—Comprendo —dijo Brunetti—. Pero ¿quién va a investigar?
—Depende, señor —dijo el agente, con una voz que era todo un compendio de discreción—. Si no tenemos lancha disponible, avisamos a los
carabinieri
y van ellos.
Brunetti sabía perfectamente por qué los buzos de los
carabinieri
no estaban disponibles para examinar los restos del
Squallus,
por lo que se limitó a tomar nota mentalmente, reservándose cualquier comentario.
—Y durante los últimos años… —empezó a decir Brunetti, pero se interrumpió y rectificó—. No, déjelo. Esperaré a la
signorina
Elettra.
En el momento de colgar, le pareció oír la voz del agente, adelgazada por la distancia, que decía: «Somos varios los que la esperamos», pero no estaba seguro.
Al igual que todos los italianos, Brunetti había crecido oyendo chistes de
carabinieri.
¿Por qué siempre van a investigar dos
carabinieri
? Porque uno lee y el otro escribe. Él sabía que los norteamericanos contaban esa clase de chistes sobre los polacos, y los ingleses, sobre los irlandeses. Durante su carrera, Brunetti había visto muchas cosas que abonaban esa muestra de sabiduría popular, pero hasta hacía pocos años no habían empezado a ocurrir cosas que habían debilitado su convicción de que, por estúpidos y cortos que pudieran ser, los
carabinieri
eran honrados a carta cabal.
En su desánimo, Brunetti se sentía incapaz de buscar una actividad constructiva, y atrajo hacia sí un fajo de papeles e informes sin leer que empezó a recorrer rápidamente con la mirada, buscando el lugar en el que debía poner la inicial antes de pasarlos al siguiente lector. Cuando los niños eran pequeños, alguien le dijo que la escuela estaba obligada a guardar todos los ejercicios de los alumnos durante diez años. Había olvidado dónde había oído aquello, pero recordaba que entonces imaginó un archivo enorme, tan grande como toda la ciudad, repleto de papeles oficiales. Los historiadores romanos que tanto amaba él describían la península italiana cubierta de espesos, y hasta impenetrables, bosques de robles, hayas y castaños. Bosques ya desaparecidos, desde luego, talados para la agricultura y para la construcción de navíos. Y también, pensaba él con amargura, para papel que, si alguien no lo remediaba, un día volvería a cubrir toda la península. También él habría hecho su aportación a tan colosal archivo, pensó mientras estampaba sus iniciales en otra hoja y la dejaba a un lado. Miró el reloj y, no queriendo que pareciera que atosigaba a la
signorina
Elettra, renunció a reclamarle la información solicitada y decidió irse a casa a almorzar.
Brunetti encontró a Paola sentada a la mesa de la cocina, con la cabeza inclinada sobre un ejemplar de
Panorama
o
Espresso,
los dos semanarios a los que estaba suscrita. Paola tenía la costumbre de guardar las revistas durante seis meses por lo menos antes de leerlas; decía que era el tiempo necesario para situar las cosas en perspectiva, dejar que la
pop star
que hacía furor muriera de sobredosis y cayera en un merecido olvido, que Gina Lollobrigida iniciara y abandonara otra carrera y que se hiciera borrón y cuenta nueva de todos los planes y debates de
riforma
política.
Brunetti vio en las páginas de la revista la foto de dos hombres con chaqueta blanca de chef y el gorro rojo de Papá Noel y, a su izquierda, una mesa adornada con brezo y velas rojas que indicaban que, en sus lecturas, Paola había llegado ya al final del año anterior.
—Ah, magnífico —dijo él inclinándose para darle un beso en la coronilla—. ¿Hoy tenemos pavo para almorzar? —Como ella no respondiera, agregó—: Hace mucho calor para pavo, ¿verdad? Pero lo que sea huele a gloria.
Ella lo miró sonriendo:
—Si por lo menos fuera pavo lo que éstos proponen para la cena de Navidad —dijo golpeando la página con un índice furioso—. Es inconcebible.
Como la lectura de aquellas revistas provocaba habitualmente ese tipo de reacciones en su esposa, Brunetti concentró su atención en sacar de la nevera una botella de Pinot Grigio y, del armario situado encima, dos copas que llenó hasta la mitad. Acercó una a Paola al tiempo que hacía un sonido interrogativo con la garganta.
Ella decidió tomarlo por una señal de auténtico interés y respondió:
—Dicen que hemos de abandonar las ideas nuevas en materia culinaria y resucitar las tradiciones de nuestros padres y abuelos. —Brunetti, que estaba saturado de
nouvelle cuisine,
se sentía plenamente de acuerdo, pero, como sabía que Paola tenía ideas más audaces y disentía de él en este tema, se reservó la opinión—. Mira lo que proponen para empezar una cena de Navidad al estilo de nuestros abuelos. —Levantó la revista y la agitó nerviosamente, como para meterla en vereda—. «Hígado de pavo con tartaletas de pera
al Taurasi»,
que vete tú a saber qué es o quién, y «pifia al aroma de
limoncello».
