Mientras volvía a la
questura,
Brunetti pensaba en lo incoherente de su actitud respecto a los dos hombres que le habían proporcionado las pruebas que ahora llevaba debajo del brazo. Galardi no había hecho nada más que lo que suelen hacer los borrachos, y Brunetti no quería ni dirigirle la palabra, mientras que el general Costantini era un individuo venal que había vendido secretos de Estado a la Mafia, y Brunetti se dejaba ver con él en público, le sonreía, le pedía favores y ni se le ocurría interrogarle acerca de la relación que aún pudiera tener con la Guardia di Finanza.
Cuando llegó a su despacho y abrió la carpeta, esos jesuíticos pensamientos se borraron de su mente, que se centró en el examen del expediente personal de Carlo Targhetta. A los treinta y dos años, Targhetta llevaba diez de servicio en la Finanza cuando «renunció voluntariamente», según se leía en el
dossier.
Veneciano de nacimiento, prestó servicio en Catania, Bari y Génova antes de ser destinado a Venecia hacía tres años, uno antes de su renuncia. El expediente contenía los elogios de todos sus superiores, por su «sentido del deber» y «firme lealtad».
Por lo que Brunetti pudo deducir de los eufemismos del
dossier,
en el momento de su dimisión, Targhetta estaba encargado de recibir las llamadas anónimas que denunciaban casos de evasión de impuestos y, a raíz de una de esas llamadas, había incurrido en un error que la Finanza calificaba de falta, en tanto que Targhetta insistía en que había sido simple omisión. La Guardia di Finanza ofreció a Targhetta la oportunidad de renunciar, a cambio de dejar en suspenso el fallo, ofrecimiento que él aceptó, y fue dado de baja, aunque sin derecho a pensión.
Se incluía una cinta de audio, marcada con la fecha que, supuso Brunetti, era la del día en que se produjo la llamada que dio lugar a los hechos. Grapados a la carpeta por la parte interior había varios papeles fechados el mismo día. Brunetti bajó con la cinta a una de las cabinas en las que se grababan los interrogatorios. Introdujo la cinta, pulsó
«Play»
y abrió la carpeta.
La primera llamada, transcrita en la primera página, era larga. Una mujer decía que quería denunciar a su marido, carnicero, por no declarar todos sus ingresos. Su acento era puro Giudecca, y su manera de hablar del marido sugería décadas de resentimiento. Cualquier duda que pudiera haber acerca de sus motivos se desvaneció cuando la mujer perdió los estribos y se puso a gritar que así aprenderían él y
«quella puttana di Lucia Mazotti».
Algunas de sus más floridas expresiones habían sido sustituidas en la transcripción por una discreta línea de asteriscos.
Las dos llamadas siguientes eran de ancianas que decían que el vendedor de periódicos no les había dado
ricevute fiscali,
a lo que Targhetta, con gran paciencia, y así tuvo que reconocerlo Brunetti, respondió que los vendedores de periódicos no estaban obligados a facilitar recibo. Targhetta no omitió dar a ambas mujeres las gracias por cumplir con su deber cívico, aunque en su voz había una nota de hastío, o eso pareció a Brunetti.
—Guardia di Finanza —oyó decir Brunetti a la voz, ya familiar, de Targhetta.
—¿Es ése el número al que hay que llamar? —preguntó una voz de hombre en cerrado veneciano.
Brunetti había observado, en las llamadas anteriores, que Targhetta siempre contestaba en italiano y, si el comunicante hablaba en veneciano, utilizaba el dialecto, para hacerles sentirse más cómodos. Así lo hizo ahora al preguntar:
—¿Cuál es el motivo de su llamada?
—Una persona que no paga impuestos.
—Sí, señor; es este número.
—Bien. Pues tome nota de su nombre.
—Dígame —instó Targhetta, esperando la respuesta.
—Spadini, Vittorio Spadini, de Burano.
Hubo una pausa más larga, y Targhetta dijo, ahora sin asomo de acento veneciano, en un tono mucho más oficial:
—¿Podría darme más detalles?
—Ese hijo de puta de Spadini pesca millones cada día—dijo el hombre con voz tensa de encono o furor—. Y no paga ni una lira de impuestos. Todo, negro. Todo lo que gana es negro, no lo declara.
En las otras llamadas, Targhetta pedía más información acerca de la persona denunciada: dónde vivía, qué clase de empresa tenía. Pero esta vez preguntó:
—¿Me da su nombre, por favor?
Algo que no había hecho nunca.
—Oiga, ¿ésta no es una línea anónima? —preguntó el hombre, receloso.
—En general, sí, señor, pero en un caso como éste… Ha dicho usted millones, ¿no? Preferimos saber quién hace la denuncia.
—Pues mi nombre no pienso dárselo —dijo el hombre ásperamente—. Pero tomen buena nota del nombre de ese sinvergüenza. No tienen más que ir a la lonja de pescado de Chioggia a la hora en que él descarga, verán lo que trae y verán quién lo compra.
