Authors: Angie Sage
—No, no podéis —le respondió Marcia con firmeza—. Y voy a tener que ser yo de nuevo la que traiga este estúpido y viejo loco.
Marcia estaba cogiendo aliento para el hechizo bumerán, cuando Silas tropezó y se cayó de cabeza en el suelo cenagoso. Mientras yacía enredado, Silas notó que, debajo de él, el pantano empezaba a cambiar y a moverse, como si algo vivo se agitase en las profundidades del lodo. Y cuando intentó levantarse, Silas descubrió que no podía; era como si estuviera pegado al suelo. En su aturdimiento producido por el fuego de los marjales, Silas estaba confuso, no sabía por qué no podía moverse. Intentó levantar la cabeza para ver lo que estaba ocurriendo pero tampoco pudo. Fue entonces cuando se percató de la horrible verdad: algo le tiraba del pelo.
Silas se llevó las manos a la cabeza y, para su horror, notó unos deditos huesudos en su pelo, que enredaban y anudaban sus largos y alborotados rizos a su alrededor y tiraban, empujándole hacia abajo, hacia el cieno. Desesperadamente, Silas luchó por liberarse, pero cuanto más luchaba, más se enredaban los deditos huesudos en su cabello. Lenta y constantemente arrastraban a Silas hacia abajo, hasta que el barro le cubrió los ojos y pronto, muy pronto, le cubriría la nariz.
Marcia veía lo que estaba ocurriendo, pero su buen juicio le impedía correr en ayuda de Silas.
—¡Papá! —gritó Jenna saliendo de la canoa—. Yo te ayudaré, papá.
—¡No! —Le ordenó Marcia-. No. Así es como funciona el fuego de los pantanos. El cenagal te arrastrará a ti también.
—Pero... pero, no podemos quedarnos aquí mirando cómo papá se ahoga —gritó Jenna.
De repente, una forma marrón y rechoncha surgió del agua, gateó hasta la orilla y, saltando como un experto de un montículo a otro, corrió hacia Silas.
—¿Qué esstá haciendo en las arenasss movedizasss, señor? —le preguntó el Boggart enojado.
—¿Quéee...? —farfulló Silas, que tenía las orejas llenas de barro y solo podía oír el crepitar y el gemir de las criaturas del pantano que vivían debajo de él. Los dedos huesudos siguieron tirando y enredándose, y Silas empezaba a notar los dolorosos cortes de unos dientes afilados como cuchillas que le mordisqueaban la cabeza. Se debatió desesperadamente, pero cada esfuerzo no hacía sino hundirlo más y más en el pantano y producía otra oleada de chillidos debajo de él.
Jenna y Nicko miraban con horror cómo Silas se hundía lentamente en las arenas movedizas. ¿Por qué el Boggart no hacía algo ya, antes de que Silas desapareciera para siempre bajo el cenagal? De repente, Jenna no pudo aguantarlo más y volvió a ponerse en pie de un salto en la canoa y Nicko se dispuso a seguirla. El Muchacho 412, que había oído todo lo referente al fuego de los marjales de boca del único superviviente de un pelotón de muchachos del ejército joven que se había perdido en las arenas movedizas pocos años antes, agarró a Jenna e intentó volver a meterla dentro de la canoa, pero ella le empujó enfadada.
El movimiento brusco captó la atención del Boggart.
—Quédessse donde está, ssseñorita —le instó con urgencia.
El Muchacho 412 tiró otra vez con fuerza de la chaqueta de borreguillo de Jenna, y ella se sentó en la canoa dando un bote. Maxie gimió.
Los brillantes ojos negros del Boggart estaban preocupados; sabía exactamente de quién eran los nudosos y retorcidos dedos y sabía que tenían problemas.
