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Authors: Angie Sage

Septimus (14 page)

—Canoas —dijo Alther volviendo a bajar—. Cuando era niño así es como se movía la gente de los marjales. Y eso es lo que vais a necesitar.

—Tú puedes hacerlo, Silas —irrumpió Marcia—. Yo estoy demasiado cansada para enredarme con barcos.

Silas se puso en pie.

—Entonces, vamos, Nicko. Iremos al dique y transmutaremos el Muriel en varias canoas.

El Muriel aún flotaba pacientemente en el Dique Profundo, justo a la vuelta del meandro, fuera de la vista desde el río. A Nicko le entristeció ver desaparecer a su fiel barco, pero conocía las reglas de la Magia y por tanto sabía muy bien que, en un hechizo, la materia ni se crea ni se destruye. El Muriel no se iría en realidad sino que, así esperaba Nicko, se convertiría en un conjunto de elegantes canoas.

—¿Puedo tener una rápida, papá? —preguntó Nicko mientras Silas contemplaba el Muriel e intentaba encontrar un hechizo apropiado.

—No puedo prometerte que sea «rápida», Nicko. Me contentaría con que flotara. Ahora déjame pensar... Supongo que una canoa para cada uno estará bien. Ahí va. ¡Conviértete en cinco! ¡Maldita sea! —Ante ellos cabecearon cinco réplicas del Muriel muy pequeñas.

—Papá —se quejó Nicko—, no lo estás haciendo bien.

—Espera un minuto, Nicko, estoy pensando. ¡Eso es: renueva canoa! ¡Oh, no!

—¡Papá!

Una enorme canoa se asentaba varada entre las orillas del dique.

—Ahora, seamos lógicos... —murmuró Silas para sí.

—¿Por qué no te limitas a pedir cinco canoas, papá? —sugirió Nicko.

—Buena idea, Nicko. Aún haremos de ti un mago. ¡Canoas quiero para que cinco las lleven luego!

El hechizo falló antes de materializarse por completo y Silas acabó con solo dos canoas y una montaña de tristes maderos del color del Muriel y cabos.

—¿Solo dos, papá? —se lamentó Nicko, contrariado porque no iba a tener su propia canoa.

—Tendrán que servirnos —respondió Silas—. No puedes cambiar de materia más de tres veces sin que se vuelva frágil.

En realidad Silas estaba satisfecho de que hubiera materializado alguna canoa.

Pronto Jenna, Nicko y el Muchacho 412 se sentaban en lo que Nicko había llamado la canoa Muriel 1 y Silas y Marcia se apretujaban en la Muriel 2. Silas insistió en sentarse delante alegando:

—Yo conozco el camino, Marcia. Tiene sentido. —Marcia resopló, pues albergaba sus dudas, pero estaba demasiado cansada para rebatirlo.

—Vamos, Maxie —llamó Silas al perro—. Ve y siéntate con Nicko.

Pero Maxie tenía otras ideas. El propósito de Maxie en la vida era estar junto a su amo, y quedarse junto a su amo es lo que haría. Saltó al regazo de Silas y la canoa se balanceó peligrosamente.

—¿No puedes controlar a este animal? —le exigió Marcia, que estaba consternada al verse otra vez tan horriblemente cerca del agua.

—Claro que puedo. Hace exactamente lo que le he dicho, ¿verdad, Maxie?

Nicko dio un resoplido burlón.

—Ve a sentarte al fondo, Maxie —ordenó Silas al perro con severidad. Con aspecto alicaído, Maxie saltó por encima de Marcia hasta el final de la canoa y se acomodó detrás de ella.

—No se va a sentar detrás de mí —se quejó Marcia.

—Bueno, no puede sentarse a mi lado, tengo que concentrarme en la ruta que debemos seguir —le explicó Silas.

—Y ya va siendo más que hora de que os pongáis en camino —exclamó Alther, que flotaba ansioso—. Antes de que empiece a nevar de verdad. Me gustaría poder ir con vosotros.

