Authors: Angie Sage
—Chist —susurró el Muchacho 412—. Él podría oírnos. A través del suelo. Los entrenan para que tengan un oído tan fino como el de un perro.
—¿A quién?
—A los cazadores.
Jenna guardó silencio. Se había olvidado del cazador y ahora no quería que se lo recordaran.
—Hay cuadros en todas las paredes —susurró Jenna al Muchacho 412— y sé que he soñado con ellos. Parecen realmente viejos, es como si contaran una historia.
El Muchacho 412 no había reparado demasiado en los cuadros antes, pero ahora que levantaba el anillo hasta las lisas paredes de mármol que conformaban aquella parte del túnel, podía ver formas sencillas y casi primitivas en intensos azules, rojos y amarillos, que mostraban lo que parecían ser dragones, un barco en construcción, luego un faro y un naufragio.
Jenna señaló algunas figuras más a lo largo de la pared.
—Y esto parece los planos de una torre o algo así.
—Es la Torre del Mago —expuso el Muchacho 412—. Mira la pirámide de la parte de arriba.
—No sabía que la Torre del Mago fuera tan antigua —comentó Jenna, pasando el dedo por encima de la pintura y sabiendo que tal vez era la primera persona que veía los cuadros en miles de años.
—La Torre del Mago es muy antigua —explicó el Muchacho 412—. Nadie sabe cuándo fue construida.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Jenna, sorprendida de que el Muchacho 412 estuviera tan seguro.
El Muchacho 412 respiró hondo y recitó con voz cantarina:
—«La Torre del Mago es un monumento antiguo. El mago extraordinario despilfarró preciosos recursos para mantener la torre en su chabacano estado de opulencia, recursos que podrían haberse empleado para sanar a los enfermos o hacer del Castillo un lugar más seguro en el que vivir». ¿Lo ves?, aún lo recuerdo. Solíamos recitar cosas como esta cada semana en nuestra lección de «Conoce a tu enemigo».
—¡Puaj! — Se compadeció Jenna—. Oye, apuesto a que tía Zelda estará interesada en todo esto de aquí abajo —susurró mientras seguía al Muchacho 412 por el túnel.
—Ya conoce todo esto —le explicó el Muchacho 412, recordando la desaparición de tía Zelda en el armario de las pociones—. Y creo que ella sabe que yo lo conozco también.
—¿Por qué? ¿Te lo ha dicho ella? —indagó Jenna, preguntándose cómo podía haberse olvidado de todo aquello.
—No —le respondió el Muchacho 412—, pero me dirigió una mirada divertida.
—Dirige miradas divertidas a todo el mundo —indicó Jenna—. Eso no significa que ella piense que todo el mundo ha estado en algún túnel secreto.
Avanzaron un poco más. La hilera de pinturas se acababa y llegaron a unos escalones empinados. Una roca que estaba alojada junto al pie de los escalones llamó la atención de Jenna. La cogió y se la enseñó al Muchacho 412.
—¡Eh, mira esto! ¿No es preciosa?
Jenna sostenía una gran piedra verde en forma de huevo. Era tan lisa que parecía que alguien la acabara de pulir, y brillaba con un pálido lustre a la luz del anillo. El verde poseía una cualidad iridiscente, como el ala de una libélula, y descansaba pesada, pero perfectamente equilibrada, en la palma de sus dos manos juntas.
—¡Es tan lisa! —exclamó el Muchacho 412 acariciándola delicadamente.
—Toma, cógela —le ofreció Jenna como por un impulso—. Puede ser tu piedra mascota. Como Petroc Trelawney, solo que mucho más grande. Podemos pedir a papá que haga un hechizo para eso cuando volvamos al Castillo.
El Muchacho 412 cogió la piedra verde. No estaba seguro de qué decir. Nadie le había hecho nunca un regalo. Guardo la piedra en su bolsillo secreto en el interior de su chaqueta de borreguillo. Luego recordó lo que tía Zelda le había dicho cuando le había llevado algunas hierbas del jardín:
—Gracias.