—¡Brownies parpadeantesss! —dijo el Boggart—. Asquerosos artefactos. ¡Probad el sabor del aliento de Boggart, despreciables criaturas! -El Boggart se inclinó sobre Silas, respiró hondo y echó el aliento sobre los dedos que no dejaban de tirar. De las profundidades del cenagal, Silas oyó un chillido de los que dan dentera, como si alguien arañase una pizarra con las uñas; luego los retorcidos dedos le soltaron el pelo y el cierre que tenía debajo se movió mientras sentía a las criaturas alejarse.
Silas estaba libre.
El Boggart le ayudó a sentarse y le quitó el barro de los ojos.
—Le dije que el fuego de los marjalesss le llevaría a las arenasss movedizassss. Y lo hizo, ¿no? —le reconvino el Boggart.
Silas no dijo nada. Estaba completamente sobrecogido por el olor acre del aliento del Boggart, que aún notaba en su pelo.
—Ahora está usted bien, ssseñor —le explicó el Boggart-. Pero ha estado cerca, no me importa decírssselo. No había tenido que echar el aliento a un Brownie desde que sssaquearon la casssa. ¡Ah, el aliento de un Boggart es algo maravilloso! Hay a quienes no les gusta mucho, pero yo sssiempre les digo: «No pensarías así si te hubieran atrapado los Brownies de las arenasss movedizasss».
—¡Oh! ¡Ah! Es cierto. Gracias, Boggart. Muchas gracias —musitó Silas todavía confundido.
El Boggart lo guió hasta la canoa cuidadosamente.
—Será mejor que ssse ponga delante, majestad —le sugirió el Boggart a Marcia—. El no está en condiciones para conducir una de estas cosssasss.
Marcia ayudó a Boggart a meter a Silas en la canoa y lue¬go el Boggart se escabulló en el agua.
—Los llevaré hasta la casa de la ssseñorita Zelda, pero procuren apartar a ese animal de mi camino —dijo echando una mirada fulminante a Maxie—. Me produjo un horrible sssarpullido ese gruñón. Ahora estoy lleno de bultos. Mire, toque.
—El Boggart le ofreció su gran trasero redondo para que Marcia lo tocase.
—Es muy amable por su parte, pero no, gracias, ahora no —se excusó débilmente Marcia.
—Entoncesss en otro momento.
—Claro.
—Muy bien entoncesss.
El Boggart se zambulló en el agua y nadó hasta un pequeño canal que nadie había siquiera advertido.
—Ahora, ¿me seguíssss? —preguntó, y no por última vez.
Mientras las canoas devanaban su largo y complicado camino a través de los marjales, Alther seguía la ruta que su vieja barca, la
Molly,
solía tomar para regresar al Castillo.
Alther volaba del modo como le gustaba volar, bajo y muy rápido, y no tardó en alcanzar al barco bala. Era una penosa visión. Diez remeros hundían cansinamente los remos mientras el barco se arrastraba lentamente río arriba. Sentado en la popa estaba el cazador, encorvado, tiritando y ponderando en silencio su destino, mientras que en la proa, el aprendiz, para suprema irritación del cazador, no se estaba quieto ni un momento; de vez en cuando daba una patada a un costado del barco por aburrimiento y para recuperar la sensibilidad de los dedos de los pies.
Alther volaba sin ser visto por encima del barco, pues se
aparecía
solo a quienes él quería, y continuaba su viaje. Por encima de él, el cielo estaba cubierto de densas nubes y la luna había desaparecido, sumiendo en la oscuridad las refulgentes riberas del río cubiertas de nieve. Mientras Alther se acercaba al Castillo, gruesos copos de nieve empezaban a caer perezosamente del cielo y, al acercarse al último meandro del río, que le llevaría a rodear la roca del cuervo, el aire se espesó de repente debido a la nieve.
Alther aminoró el vuelo y descendió un poco, pues incluso a un fantasma le resulta difícil ver adonde se dirige en medio de una tormenta de nieve, y siguió volando con cautela hacia el Castillo. Pronto, a través de la gruesa cortina de nieve, Alther pudo ver las rojas ascuas, que eran todo lo que quedaba del salón de té y cervecería de Sally Mullin. La nieve crepitaba y chisporroteaba al caer en el carbonizado pontón y, mientras Alther revoloteaba un momento sobre los restos de lo que había sido el orgullo y la alegría de Sally, deseó que en algún lugar del gélido río el cazador estuviera disfrutando de la ventisca.