—Lo siento, pero no podemos hacer eso, a menos que nos dé usted su nombre.
—¿Y a usted qué le importa mi nombre, gilipollas? Es Spadini al que tienen que perseguir. —Con estas palabras, el hombre colgó bruscamente.
Hubo un corto silencio y Brunetti oyó decir a Targhetta:
—Guardia di Finanza.
Brunetti paró el magnetófono y miró la transcripción. Allí, pulcramente mecanografiadas en forma de diálogo de teatro, estaban todas las llamadas. Los nombres asignados a los personajes eran:
finanziere Targhetta y Cittadino.
Brunetti pasó las hojas que quedaban y vio que había otras tres llamadas. Volvió a conectar el magnetófono y las escuchó todas, hasta el final de la transcripción y de la cinta.
El comisario volvió a leer la última hoja y le dio la vuelta, esperando encontrar la cara interior de la carpeta en blanco. Pero encontró varios impresos, sujetos con un clip. En cada uno había, en la parte superior, casillas para la fecha, hora, nombre del denunciado y, al pie, para la contraseña del funcionario que había recibido la llamada. Las contó: había seis. Leyó los nombres del carnicero, los dos vendedores de periódicos y los de los acusados en las tres últimas llamadas, pero no figuraba la nota correspondiente a la llamada relacionada con Spadini. Siete llamadas en la cinta y siete llamadas en la transcripción, pero sólo seis llamadas en los formularios, cada uno de ellos, con las iniciales «CT» estampadas al pie.
Brunetti pulsó
«Rewind»
y, parando y arrancando, buscó el principio de la llamada que no figuraba en los formularios. La escuchó hasta el final, prestando atención a la voz del comunicante. Su madre hubiera identificado el acento al momento; si era de la isla principal, probablemente, hasta hubiera podido decir de qué
sestiere
procedía aquel hombre. Lo más que podía suponer Brunetti era que correspondía a una de las islas, quizá a Pellestrina. Volvió a escuchar la conversación y percibió la sorpresa de Targhetta al oír el nombre de Spadini. No había podido disimularla, y entonces había empezado a disuadir al denunciante: no había otra palabra para describir el tono que revelaba la cinta. Cuanto más intentaba el hombre dar información más insistía Targhetta en pedirle su nombre, petición que no podía menos que desmotivar a cualquier testigo, especialmente, si tenía que habérselas con la Guardia di Finanza.
Brunetti reconoció el acierto de la Guardia di Finanza en grabar las llamadas. Así se vigilaba a los vigilantes. Targhetta, ignorante de que se estaba grabando la llamada, pensaría que, si omitía llenar el formulario, no habría constancia de la denuncia. Si se habían cotejado los formularios con la lista de llamadas, suponiendo que éste fuera el procedimiento de control, habría dicho que se había extraviado el impreso. Evidentemente, no le habían creído, ¿o cómo explicar si no su brusca separación del servicio, después de diez años?
Pero, alguien que había trabajado una década para la Finanza, ¿podía ser tan estúpido como para no darse cuenta de que se grababan las llamadas? Brunetti sabía por experiencia que el hecho de que se graben las llamadas no supone necesariamente que se escuchen. Quizá Targhetta, confiando en la desidia burocrática, esperaba que su omisión pasara inadvertida. O quizá, a juzgar por el sonido de su voz, estaba tan sorprendido que respondió instintivamente y trató de silenciar al denunciante sin pensar en las consecuencias.
Sólo quedaba una pieza del puzzle por colocar o, pensó Brunetti sacando la hoja de papel en la que había trazado líneas entre los nombres de las personas involucradas, sólo una línea por dibujar: la que enlazaba a Targhetta con Spadini. Y era fácil: hacía mucho tiempo que la geometría le había enseñado que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos. Pero eso no le permitía ver la relación; para eso tendría que derribar el muro de silencio de los
pellestrinotti.
Cuando decidió que necesitaba hablar con Targhetta, Brunetti estuvo algún tiempo debatiendo consigo mismo si llamaba o no a Paola para decirle que iba a Pellestrina. No deseaba que ella cuestionara sus motivos, ni él mismo se sentía muy inclinado a analizarlos. Así pues, valía más pedir a Bonsuan que lo llevara y dejarse de disquisiciones.
Prefería no llevar a Vianello, y tampoco se molestó en averiguar por qué. Rebobinó la cinta, la guardó en el bolsillo y pasó por la oficina de los agentes a pedir una grabadora a pilas, por si acaso encontraba en Pellestrina a alguien que estuviera dispuesto a escuchar y, quizá, identificar la voz del hombre que había hecho la llamada.
