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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (25 page)

BOOK: Un mar de problemas
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Brunetti, con voz perfectamente normal, dijo:

—Me han contado lo de Bottin y Spadini.

El hombre recorrió el bar con la mirada, buscando confirmación, y la encontró en las miradas huidas y las bocas cerradas. Agitó los brazos sacudiéndose unas gotas de agua, se acercó al bar y dijo:

—Una
grappa,
Piero.

El camarero se la sirvió sin decir nada.

Poco a poco, volvieron a oírse voces, pero en tono contenido. Brunetti llamó al camarero y señaló al anciano de su lado. El camarero sirvió otro vaso de vino al hombre, que lo bebió como si fuese agua y lo dejó en el mostrador con brusquedad. Brunetti asintió y el camarero volvió a llenar el vaso. Volviéndose hacia el viejo, Brunetti preguntó:

—¿Targhetta?

—Sobrino —dijo el viejo, vaciando el segundo vaso.

—¿De Spadini?

El hombre miró a Brunetti y presentó el vaso al camarero, que volvió a llenarlo. En lugar de beber, el viejo lo dejó en el mostrador y se quedó mirándolo fijamente. Tenía los ojos húmedos del bebedor habitual, que se levanta con vino y se acuesta con vino.

—¿Dónde está ahora Targhetta? —preguntó Brunetti, doblando el periódico, como si esto fuera lo que menos le interesaba.

—Pescando, seguramente, con su tío. Los he visto en el muelle hará una media hora. —El hombre frunció los labios en la mueca de reprobación del pescador, y Brunetti esperaba que, al igual que Bonsuan, ahora hablara de la
bora,
y de que no le gustaba ese aire, pero el viejo dijo—: Seguramente, se han llevado otra vez a la mujer. Trae mala suerte una mujer a bordo.

La mano de Brunetti oprimió el periódico.

—¿Qué mujer? —se obligó a preguntar con indiferencia.

—Esa que se ha estado tirando. La veneciana.

—Ah —dijo Brunetti, haciendo que su mano soltara el periódico y asiera el vaso de vino. Tomó un sorbo y asintió con gesto de comprensión mirando, primero, al viejo y, después, al camarero. Volvió a mirar el periódico, como si la veneciana y lo que Carlo pudiera hacer con ella le fuera totalmente indiferente y sólo le interesaran los resultados del fútbol de la víspera.

Hubo en las ventanas un estallido de luz, seguido al momento de un trueno tan potente que hizo tintinear las botellas del bar. Se abrió la puerta y entró otro hombre, chorreando. Cuando se paró en el vano de la puerta, todos los sonidos del interior del bar quedaron ahogados por el fragor de la lluvia y el gorgoteo de los desagües. Hubo otro fogonazo y los que estaban en el bar se prepararon para la explosión que había de seguir. Cuando llegó, se prolongó durante largos segundos y, cuando empezaba a apagarse, fue sustituida por el bramido de la
bora
que venía arrasando por el norte. Hasta en el interior del bar se notó la brusca caída de la temperatura.

—¿Dónde pueden estar? —preguntó Brunetti al viejo.

El hombre bebió el vino y miró a Brunetti interrogativamente. El comisario asintió al camarero, que volvió a llenar el vaso. Antes de tocarlo, el viejo dijo:

—No hace mucho que han salido. Estarán tratando de escapar de eso. —Señalaba con la barbilla la puerta y, más allá, los relámpagos, el viento y la lluvia que habían convertido el día en un caos.

—¿Cómo? —preguntó Brunetti, tratando de disimular el temor creciente y procurando imprimir en su voz un tono de simple curiosidad por las veleidades de la laguna y los hábitos de los hombres que pescaban en sus aguas.

El viejo se volvió hacia el hombre que tenía a su derecha, el primero que había entrado desde que había empezado a llover.

—Marco, ¿adónde te parece que puede haber ido Vittorio?

