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Authors: Angie Sage

Septimus (30 page)

Durante días, la serpiente se vio obligada a yacer en el Mott, pescando peces y mirando furiosamente a cualquiera que se le acercase. Lo cual nadie hacía después de que proyectase su lengua bífida contra el Muchacho 412 y lo lanzase por los aires. Por fin, una mañana, salió el primer sol de primavera y calentó a la serpiente lo bastante para que sus anquilosados músculos se relajasen. Chirriando como una verja oxidada, nadó dolorosamente en busca de unas cuantas cabras y poco a poco, a lo largo de los días sucesivos, casi se enderezó, pero no del todo. Hasta el fin de sus días, la pitón de los marjales tuvo tendencia a nadar hacia la derecha.

Cuando el gran deshielo llegó hasta el Castillo, DomDaniel llevó a sus dos Magogs río arriba hasta Bleak Creek, donde, a altas horas de la madrugada, los tres cruzaron una pasarela estrecha y mohosa y, una vez más, subieron a bordo de su nave oscura, la
Venganza.
Allí aguardaron unos días hasta la llegada de la marea alta de primavera, que DomDaniel necesitaba para sacar su barco del riachuelo y navegar libremente.

La mañana del gran deshielo, el custodio supremo convocó una reunión del consejo de los custodios, sin reparar en que el día anterior se había olvidado de cerrar con llave la puerta del tocador de señoras. Simón ya no estaba encadenado a una tubería; el custodio supremo había empezado a verlo más como un compañero que como un rehén, y Simón se sentaba y esperaba pacientemente su habitual visita de media mañana. A Simón le gustaba oír las murmuraciones sobre las irrazonables exigencias y rabietas de DomDaniel, y se sintió contrariado cuando el custodio supremo no volvió a la hora habitual. No sabía que el custodio supremo, que recientemente se aburría un poco en compañía de Simón Heap, estaba en aquel momento tramando lo que DomDaniel llamaba «Operación Compost Heap», que incluía la eliminación no solo de Jenna, sino de toda la familia Heap, incluido Simón.

Al cabo de un rato, más por aburrimiento que por deseo de escapar, Simón probó a abrir la puerta. Para su sorpresa se abrió y se encontró en un pasillo vacío. Simón volvió a entrar de un salto en el tocador y cerró la puerta con pánico. ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a escapar? ¿Quería escapar?

Se apoyó contra la puerta y pensó. La única razón para quedarse era la vaga oferta del custodio supremo de convertirse en el aprendiz de DomDaniel. Pero no se la había repetido. Y Simón Heap había aprendido mucho del custodio supremo en aquellas seis semanas que había pasado en el tocador de señoras. La primera regla de la lista era no confiar en nadie, decía el custodio supremo. La siguiente era cuidar al número uno. Y, de ahora en adelante, el número uno en la vida de Simón Heap era definitivamente Simón Heap.

Simón volvió a abrir la puerta. El pasillo aún estaba desierto. Se decidió y salió a grandes zancadas del tocador.

Silas estaba vagando de forma lastimera por la Vía del Mago, levantando la vista hacia las mugrientas ventanas que había por encima de las tiendas y oficinas a lo largo de la avenida, preguntándose si Simón podía estar prisionero en alguno de los oscuros recovecos que había detrás de ellas. Un pelotón de guardias desfilaba a paso ligero, y Silas se apretó contra una entrada, estrujando el mantente a salvo de Marcia, con la esperanza de que aún funcionase.

—Psst —le llamó Alther.

— ¿Qué? —Silas dio un brinco de sorpresa. No había visto a Alther recientemente, pues el fantasma se pasaba la mayor parte del tiempo con Marcia en la mazmorra número uno.

—¿Cómo está Marcia hoy? —susurró Silas.

—Está mejor —comentó Alther de manera sombría.

—Realmente creo que deberíamos hacérselo saber a Zelda.