Había algo en su manera de hablar que a Jenna le recordaba a Nicko.
¡Nicko!
Nicko y el cazador.
—Tenemos que volver —dijo Jenna con preocupación.
El Muchacho 412 asintió con la cabeza. Sabía que tenían que ir y enfrentarse con lo que fuera que los estuviera aguardando en el exterior. Había disfrutado sintiéndose a salvo durante un rato. Pero sabía que no podía durar.
La trampilla se levantó despació unos pocos milímetros, y el Muchacho 412 atisbó por la rendija. Le recorrió un escalofrío. La puerta del armario de las pociones estaba abierta de par en par y veía directamente los talones de las botas marrones y enlodadas del cazador.
Dando la espalda al armario de las pociones, a solo unos pasos de distancia, estaba la robusta figura del cazador, con la capa verde plegada por encima del hombro, sosteniendo su presta pistola de plata. El cazador miraba hacia la puerta de la cocina, en posición de estar a punto de salir de estampida.
El Muchacho 412 esperó a ver qué se disponía a hacer el cazador, pero el hombre no hizo nada en absoluto. Estaba, pensó el Muchacho 412, esperando, probablemente a que tía Zelda saliera de la cocina.
Deseoso de que tía Zelda se mantuviera alejada, el Muchacho 412 bajó y extendió la mano, solicitando el insecto escudo de Jenna.
Jenna se levantó, preocupada, en la escalera detrás de él. Supo que algo no iba bien por lo tenso y rígido que se había puesto el Muchacho 412. Cuando extendió la mano, ella sacó el insecto escudo, que estaba hecho una bola, de su bolsillo y se lo pasó, tal como habían planeado, enviándole un silencioso deseo de buena suerte al hacerlo. A Jenna empezaba a gustarle el insecto y le daba pena verlo partir.
Con mucho cuidado, el Muchacho 412 sacó al insecto y lentamente lo empujó a través de la trampilla abierta. Puso la pequeña bola verde acorazada en el suelo, asegurándose de que no se le escapaba y de que apuntaba en la dirección correcta: directo hacia el cazador.
Luego lo soltó. De inmediato el insecto se enderezó, fijó sus penetrantes ojos verdes en el cazador y desenvainó la espada con un leve siseo. El Muchacho 412 contuvo la respiración por el ruido y deseó que el cazador no lo hubiera oído, pero el corpulento hombre de verde no se movió. El Muchacho 412 soltó el aire lentamente y, con un gesto de su dedo, envió al insecto hacia el aire, hacia su objetivo, emitiendo un agudo chillido.
El cazador no hizo nada.
No se volvió, ni siquiera rechistó cuando el insecto aterrizó junto a su cuello y levantó la espada para asestarle un golpe. El Muchacho 412 estaba impresionado; sabía que el cazador era duro, pero seguramente estaba llevando las cosas demasiado lejos.
Y entonces apareció tía Zelda.
—¡Cuidado! —le advirtió con un grito el Muchacho 412—. ¡El cazador!
Tía Zelda dio un salto. No debido al cazador, sino porque nunca había oído hablar al Muchacho 412, así que no tenía ni idea de quién había hablado ni de dónde procedía la desconocida voz.
Entonces, para asombro del Muchacho 412, tía Zelda desembarcó al cazador del insecto escudo y le dio un golpecito que lo hizo replegarse hecho una bola. ¡Y aun así, el cazador no hizo nada! Tía Zelda se metió con energía al insecto en uno de sus muchos bolsillos de patchwork y miró a su alrededor, preguntándose de dónde salía la voz desconocida. Y entonces sorprendió al Muchacho 412 asomando por la trampilla ligeramente levantada.
—¿Eres tú? —exclamó—. Gracias a Dios que estás bien. ¿Dónde está Jenna?
