Authors: Angie Sage
La Torre del Mago estaba helada y sombría en ausencia de la Magia. Un viento frío gemía al ascender, como si soplara a través de una inmensa chimenea, y las puertas golpeaban lastimeras en las habitaciones vacías. Mientras DomDaniel descendía y empezaba a sentirse mareado por la interminable espiral de la escalera, notaba todos los cambios con aprobación. Así era como iba a estar la torre de ahora en adelante. Un lugar para la magia negra seria. Nada de aquellos irritantes magos ordinarios correteando a su alrededor con sus patéticos hechicitos. «Basta de incienso ñoño y del triquitraque feliz sonando en el aire», y ciertamente se habían acabado los colores frívolos y las luces. Su Magia se emplearía para cosas más grandes, con la excepción de arreglar la escalera.
DomDaniel salió por fin al oscuro y silencioso vestíbulo. Las puertas de plata de la torre colgaban desconsoladamente abiertas; la nieve había entrado y cubierto el suelo sin movimiento que ahora era una apagada piedra gris. Entró por las puertas y caminó a grandes zancadas por el patio.
Mientras DomDaniel pateaba furiosamente la nieve y caminaba por la Vía del Mago hasta el palacio, se percató de que le hubiera gustado cambiarse sus ropas de dormir antes de salir en estampida. Llegó a la verja del palacio con el aspecto de alguien empapado y poco atractivo, y un solitario guardia de palacio le negó la entrada.
DomDaniel fulminó al guardia con un rayocentella y entró. Enseguida el custodio supremo fue levantado de su cama por segunda vez consecutiva.
Atrás en la torre, el aprendiz se había acercado tambaleándose hasta el sofá y se había sumido en un sueño frío e infeliz. Alther se apiadó de él y mantuvo el fuego prendido, y mientras el chico dormía también aprovechó la oportunidad para hacer algunos cambios más. Aflojó el pesado dosel de la cama para que solo colgara de un hilo. Quitó las mechas de las velas, añadió agua verde turbia a los depósitos de agua e instaló una gran y agresiva colonia de cucarachas en la cocina. Puso una rata irritable bajo los tablones del suelo y aflojó las junturas de las sillas más cómodas. Y luego, como si se le hubiera ocurrido en el último momento, cambió el sombrero negro, cónico y rígido de DomDaniel que yacía abandonado sobre la cama por otro un poco mayor.
Al romper el alba, Alther dejó al aprendiz durmiendo y se dirigió al Bosque, donde siguió el camino que en otro tiempo había tomado con Silas para visitar a Sarah y a Galen muchos años atrás.
A la mañana siguiente, fue el silencio lo que despertó a Jenna en casa de la conservadora. Después de diez años de despertarse cada día con los bulliciosos sonidos de los Dédalos, por no hablar de la algarabía y el follón de los seis niños Heap, el silencio era absoluto. Jenna abrió los ojos y por un momento pensó que aún estaba soñando. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no estaba en casa, en su cama empotrada? ¿Por qué solo estaban Jo-Jo y Nicko allí? ¿Dónde estaban el resto de sus hermanos? Y entonces recordó.
Jenna se incorporó sin hacer ruido para no despertar a los chicos, que estaban tumbados a su lado junto a las brasas del fuego del piso inferior de la casa de tía Zelda. Se envolvió en la colcha, pues, a pesar del fuego, el aire de la casa estaba impregnado de una gélida humedad. Y luego, algo vacilante, se llevó la mano a la cabeza.
De modo que era cierto. La diadema de oro aún estaba allí. Aún era una princesa. No es que fuera solo por su cumpleaños.
Durante todo el día anterior, Jenna había tenido la sensación de irrealidad que siempre sentía en sus cumpleaños. Una sensación de que ese día era de algún modo parte de otro mundo, de otro tiempo, y de que cualquier cosa que sucediese el día de su cumpleaños no era real. Y era esa sensación la que Jenna había sentido durante los sorprendentes acontecimientos de su décimo cumpleaños, una sensación de que, sucediera lo que sucediese, todo volvería a la normalidad al día siguiente, así que en realidad no importaba.
