Authors: Angie Sage
La monja de cara redonda dirigió sus parpadeantes ojos hacia Silas y dijo en una voz suave y cantarina:
—Tu hijo es una buena pieza, ¿no? Sabe lo que quiere y no teme salir a buscarlo.
—Bueno, supongo. Tiene claro que quiere ser mago, eso lo sé. Quiere ser aprendiz, pero claro, tal como están las cosas ahora...
—Ah, seguro que no corren buenos tiempos para un joven mago lleno de ilusiones —coincidió la monja—, pero no ha venido al Castillo por eso, ¿sabes?
—Así que ha vuelto. ¡Oh, vaya alivio! Pensé que lo habían capturado o... o asesinado.
Alther le puso a Silas la mano en el hombro.
—Por desgracia, Silas, lo capturaron ayer. La hermana Bernadette estaba allí. Ella te lo contará.
Silas hundió el rostro entre las manos y gimió. — ¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué ha pasado? —A ver, parece que el joven Simón tenía una novia —explicó la monja. — ¿Una novia? —Sí, se llama Lucy Gringe.
—¿No será la hija del guardián de la puerta? ¡Oh, no!
—Estoy segura de que es una buena chica, Silas —lo reconvino la hermana Bernadette.
—Bueno, espero que no tenga nada que ver con su padre, eso es todo lo que puedo decir. Lucy Gringe. ¡Oh, cielos!
—A ver, Silas, parece que Simón volvió al Castillo por una razón acuciante. Tenía una cita secreta con Lucy en la capilla para casarse. Es tan romántico... —La monja sonrió con aire soñador.
—¿Casarse? No puedo creerlo. ¡Estoy emparentado con el repugnante Gringe! —Silas estaba más pálido que algunos de los ocupantes de la taberna.
—No, Silas, no lo estás —concretó la hermana Bernadette en tono de desaprobación—. Porque, por desgracia, el joven Simón y Lucy no llegaron a casarse.
—¿Por desgracia?
—Gringe lo descubrió y sobornó a los guardias custodios Él tampoco quería que su hija se casara con un Heap, igual que tú no quieres que Simón se case con una Gringe. Los guardias irrumpieron en la capilla, enviaron a la apesadumbrada Lucy a casa y se llevaron a Simón —suspiró la monja—. ¡Tan cruel, tan cruel...!
—¿Adonde lo han llevado? —preguntó Silas tranquilamente.
—Bueno, verás, Silas —dijo la hermana Bernadette en voz baja—, yo estaba en la capilla para la boda. Me encantan las bodas. Y el guardia que había capturado a Simón caminó directamente a través de mí, y así supe lo que estaba pensando en aquel preciso momento. Estaba pensando en que iba a llevar a tu hijo al juzgado, ante el custodio supremo, nada menos. Siento tener que decírtelo, Silas. —La monja puso su mano de fantasma en el brazo de Silas. Era una caricia cálida, pero poco consoló a Silas.
Era la noticia que Silas había estado temiendo. Se pasó el resto del día en El Agujero de la Muralla esperando, mientras Alther enviaba a todos los fantasmas que podía al juzgado, para que buscaran a Simón y descubrieran lo que le estaba pasando.
Ninguno de ellos tuvo suerte; era como si Simón se hubiera esfumado.
A primera hora de la mañana del día de la fiesta del invierno, a Stanley le despertó su esposa. Tenía un mensaje urgente de la Oficina de Raticorreos.
—No sé por qué no te dan al menos hoy el día libre —se quejó su esposa—. Contigo todo es trabajo, trabajo y trabajo. Necesitamos unas vacaciones.
—Dawnie, querida —respondió Stanley pacientemente—. Si no hago el trabajo, no tendremos vacaciones. Tan sencillo como eso. ¿Dijeron para qué me querían?
—No pregunté. —Dawnie se encogió de hombros, malhumoradamente—. Creo que volverán a ser esos endemoniados magos.
—No son tan malos. Incluso la maga extraord... ¡ay!
—¡Ah!, ¿es ahí donde has estado?
—No.
—Sí, ahí es. No puedes ocultarme nada, aunque seas confidencial. Bueno, déjame darte un consejo, Stanley.
—¿Solo uno?
—No te mezcles con los magos, Stanley. Solo dan problemas. Confía en mí, lo sé. La última, esa mujer, Marcia, ¿sabes lo que hizo? Raptó a la única hija de una pobre familia de magos y huyó con ella. Nadie sabe por qué. Y ahora el resto de la familia, ¿cómo se llamaban? ¡Ah, sí!, Heap... Bueno, ahora están todos revolviendo cielo y tierra buscándola. Claro que lo bueno que hemos sacado con ello es que tenemos un nuevo mago extraordinario estupendo, pero Dios sabe que ya tiene bastante arreglando el desastre que dejó la última, de modo que no lo veremos durante una temporada. ¿Y no es horrible lo de todas esas ratas pobres sin hogar?
— ¿Qué ratas pobres sin hogar? —inquirió Stanley con aburrimiento, deseando salir para la Oficina de Raticorreos y ver cuál era su próximo trabajo.