—Aquí —respondió el Muchacho 412, temeroso de hablar por si el cazador lo oía. Pero el cazador no daba muestras de haber oído nada en absoluto, y tía Zelda lo trataba como si fuera solo una molesta pieza de mobiliario, mientras caminaba alrededor de su figura inmóvil, levantaba la trampilla y ayudaba a salir al Muchacho 412 y a Jenna.
—¡Qué maravilloso veros a los dos sanos y salvos! —proclamó contenta—. Estaba tan preocupada...
—Pero... ¿qué pasa con él? —El Muchacho 412 señaló al cazador.
—Congelado —explicó tía Zelda con aire de satisfacción—. Sólidamente congelado y así se quedará hasta que decida qué hacer con él.
—¿Dónde está Nicko?, ¿está bien? —preguntó Jenna mientras salía de la trampilla.
—Está bien. Ha ido en busca del aprendiz —les contó tía Zelda.
Mientras tía Zelda terminaba de hablar, la puerta principal se abrió de golpe, y el empapado y chorreante aprendiz entró de un empellón, seguido por un igualmente empapado y chorreante Nicko.
—Cerdo —le escupió Nicko, cerrando la puerta de un portazo. Soltó al chico y se acercó al fuego llameante para secarse.
El aprendiz chorreaba desoladamente sobre el suelo y miraba al cazador en busca de ayuda. Aún chorreó más desoladamente cuando vio lo que había sucedido. El cazador estaba congelado, sorprendido en mitad de una embestida con su pistola, contemplando el espacio con ojos vacíos. El aprendiz tragó saliva; una mujer grande embutida en una tienda de patchwork avanzaba decididamente hacia él, sabía muy bien quién era, gracias a las Cartas de Enemigos Ilustradas que había tenido que estudiar antes de salir de cacería.
Era la bruja blanca loca, Zelda Zanuba Heap.
Por no hablar del chico brujo, Nicolás Benjamín Heap, y 412, el delincuente y desertor huido. Todos estaban allí, tal como le habían dicho que ocurriría. Pero ¿dónde estaba aquella a por la que en realidad habían venido? ¿Dónde estaba la Realícía?
El aprendiz miró a su alrededor y descubrió a Jenna en la sombra, detrás del Muchacho 412. Se fijó en la diadema de oro de Jenna, que brillaba sobre su largo cabello negro y sus ojos violetas, como en la ilustración de las Cartas de Enemigos (pintada con mucha traza por Linda Lañe, la espía). La Realícía era un poco más alta de lo que esperaba, pero definitivamente era ella.
Una tímida sonrisa asomó en los labios del aprendiz mientras se preguntaba si capturaría a Jenna él solo. Qué satisfecho pensó, se sentiría su maestro de él. Seguramente entonces su maestro olvidaría todos sus anteriores fracasos y dejaría de amenazarle con enviarle al ejército joven como desechable. Sobre todo si triunfaba allí donde incluso el cazador había fallado.
Iba a hacerlo.
Sorprendiendo a todo el mundo, el aprendiz, aunque algo entorpecido por su ropa empapada, se abalanzó sobre Jenna y la agarró. Era inesperadamente fuerte para su tamaño y le puso un brazo fibroso alrededor de la garganta, casi ahogándola. Luego empezó a arrastrarla hacia la puerta.
Tía Zelda se movió hacia el aprendiz y él abrió su navaja, apretándola fuerte contra la garganta de Jenna.
—Si alguien intenta detenerme, se la clavaré —espetó, empujando a Jenna a través de la puerta abierta hacia el camino al final del cual aguardaban la canoa y el Magog.
El Magog no prestaba ninguna atención a la escena. Estaba inmerso en la tarea de licuar sus cincuenta insectos escudo ahogados, consciente de que sus obligaciones no empezaban hasta que la prisionera estuviera en la canoa.
Y casi lo estaba.
Pero Nicko no iba a dejar marchar a su hermana sin luchar. Corrió tras el aprendiz y se arrojó sobre él. El aprendiz aterrizó encima de Jenna y se oyó un grito. Un fino reguero de sangre salió de debajo de ella.
Nicko apartó al aprendiz de en medio.
