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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (13 page)

BOOK: Un mar de problemas
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Ella lo pensó un momento.

—Sí —dijo—. Me parece una buena elección. —Su mirada fue de las forsythias a Brunetti—. ¿Quiere que me encargue de planificarle el servicio?

—Sí —respondió Brunetti, pero no pudo resistir la tentación de preguntar—: ¿Cómo lo hará?

—Le asignaré una tarea especial. Me parece que la llamaré «Servicios Auxiliares».

—¿Qué significa?

—Puede significar lo que yo quiera.

—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Y qué dirá Marotta? ¿No estará él al mando la semana próxima? ¿No depende de él asignar los servicios?

—Ah, Marotta —suspiró ella sin disimular el desdén—. Viene a trabajar sin corbata.

«Aquí acaban las posibilidades de ascenso permanente de Marotta en la
questura
de Venecia», pensó Brunetti.

—Ya que ha venido, comisario —dijo ella abriendo un cajón y sacando varios papeles—, podría llevarse esto. Es todo lo que he podido encontrar sobre esa gente. Y el informe de las autopsias.

Brunetti tomó los papeles y subió a su despacho. El informe de las autopsias, practicadas por un forense del hospital, al que Brunetti no conocía, indicaba que Giulio Bottin había muerto a consecuencia de cualquiera de los tres golpes recibidos en la frente y el cráneo. La forma de las lesiones indicaba que se había utilizado un objeto cilíndrico, quizá un tubo o una barra de metal. Su hijo había muerto desangrado. La hoja del cuchillo había penetrado profundamente y seccionado la aorta abdominal. La ausencia de agua en los pulmones y la circunstancia de que Giulio Bottin debía de haber tardado algún tiempo en morir hacían descartar la hipótesis de que hubieran sido asesinados poco antes del hundimiento de la barca.

Brunetti acababa de leer el informe cuando Vianello llamó a la puerta y entró.

—He hablado con Chioggia, comisario —dijo el sargento sin tomar asiento—. No tienen absolutamente ningún detalle.

Brunetti dejó a un lado los papeles.

—Como usted dice, no parecen ser la clase de gente que confía en que la policía les resuelva los problemas.

Brunetti casi esperaba que Vianello le preguntara si alguien confiaba ya en eso, pero el sargento no hizo comentarios. Brunetti aprovechó la oportunidad para hablarle de su plan de enviar a Pucetti a Pellestrina.

—¿Y las referencias? —preguntó Vianello.

—Dice Pucetti que ha trabajado en la
pizzeria
de su cuñado. El cuñado podría llamar al restaurante, decir que se ha enterado de que necesitan un camarero y recomendar a Pucetti. Todo queda en familia.

—¿Y si alguien lo reconoce? —preguntó Vianello, poniendo voz a los temores del propio Brunetti.

—No parece probable, ¿verdad? —dijo Brunetti, consciente de que ya empezaba a hablar como la
signorina
Elettra.

Vianello, advirtiendo la resistencia de Brunetti a seguir hablando del tema, no hizo objeciones, se excusó sin solicitar nuevas órdenes y bajó a su oficina.

Brunetti volvió a los papeles que le había dado la
signorina
Elettra. Si el Alessandro Scarpa que era objeto de la curiosidad de Brunetti tenía treinta y tantos años —característica que lo distinguía del otro Alessandro Scarpia que residía en Pellestrina y tenía ochenta y siete—, había sido arrestado tres años antes por amenazar a un hombre con una navaja. Al día siguiente, el otro hombre retiró la acusación, por lo que en los archivos de la policía no había nada contra Scarpa, aunque el
maresciallo
de los
carabinieri
del Lido hacía constar que Scarpa causaba problemas cuando bebía.

No se había hallado información sobre alguien apellidado Giacomini.

Acerca de la
signora
Follini sí se había averiguado algo. Follini no era su apellido de casada, ya que sus relaciones con los hombres nunca habían sido bendecidas por el clero. Su nombre de pila era Luisa y había nacido en Pellestrina hacía cincuenta y dos años.

Luisa Follini había tenido su primer contacto con la policía a los diecinueve años, cuando fue arrestada por prostitución. Como no tenía antecedentes, fue amonestada y puesta en libertad, pero durante el año siguiente fue detenida por lo menos otras tres veces. A continuación había un largo intervalo, que indicaba o bien que la mujer había hecho algún trato con la policía local o bien que se había ausentado de la zona. No reaparecía en Pellestrina hasta hacía doce años, cuando, bajo las todavía severas leyes sobre la droga, fue arrestada por posesión, uso y tentativa de venta de heroína, además de prostitución.

Afortunadamente para ella, fue admitida en un centro de rehabilitación próximo a Bolonia, donde pasó tres años, transcurridos los cuales regresó a Pellestrina curada de su adicción y retirada de su profesión. Entre tanto, sus padres habían muerto y ella se hizo cargo de la tienda que tenían en el pueblo, donde había vivido hasta la actualidad.

