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Authors: Angie Sage

Septimus (18 page)

—Deben de ser todas esas madrigueras de conejo —supuso Nicko.

Bajaron el montículo y se encaminaron hacia el gran estanque de patos que tenía una caseta de madera al lado. Unos cuantos patos los vieron y empezaron a caminar por la hierba con la esperanza de que llevaran algo de pan encima.

—Oye, ¿adonde se ha ido? —preguntó Jenna de repente mirando a su alrededor en busca del Muchacho 412.

—Lo más probable es que haya vuelto a la casa —conjeturó Nicko—. No creo que le guste demasiado estar con nosotros.

—No, yo creo que sí le gusta... pero ¿no se supone que tendríamos que ir a buscarle? Me refiero a que podría haberse caído en la ciénaga del Boggart o en la zanja o lo podría haber cogido un Brownie.

—Chist, despertarás al Boggart otra vez.

—Bueno, tal vez. Deberíamos buscarlo.

—Supongo —contestó Nicko dubitativo— que tía Zelda se disgustará si lo perdemos.

—Bueno, yo también —confesó Jenna.

—No te gusta, ¿verdad? —preguntó Nicko—. No después de que el pequeño papanatas casi lograra que nos matasen a todos.

—No pretendía hacerlo —le defendió Jenna—. Ahora lo veo. Estaba tan asustado como nosotros. Y piensa: probablemente haya estado en el ejército joven toda su vida y nunca haya tenido ni madre ni padre. No como nosotros. Quiero decir... como tú —corrigió Jenna.

—Tú tienes una madre y un padre. Aún los tienes, tonta —le dijo Nicko—. De acuerdo, iremos a buscar al niño si realmente quieres.

Jenna miró a su alrededor preguntándose por dónde empezar y se dio cuenta de que ya no podía ver la casa. En realidad no podía ver nada, salvo a Nicko, y eso solo porque su farol desprendía una luz roja.

El haar se había levantado.

20. EL MUCHACHO 412.

El Muchacho 412 se había caído en un hoyo. No era su intención ni tenía idea de cómo había ocurrido, pero ahí estaba, en el fondo de un hoyo.

Justo antes de caerse, se había hartado de ir a la zaga de la princesa y el niño mago; no parecían querer estar con él. Tenía frío y estaba aburrido. Así que decidió regresar a la casa, con la esperanza de encontrar a tía Zelda y tenerla un rato para él solo.

Entonces llegó el haar.

Al menos el entrenamiento del ejército joven le había preparado para algo por el estilo. Muchas veces, en mitad de una noche de niebla, llevaban a su pelotón de chicos al bosque y los dejaban allí para que encontraran el camino de regreso. Claro que no todos conseguían volver: siempre había algún desafortunado que caía presa de algún zorro hambriento o se consumía en alguna trampa preparada por una de las brujas de Wendron. Pero el Muchacho 412 había tenido suerte y sabía cómo guardar silencio y moverse rápido a través de la noche brumosa. Y de este modo, tan silencioso como el propio haar, el Muchacho 412 emprendió su camino de regreso a casa. En un momento determinado estuvo tan cerca de Nicko y Jenna que lo tuvieron al alcance de la mano, pero pasó a su lado sigilosamente, disfrutando de su libertad y de su sentimiento de independencia.

Al cabo de un rato, el Muchacho 412 llegó al gran montículo de hierba que se levantaba al final de la isla. Esto lo confundió porque estaba seguro de haber pasado ya por allí y ahora ya debería de estar muy cerca de la casa. ¿Tal vez este fuera otro montículo? ¿Tal vez hubiera otro en el otro extremo de la isla? Empezó a preguntarse si se habría perdido. Se le ocurrió que sería posible caminar sin cesar alrededor de la isla y no llegar nunca a la casa. Absorto en sus pensamientos, el Muchacho 412 perdió pie y se cayó de
cabeza,
sobre un pequeño, y desagradablemente espinoso, arbusto. Y entonces fue cuando sucedió. En un momento el arbusto estaba allí y al cabo de un instante se rompió y el Muchacho 412 se precipitó, a través de él, en la oscuridad.

