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Authors: Angie Sage

Septimus (19 page)

El Muchacho 412 sonrió. Casi quería contarle a Jenna lo que le había ocurrido y enseñarle el anillo, pero tantos años de guardarse las cosas para sí le habían enseñado a ser cauteloso. La única persona con la que había compartido secretos había sido el Muchacho 409 y, aunque había en Jenna algo muy agradable que le recordaba al Muchacho 409, ella era una princesa y, lo que es peor, una chica. Así que no soltó prenda.

Jenna notó la sonrisa y se sintió complacida. Estaba a punto de probar con otra pregunta cuando, en una voz que hizo traquetear las botellas de pociones, tía Zelda gritó:

—¡Rata mensaje!

Marcia, que se había apropiado del escritorio de tía Zelda en el otro extremo de la habitación, se levantó rápidamente y, para sorpresa de Jenna, la cogió de la mano y la levantó del sofá.

—¡Oye! —protestó Jenna.

Marcia no hizo ni caso; se dirigió escalones arriba, arrastrando a Jenna tras de sí. A mitad de camino chocaron con Silas y Maxie, que corrían hacia abajo para ver a la rata mensaje.

—A ese perro no tendrían que dejarlo estar arriba —soltó Marcia mientras intentaba pasar por delante de Maxie sin llenarse la capa de babas de perro.

Maxie le babeó la mano emocionado y bajó corriendo tras Silas, pisando un pie de Marcia con una de sus grandes patazas. Maxie le prestaba muy poca atención a Marcia, no se molestaba en apartarse de su camino ni en hacer ningún caso de lo que decía porque, en su perruna forma de entender el mundo, Silas era el perro dominante y Marcia estaba justo en la base de la pirámide.

Por suerte para Marcia, estas sutilezas de la vida interior de Maxie le habían pasado desapercibidas, así que dio un empellón al perro y subió corriendo la escalera, arrastrando a Jenna, para apartarla del camino de la rata mensaje.

—¿Por qué... por qué haces esto? —preguntó Jenna recuperando el aliento cuando llegaban a la buhardilla de arriba.

—La rata mensaje —explicó Marcia sin aliento—. No sabemos qué clase de rata es. Podría no ser una rata confidencial oficial.

—¿Una rata qué? —preguntó Jenna perpleja.

—Bueno —suspiró Marcia, sentándose sobre la estrecha cama de tía Zelda, que estaba cubierta por un surtido de mantas de patchwork que eran el resultado de muchas noches solitarias junto al fuego. Dio una palmada al espacio que quedaba a su lado y Jenna también se sentó.

— ¿Conoces las ratas mensaje? —le interrogó Marcia en baja.

—Creo que sí —respondió Jenna vacilante—, pero nunca tuve una en casa. Jamás. Creo que tienes que ser realmente importante para recibir una rata mensaje.

—No —le corrigió Marcia—, cualquiera puede recibir o enviar una.

—Tal vez la envíe mamá —expresó Jenna con voz esperanzada.

—Tal vez... —admitió Marcia—, o tal vez no. Necesitamos saber si es una rata confidencial antes de poder confiar en ella. Una rata confidencial siempre dirá la verdad y guardará todos los secretos en toda ocasión. También es extraordinariamente cara.

Jenna pensó abatida que, en ese caso, Sarah nunca podría haber enviado la rata.

—Así que nos limitaremos a esperar y ver —anunció Marcia—. Y mientras tanto, tú y yo aguardaremos aquí arriba por si acaso es una rata espía que ha venido a ver dónde se oculta la maga extraordinaria con la princesa.

Jenna asintió despacio. Otra vez esa palabra: «princesa». Aun la pillaba por sorpresa. Aún no podía creer del todo que esa fuera ella, pero se sentó en silencio junto a Marcia, fijándose en la buhardilla.