Ahora, al leer el informe, Brunetti recordó que la mujer llevaba vestidos de manga larga, y se preguntó de dónde habría sacado el dinero para la cirugía plástica y cuándo se habría operado. ¿Y quién habría pagado las operaciones? La tiendecita no daba para tanto, ni tampoco la prostitución esporádica, ni la venta de heroína en un lugar tan pequeño como Pellestrina.

Brunetti recordó las dos veces que había hablado con la mujer. La primera, ella estuvo coqueta y se lamentó con afectado pesar de los inconvenientes de vivir en un lugar como Pellestrina. Con un pasado como el suyo, a la fuerza habría tenido que sufrirlos, se dijo él. Pero la
signora
Follini no daba señal alguna de la crispada energía del drogadicto. Tampoco el nerviosismo que el comisario observó en ella en su segunda visita parecía debido a las drogas; era el nerviosismo del miedo, y había culminado con la entrada de aquellos dos hombres.

Brunetti no sabía hasta qué hora ella tendría abierta la tienda. Sacó la guía de teléfonos y buscó Pellestrina. Allí figuraba Follini, Luisa. Marcó el número. A la tercera señal, ella contestó con su apellido.


Signora,
aquí el comisario Brunetti. Antes hablé con usted… —Se oyó un suave chasquido cuando la mujer colgó el teléfono.

Brunetti guardó la guía en el cajón, puso la carpeta a la izquierda de la mesa y bajó a hablar con Pucetti.

Capítulo 13

Pucetti rebosaba alegría cuando tuvo conocimiento de la misión. Al oír el nombre de la
signorina
Elettra sonrió y, cuando Brunetti le explicó que su principal función sería la de protegerla, se puso radiante. El agente preguntó de quién había sido la idea de enviarla, a lo que Brunetti eludió responder diciendo que esperaba que la novia de Pucetti no pusiera objeciones a esa misión especial, es decir, ese «servicio auxiliar».

Aquella noche, Brunetti habló de Pucetti con Paola. Esperaba que ella estuviera de acuerdo en que su presencia en Pellestrina podría si no garantizar, por lo menos, aumentar la seguridad de la
signorina
Elettra.

—Son una extraña pareja —comentó Paola.

—¿Quiénes?

—La
signorina
Elettra y Pucetti.

—No son pareja —protestó Brunetti.

—No, ya lo sé. Quiero decir, como personas. Es extraño que personas como ellos, tan inteligentes, estén en la policía.

Brunetti se indignó.

—Yo estoy en la policía. Supongo que no se te habrá olvidado.

—Vamos, Guido, no seas quisquilloso —dijo ella poniéndole una mano en el brazo—. Sabes perfectamente a lo que me refiero. Tú eres un profesional, licenciado en Derecho, y cuando entraste en la policía las cosas eran diferentes. Entonces la policía era algo respetable a lo que dedicar tu vida.

—¿Y ya no lo es?

—Bueno, supongo que sí —dijo ella y, al ver la expresión de su marido, agregó rápidamente—: Claro que es una opción respetable, tú sabes que eso no lo dudo. Es sólo que los mejores, la gente como tú, ya no entra en el cuerpo. Dentro de diez años, estará plagado de Pattas y de Alvises: trepas y cretinos.

—¿Quiénes son unos y otros?

—Buena pregunta —rió ella.

Estaban en la terraza, tomando una tisana. Los chicos habían vuelto a encerrarse con sus libros. Cuatro nubes rollizas que el resplandor del ocaso teñía de rosa formaban un lejano telón de fondo al
campanile
de San Polo. El resto del cielo, diáfano, prometía para el día siguiente más tiempo espléndido.

—¿Por qué crees tú que son tan pocas las personas realmente válidas que entran ahora en la policía? —preguntó ella volviendo al tema al cabo de un rato.

Él, en lugar de responder, preguntó a su vez:

—¿No ocurre lo mismo en la universidad? ¿Cómo son tus nuevos colegas?

—Vaya por Dios, nos parecemos a Plinio el Viejo, despotricando de la juventud que no sabe lo que es el respeto, y de la degeneración de las costumbres.

—Es lo que se dice siempre. Ésta es una de las pocas constantes que encuentro en los libros de Historia: cada época considera que la anterior era mejor: los hombres, justos; las mujeres, puras; y los hijos, obedientes.

—Y, sobre todo, «respetuosos» —apuntó Paola.

—¿Los hijos o las mujeres?

—Ambos, imagino.

Se quedaron un rato en silencio. Las nubes, navegando hacia el sur, enmarcaban ahora el
campanile
de San Marco.

Brunetti rompió el silencio con una pregunta:

—¿Quién quieres que entre ahora en la policía? —Dejó la pregunta en el aire y, como Paola no se molestara en responder, prosiguió—: Ocurre continuamente. Nosotros nos esforzamos en hacer un arresto, luego intervienen los abogados, o los mismos jueces, y el criminal se libra. Lo he visto docenas de veces, y cada día más. Por ejemplo, esa mujer que se casó en Bolonia la semana pasada. Hace dos años, mató a su marido de una puñalada. Fue condenada a nueve años. Apeló, al cabo de tres meses de cárcel, ya estaba en la calle, y ahora ha vuelto a casarse.