Pero no fue así y sí importaba.
Jenna se abrazó a sí misma para mantenerse caliente y pensó en ello. Era una princesa.
Jenna y su mejor amiga, Bo, solían hablar del hecho de que eran en realidad princesas hermanas perdidas hacía mucho tiempo, separadas en su nacimiento, a quienes el destino había reunido en un mismo pupitre de la clase sexta de la Escuela Tercera del Lado Norte. Jenna casi se lo había creído, de algún modo parecía verosímil. Aunque, cuando iba a jugar a casa de Bo, Jenna no veía cómo Bo podría pertenecer realmente a otra familia. Bo se parecía tanto a su madre, pensó Jenna, con el cabello dorado rojizo lleno de rizos, que tenía que ser su hija. Pero Bo había sido tan cáustica sobre este tema cuando Jenna se lo comentó, que no volvió a mencionarlo nunca.
A pesar de eso, Jenna no había dejado de preguntarse por qué ella era tan distinta de su madre, de su padre y de sus hermanos. ¿Por qué era la única que tenía el cabello oscuro? ¿Por qué no tenía los ojos verdes? Jenna quería desesperadamente que sus ojos se volvieran verdes; de hecho, hasta el día anterior, aún tenía la esperanza de que cambiaran.
Había soñado con una Sarah emocionada diciéndole, mientras la observaba en medio de todos los chicos:
—¿Sabes? Creo que tus ojos están empezando a cambiar. Definitivamente hoy puedo ver en ellos una pizca de verde. Y luego:
—Estás creciendo muy rápido. Tus ojos son casi tan verdes como los de tu padre.
Pero cuando Jenna pedía que le hablaran de sus ojos y de por qué no eran aún verdes como los de sus hermanos, Sarah se limitaba a decir:
—Pero tú eres nuestra niñita, Jenna. Tú eres especial. Tienes unos ojos preciosos.
Pero eso no engañaba a Jenna, sabía que las chicas podían tener verdes ojos de mago también. Y si no, fíjate en Miranda Bott, un poco más abajo del corredor, cuyo abuelo tenía una tienda de capas de mago de segunda mano. Miranda tenía los ojos verdes y tan solo su abuelo era mago. De modo que ¿por qué ella no?
Jenna se preocupó al pensar en Sarah. Se preguntaba cuándo volvería a verla, incluso se preguntaba si Sarah seguiría queriendo ser su madre ahora que todo había cambiado.
Jenna se sacudió y se dijo a sí misma que no fuera tonta. Se levantó y se envolvió bien en la colcha y luego saltó por encima de los dos niños que aún dormían. Se detuvo a mirar al Muchacho 412 y se preguntó por qué había creído que era JoJo. Debió de ser un efecto de la luz, decidió.
El interior de la casa aún estaba oscuro, salvo el resplandor opaco que emanaba del fuego; pero Jenna se había acostumbrado a la penumbra y empezó a merodear, arrastrando la colcha por el suelo y tomando buena nota de su nuevo entorno.
La casa no era grande. Había una habitación abajo; en un extremo había una gran chimenea con una pila de leños ardientes que aún destelleaban en el frío hogar de piedra. Nicko y el Muchacho 412 se habían quedado enseguida dormidos sobre la alfombra delante de la chimenea, envueltos cada uno en una de las colchas de patchwork de tía Zelda. En medio de la habitación había un tramo de exiguas escaleras con un armario debajo, con las palabras POCIONES INESTABLES Y VENENOS PARTICULARES escritas en una caligrafía suelta y dorada sobre la puerta cerrada a cal y canto. Jenna decidió irse sola. Miró hacia arriba por la estrecha escalera que conducía a una enorme habitación oscura donde tía Zelda, Marcia y Silas aún dormían. Y por supuesto Maxie, cuyos ronquidos y respiración llegaban a oídos de Jenna. ¿O eran los ronquidos de Silas y la respiración de Maxie? Cuando dormían, amo y perro sonaban bastante parecidos.