El día había refrescado y al norte se veían unas nubes oscuras que hacían esperar que por fin llegara la lluvia. Durante la travesía, Brunetti permaneció abajo, en la cabina de pasaje, leyendo el periódico de la víspera y una revista náutica que uno de los pilotos había olvidado. Cuando llegaron a Pellestrina, había descubierto muchas cosas sobre motores de 55 caballos, pero ninguna más sobre Carlo Targhetta ni Vittorio Spadini.
Cuando se acercaban al puerto, subió a reunirse con Bonsuan en el puente.
El piloto, miró a la ciudad, a su espalda, y dijo:
—Esto no me gusta nada.
—¿El qué? ¿Venir aquí? —preguntó Brunetti.
—No. Cómo pinta el tiempo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Brunetti, impacientándose con los marineros y sus intuiciones.
—Este aire. Y el viento. Me huele a
bora.
El periódico anunciaba bonanza y aumento de las temperaturas. Así lo dijo Brunetti, pero Bonsuan resopló con desdén.
—Se palpa —insistió—. Tendremos
bora.
No deberíamos estar aquí.
El comisario miró hacia adelante y vio danzar el reflejo del sol en un agua tranquila. Cuando la lancha se aproximaba al muelle, salió a cubierta. El aire estaba inmóvil y, al apagar Bonsuan el motor, ningún ruido turbaba el silencio del día.
Brunetti saltó a tierra y amarró la lancha, sintiéndose muy orgulloso de ser capaz de hacer esa operación. Dejando a Bonsuan que se buscara a otros marineros para hablar del tiempo, se dirigió hacia el pueblo y el restaurante en el que había empezado la investigación.
Cuando él entró, se hizo una pausa en las conversaciones, que se reanudaron con brusca arrancada, al tratar de llenar todos a la vez el silencio creado por la llegada de un comisario de policía. Brunetti fue al mostrador y pidió un vaso de vino blanco. Mientras esperaba, miró en derredor, sin sonreír pero sin dar la impresión de que su presencia tenía un motivo concreto.
Cuando el camarero le sirvió el vino, Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y levantó una mano para retener al hombre.
—¿Conoce a Carlo Targhetta? —preguntó, decidido a no perder más tiempo en vanos intentos de sorprender a los
pellestrinotti.
El camarero ladeó el mentón, en señal de que sopesaba la pregunta, y respondió:
—No, señor, en absoluto.
Antes de que Brunetti pudiera volverse hacia el anciano que estaba a su lado en la barra, el camarero preguntó con voz lo bastante alta como para hacerse oír por todos los presentes:
—¿Alguno de ustedes conoce a un tal Carlo Targhetta?
La clientela respondió a coro:
—No, en absoluto.
Se reanudaron las conversaciones con aparente normalidad, aunque Brunetti observó rápidos intercambios de sonrisas cómplices.
Brunetti concentró la atención en el vino y alargó la mano hacia
Il Gazzettino
del día que estaba doblado en la barra. Lo abrió por la primera página y leyó los titulares. Notaba cómo, poco a poco, se apartaba de él la atención de la concurrencia, especialmente, con la entrada de un hombre de cara grande y colorada que anunció que había empezado a llover.
Brunetti abrió el periódico encima del mostrador. Con la mano izquierda, sacó la grabadora del bolsillo y la deslizó debajo del papel. Había rebobinado la cinta hasta el punto en el que el denunciante levantaba la voz para acusar directamente a Spadini. Levantó una punta del diario para mirar la grabadora, subió el volumen al máximo, puso el índice en la tecla
«Play»
y bajó otra vez el periódico. Sin mover el dedo de la tecla, levantó el vaso y bebió un sorbo, aparentemente abstraído en la lectura.
Salieron tres hombres a ver cómo llovía, y los del bar callaron, esperando su regreso y sus impresiones.
Brunetti oprimió
«Play».
—Ese hijo de puta de Spadini pesca millones cada día. Y no paga ni una lira de impuestos. Todo, negro. Todo lo que gana es negro. No lo declara.
Al viejo que estaba a su lado le resbaló de la mano el vaso de vino, y se estrelló en el suelo.
—
Maria Santissima
! —exclamó—. Es Bottin. No está muerto.
Su voz ahogó parte de la conversación grabada, pero todo el bar oyó decir a Targhetta:
—… tenemos por norma comprobar la identidad del denunciante.
—
O Dio
—dijo el viejo buscando el apoyo del mostrador con una mano temblorosa—. Es Carlo.
Brunetti deslizó la mano bajo el periódico y oprimió
«Stop».
El fuerte chasquido hirió el silencio sin alterarlo. El viejo seguía moviendo los labios, pero su invocación, o su protesta, era muda.
Se abrió la puerta y entraron los tres hombres, con los hombros oscurecidos y el pelo mojado. Alegremente, como niños a los que se deja salir de clase antes de tiempo, gritaron:
—¡Ya llueve! ¡Ya llueve!
Al notar el ambiente enrarecido, se quedaron en suspenso.
—¿Qué pasa? —preguntó uno a nadie en particular.