—¡Jen, Jen! —exclamó—, ¿estás herida?
Jenna había dado un salto y contemplaba la sangre del camino.
—No... No creo —tartamudeó—. Creo que es él. Creo que está herido.
—Lo tiene merecido —replicó Nicko, apartando de una patada la navaja del alcance del aprendiz.
Nicko y Jenna ayudaron al aprendiz a ponerse en pie. Tenía un pequeño corte en el brazo, pero aparte de eso parecía ileso, aunque estaba mortalmente pálido. Al aprendiz le asustaba la visión de la sangre, sobre todo la suya, pero aún estaba más asustado de pensar en lo que los magos podían hacerle. Mientras lo arrastraban otra vez de vuelta a la casa, el aprendiz hizo un último intento de escapar. Se zafó de Jenna y le dio a Nicko una fuerte patada en la espinilla.
Se desencadenó una pelea. El aprendiz le propinó a Nicko un violento puñetazo en el estómago y estaba a punto de darle otra patada cuando Nicko le retorció dolorosamente el brazo en la espalda.
—Deja eso —le ordenó Nicko—. No creas que puedes venir a secuestrar a mi hermana y salirte con la tuya. ¡Cerdo!
—Nunca se habría salido con la suya —se burló Jenna—. Es demasiado estúpido.
El aprendiz odiaba que le llamaran estúpido. Eso era lo que siempre le llamaba su maestro. Estúpido. Estúpido cabeza de chorlito. Estúpido cabeza hueca. Lo odiaba.
—No soy estúpido —exclamó mientras Nicko le apretaba más fuerte el brazo—. Puedo hacer todo lo que me proponga. Podría haberle disparado si hubiese querido. Ya he disparado contra algo esta noche. ¡Para que te enteres!
En cuanto dijo esto, el aprendiz deseó no haberlo hecho. Cuatro pares de ojos acusadores le miraban fijamente.
—¿A qué te refieres exactamente? —Le preguntó tranquilamente tía Zelda—. ¿Disparaste a algo?
El aprendiz decidió negar la evidencia.
—No es asunto tuyo. Puedo disparar a mi antojo. Y si quiero disparar a una gorda bola de pelos que se cruza en mi camino cuando estoy en una misión oficial, lo hago.
Se hizo un conmocionado silencio. Nicko lo rompió:
—El Boggart. Disparó al Boggart. ¡Cerdo!
—¡Ay! —se quejó el aprendiz.
—Nada de violencia, por favor, Nicko —le instó tía Zelda—. No importa lo que haya hecho. Es solo un niño.
—No soy solo un niño —protestó el aprendiz con altanería—. Soy el aprendiz de DomDaniel, el mago supremo y nigromante. Soy el séptimo hijo de un séptimo hijo.
—¿Qué? —preguntó tía Zelda—. ¿Qué has dicho?
—Soy el aprendiz de DomDaniel, el mago supremo...
—Eso no. Eso ya lo sabemos. Veo muy bien las estrellas negras en el cinturón, gracias.
—He dicho —el aprendiz hablaba con orgullo, complacido de que por fin alguien le tomara en serio— que soy el séptimo hijo de un séptimo hijo. Soy mágico. —Aunque, pensó el aprendiz, la Magia aún no se hubiera manifestado, pero lo haría.
—No te creo —dijo lisa y llanamente tía Zelda—. Nunca he visto a nadie menos parecido al séptimo hijo de un séptimo hijo en mi vida.
—Bueno, soy yo —insistió malhumorado el aprendiz—. Yo soy Septimus Heap.
—Está mintiendo —dijo Nicko enojado, paseando de un lado a otro mientras el aprendiz se secaba lentamente junto al fuego.
Las ropas de lana verde del aprendiz emanaban una desagradable pestilencia a moho que tía Zelda reconoció como el olor de hechizos fallidos y rancia magia negra. Abrió unos tarros de pantalla contra el tufo y pronto el aire olía agradablemente a pastel de merengue de limón.