En el piso inferior los techos eran bajos y mostraban las vigas toscamente labradas con las que estaba construida la casa. Todo tipo de objetos colgaban de esas vigas: remos de barco, sombreros, bolsas de conchas, palas, azadones, sacos de patatas, zapatos, cintas, escobas, gavillas de juncos y, por supuesto, cientos de puñados de hierbas que Zelda cultivaba para sí o llevaba al mercado de la Magia, que se celebraba cada año y un día en el Puerto. Como bruja blanca que era, tía Zelda usaba hierbas para los hechizos y pociones y también como fármacos, y si lograbas contarle a tía Zelda algo de una hierba que ella no supiera ya, podías sentirte afortunado.
Jenna miró a su alrededor, le encantaba la sensación de ser la única que estaba despierta, libre para merodear sin ser molestada durante un rato. Mientras deambulaba por la casa, pensó en lo extraño que era estar en una casa con cuatro paredes independientes, sin estar pegadas a las paredes de nadie más. Era tan diferente del bullicio de los Dédalos... pero ya se sentía como en casa. Jenna siguió con su exploración, se fijó en las viejas pero cómodas sillas, en la mesa bien fregada que no parecía a punto de desplomarse en cualquier minuto y, lo más sorprendente, en el recién barrido suelo de piedra que estaba desnudo salvo por algunas alfombras gastadas y, junto a la puerta, un par de botas de tía Zelda.
Echó una ojeada a la pequeña cocina anexa que tenía un gran fregadero, algunas ollas y sartenes pulcras y limpias y una mesita, pero hacía demasiado frío para pasear por allí, así que merodeó hasta el extremo de la habitación, donde estantes llenos de botellas y tarros de pociones se alineaban en las paredes y le recordaban su casa. Reconoció algunos y se acordó de que Sarah los usaba. Fusiones de Rana, Mixtura Maravilla y Brebaje Básico eran nombres que a Jenna le resultaban familiares. Y luego, igual que en casa, rodeando un pequeño escritorio cubierto de montañas de lápices, papeles y libretas, había tambaleantes montañas de libros de Magia que llegaban hasta el techo. Había tantos que cubrían casi una pared entera, pero, a diferencia de su casa, no cubrían también el suelo.
La luz del alba empezaba a asomar a través de las ventanas cubiertas de escarcha, y Jenna decidió echar un vistazo fuera. Caminó de puntillas hasta la gran puerta de madera y muy despacio tiró del gran picaporte bien engrasado. Luego abrió cuidadosamente la puerta, con la esperanza de que no chirriara. No chirrió porque tía Zelda, como todas las brujas, era muy suya con respecto a las puertas. Una puerta que chirriara en casa de una bruja blanca era un mal augurio, un signo de Magia equivocada y hechizos infundados.
Jenna salió en silencio y se sentó en el escalón de la puerta envuelta en la colcha, mientras su cálido aliento se convertía en blancas vaharadas en el gélido aire matutino. La niebla de los marjales, densa y baja, abrazaba el suelo y se arremolinaba sobre la superficie del agua y sobre un pequeño puente de madera que cruzaba un amplio canal hasta el marjal del otro lado. El agua subía hasta desbordar las riberas del canal, conocido como el Mott, y corría alrededor de la isla de tía Zelda formando un foso. El agua era oscura y tan lisa que parecía como si una fina piel se extendiera sobre su superficie, y, sin embargo, cuando Jenna la miraba, podía verla ascender lentamente por encima de las orillas y discurrir por la isla.