La habitación le pareció sorprendentemente espaciosa y aireada. Tenía un techo inclinado en el que se abría una ventanita desde la que se veían a lo lejos los marjales cubiertos de nieve. Gruesas y grandes vigas soportaban el tejado y de ella colgaba un surtido de lo que parecían grandes tiendas patchwork, hasta que Jenna se percató de que debían de ser los vestidos de tía Zelda. Había tres camas en la habitación, Jenna adivinó, por las colchas de patchwork, que estaban sentadas en la cama de tía Zelda, y la que estaba más baja en una alcoba formada por el hueco de la escalera y llena de pelo de perro probablemente perteneciera a Silas. En el otro rincón había una gran cama construida era la pared. A Jenna le recordaba su propia cama y verla le produjo una sensación de nostalgia— Supuso que era la de Marcia, pues al lado de la cama estaban su libro
La eliminación de la Oscuridad,
una fina pluma de ónice y un montón de pergamino de la mejor calidad, lleno de signos y símbolos mágicos. Marcia siguió su mirada.

—Vamos, puedes probar mi pluma. Te gustará. Escribe del color que le pidas... si está de buen humor.

Mientras que, arriba, Jenna probaba la pluma de Marcia, que estaba siendo algo obstinada al insistir en escribir siempre otra letra en un verde desvaído, abajo Silas intentaba refrenar al impulsivo Maxie, que había visto a la rata mensaje.

—Nicko —dijo Silas distraídamente, al ver a su hijo mojado, que acababa de salir del agua caliente—, coge a Maxie y mantenlo alejado de la rata, ¿quieres?

Nicko y Maxie saltaron al sofá y, con la misma velocidad, el Muchacho 412 salió disparado —

—Bueno, ¿dónde está esa rata? —preguntó Silas.

Una gran rata marrón estaba sentada fuera de la ventana golpeando el cristal. Tía Zelda abrió la ventana y la rata entró de un salto, mirando alrededor de la habitación con sus ojos brillantes como centellas.

—¡Canta, rata! —le dijo Silas en mágico.

La rata le miró impaciente. —¡Habla, rata!

La rata se cruzó de brazos y aguardó, dirigiendo a Silas una mirada fulminante.

—Ejem... lo siento. Hace años que no recibo una rata mensaje —se excusó Silas—. ¡Ah, ya lo tengo...! ¡Habla, Rattus Rattus!

—Vale —suspiró la rata—. Allá vamos, por fin. —Se irguió y dijo—: Primero tengo que preguntar si hay alguien aquí que responda al nombre de Silas Heap. —La rata miraba directamente a Silas.

—Sí, soy yo —le respondió Silas.

—Lo imaginaba —replicó la rata—. Encaja con la descripción. —Soltó una pequeña tos, como para darse importancia, se puso sobre dos patas, muy erguida, con las manos a la espalda—. He venido a entregar un mensaje a Silas Heap. El mensaje lo envió hoy a las ocho en punto de la mañana una tal Sarah Heap, que reside en la casa de Galen. Empieza el mensaje:

Hola, Silas, mi amor, y Jenna, lechoncilla, y Nicko, ángel.

He enviado a la rata a casa de Zelda con la esperanza de que os encuentre sanos y salvos. Sally nos contó que el cazador os perseguía y no pude dormir en toda la noche solo de pensarlo. Ese hombre tiene una reputación tan terrible. Por la mañana estaba desesperada y convencida de que os habían cogido a todos (aunque Galen me dijo que sabía que estabais bien), pero el querido Alther vino a vernos tan pronto como se hizo de día y nos dio la maravillosa noticia de que habíais escapado. Dijo que os vio por última vez partiendo para los marjales Marram. Le hubiera gustado ir con vosotros.

Silas, ha pasado algo. Simón desapareció cuando veníamos hacia aquí. Estábamos en el camino de la orilla del río que conduce a la parte del Bosque de Galen, cuando me di cuenta de que se había ido. No sé qué puede haberle pasado. No vimos ningún guardia ni nadie lo vio ni lo oyó marcharse. Silas, mucho me temo que haya caído en una de esas trampas que ponen esas horribles brujas. Hoy vamos a salir a buscarlo.