Alther voló por encima del vertedero, pasó la olvidada reja para ratas y ascendió abruptamente por encima de la muralla del Castillo. Le sorprendió lo tranquilo y silencioso que estaba; de algún modo esperaba muestras de agitación vespertina, pero ya era más de medianoche y un frío manto de nieve cubría los desiertos patios y los viejos edificios de piedra. Alther bordeó el palacio y se encaminó hacia la amplia avenida conocida como la Vía del Mago, que conducía a la Torre del Mago. Empezaba a ponerse nervioso. ¿Qué encontraría?
Ascendió por el exterior de la torre y pronto divisó la pequeña ventana en arco de la parte superior que había estado buscando. Se filtró por la ventana y se encontró de pie ante la puerta principal de Marcia, o al menos había sido de ella hasta hacía pocas horas. Alther hizo lo que para los fantasmas equivale a respirar hondo y recomponerse. Luego, con cuidado, se descompuso lo suficiente para pasar a través de los macizos tablones púrpura y las gruesas bisagras de plata de la puerta, y en el otro lado se rehízo como un experto. Perfecto. Volvía a estar de nuevo en los aposentos de Marcia.
Y también estaba el mago negro, el nigromante, DomDaniel.
DomDaniel dormía en el sofá de Marcia. Estaba tumbado boca arriba envuelto en sus túnicas negras, con el sombrero negro, bajo y cilíndrico, calado sobre los ojos, mientras su cabeza descansaba en la almohada del Muchacho 412. DomDaniel tenía la boca muy abierta y roncaba fuerte. No era un espectáculo agradable de ver.
Alther contempló a DomDaniel y le pareció extraño volver a ver a su antiguo maestro en el mismo lugar donde habían pasado tantos años juntos. Alther no recordaba aquellos años con ternura alguna, aunque había aprendido todo, mucho más de lo que preferiría saber, sobre la Magia. DomDaniel había sido un mago extraordinario arrogante y desagradable, completamente desinteresado por el Castillo y por la gente que necesitaba su ayuda, y solo vivía para satisfacer su deseo de poder absoluto y eterna juventud. O, mejor dicho, como DomDaniel había tardado un rato en comprender, para satisfacer su eterna mediana edad.
El DomDaniel que yacía roncando delante de Alther resultaba, a primera vista, muy parecido al que recordaba de todos aquellos años atrás, pero a medida que Alther lo examinaba de cerca, vio que no todo había permanecido inalterable. Había un matiz grisáceo en la piel del nigromante que revelaba los años pasados en el subsuelo, en compañía de sombras y espectros. Aún tenía adherida un aura del Otro lado y llenaba la habitación con un olor a moho pasado y tierra húmeda. Mientras Alther observaba, un fino hilo de baba manaba lentamente de la comisura de la boca de DomDaniel, bajaba por la barbilla y goteaba sobre su manto negro.
Con el acompañamiento de los ronquidos de DomDaniel, Alther inspeccionó la habitación. Parecía notablemente intacta, como si Marcia fuera a entrar en cualquier momento, sentarse y contarle cómo le había ido el día, tal y como siempre hacía. Pero entonces Alther notó la gran marca quemada donde el rayocentella había fulminado a la Asesina. En la preciada alfombra de seda de Marcia quedaba un agujero chamuscado con la forma de la Asesina.
«Así que realmente sucedió», pensó Alther.
El fantasma flotó sobre la escotilla del conducto de la basura que aún estaba abierta y miró por la helada negrura. Se estremeció y reflexionó sobre el terrible viaje que debieron de tener. Y luego, como Alther quería hacer algo, por pequeño que fuese, se deslizó por el límite entre el mundo de los fantasmas y el mundo de los vivos, e hizo que algo ocurriera.