Durante años, Jenna había observado el ir y venir de las mareas, y sabía que la marea de esa mañana era una marea alta de primavera, después de la luna llena de la noche anterior, y también sabía que pronto empezaría a bajar, tal como hacía en el río que se divisaba por el ventanuco de su casa, hasta que bajara tanto como había subido, dejando a la vista el barro y la arena para que las aves acuáticas hundieran en ellos sus largos y curvos picos.
El disco blanco pálido del sol de invierno se elevaba lento a través de la espesa cortina de niebla, y alrededor de Jenna el silencio reinante empezaba a romperse con los sonidos del alba producidos por el despertar de los animales. Un cloqueo nervioso hizo a Jenna saltar de sorpresa y mirar hacia la procedencia del sonido y, para su sorpresa, Jenna distinguió la forma de un barco de pesca que se avecinaba a través de la niebla.
Para Jenna, que había visto más cosas nuevas y extrañas en las últimas veinticuatro horas de las que hubiera podido soñar, un barco de pesca tripulado por gallinas no resultó tan sorprendente como debiera haber resultado. Se limitó a sentarse en el escalón de la puerta y esperar a que el barco pasara por delante. Al cabo de unos minutos, el barco parecía no haberse movido; se preguntó si no habría encallado en la isla. Poco después, cuando la niebla se disipó un poco, se dio cuenta de lo que era: el barco de pesca era un gallinero. Paseando delicadamente bajo la plancha había docenas de gallinas, que afanosamente empezaban el trabajo del día: picando y escarbando, escarbando y picando.
«Las cosas —pensó Jenna— no son siempre lo que parecen.»
Un pájaro pequeño y aflautado surcó la niebla, y del agua salían unas salpicaduras amortiguadas, que sonaban, esperaba Jenna, como si pertenecieran a pequeños y peludos animales. Le pasó por la mente que podía tratarse de serpientes de agua o anguilas, pero decidió no pensar en ello. Jenna se recostó otra vez sobre el poste de la puerta y respiró el aire fresco y ligeramente salitroso del marjal. Era perfecto. Paz y tranquilidad.
—¡Uuuh! —gritó Nicko—. ¡Te pillé, Jen!
—Nicko —protestó Jenna—. Eres tan ruidoso. ¡Chist!
Nicko se acomodó en el escalón de la puerta junto a Jenna y le cogió un trozo de colcha para envolverse en ella.
—Por favor —le recriminó Jenna.
—¿Qué?
—Por favor, Jenna, ¿puedo compartir tu colcha? Sí, puedes, Nicko. ¡Oh muchas gracias, Jenna, eres muy amable! De nada, Nicko.
—Muy bien, no debí hacerlo —se rió Nicko—. Y supongo que tengo que hacerte reverencias ahora que eres la gran señoritinga.
—Los chicos no hacen reverencias —se rió Jenna—. Tienes que inclinar la cabeza.
Nicko se puso en pie de un salto y quitándose un sombrero imaginario con un movimiento de su brazo, inclinó la cabeza reverencialmente con mucha exageración. Jenna aplaudió.
—Muy bien. Puedes hacerlo todas las mañanas —se rió.
—Gracias, majestad —respondió Nicko seriamente, volviéndose a poner el sombrero imaginario.
—Me pregunto por dónde andará el Boggart —comentó Jenna un poco adormilada.
Nicko bostezó.
—Probablemente esté en el fondo de alguna ciénaga. No creo que esté arropadito en la cama.
Jenna se echó a reír.
—No le gustaría nada, ¿verdad? Demasiado seca y limpia.
—Bueno —dijo Nicko—, me vuelvo a la cama. Yo necesito más de dos horas de sueño, aunque tú no las necesites.
Se escabulló de debajo de la colcha de Jenna y regresó al interior de la suya, que estaba hecha un guiñapo cerca del fuego. Jenna se percató de que también estaba cansada. Sus párpados empezaban a producirle ese picor que le indicaba que no había dormido lo suficiente y se estaba enfriando. Se levantó, se envolvió en la colcha, volvió a entrar en la penumbra de la casa y muy silenciosamente cerró la puerta,