—Sigue mi consejo, Silas, y no te acerques a la Oficina de Raticorreos. Ha sido tomada por las ratas de DomDaniel de las Malas Tierras —le recomendó Alther—. ¡Despiadado hatajo de matones! Pero no te preocupes, pensaré en algo. Debe de haber un modo de rescatarla.

Silas parecía abatido. Añoraba más a Marcia de lo que quería admitir.

—Alégrate, Silas —le animó Alther—. Tengo a alguien esperándote en la taberna. Lo encontré vagando alrededor del palacio cuando volvía de ver a Marcia. Lo hice entrar a escondidas en el túnel. Será mejor que te des prisa antes de que cambie de opinión y se vuelva a ir. Es un muchacho difícil, tu Simón.

— ¡Simón! —En el rostro de Silas se dibujó una gran sonrisa—. Alther, ¿por qué no me lo has dicho antes? ¿Está bien?

—Parece estar muy bien —dijo Alther lacónicamente.

Simón llevaba casi dos semanas con su familia cuando, el día antes de la luna llena, tía Zelda se encontraba en el escalón de la puerta escuchando algo en la lejanía.

—Chicos, chicos, ahora no —les dijo a Nicko y al Muchacho 412, que estaban simulando un duelo con unos palos de escoba que sobraban—. Necesito concentrarme.

Nicko y el Muchacho 412 suspendieron su lucha mientras tía Zelda se quedaba muy quieta, con una expresión distante en los ojos.

—Alguien viene —anunció al cabo de un rato—. Voy a enviar al Boggart.

—¡Por fin! —exclamó Jenna—. ¿Me pregunto si es papá o Marcia? ¿Tal vez venga Simón con ellos? ¿O mamá? ¡Quizá vengan todos!

Maxie saltaba y daba brincos alrededor de Jenna, moviendo furiosamente la cola. A veces Maxie parecía comprender exactamente lo que Jenna estaba diciendo. Salvo cuando era algo como « ¡Al baño, Maxie!» o « ¡Basta de galletas, Maxie!».

—Cálmate, Maxie —le ordenó tía Zelda, acariciando las sedosas orejas del perro—. El problema es que no parece nadie que yo conozca.

—¡Oh! —se lamentó Jenna—. Pero ¿quién más sabe que estamos aquí?

—No lo sé —respondió tía Zelda—. Pero quienesquiera que sean, están ahora mismo en los marjales. Acaban de llegar. Puedo sentirlo. Ve y túmbate, Maxie. Buen chico. Ahora, ¿dónde está el Boggart?

Tía Zelda soltó un penetrante silbido. La rechoncha figura del Boggart salió del Mott y subió con andares patosos el camino hacia la casa.

—No tan fuerte —se quejó frotándose sus orejitas redondas—. Eso me perfora los oídos. —Saludó a Jenna con la cabeza—. Buenasss tardes, sssseñorita.

—Hola, Boggart —sonrió Jenna. El Boggart siempre la hacía reír.

—Boggart —dijo tía Zelda—, se acerca alguien a través de los marjales. Quizá sean más de uno. No estoy segura. ¿Puedes salir un momento y averiguar quiénes son?

—No hay problema. Puedo hacerlo de una nadada. No tardaré —anunció el Boggart. Jenna lo observó bajar con sus andares de pato hasta el Mott y desaparecer en el agua con una silenciosa zambullida.

—Mientras esperamos al Boggart, deberíamos tener preparados los tarros de conserva —aconsejó tía Zelda—. Por si acaso.

—Pero papá dijo que tenías la casa encantada después de la incursión de los Brownies —protestó Jenna—. ¿Eso no significa que estamos a salvo?

—Solo de los Brownies —aclaró tía Zelda—, e incluso ese hechizo se está agotando ya. En cualquier caso, a mí me parece que quienquiera que esté viniendo por el marjal parece mayor que un Brownie.

Tía Zelda fue a buscar el libro de hechizos de las conservas de insectos escudo.