—Levantó la cara hacia Brunetti, que tuvo el sano reflejo de mover la cabeza con un gesto que él esperaba que fuera de condena. Reconfortada, ella prosiguió—: Y escucha esto:
«Sartú»
otro que tal, «arroz con rodajas de berenjena, huevos y albondiguillas
di annechia
con salsa de tomates de San Marsano». —Indignada por ese exceso que colmaba toda medida, arrojó la revista sobre la mesa, donde se cerró, ofreciendo a Brunetti la visión de un exuberante busto femenino distintivo de portada obligatorio de ambas publicaciones—. ¿Dónde se han creído que vivían nuestros abuelos? ¿En la corte de Luis XIV? —preguntó.
Brunetti, que sabía que por lo menos uno de los bisabuelos de Paola había servido en la corte del primer rey de Italia, nuevamente optó por el silencio.
Apartando aún más la revista, ella preguntó:
—¿Por qué les resulta tan difícil recordar lo pobre que era Italia? Tampoco hace tanto.
Eso parecía más que una pregunta meramente retórica, y Brunetti respondió:
—Supongo que la gente prefiere recordar tiempos felices, es decir, tiempos más felices y, si no pueden recordarlos, procuran hacer que lo parezcan.
—Eso lo hacen los viejos —convino Paola—. Por ejemplo, en Rialto, si escuchas a las viejas, no oyes más que lo bien que se vivía antes, mucho mejor que ahora, y con menos.
—O será, quizá, que la mayoría de los periodistas son jóvenes y no tienen esos recuerdos.
Ella asintió.
—Además, nos falta el sentido de la memoria histórica, por lo menos, a escala de país. La semana pasada, estuve hojeando el libro de Historia de Chiara, y me asusté. En los capítulos del siglo XX, se habla de la Segunda Guerra Mundial muy por encima. Mussolini hace un papelito de comparsa en los años veinte, antes de ser pervertido por los malvados alemanes, pero aquello acaba pronto y Roma vuelve a ser libre: aunque no sin que nuestros valientes soldados lucharan como leones y murieran como héroes.
—En el colegio no nos contaban nada de aquello, por lo menos, que yo recuerde —dijo Brunetti sirviéndose otra media copa de vino.
—Es que, cuando nosotros íbamos al colegio —dijo Paola después de tomar un sorbo de su copa—, estaba en el poder la derecha, que no iba a fomentar un análisis ecuánime del fascismo. Por lo mismo que, cuando formó alianza con la izquierda, tampoco era conveniente hablar del comunismo. —Otro sorbo—. Y como durante la guerra cambiamos de bando, tenían que ser muy cautos al repartir los papeles del malo y el bueno.
—¿Quiénes tenían que ser cautos? —preguntó Brunetti.
—Los que escriben los libros de Historia. Mejor dicho, los políticos que deciden quiénes escriben los libros de Historia, por lo menos, los que se usan en los colegios.
—¿Y la noción de la simple verdad histórica? —preguntó Brunetti.
—Tú, Guido, que pasas la mayor parte del tiempo leyendo Historia, deberías saber que esa noción no existe.
Él no tuvo más que recordar la diferencia entre las versiones católica y protestante de la historia del papado para dar la razón a su mujer. Pero aquello era la religión, una materia en la que te parece que lo normal es que todos mientan, y eso era memoria viva: las personas que habían tomado parte en aquellos hechos aún vivían; los padres de la mayoría de sus amigos habían luchado en la guerra.
—Quizá en la propia experiencia sea más difícil distinguir la verdad —propuso él y, al ver que ella lo miraba desconcertada, aclaró—: Cuando relatas los actos de unas personas que vivieron hace cientos de años, puedes ser imparcial o, por lo menos, tienes la posibilidad de serlo.
—¿Te refieres a cómo la Iglesia relata la Inquisición? —preguntó ella.
Él se dio por vencido con una sonrisa y preguntó:
—Si no es pavo, ¿qué es?
Ella, magnánima en la victoria, dijo:
—He pensado que podríamos comer los platos de nuestros antepasados.
—¿Concretamente?
—Esos
involtini
que tanto te gustan, con
prosciutto
y corazones de alcachofa.
—Dudo mucho que un antepasado mío comiera eso —confesó él.
—También hay polenta. Para darle un toque de verismo histórico.
Los chicos almorzaron en casa, pero estaban insólitamente apagados, inmersos como se hallaban, en esas últimas semanas de escuela, en los preparativos de los exámenes de fin de curso. Raffi, que esperaba ir a la universidad al año siguiente, se había convertido durante los últimos meses en una especie de fantasma, que sólo salía de su habitación para comer o para pedir a su madre que le ayudara a salvar algún escollo de una traducción de griego. El noviazgo con Sara Paganuzzi subsistía, al parecer, a base de conversaciones telefónicas nocturnas y esporádicos encuentros en
campo
San Bartolo antes del almuerzo. Chiara que, a cada mes que pasaba, iba entrando en posesión de su herencia de la belleza materna, vivía absorta en los misterios de las matemáticas y la navegación por los astros, ignorante del poder que un día le daría su hermosura.