Alther se elevó flotando y los observó partir, bogando por el Dique Profundo que ahora se llenaba lentamente a medida que subía la marea y los llevaba hacia las profundidades de los marjales Marram. La canoa de Jenna, Nicko y el Muchacho 412 encabezaba la marcha, con Silas, Marcia y Maxie detrás.

Maxie se sentaba muy erguido detrás de Marcia y le soltaba su aliento de perro emocionado en la nuca. Olisqueaba los nuevos y húmedos olores de los pantanos y escuchaba los turbadores ruidos que hacían todo tipo de pequeños animales diversos al apartarse de la ruta de las canoas. De vez en cuando le vencía la emoción y babeaba de felicidad sobre el cabello de Marcia.

Pronto Jenna llegó a un exiguo canal que salía del dique. Entonces se detuvo.

—¿Vamos por aquí, papá? —le preguntó a Silas. Silas parecía confundido. No recordaba en absoluto aquel tramo. Justo cuando se preguntaba si responder sí o no, sus pensamientos fueron interrumpidos por un penetrante grito de Jenna.

Una pegajosa mano cubierta de lodo con dedos palmeados y unas anchas garras negras había salido del agua y agarraba un extremo de su canoa.

16. EL BOGGART.

La viscosa mano marrón tanteaba el costado de la canoa, avanzando hacia Jenna. Entonces le cogió el remo. Jenna forcejeó hasta liberar el remo y estaba a punto de golpear fuerte a la cosa pegajosa y marrón con él cuando una voz dijo:

—¡Aaay, no tienesss por qué hacer eso!

Una criatura parecida a una foca con un pegajoso pelaje marrón asomó la cabeza del agua. Dos brillantes ojos negros como botones miraban fijamente a Jenna, que aún sostenía el remo para asestar el golpe.

—Me gustaría que bajaras eso. Podrías herir a alguien. Y entonces, ¿adonde iríais? —Preguntó la criatura en una voz profunda y gorgoteante con un pronunciado acento de los pantanos—. Llevo horasss esperándoossss, helándome aquí. ¿Osss gustaría? Metidos en una zanja, esssperando y nada más.

Por toda respuesta Jenna solo pudo carraspear; su voz parecía haber dejado de funcionar.

—¿Qué pasa, Jen? —le preguntó Nicko, que estaba sentado detrás del Muchacho 412, solo para asegurarse de que no hacía ninguna estupidez, y no podía ver a la criatura.

—E... e... esto. —Jenna señalaba a la criatura, que parecía ofendida.

—¿A qué te refieres con «esssto»? —le preguntó—. ¿Te refieresss a mí? ¿Te refieresss a Boggart?

—¿Boggart? No. No he dicho eso —farfulló Jenna.

—Bueno, yo sssí, Boggart. Essse sssoy yo. Sssoy Boggart. Boggart, el Boggart. Buen nombre, ¿verdad?

—Encantador —respondió educadamente Jenna.

—¿Qué ocurre? —preguntó Silas, alcanzándolos—. Basta, Maxie. ¡He dicho que basta!

Maxie había visto al Boggart y ladraba frenéticamente. El Boggart echó un vistazo a Maxie y volvió a desaparecer bajo el agua. Desde las famosas cacerías del Boggart, hacía muchos años, en las cuales habían tomado parte tan brillantemente antepasados de Maxie, el Boggart de los marjales Marram se había convertido en una rara criatura, con una dilatada memoria.

El Boggart reapareció a una distancia prudencial.

—¿No pretenderéis traer essso? —dijo mirando torvamente a Maxie—. Ella no dijo nada de que vendría uno de ellosss.

—¿Es un Boggart lo que oigo? —preguntó Silas.

—Sí —dijo el Boggart.

—¿El Boggart de Zelda?

—Sí —confirmó el Boggart.

—¿Te ha enviado ella a buscarnos?....

—Sí —volvió a decir el Boggart.

—Bien —exclamó Silas muy aliviado—. Entonces te seguiremos.