Brunetti advirtió la tensión del silencio con que todos los pescadores esperaban a ver quién sería el primero en seguir al viejo en saltarse la regla hablando a un policía.

El interpelado se quedó mirando el vaso, y un instinto hizo que Brunetti reprimiera el ademán con que iba a pedir al camarero que se lo llenara. Se quedó quieto, aguardando la respuesta.

El llamado Marco miró al viejo. Al fin y al cabo, él era el que había preguntado. Si el policía oía la respuesta, no sería por culpa suya.

—Yo diría que tratará de llegar a Chioggia.

Un hombre que estaba en una mesa del fondo dijo, con voz serena:

—No podrá. Con la
bora
y con la marea que viene detrás, no podrá llegar. Si se acercara a Porto di Chioggia, sería arrastrado al mar. —Nadie hizo objeciones ni comentarios; no se oía más que el viento y la lluvia, que ahora eran un solo ruido atronador.

Desde otra mesa, dijo una voz:

—Vittorio es un cabrón, pero sabe manejárselas.

Otro, levantándose a medias, señaló la puerta:

—Nadie sabe manejárselas con eso. —A su tono airado replicó inmediatamente otra descarga, que cayó más cerca, seguida de una catarata de trueno.

Cuando el estrépito disminuyó y quedó reducido al solo redoble de la lluvia, un hombre que estaba cerca de la puerta dijo:

—Si la cosa empeora, probará de embarrancar en la Riserva.

Brunetti había pasado mucho tiempo estudiando el mapa con ayuda de Bonsuan, por lo que supuso que el hombre se refería a la Riserva di Ca'Roman, una desnuda protuberancia arenosa que sobresalía del extremo sur del largo y estrecho dedo de Pellestrina.

—¿Embarrancar? —preguntó.

El hombre empezó a contestar, pero su voz se perdió en el estallido de un trueno ensordecedor que pareció sacudir el edificio. Cuando hubo pasado, el hombre volvió a probar:

—No hay sitio para atracar, pero quizá pueda encallar el barco en la playa.

—¿Por qué no regresar aquí?

El viejo meneó la cabeza con gesto de desesperanza, ya fuera por la imposibilidad de una hazaña semejante con ese tiempo, ya por la ignorancia de quien podía preguntar tal cosa.

—Si trata de virar en el canal, el viento y la marea pueden hacerle zozobrar. Lo único que puede hacer es probar de llegar a Ca'Roman. Es lo que le ocurrió a Elio Magrini en el 27 —prosiguió, hablando como si él hubiera vivido también aquella tormenta—. Lo volcó como a una tortuga. No pudieron encontrarlo, y lo que quedó de la barca no valía la pena recuperarlo. —Levantó el vaso, quizá a la memoria de Elio Magrini, y lo vació de un trago.

Mientras el hombre hablaba, Brunetti examinaba posibilidades: con aquel viento del noroeste que empujaba a la marea que estaba bajando, la estrecha franja de tierra que iba hasta Ca'Roman estaría batida por las olas o, quizá, sumergida. Él y Bonsuan sólo podrían llegar hasta allí por barco y, si era cierto lo que decía el viejo, eso significaría hacer embarrancar la lancha de la policía.

—¿Usted cree que la mujer habrá salido con ellos? ¿Con este tiempo?

El resoplido que salió de los prietos labios del hombre expresaba desdén no sólo por la inconsciencia de la
signorina
Elettra sino por la de todas las mujeres en general. Sin ni una palabra más, el viejo se apartó del bar y fue a sentarse a una mesa.

Brunetti dejó unos miles de liras en el mostrador, guardó la grabadora en el bolsillo y fue hacia la puerta. Poco antes de que llegara, ésta se abrió violentamente, pero no entró nadie, y el viento y la lluvia la lanzaron repetidamente contra la pared. Brunetti salió y se aseguró de cerrar bien tras de sí.