Su grito de sorpresa se perdió en el espeso aire húmedo del haar, y aterrizó de espaldas dándose un fuerte golpe. Hecho un ovillo, el Muchacho 412 se quedó quieto un momento preguntándose si se habría roto algún hueso. No, pensó mientras se sentaba lentamente, nada parecía dolerle demasiado. Había tenido suerte, había aterrizado en lo que parecía arena y eso había amortiguado la caída. El Muchacho 412 se puso de pie e inmediatamente se golpeó la cabeza con una roca baja que se encontraba encima de él. Eso sí que le dolió.

Agarrándose la coronilla con una mano, el Muchacho 412 estiró la otra tratando de encontrar a tientas el agujero por donde había caído, pero la roca estaba suavemente sesgada hacia arriba y no le proporcionaba ninguna pista, ni apoyo para sus pies ni para sus manos. Nada, salvo una roca suave como la seda y fría como el hielo.

También estaba oscuro como boca de lobo. Ni un resquicio de luz se filtraba desde lo alto, y por mucho que el Muchacho 412 miraba la oscuridad con la esperanza de que sus ojos se acostumbraran a ella, no lo conseguía. Era como si estuviera ciego.

El Muchacho 412 dejó caer las manos y las rodillas y empezó a palpar a su alrededor sobre el suelo arenoso. Tuvo la disparatada idea de que quizá escarbando podría salir de allí, pero cuando sus dedos arañaron la arena enseguida encontró un liso suelo de roca, tan liso y frío que se preguntó si sería mármol. Había visto mármol unas pocas veces cuando montaba guardia en el palacio, pero no podía imaginar qué hacía el mármol allí, en los marjales Marram, en medio de la nada.

El Muchacho 412 se hundió en el suelo arenoso y nerviosamente palpó la arena con las manos, tratando de pensar qué hacer. Empezaba a creer que tal vez su suerte se había acabado, cuando sus dedos dieron contra algo metálico. Al principio le levantó el ánimo; quizá aquello era lo que estaba buscando: una cerradura escondida o un picaporte secreto, pero cuando sus dedos cercaron el objeto metálico, se le cayó el alma a los pies. Lo que había encontrado era un anillo. El Muchacho 412 cogió el anillo, lo sostuvo en la palma y lo miró fijamente, aunque en la más absoluta oscuridad no pudo ver nada.

«Me gustaría tener una luz», murmuró para sí el Muchacho 412, tratando de ver el anillo que sostenía en la palma abriendo los ojos todo lo posible, como si eso sirviera para algo.

El anillo descansaba en la palma de su mano y, después de pasar cientos de años solo en un frío y oscuro lugar bajo tierra, lentamente se iba calentando en la pequeña mano humana que lo había cogido por primera vez desde que se perdió hacía tanto tiempo.

Mientras el Muchacho 412 permanecía sentado con el anillo en la mano, empezó a relajarse. Se percató de que ya no temía la oscuridad, que se sentía seguro, más seguro de lo que se había sentido en años. Estaba a kilómetros de distancia de sus torturadores del ejército joven y sabía que allí nunca podrían encontrarlo. Sonrió y se recostó en la pared. Encontraría el modo de salir, de eso estaba seguro.

El Muchacho 412 decidió comprobar si el anillo le encajaba en algún dedo. Era demasiado grande para sus dedos flacuchos, así que se lo puso en el índice, el dedo más grueso que tenía. El anillo se acomodó a su dedo, y el Muchacho 412 le dio vueltas y vueltas, disfrutando de la sensación de calidez, incluso de calor, que desprendía el anillo. Muy pronto se dio cuenta de que sucedía algo extraño: el anillo se ajustaba a su dedo a la perfección. Y no solo eso: emanaba un débil resplandor dorado.