—Sí —le repitió el Boggart, que nadó por el Dique Profun¬do y tomó el penúltimo desvío.

El penúltimo desvío era mucho más estrecho que el Dique Profundo y se internaba culebreando como una serpiente en los marjales nevados e iluminados por la luna. La nieve caía sin cesar y todo estaba callado y sereno, salvo por los gorjeos y salpicaduras del Boggart, que nadaba delante de las canoas, sacando de vez en cuando la cabeza del agua y gritando:

—¿Me seguíssss?

—No sé qué otra cosa cree que podemos hacer -le comen¬tó Jenna a Nicko mientras impulsaban la canoa por el cada vez más exiguo cauce—. No es que haya ningún otro sitio adonde ir.

Pero el Boggart se tomaba sus obligaciones muy en serio y siguió con la misma pregunta hasta que llegaron a una pequeña alberca del pantano, desde la que partían varios canales cubiertos de maleza.

—Será mejor que esperemos a los demás —aconsejó el Boggart—. No quiero que se pierdan.

Jenna miró hacia atrás para ver por dónde iban Marcia y Silas. Estaban muy atrás, y Silas era el único que remaba; Marcia se había rendido y tenía ambas manos sujetas firmemente en su coronilla. Detrás de ella, el largo y afilado hocico de un perro lobo abisinio supervisaba con altanería la escena que se desplegaba ante él y de vez en cuando dejaba caer un largo hilo de baba brillante directamente sobre la cabeza de Marcia.

Mientras Silas impulsaba la canoa hasta la alberca y cansinamente hundía el remo en el agua, Marcia declaró:

—No me sentaré delante de este animal ni un momento más. Tengo babas de perro por todo el pelo. Es asqueroso, me bajo. Prefiero caminar.

—No querréisss hacer essso, majestad. —La voz del Boggart salió del agua al lado de Marcia.

Levantó la vista hacia Marcia y sus profundos ojos negros parpadearon entre su piel marrón, asombrado por el cinturón de la maga extraordinaria, que destelleaba a la luz de la luna. Aunque era una criatura de la ciénaga de los marjales, al Boggart le encantaban las cosas brillantes y relucientes. Y nunca había visto una cosa tan brillante y reluciente como el cinturón de oro y platino de Marcia.

—No querréisss passsear por aquí, majestad —le dijo respetuosamente el Boggart—. Empezaríaisss a seguir el fuego del marjal y os llevaría hasta las arenas movedizas antes de que os dierais cuenta. Muchosss son los que han ssseguido el fuego de los marjales, y ninguno ha regresssado.

Un gruñido gutural surgía de lo hondo de la garganta de Maxie. Se le erizaron los pelos del lomo y de repente, obedeciendo a un antiguo e irreprimible instinto lobuno, Maxie saltó al agua para perseguir al Boggart.

—¡Maxie! ¡Maxie! ¡Oh, perro estúpido! —gritó Silas.

El agua de la alberca estaba helada. Maxie aulló y nadó frenéticamente, al estilo perruno, hasta la canoa de Silas y Marcia.

Marcia lo empujó.

—Este perro no va a volver a sentarse aquí —anunció.

—Marcia, está helado —protestó Silas.

—No me importa.

—Ven, Maxie. Vamos, chico —le llamó Nicko.

Agarró el collar de Maxie y, con la ayuda de Jenna, subió al perro a su canoa. La canoa se balanceó peligrosamente, pero el Muchacho 412, que no tenía ningunas ganas de acabar en el agua como Maxie, la equilibró al agarrarse a la raíz de un árbol.

Maxie estuvo temblando un momento; luego hizo lo que cualquier perro mojado tiene que hacer: se sacudió.

—¡Maxie! —se quejaron Nicko y Jenna.