Jenna miró los tarros de conserva que aún estaban en fila en los alféizares. Dentro de la espesa papilla verde, los insectos escudo aguardaban. La mayoría estaban durmiendo, pero algunos empezaban a moverse despacio como si supieran que podían necesitarlos. « ¿Para qué? —se preguntó Jenna—. ¿O para quién?»

—Aquí estamos —proclamó tía Zelda mientras aparecía con el libro de hechizos y lo dejaba caer sobre la mesa.

Lo abrió por la primera página y sacó un pequeño martillo de plata que le tendió a Jenna.

—Perfecto, aquí está la activación —le dijo—. Si puedes ir pasando y dar un golpecito en cada tarro con esto, entonces estarán preparados.

Jenna cogió el martillo de plata y caminó por las hileras de tarros, dando un golpecito en cada tapa. Y al hacerlo, cada habitante del tarro se despertó y se puso en situación de alerta. En breve, había un ejército de cincuenta y seis insectos escudo esperando a ser liberados. Jenna llegó al último tarro, que contenía al ex milpiés. Golpeó la tapa con el martillo de plata. Para su sorpresa, la tapa voló por los aires, y el insecto escudo salió disparado en medio de una lluvia de papilla verde y aterrizó en el brazo de Jenna. Jenna chilló.

El liberado insecto escudo se agazapó, con la espada en ristre, en el antebrazo de Jenna. Ella se quedó petrificada en el acto, esperando a que el insecto se volviera y la atacara, olvidando que la única misión del insecto era defender a su libertador de sus enemigos, a quienes buscaba con fruición.

El insecto escudo era pequeño pero mortal, y estaba preparado para atacar. Las acorazadas escamas verdes se movían con fluidez mientras se levantaba, para hacerse una composición de lugar. En el grueso brazo derecho sostenía una espada afilada como una cuchilla que destelleaba a la luz de las velas, y movía incesantemente las cortas y poderosas patas mientras cambiaba el peso de un gran pie a otro y evaluaba a los enemigos potenciales.

Pero los enemigos potenciales eran muy decepcionantes: había una gran tienda de patchwork con ojos azules mirándole.

—Pon la mano sobre el insecto —susurró la tienda a su liberadora—. Se acurrucará y se hará una bola. Luego intentaremos volver a meterlo en el tarro.

La libertadora del insecto miró la pequeña y afilada espada que el insecto movía y dudó.

—Lo haré si lo prefieres —se ofreció la tienda, y avanzó hacia el insecto.

El insecto giró amenazador y la tienda se detuvo en seco, preguntándose qué había salido mal. Habían grabado la impronta a todos los insectos, ¿no? Debería darse cuenta de que ninguno de ellos era el enemigo. Pero aquel insecto no se percataba de tal cosa. Agazapado en el brazo de Jenna seguía buscando al enemigo.

Ahora vio lo que estaba buscando: dos jóvenes guerreros con picas, preparados para atacar. Y uno de ellos llevaba un sombrero rojo. El insecto escudo recordaba aquel sombrero rojo de una vaga y distante vida anterior. Le había hecho daño. El insecto no sabía exactamente cuál había sido el daño, pero eso no importaba.

Había divisado al enemigo.

Con un grito temible, el insecto saltó del brazo de Jenna, batiendo sus fuertes alas, surcando el aire con un repiqueteo metálico. El insecto iba directamente a por el Muchacho 412 como un minúsculo misil teledirigido, blandiendo la espada por encima de la cabeza. Chillaba fuerte, con la boca abierta, mostrando filas de pequeños y afilados dientes verdes.

—¡Golpeadle! —gritó tía Zelda—. ¡Rápido, dadle un coscorrón en la cabeza!

El Muchacho 412 dio un fuerte golpe con el mango de la escoba al insecto que se acercaba, pero falló. Nicko intentó otro golpe, pero el insecto lo esquivó en el último momento, gritando y amenazando con su espada al Muchacho 412. El Muchacho 412 contemplaba incrédulo al insecto, terriblemente consciente de la afilada espada del insecto.