Los guardias incendiaron el café de Sally, pero ella consiguió escapar. No está segura de cómo lo hizo, pero me pidió que le dijera a Marcia que está muy agradecida por el mantente a salvo que le dio. De hecho, todos lo estamos. Ha sido muy generoso por parte de Marcia.

Silas, por favor, envíame la rata de vuelta y hazme saber cómo estás.

Todo el amor y nuestros pensamientos van para vosotros.

Tu Sarah, que os quiere.

»Fin del mensaje. —Exhausta, la rata se desplomó sobre el alféizar de la ventana—. Podría matar por una taza de té —confesó.

Silas estaba muy nervioso.

—Tengo que volver y buscar a Simón. Quién sabe lo que le puede haber pasado...

Tía Zelda intentó calmarle. Llevó dos tazas de té caliente y dulce, y le dio una a la rata y otra a Silas. La rata engulló su taza de un trago mientras que Silas se sentaba tristemente con la suya en la mano.

—Simón es muy fuerte, papá —intervino Nicko—. Estará bien. Espero que solo se haya perdido. Ahora ya debe de haber vuelto con mamá.

Silas no estaba convencido.

Tía Zelda decidió que lo único inteligente era hacer la cena. Las cenas de tía Zelda solían evadir a la gente de sus problemas. Era una cocinera hospitalaria a quien le gustaba tener a tanta gente sentada a su mesa como podía y, aunque sus invitados siempre disfrutaban de la conversación, la comida podía ser todo un reto. La descripción más frecuente era «interesante», como por ejemplo: «Ese pan y ese pastel de col eran muy... interesantes, Zelda. A mí nunca se me habría ocurrido», o «Bueno, yo diría que esa mermelada de fresa es una salsa muy... interesante para el
carpaccio
de anguila».

Procuraron distraer a Silas haciéndole poner la mesa e invitaron a la rata mensaje a cenar.

Tía Zelda sirvió guiso de rana y conejo con cabezas de nabo hervidas dos veces, seguidas de delicia de cerezas y chirivías. El Muchacho 412 dio cuenta de él con gran entusiasmo, pues constituía una maravillosa mejora con respecto al rancho del ejército joven, e incluso repitió por segunda y tercera vez, para agrado de tía Zelda. Nunca nadie le había pedido repetir y mucho menos una tercera vez.

Nicko estaba encantado con el hecho de que el Muchacho 412 comiera tanto; eso significaba que tía Zelda no notaría los pedazos de rana que había puesto en una hilera y ocultado bajo el cuchillo. O, si lo notaba, no se molestaría demasiado. Nicko también consiguió darle a Maxie la oreja entera de conejo que había encontrado en su plato, para alivio suyo y regocijo de Maxie.

Marcia había declinado bajar a cenar, excusándose ella y Jenna debido a la presencia de la rata mensaje. Silas pensó que era una débil excusa y sospechó que estaba haciendo algunos hechizos de comida sibarita en silencio.

A pesar de, o tal vez debido a la ausencia de Marcia, la cena fue un acontecimiento agradable. La rata mensaje era una buena compañía. Silas no se había molestado en revocar la orden de «habla Rattus Rattus», así que la parlanchina rata abordó todos los temas que le pasaron por la imaginación, que oscilaban desde el problema de las ratas jóvenes de hoy, hasta el escándalo de las salchichas de rata en la cantina de los guardias, que había alterado a toda la comunidad rata, por no hablar de la de los guardias.

Cuando la cena se acercaba a su fin, tía Zelda preguntó a Silas si iba a enviar a la rata mensaje otra vez a Sarah esa noche.