El Muchacho 412 no dijo nada. No le gustaban en absoluto los perros; los únicos perros que había conocido eran los fieros perros guardianes custodios y, aunque veía que Maxie no se parecía en nada a ellos, esperaba que le mordiera en cualquier instante. Así que cuando Maxie se calmó, recostó la cabeza en el regazo del Muchacho 412 y se puso a dormir. Fue otro momento muy malo en el peor día de su vida. Pero Maxie estaba feliz; la chaqueta de borreguillo del Muchacho 412 era cálida y confortable, y el perro se pasó el resto del viaje soñando que estaba en su casa, acurrucado delante de la chimenea con el resto de la familia Heap.

Pero el Boggart se había ido.

—Boggart... ¿dónde está usted, señor Boggart? —le llamó Jenna muy educadamente.

No hubo respuesta. El profundo silencio que sale de los pantanos cuando un manto de nieve cubre los cenagales y los fangales, silencia los gorgoteos y borbollones y devuelve a to-das las criaturas a la quietud del barro.

—Ahora hemos perdido a ese amable Boggart por culpa de tu estúpido animal —le dijo enfadada Marcia a Silas—. No sé por qué has tenido que traerlo.

Silas suspiró. Compartir canoa con Marcia Overstrand no era una situación que hubiera imaginado. Pero si, en un momento de locura, lo hubiese imaginado, sin duda habría sido exactamente tal como estaba resultando.

Silas escrutó el horizonte con la esperanza de que pudiera ver la casa de la conservadora, donde vivía tía Zelda. La casa se encontraba en la isla Draggen, una de las muchas islas del pantano que se convirtieron en auténticas islas cuando los marjales se inundaron. Pero lo único que veía Silas era la blanca planicie de los marjales extendiéndose ante él en todas direcciones. Para empeorarlo aun más, podía ver que empezaba a levantarse la niebla del pantano y a flotar sobre el agua, y sabía que si llegaba la niebla, nunca verían la casa de la conservadora, por muy cerca que estuvieran de ella.

Luego recordó que la casa estaba encantada. Lo que significaba, pensó Silas, que nadie la podía ver de cualquier modo.

Si alguna vez necesitaban al Boggart era ahora.

—Veo una luz —anunció Jenna de repente—. Debe de ser tía Zelda que viene a buscarnos. ¡Mirad, allí!

Todos los ojos siguieron el dedo indicador de Jenna.

Una luz parpadeante saltaba sobre los marjales, como si saltara de montículo en montículo.

—Viene hacia nosotros —dijo Jenna alborotada.

—No, no viene —la corrigió Nicko—. Mira, se está alejando.

—Tal vez deberíamos ir a buscarla —opinó Silas.

Marcia no estaba convencida.

—¿Cómo podéis estar seguros de que es Zelda? Podría ser cualquiera o cualquier cosa.

Todo el mundo guardó silencio ante la idea de que una cosa con una luz se acercara a ellos, hasta que Silas dijo:

—Es Zelda. Mira, la veo.

—No, no puedes verla —le rebatió Marcia—. Es el fuego de los marjales, como dijo ese Boggart tan inteligente.

—Marcia, reconozco a Zelda en cuanto la veo y ahora puedo verla. Lleva una luz. Ella está recorriendo todo este camino para encontrarnos mientras nosotros nos quedamos aquí sentados. Yo voy a buscarla.

—Dicen que los locos ven lo que quieren ver en el fuego de los marjales —le rebatió Marcia con aspereza—, y acabas de demostrar que es verdad, Silas.

Silas se disponía a salir de la canoa cuando Marcia le cogió de la capa.

—¡Siéntate! —le ordenó como si estuviera hablando a Maxie.

Pero Silas se zafó, medio sumido en un ensueño, atraído hacia la luz parpadeante y la sombra de tía Zelda, que aparecía y desaparecía a través de la creciente niebla. A veces estaba tentadoramente cerca, a punto de encontrarlos y llevarlos hasta un cálido fuego y una cama blanda; a veces se desvanecía lastimeramente y los invitaba a ir con ella. Pero Silas ya no podía soportar estar lejos de la luz. Salió de la canoa y se encaminó torpemente hacia el destello parpadeante.

—¡Papá! —gritó Jenna—, ¿podemos ir nosotros también?

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