respondió, y él gritó entonces—: ¡Danilo! ¡Danilo! —sin mejor resultado. Dio unos pasos, con los brazos extendidos, como un ciego, llamando al piloto. Al cabo de unos momentos, su mano izquierda tropezó con algo, una superficie plana que se levantaba ante él. Debía de ser la pared del viejo fuerte de Ca'Roman, que él sólo conocía como una marca y un nombre en un mapa.

Se acercó hasta tocar la pared con el pecho y extendió los brazos para explorar a uno y otro lado. Lentamente, fue hacia la izquierda, pegado a la pared, andando de lado para poder tantear con las dos manos.

Oyó ruido a su espalda y se detuvo, sorprendido, no tanto por el ruido como por haber podido oírlo. Trató de vaciar la mente y tendió el oído a la tormenta; al cabo de un rato, advirtió que el ruido disminuía. Entonces oyó claramente lo que debía de ser una ola que rompía, agua que retumbaba en arena dura. Mientras escuchaba, le pareció que el vendaval amainaba; pero, a medida que disminuía la intensidad del viento, él sentía más el frío, aunque quizá se debía a que estaba saliendo del entumecimiento del trauma. Se desató el chaleco salvavidas y lo dejó caer al suelo.

Dio unos pasos más, con las manos extendidas y los dedos sensibles como antenas de caracol. De pronto, su mano izquierda dejó de sentir la pared y, al moverse en el vacío, descubrió las duras aristas de un arco o un pasadizo. Él las palpó, sin verlas todavía, mientras por el centro adelantaba un pie cauteloso, buscando una escalera que subiera o que bajara.

El pie descendió un peldaño bajo. Apoyando las manos a uno y otro lado de lo que parecía un estrecho pasadizo, Brunetti bajó uno, dos, tres escalones, y el pie que exploraba con tiento, encontró entonces una superficie mayor.

Al amparo del viento, se despertaron sus otros sentidos, y lo asfixió el hedor a orina, a moho y no sabía a qué más. Sin viento, hubiera tenido que sentir menos frío, y le ocurría todo lo contrario, como si el silencio hiciera crecer el frío y la humedad.

Se paró a escuchar, atento, por un lado, adonde podía conducir aquel vacío que se abría ante él y, por otro, a los sonidos de la tormenta que se alejaba. Fue hacia la derecha hasta tocar la pared, se volvió y apoyó en ella la espalda, reconfortado por aquella estabilidad. Así estuvo mucho rato, hasta que, mirando en la dirección en la que imaginaba la puerta, vio un resplandor. Se dirigió hacia él y, al llegar a la zona iluminada, se acercó el reloj a la cara y descubrió con asombro que era poco más de media tarde. Fue hacia los escalones, atraído por la luz y por el silencio del exterior.

Emergió a una tarde radiante: por el oeste, el sol se dejaba caer lánguidamente hacia el horizonte, por detrás de las nubes dispersas que la tormenta había olvidado barrer y cuyo reflejo moteaba las tranquilas aguas de la laguna. Brunetti miró al este y, no lejos de la costa, vio la tormenta que se alejaba con sus rayos y truenos hacia lo que quedaba de Yugoslavia, como si tuviera prisa por descubrir qué estropicios podía causar allí.

Brunetti empezó a tiritar cuando, de repente, su cuerpo acusó el hambre, la tensión y el descenso de la temperatura. Cruzó los brazos sobre el pecho y se puso a caminar. Otra vez llamó a Bonsuan y otra vez se quedó sin respuesta. El lugar en el que se encontraba estaba rodeado de agua por tres lados. El cuarto era una estrecha lengua de playa que discurría hacia el norte. De lo que recordaba del mapa que había estudiado últimamente, dedujo que ése debía de ser el santuario de Ca'Roman, si bien brillaban por su ausencia las especies que se suponía debía proteger, que se habrían escondido o huido de la tormenta.

Al mirar atrás, vio las ruinas del fuerte y volvió sobre sus pasos, para comprobar si había más puertas por las que el piloto hubiera podido entrar a refugiarse. A la izquierda de la puerta que había utilizado él, descubrió otra, de la que arrancaba una escalera ascendente. Subió un tramo, esperando mitigar el frío con el movimiento, pero ni entró en calor ni encontró a Bonsuan. Volvió a salir y, más a la izquierda, vio otra puerta que, como la primera, daba acceso a una escalera que bajaba.

Desde el umbral, llamó al piloto. Un sonido, quizá una voz, le contestó, y Brunetti bajó la escalera. Bonsuan estaba abajo, sentado en el suelo, con la cabeza levantada y apoyada en la pared. El sol que entraba por la escalera iluminaba su cuerpo acurrucado. Al llegar junto al piloto, Brunetti vio que estaba muy pálido, pero al mismo tiempo pudo observar que el corte que tenía en la frente ya no sangraba. También Bonsuan se había quitado el chaleco salvavidas.

—Venga, Bonsuan —dijo Brunetti, esforzándose por adoptar un tono optimista y enérgico—. Salgamos de aquí y volvamos a Pellestrina.

Bonsuan mostró su conformidad con una sonrisa y empezó a levantarse. Brunetti lo ayudó. Una vez estuvo de pie, parecía bastante firme.

—¿Cómo está? —preguntó el comisario.

—Tengo un buen dolor de cabeza —dijo el piloto sonriendo—. Pero menos mal que tengo cabeza. —Se desasió del brazo de Brunetti y empezó a subir la escalera. Al llegar arriba, se volvió y dijo—: Menuda tormenta. La peor desde 1927.

Como en la escalera se proyectaba la sombra de Bonsuan, tapando la luz, Brunetti bajó la mirada al primer escalón, para ver dónde ponía el pie. Al levantar la cabeza, vio que a Bonsuan le había crecido una rama. Antes ya de comprender que eso era imposible, volvió a asaltarle el pánico que había sentido durante la tormenta. A las personas no les crecen ramas: del pecho, de un hombre no salen trozos de madera. A menos que se los claven por la espalda.

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