Después del almuerzo, Paola se llevó el café a la terraza, instando a su marido a seguirla. El sol de primera hora de la tarde calentaba tanto que, antes de salir, Brunetti se quitó la corbata, primera e inequívoca señal de que el verano estaba cerca.
Se quedaron en plácido silencio. De una terraza de la izquierda, llegaban voces; de vez en cuando una de las sábanas tendidas en una ventana del piso de abajo, restallaba por un viento fresco que, por desgracia, no traía promesa de lluvia.
—Seguramente, tendré que ir bastante a Pellestrina —dijo Brunetti.
—¿Cuándo?
—Esta misma semana. Quizá a partir de mañana.
—¿Para tenerla vigilada? —preguntó Paola, sin insistir en sus objeciones a la decisión de la
signorina
Elettra.
—En parte, aunque no sé cuándo piensa ir.
—¿Y para algo más?
—Para hablar con la gente, ver lo que dicen.
—¿Querrán hablar contigo, sabiendo que eres policía?
—No pueden negarse a hablar conmigo. Otra cosa es que digan la verdad, o que insistan en que no recuerdan nada de los Bottin. Es la táctica habitual.
—Entonces, ¿por qué molestarse en hablar con ellos?
—Por lo que callen y por lo que mientan. —Brunetti cerró los ojos, y se recostó en el respaldo del sillón, dejando que el sol le diera de lleno en la cara por primera vez aquel año. Al cabo de un rato, dijo—: Yo diría que eso me convierte en algo así como uno de esos historiadores de que hablábamos antes, y me obliga a hacer lo mismo que ellos. —Se quedó esperando a que Paola le pidiera aclaración y, en vista de que ella no decía nada, la miró para ver si se había dormido. Pero no dormía sino que lo miraba atentamente, esperando a que continuara.
—Hay que escuchar las explicaciones de unos y otros, tratar de comprobarlas y actuar teniendo en cuenta a quién beneficia cada versión.
—¿Y, todo eso, sin perder de vista que mienten?
—Que, probablemente, mienten —asintió él.
—¿Y después?
—Después tendré que averiguar lo que han contado a la
signorina
Elettra.
—¿Y después? —insistió ella.
—No tengo ni idea.
—¿Y vendrás a dormir a casa?
—Seguramente. ¿Por qué?
Ella lo miró largamente, sorprendida por su pregunta.
—Porque, si al fin me decido a fugarme con el cartero, me gustaría saber que queda alguien en casa que dé de comer a los chicos.
A media tarde, la
signorina
Elettra llamó a Brunetti y le dijo que el
vicequestore
Patta quería verlo. Brunetti rara vez recibía esa llamada con placer, pero estaba tan aburrido de leer y contraseñar informes que hasta esa escapatoria fue bien recibida. Rápidamente, bajó al despacho de la
signorina
Elettra.
Ella lo saludó con una sonrisa.
—Quiere comunicarle quién estará al mando durante su ausencia.
—Espero no ser yo —dijo Brunetti. Ello complicaría sus planes de ir a Pellestrina.
—No; ya ha hablado con Marotta —dijo ella, aludiendo a un comisario de Turín que había sido destinado a la
questura
de Venecia hacía unos meses.
—¿Debería ofenderme? —preguntó Brunetti. Marotta era mucho más joven y no era veneciano, por lo que el nombramiento no podía ser más que un insulto calculado.
—Probablemente. Por lo menos, eso es lo que a él le gustaría.
—Entonces haré cuanto pueda por darme por ofendido —dijo Brunetti—. No quiero defraudarlo ahora que se va de vacaciones.
—No se va de vacaciones, comisario —dijo ella en tono de reproche—. Es una conferencia sobre nuevos métodos para la prevención del delito —especificó, sin mencionar los detalles de la invitación.
—En Londres —agregó Brunetti.
—En Londres —confirmó ella.
—En inglés.
—
Yes.
—Lengua que el
vicequestore
habla con tanto desparpajo como el finlandés.
—Un poco mejor que el finlandés. Sabe decir: «Bond Street», «Oxford Street» y «the Dorchester».
—Y «the Ritz» —dijo Brunetti—. No lo olvide.
—¿Ha hablado de eso con él? —preguntó ella.
—¿De qué, de la conferencia o de su inglés?
—De la conferencia y de quién debía asistir.
—Hubiera sido perder el tiempo. Hace semanas me dijo que iría él y, antes de que yo pudiera mencionar la cuestión del idioma, me dijo que su mujer se había ofrecido a acompañarlo en calidad de intérprete.