Contempló el anillo encantado, viéndose el dedo por primera vez. No se parecía a ningún anillo que hubiera visto antes. Enroscado alrededor de su dedo había un dragón de oro, con la cola metida en la boca. Sus ojos verdes esmeralda destelleaban, y el Muchacho 412 tuvo la extraña sensación de que el dragón le miraba. Se levantó emocionado, extendiendo la mano derecha con su anillo, su anillo del dragón, que ahora brillaba con tanta intensidad como un farol.

El Muchacho 412 miró a su alrededor en la luz dorada del anillo. Se dio cuenta de que se encontraba al final de un túnel. Delante de él, hundido más aún en el suelo, había un exiguo pasadizo de laterales elevados, esculpido pulcramente en la roca. Con la mano en la cabeza miró hacia arriba, hacia la negrura por la que había caído, pero no veía el modo de volver a subir. Fuera lo que fuese por lo que había caído, estaba muy lejos de su alcance. A regañadientes decidió que lo único que podía hacer era seguir el túnel con la esperanza de que le condujera a otra salida.

De este modo, sosteniendo el anillo, el Muchacho 412 se puso en marcha. El suelo arenoso del túnel continuaba hacia abajo en una pronunciada pendiente, serpenteaba y giraba a uno y otro lado, llevándole a callejones sin salida y a veces haciéndole caminar en círculos, hasta que perdió todo sentido de la orientación y casi se mareó, confundido. Era como si la persona que había construido el túnel tratara deliberadamente de confundirlo, pensó. Y lo había logrado. Por eso, pensó el Muchacho 412, se cayó por la escalera.

Al pie de la escalera recuperó el aliento. Estaba bien, se dijo para sí, no había caído lejos. Pero había perdido algo... Su anillo no estaba. Por primera vez desde que entró en el túnel, el Muchacho 412 sintió miedo. El anillo no solo le había dado luz: también le había hecho compañía. Y además, se percató al temblar de frío, le había dado calor. Miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos en la oscuridad absoluta buscando desesperadamente el débil resplandor dorado. Nada.

No podía ver más que negrura. Se sintió desolado, tan desolado como cuando su mejor amigo, el Muchacho 409, se cayó por la borda en una misión nocturna y no les permitieron detenerse a rescatarlo. Se llevó las manos a la cabeza. Estaba a punto de rendirse.

Y entonces oyó la canción. Un sonido suave, bajito y hermoso llegó hasta él, atrayéndolo. A gatas, pues no quería caerse más escalones como hasta entonces, avanzó muy despacio hacia el sonido, palpando el frío mármol. Inexorablemente se arrastró hacia él y la canción se hizo más suave, menos urgente, hasta que la oía extrañamente amortiguada y cayó en la cuenta de que tenía la mano encima del anillo.

Lo había encontrado o, mejor dicho, el anillo lo había encontrado a él. Sonriendo de felicidad, volvió a ponerse el anillo del dragón en el dedo y la oscuridad desapareció a su alrededor.

Después de todo era fácil. El anillo guió al Muchacho 412 por el túnel, que se había abierto para hacerse amplio y recto, y ahora tenía blancas paredes de mármol ricamente decoradas con cientos de pinturas sencillas en vivos colores azules, amarillos y rojos. Pero el Muchacho 412 les prestaba poca atención a las pinturas; por el momento lo único que realmente quería era encontrar la salida. Así que siguió caminando hasta que encontró lo que deseaba, un tramo de escalones que por fin conducía hacia arriba. Con una sensación de alivio, subió los peldaños y se encontró caminando por una pronunciada pendiente arenosa que pronto llegó a su fin.