Cerró la escotilla de un portazo. «¡Pam!»
DomDaniel se despertó sobresaltado. Se sentó muy tieso y miró a su alrededor, preguntándose por un momento dónde estaba. Pronto, con un pequeño suspiro de satisfacción, se acordó. Volvía a estar en el lugar que le pertenecía. Otra vez en los aposentos del mago extraordinario. Otra vez en lo alto de la torre. De regreso para vengarse. DomDaniel miró a su alrededor, esperaba ver a su aprendiz, que debía- de haber regresado hacía horas, con noticias del fin de la princesa y de esa horrible mujer, Marcia Overstrand, por no hablar de un par de miembros de los Heap. Cuantos menos quedaran, mejor, pensó DomDaniel. Se estremeció en el aire helado de la noche y chasqueó los dedos con impaciencia para reavivar el fuego en la chimenea. El fuego flameó y... ¡piiif!, Alther lo apagó. Luego sopló el humo hacia fuera de la chimenea e hizo toser a DomDaniel.
«Puede que el viejo nigromante esté aquí —pensó sombríamente Alther—, y puede que no haya nada que hacer al respecto, pero no va a disfrutarlo. No, si puedo hacer algo al respecto.
El aprendiz no regresó hasta primera hora de la mañana, después de que DomDaniel hubiera subido la escalera Para irse a la cama y le hubiera costado considerablemente conciliar el sueño, debido a que las sábanas parecían intentar estrangularle. El muchacho estaba aterido de frío y cansancio su túnica verde estaba rebozada de nieve y temblaba cuando el guardia que lo escoltaba hasta la puerta se marchó con presteza y lo dejó solo para enfrentarse a su maestro.
DomDaniel estaba de mal humor cuando la puerta se abrió y entró el aprendiz.
—Espero —se dirigió DomDaniel al tembloroso muchacho— que tengas alguna noticia interesante para mí.
Alther flotaba alrededor del chico, que casi no podía hablar de cansancio. Le daba pena ese muchacho; no era culpa suya ser el aprendiz de DomDaniel. Alther sopló el fuego y lo volvió a encender. El muchacho vio las llamas saltar en la chimenea e intentó acercarse al calor.
—¿Adonde vas? —le preguntó DomDaniel con voz atronadora.
—Te... tengo frío, señor.
—No te vas a acercar al fuego hasta que me cuentes lo que ha ocurrido. ¿Están «despachados»?
El chico parecía confundido.
—Le... le dije que era una proyección -murmuró.
—¿De qué estás hablando, muchacho? ¿Qué es lo que era una proyección?
—Su barco.
—Bien, tú te encargaste de eso, supongo. Es bastante pero ¿están despachados? ¿Muertos? ¿Sí o no? —La voz de DomDaniel se elevó de exasperación. Ya casi adivinaba la respuesta, pero quería oírla.
—No... —susurró el chico. Parecía aterrado. Sus ropas empapadas goteaban en el suelo mientras la nieve empezaba a fundirse en el débil calor que proporcionaba el fuego de Alther.
DomDaniel dirigió al muchacho una mirada fulminante.
—No eres más que una decepción. Me he tomado infinitas molestias para rescatarte de una familia desgraciada, darte una educación con la que muchos chicos solo pueden soñar Y ¿qué es lo que haces? ¡Actuar como un perfecto idiota! No lo comprendo. Un chico como tú debería haber encontrado a toda esa chusma en un santiamén. Y lo único que haces es volver con una historia sobre proyecciones y... ¡y salpicar todo el suelo!
DomDaniel decidió que si él estaba despierto, por qué el custodio supremo no iba a estarlo también. Y en cuanto al cazador, estaba muy interesado en saber lo que tenía que decir en su defensa. Salió cerrando la puerta de un portazo, y bajó las plateadas escaleras estáticas, pasando por interminables pisos oscuros que habían quedado vacíos y llenos de eco tras el éxodo de todos los magos ordinarios que había tenido lugar a primera hora de aquella noche.