Al momento, quedó completamente mojado. Fue instantáneo, no le dio tiempo de pensar en que iba a mojarse ni en cómo protegerse de la lluvia. Pasó de estar seco a estar chorreando, con los zapatos inundados, como si saliera de un lago. Se dirigió hacia el puerto, en busca de Bonsuan. Al cabo de unos segundos, tuvo que levantar una mano para protegerse los ojos del viento y la lluvia que lo cegaban. Dificultaba su avance el peso del agua que se abatía sobre él, como si le tirara de los zapatos y de la chaqueta.

Cuando dejó atrás el amparo de los edificios que bordeaban la carretera por la parte de la laguna, el viento lo embistió como si quisiera derribarlo. Había oscurecido de repente y, para ir hacia la lancha, Brunetti tuvo que guiarse por la luz débil de la hilera de farolas que recorrían el muelle. Gracias a que caminaba lentamente, no se cayó cuando su pie tropezó con el amarradero metálico al que estaba atada la lancha.

Asiéndose con las dos manos a la parte superior en forma de hongo del amarradero, se inclinó hacia la vaga silueta que supuso que era la lancha y llamó a Bonsuan. Al no recibir respuesta, extendió el brazo buscando el cabo, y cuando lo encontró lo notó flojo, ya que el viento empujaba la lancha contra el costado del muelle. Brunetti subió a bordo y, cegado por la lluvia que le lanzó a la cara una ráfaga de viento, cayó contra la puerta de la cabina de mando.

Bonsuan abrió, asomó la cabeza y tiró de Brunetti. Una vez dentro, Brunetti se dio cuenta de que el estruendo que producía la lluvia al caer en el asfalto y en el agua, ahogaba cualquier otro sonido, y tardó unos instantes en habituarse al relativo silencio de la cabina.

—¿Puede moverse con esto? —gritó a Bonsuan alzando la voz más de lo necesario.

—¿Cómo «moverme»? —preguntó el piloto, resistiéndose a comprender lo evidente.

—Hasta Ca'Roman.

—Qué disparate. No podemos salir con esto. —Como para darle la razón, la lluvia azotó con fuerza las ventanas de estribor de la cabina, ahogando voces y pensamientos—. Hay que esperar a que pase para regresar. —El viento arreciaba y Bonsuan tenía que gritar para hacerse oír.

—Yo no hablo de volver.

Bonsuan, temiendo no haber comprendido, preguntó:

—¿Cómo?

—Elettra está con ellos. En el barco de Spadini. Alguien ha dicho que habían salido a pescar.

Las facciones de Bonsuan se crisparon de asombro o de miedo.

—Los he visto. Por lo menos, he visto un barco de pesca. Ha pasado hace unos veinte minutos. Iban dos hombres y alguien más que se había asomado a un costado y sacaba una cuerda del agua. ¿Cree que era ella?

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo. Era más fácil que hablar.

—Hay que estar loco para salir con este tiempo —dijo Bonsuan.

—Me han dicho que seguramente irán a Ca'Roman y tratarán de encallar.

—Otro disparate —gritó Bonsuan. Y luego—: ¿Quién se lo ha dicho?

—Un pescador.

—¿De aquí?

—Sí.

Bonsuan cerró los ojos, como si estudiara el mapa de la península y la situación de los canales que la cruzaban. Más abajo, la lengua de tierra quedaba cortada por el Porto di Chioggia, de un kilómetro de ancho, pero lo bastante estrecho aún como para estar expuesto a violentas corrientes con el reflujo, sobre todo, si las empujaba un viento huracanado. Con ese temporal, sería un suicidio tratar de cruzarlo en una embarcación tan ligera como la lancha de la policía. Incluso un barco de pesca tan grande como el que había visto tendría dificultades. Pero antes del Porto estaba el cabo que albergaba un santuario de aves y las ruinas de un pequeño fuerte. De todos modos, quien tratara de encallar allí se exponía a que el oleaje lo arrastrara y lo lanzara a mar abierto por el canal.