Normalmente, Paola hubiera hecho algún comentario irónico sobre la valentía del segundo marido, pero ahora prefirió esperar por si él tenía algo que agregar. Lo que él dijo entonces la asombró.

—Yo podría retirarme, ¿sabes? —Ella callaba—. Ya tengo los años de servicio reglamentarios. Bueno, casi. Dentro de dos años, podría retirarme.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó Paola.

Él tomó un sorbo de tisana y notó que se había enfriado. Vació la taza en la jardinera de la adelfa, se sirvió más infusión, puso miel y dijo:

—Probablemente, no. En realidad, no. Pero es duro ver lo que pasa y no poder hacer nada para impedirlo. —Brunetti se recostó en el sillón y extendió las piernas, sosteniendo la taza con las dos manos—. Ya sé que eso de la boda de esa mujer no debería afectarme tanto, pero a veces pasan cosas o leo cosas que, francamente, no las soporto.

—¿No dijeron los periódicos que él pegaba? —preguntó Paola.

—Conozco a alguien en Bolonia. Es el que la interrogó cuando la detuvieron. Ella no dijo nada de eso hasta después de hablar con un abogado. Ya estaba liada con el que se ha casado ahora.

—Nada de eso salía en los periódicos. No debió mencionarse en el juicio —dijo Paola.

—No había pruebas de la relación. Pero lo cierto es que ella mató al marido, quizá durante una disputa, como dijo, y ahora se ha casado con el otro, y tan tranquila.

—¿Y felices para siempre? —sugirió Paola.

—Es sólo un caso banal —dijo, pero enseguida rectificó—: No; un asesinato nunca es banal. Lo que quiero decir es que es un caso aislado, y quizá tuvieron una pelea. Pero la historia se repite. Un hombre ha matado a diez o veinte personas, y viene un abogado que se las sabe todas o, lo que es más frecuente, un juez que no se entera, y el asesino queda en libertad. Y no perderá un minuto en volver a lo que es su especialidad, matar.

Hacía bastantes años que Paola tenía que escuchar estas reflexiones de labios de su marido, pero nunca lo había visto tan furioso y desmoralizado por sus condiciones de trabajo.

—¿Qué harías si te retiraras?

—Eso es lo malo, que no tengo ni idea. Ya sería tarde para tratar de sacar una plaza de abogado. Seguramente, tendría que volver a la universidad y empezar de cero.

—Si algo puedo aconsejarte —interrumpió Paola—, es que ni te plantees volver a la universidad. —Su escalofrío de horror no por deliberado era menos real.

Reflexionaron un rato sin que ninguno aportara ideas. Finalmente, Paola dijo:

—¿No volvían los nobles romanos a sus posesiones y se dedicaban a mejorar la agricultura y a escribir cartas a sus amigos de la ciudad, deplorando el estado del Imperio?

—Aja —hizo Brunetti—. Pero, por desgracia, yo no soy noble.

—Ni romano, por fortuna.

—Ni tengo posesiones.

—Entonces no puedes retirarte —concluyó ella, y le pidió otra taza de tisana.

El fin de semana fue apacible. Brunetti no sabía cuándo tenía intención de ir a Pellestrina la
signorina
Elettra. Pensó en llamarla a su casa, y hasta buscó el número en la guía telefónica, algo que no había hecho nunca. Era un número bajo de Castello, que situaba el domicilio, estimó él, en los alrededores de Santa Maria Formosa. Había otros dos Zorzi que vivían cerca. ¿Familia?

Ella le había dado el número de su
telefonino,
pero Brunetti lo había dejado en el despacho y, si no la llamaba a su casa, no podría salir de dudas hasta el lunes por la mañana, cuando la viera —o no la viera— detrás de su escritorio de la
questura.

El sábado por la tarde le llamó Pucetti para decirle que ya estaba en Pellestrina, y trabajando, pero no había visto a la
signorina
Elettra. Le contó que su cuñado, después de averiguar que él y el dueño del restaurante de Pellestrina tenían amistades comunes, le había conseguido el puesto, por lo menos, hasta que el dueño supiera si Scarpa volvía.

El domingo por la tarde, Brunetti entró en el que fuera el dormitorio de invitados y que, con los años, había pasado a ser trastero. Encima de un armario, en un rincón, encontró el arca pintada a mano que había sido de su tío Claudio, el que quería ser pintor, y que no recordaba cómo había ido a parar a sus manos. Era lo bastante grande para servir de caseta a un pastor alemán y estaba cubierta de flores de colores vivos y variedades diversas, en abigarrada promiscuidad. Por alguna misteriosa razón, la caja albergaba en su interior mapas, mezclados en la misma caótica confusión que imperaba entre las flores de su superficie.

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