—¡Quedaos quietos! —dijo tía Zelda en un ronco susurro—. Haga lo que haga, no os mováis.

El Muchacho 412 miraba horrorizado cómo el insecto aterrizaba en su hombro y avanzaba decididamente hacia su cuello, levantando la espada como una daga.

Jenna saltó hacia delante.

—¡No! —vociferó.

El insecto se volvió hacia su libertadora. No comprendía lo que Jenna decía, pero cuando le puso la mano encima, el insecto envainó la espada y se acurrucó obedientemente en una bola. El Muchacho 412 se desplomó en el suelo y se quedó sentado.

Tía Zelda estaba preparada con el tarro vacío y Jenna intentó meter al acurrucado insecto escudo dentro. No quería. Primero sacó un brazo, luego otro. Jenna le metió los dos brazos, solo para descubrir que un gran pie verde había conseguido salir del frasco. Jenna empujaba y apretaba, pero el insecto escudo se debatía y luchaba con todas sus fuerzas para no volver al tarro.

Jenna temía que de repente se volviera malo y empleara su espada, pero por muy desesperado que estaba el insecto por salir del tarro, nunca desenvainó la espada. La seguridad de su libertadora era su principal interés. ¿Y cómo podía la libertadora estar a salvo si el insecto volvía a su tarro?

—Tienes que dejarle salir —suspiró tía Zelda—. Nunca he conocido a nadie capaz de volver a encerrar a uno. A veces pienso que dan más problemas de lo que valen. Aun así, Marcia insistió mucho, como siempre.

—Pero ¿qué pasará con el Muchacho 412? —preguntó Jenna—. Si sale, ¿no seguirá atacándole?

—No ahora que se lo has quitado de encima. Debería estar a salvo.

El Muchacho 412 no parecía impresionado. «Debería» no era exactamente la palabra que quería oír. «Seguro» se acercaba más a lo que tenía en mente.

El insecto escudo se acomodó en el hombro de Jenna. Durante unos minutos miró con suspicacia a todo el mundo, pero cada vez que hacía un movimiento, Jenna le ponía la mano encima y pronto se tranquilizaba.

Hasta que algo arañó la puerta.

Todos se quedaron helados.

Al otro lado de la puerta, algo la estaba arañando con sus garras.

Rae... rae... rae...

Maxie gimió.

El insecto se puso en pie y desenvainó la espada. Esta vez Jenna no lo detuvo. El insecto se agazapó sobre su hombro preparado para saltar.

—Ve a ver si es un amigo, Bert —ordenó tía Zelda con calma. El pato se acercó a la puerta, ladeó la cabeza y escuchó; luego profirió un corto maullido.

—Es un amigo —anunció tía Zelda—. Debe de ser el Boggart. Pero no sé por qué está arañando así.

Tía Zelda abrió la puerta y gritó:

—¡Boggart! ¡Oh, Boggart!

El Boggart yacía sangrando en el escalón de la puerta.

Tía Zelda se arrodilló junto al Boggart y todos lo rodearon.

—Boggart, Boggart, querido. ¿Qué ha pasado?

El Boggart no dijo nada. Tenía los ojos cerrados y la piel sin brillo y manchada de sangre. Se desplomó en el suelo; había utilizado el último aliento de fuerza que le quedaba para llegar hasta la casa.

— ¡Oh, Boggart..., abre los ojos, Boggart!... —gritó tía Zelda. No obtuvo respuesta—. Que me ayude alguien a levantarlo, vamos, rápido.

Nicko se adelantó y ayudó a tía Zelda a sentar al Boggart, pero era una criatura resbaladiza y pesada y se necesitó la ayuda de todos para meterlo dentro. Llevaron al Boggart a la cocina, intentando no fijarse en el rastro de sangre que se extendía en el suelo mientras lo llevaban, y lo tumbaron sobre la mesa de la cocina.

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