Bonsuan abrió los ojos y miró a Brunetti.

—¿Está seguro?

Ahora era el Bonsuan rudo e irascible el que preguntaba.

—¿De qué? ¿De si ella va a bordo? No estoy seguro. En el bar un hombre ha dicho que estaba con ellos en el muelle.

—No puede ser otra persona —dijo Bonsuan casi como si hablara consigo mismo. Empujando a Brunetti hacia un lado, abrió la puerta de la cabina. Salió y se quedó un momento con los ojos cerrados y las manos extendidas con las palmas hacia arriba, como un indio que escuchara la voz de sus dioses. Sin abrir los ojos, volvió la cabeza hacia uno y otro lado, buscando algo que Brunetti no podía oír.

El piloto entró en la cabina y ordenó:

—Salga a buscar dos chalecos salvavidas. —Brunetti obedeció inmediatamente y a los pocos momentos había vuelto, no más mojado de lo que ya estaba. Observó cómo Bonsuan se ataba el chaleco y lo imitó.

—Muy bien —dijo Bonsuan—. El viento remitirá y después arreciará y será peor que antes. —Brunetti no se explicaba cómo podía saber eso Bonsuan, pero ni se le ocurrió ponerlo en duda. Con voz potente, Bonsuan prosiguió—: Iremos hasta allí. Si encallamos en el canal, quizá pueda dar marcha atrás, por lo menos, antes de que el viento arrecie. Cuando lleguemos a Ca'Roman, tendrá usted que buscarlos, a ellos o al barco, con el faro. Si han encallado, procuraré situarme a su lado.

—¿Y si no están? —preguntó Brunetti.

—Veré si puedo dar la vuelta y regresar.

Recordando a Elio Magrini, Brunetti estuvo tentado de preguntar al piloto si no sería muy arriesgado, pero se contuvo y se limitó a pasarse las manos por la cara y el pelo para escurrir el agua que le entraba en los ojos.

Bonsuan puso en marcha el motor, encendió las luces y conectó el limpiaparabrisas, que no parecía surtir efecto, con aquella oscuridad que iba en aumento y aquella lluvia torrencial. Brunetti recordó a tiempo que tenía que salir a soltar el amarre, que enrolló alrededor de un candelero del costado de la lancha. Volvió a entrar en la cabina y se situó detrás de Bonsuan. Para hacer algo, limpiaba con la manga de su empapada chaqueta el vaho de los cristales de la cabina, que enseguida volvían a empañarse.

Bonsuan accionó otro interruptor y un chorro de aire lamió el cristal, eliminando la película de humedad. Lentamente, el piloto apartó la embarcación del muelle. La lancha dio un bandazo hacia la izquierda, como si una mano gigante la hubiera golpeado, y Brunetti se vio lanzado contra la pared de la cabina. Bonsuan apretó el timón haciendo oscilar el peso del cuerpo hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza del viento.

Una sucia espuma gris bañó el cristal. La puerta de la cabina se abrió y volvió a cerrarse bruscamente. El viento los empujaba hacia la izquierda. Bonsuan movió otro interruptor y el potente foco de proa hizo un débil intento por taladrar la caótica oscuridad que se cerraba ante ellos. Si en algún momento la luz abría un hueco y podían ver hasta una distancia de varios metros, otra cortina de espuma les tapaba la vista.

Una hoja de la puerta de la cabina se abrió y golpeó a Brunetti en la espalda, pero el chaleco salvavidas amortiguó el impacto y apenas lo notó. Tampoco sentía la temperatura, que seguía bajando mientras la
bora
rugía sobre ellos. La lancha volvió a dar un salto hacia la izquierda, y Bonsuan volvió a llevarla hacia lo que debía de ser el centro del canal. A su espalda, en la cubierta de popa, sonó un fuerte golpe, y un objeto rompió el cristal de la ventana de estribor y pasó rozando la mano de Brunetti antes de caer a sus pies.

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