Por fin, a la luz del anillo, el Muchacho 412 vio la salida. Una vieja escalera apoyada contra una pared y, encima de ella, una trampilla de madera. Subió la escalera, alargó el brazo y empujó la trampilla. Para su alivio, se movió. Empujó un poco más fuerte, la trampilla se abrió y el Muchacho 412 inspeccionó el exterior. Aún estaba oscuro, pero un cambio en el aire le dijo que ahora estaba por encima del suelo y, mientras aguardaba, intentando recuperar sus sentidos, captó una exigua tira de luz a lo largo del suelo. Respiró aliviado. Sabía dónde estaba: estaba en el armario de pociones inestables y venenos particulares de tía Zelda. En silencio, salió por la trampilla, la cerró y volvió a poner la alfombra que la cubría. Luego abrió raudamente la puerta del armario de las pociones y observó detenidamente para ver si había alguien a su alrededor.

En la cocina adyacente, tía Zelda estaba preparando una nueva poción. Cuando el Muchacho 412 pasó por la puerta levantó la mirada, pero, aparentemente preocupada por su trabajo, no dijo nada. El chico se escabulló y se encaminó hacia la chimenea. De repente se sintió muy cansado. Se quitó el anillo del dragón y se lo metió en el bolsillo que había descubierto dentro de su sombrero rojo; luego se tendió junto a Bert sobre la alfombra delante del fuego y se quedó dormido. Estaba tan profundamente dormido que no oyó bajar a Marcia y ordenar a la montaña más alta y tambaleante de libros de Magia de tía Zelda que se levantara. Y por supuesto no oyó el suave siseo de un libro grande y muy antiguo,
La eliminación de la Oscuridad,
saliendo del fondo de la oscilante montaña y volando hasta la silla más cómoda junto al fuego. Tampoco oyó el roce de las páginas, mientras el libro se abría obedientemente y encontraba la página exacta que Marcia deseaba ver.

El Muchacho 412 ni siquiera oyó a Marcia gritar cuando, de camino a la silla, para evitar tropezarse con él dio un paso atrás y se tropezó con Bert. Pero en su sopor más profundo, tuvo un extraño sueño sobre una bandada de furiosos patos y gatos que le perseguían hasta fuera de un túnel, lo subían hasta el cielo y le enseñaban a volar.

Muy lejos, en su sueño, el Muchacho 412 sonrió.

Era libre.

21. RATTUS RATTUS.

—¿Cómo has vuelto tan rápido? —le preguntó Jenna al Muchacho 412.

Nicko y Jenna habían tardado toda la tarde en encontrar el camino de regreso, a través del haar, hasta la casa. Mientras Nicko había destinado el tiempo que estuvieron perdidos a decidir cuáles eran sus diez mejores barcos, y luego, conforme iba teniendo cada vez más hambre, a imaginar cuál sería su cena favorita de todos los tiempos, Jenna se había pasado casi todo el rato preocupada por lo ocurrido al Muchacho 412 y decidiendo que a partir de aquel momento iba a ser mucho más amable con él. Eso si no se había caído al Mott y se había ahogado.

Así que cuando Jenna por fin volvió helada y empapada a la casa, con el haar aún pegado en las ropas, y encontró al Muchacho 412 sentado alegremente en el sofá al lado de tía Zelda, con aspecto poco más o menos que satisfecho de sí mismo, no se irritó tanto como Nicko. Nicko se limitó a gruñir y fue a darse un buen baño caliente. Jenna dejó que tía Zelda le secara el pelo; luego se sentó junto al Muchacho 412 y le formuló la misma pregunta: —¿Cómo has vuelto tan rápido?

El Muchacho 412 la miró tímidamente, pero no dijo nada. Jenna volvió a intentarlo.

—Temí que te hubieras caído al Mott. El Muchacho 412 parecía un poco sorprendido por esto. No esperaba que a la princesa le importara si se había caído al Mott o a un hoyo, para el caso.

—Me alegro de que regresaras sano y salvo —insistió Jenna—. Nicko y yo hemos tardado un siglo. Nos hemos perdido.

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