La rata parecía aprensiva. Aunque era una rata grande y sabía, como le gustaba decir a todo el mundo, «cuidar de sí misma», los marjales Marram de noche no eran precisamente su lugar favorito. Las ventosas de un gran chupón podían suponer el fin de una rata, y ni los Brownies ni los Boggarts eran los mejores amigos de las ratas. Los Brownies arrastrarían a una rata hasta las arenas movedizas solo para divertirse, y un Boggart hambriento haría alegremente un guiso de rata para sus hijos Boggarts, que, en opinión de la rata mensaje, eran unas voraces pestecillas.

(Claro que el Boggart no se les habría unido a la cena, nunca lo hacía. Prefería comer los bocadillos de col hervida que tía Zelda preparaba para él, en la comodidad de su propia ciénaga de barro. Hacía tiempo que no comía una rata, no le gustaba demasiado el sabor y se le quedaban huesecitos entre los dientes.)

—Estaba pensando —comentó Silas despacio— que tal vez sea mejor enviar la rata por la mañana. Ha hecho un largo trayecto y debería dormir un poco.

La rata parecía complacida.

—Muy bien, señor. Muy prudente —dijo—. Se han perdido tantos mensajes por falta de un buen descanso y una buena cena... Y me atrevería a decir que esta ha sido una cena excepcionalmente... interesante, señora —inclinó la cabeza en dirección a tía Zelda.

—Ha sido un placer —sonrió tía
Zelda.

—¿Es esta una rata confidencial? —preguntó el pimentero con la voz de Marcia. Todo el mundo dio un respingo.

—Podrías avisarnos si vas a empezar a soltar tu voz por ahí —se quejó Silas—. Casi me trago mi delicia de chirivía por la nariz.

—Bueno, ¿lo es? —insistió el pimentero. — ¿Lo eres? —Preguntó Silas a la rata, que miraba fijamente el pimentero y, por un momento, parecía haberse quedado sin palabras—. ¿Eres una rata confidencial o no?

—Sí —dijo la rata, sin saber si responder a Silas o al pimentero. Se dirigió al pimentero—: Claro que lo soy, señorita pimentero. Soy una rata confidencial oficial de larga distancia. A su servicio.

—Bien, ahora bajo.

Marcia bajó los escalones de dos en dos y cruzó la habitación con un libro en la mano, barriendo el suelo con la túnica de seda y enviando por los aires una montaña de tarros de pociones. Jenna la siguió rápidamente, ansiosa por ver al fin a la rata mensaje con sus propios ojos.

—Esto es tan pequeño... —se quejó Marcia sacudiéndose irritada las mejores Mezclas Brillantes multicolores de su capa—. De veras, no sé cómo te las arreglas, Zelda.

—Me las arreglaba muy bien antes de que tú llegaras — masculló tía Zelda, mientras Marcia se sentaba a la mesa junto a la rata mensaje.

La rata palideció bajo su piel marrón. Ni en sus mejores sueños habría esperado conocer a la maga extraordinaria. Inclinó mucho la cabeza, tanto que perdió el equilibrio y se cayó en los restos de la delicia de cereza y chirivía.

—Quiero que vuelvas con la rata, Silas —anunció Marcia.

— ¿Qué? —Exclamó Silas—. ¿Ahora?

—No estoy certificada para admitir pasajeros, señoría. —La rata se dirigió a Marcia vacilante—. En realidad, su elevadísima gracia, y digo esto con el mayor de los respetos...

—Deshabla, Rattus Rattus —le espetó Marcia.

La rata mensaje abrió y cerró la boca en silencio durante unas palabras más, hasta que se dio cuenta de que no salía sonido alguno de ella. Luego se sentó a regañadientes, se lamió la delicia de cereza y chirivía de las patas y esperó. No le quedaba más remedio que esperar, pues una rata mensaje solo se puede ir con una respuesta o una negativa a una respuesta. Y hasta el momento a la rata mensaje no le habían dado ni la una ni la otra, así que, como buena profesional que era, se sentó con paciencia y recordó tristemente las palabras de su esposa aquella mañana, cuando él le había dicho que tenía que hacer un trabajo para un mago.

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