—Todas esas del salón de té de Sally Mullin. Ya sabes, la noche que tuvimos nuevo mago extraordinario. Bueno, Sally Mullin dejó ese repugnante pastel de cebada en el horno demasiado tiempo y se le quemó todo el local. Ahora hay treinta familias rata sin hogar. Algo terrible con este clima.
—Sí, terrible. Bueno, ahora me voy, querida. Te veré a mi regreso.
Stanley corrió a la Oficina de Raticorreos.
La Oficina de Raticorreos estaba en lo alto de la torre de vigilancia de la puerta este. Stanley tomó el camino rápido, que discurría por la parte alta de la muralla del Castillo, por encima de la taberna El Agujero de la Muralla, de la que ni siquiera Stanley conocía su existencia. La rata llegó rápidamente a la torre de vigilancia y se metió dentro de una gran cañería que subía por un costado. Pronto salió por arriba, saltó el parapeto y llamó a la puerta de una pequeña caseta donde se leían las palabras:
Oficina de Raticorreos Oficial
Solo ratas mensaje
Información en la planta baja,
junto a los contenedores de basura
—¡Adelante! —dijo una voz que Stanley no reconoció. Stanley entró de puntillas. No le gustaba nada el sonido de la voz.
A Stanley tampoco le gustó demasiado el aspecto de la propietaria de la voz: una desconocida rata grande y negra se sentaba detrás del mostrador de los mensajes. Su larga cola rosada formaba un bucle sobre la mesa y coleteaba con impaciencia, mientras Stanley reaccionaba ante su nuevo jefe.
—¿Eres la rata confidencial que he pedido? —gruñó la rata negra.
—Sí —respondió Stanley algo vacilante.
—Sí, señor — le corrigió la rata negra.
— ¡Oh! — exclamó Stanley desconcertado.
—¡Oh, señor! — Volvió a corregir la rata negra—. Correcto, rata 101...
—¿Rata 101?
—Rata 101, señor. Pido cierto respeto aquí, rata 101, y pretendo obtenerlo. Empezaremos por los números. Cada rata Mensaje se llamará solo por un número. Una rata numerada es rata eficiente en el lugar de donde procedo.
—¿De dónde procede? —se aventuró Stanley.
—Señor. No te importa —le bramó la rata negra—. Venga, tengo un trabajo para ti, 101.
La rata negra sacó un trozo de papel de la cesta que había subido de la oficina de información. Era el pedido de un mensaje, y Stanley observó que estaba escrito en un papel con el membrete del palacio de los custodios. Y estaba firmado nada menos que por el custodio supremo.
Pero por alguna razón que Stanley no comprendía, el mensaje que estaba a punto de entregar no era del custodio supremo, sino de Silas Heap. Y debía ser entregado a Marcia Overstrand.
—¡Qué fastidio! —se lamentó Stanley, a quien se le cayó el alma a los pies. Otro viaje a través de los marjales Marram eludiendo de nuevo a la pitón de los marjales, no era lo que esperaba.
— ¡Qué fastidio, señor! — Le corrigió la rata negra—. La aceptación de este trabajo no es opcional —le espetó—. Y una última cosa, rata 101. El estatus de confidencial está retirado.
— ¿Qué? ¡No puede hacer eso!
—Señor. No puede hacer eso, señor. Claro que puedo. En realidad, ya lo he hecho. —La rata negra esbozó una sonrisa petulante que le recorrió los bigotes.
—Pero he pasado todos los exámenes, acabo de hacer el Confidencial Superior y he quedado primero...
—Y he quedado el primero, señor. ¡Qué lástima! Estatus de confidencial revocado. Fin de la historia. Destituido.
—Pero... pero... —balbuceó Stanley.
—Ahora lárgate —soltó la rata negra, dando enojados coletazos.
Stanley se largó.
Una vez abajo, Stanley soltó el papeleo en la oficina de información, como de costumbre. La rata administrativa examinó la hoja del mensaje y puso una pata regordeta encima del nombre de Marcia.
—Sabes dónde encontrarla, ¿verdad? —le preguntó.
—Claro —respondió Stanley.
—Bien, eso es lo que queríamos oír —dijo la rata.
«¡Qué raro!», murmuró Stanley para sí. No le gustaba demasiado el nuevo equipo de la Oficina de Raticorreos y se preguntaba qué habría ocurrido con las amables ratas que solían gestionarla.
Fue un viaje largo y peligroso el que Stanley emprendió ese día de la fiesta del invierno.
Primero lo recogió una pequeña gabarra que transportaba madera hasta el puerto. Por desgracia para Stanley, el capitán de la gabarra creía que debía mantener al flaco y feroz gato del barco, y de veras que era feroz. Stanley pasó el viaje tratando desesperadamente de evitar al gato, un animal extraordinariamente grande y de color anaranjado con enormes colmillos amarillentos y un aliento espantoso. Su suerte se acabó justo antes del Dique Profundo, donde fue acorralado por el gato y un fornido marinero armado de una gran tabla, y Stanley se vio obligado a abandonar precipitadamente la gabarra.
El agua del río estaba helada y la corriente era tan fuerte que arrastró a Stanley río abajo, mientras se debatía por mantener la cabeza fuera del agua. Hasta que Stanley llegó al Puerto, no pudo alcanzar por fin la costa en la dársena.
Stanley se tumbó en el escalón inferior del muelle. Parecía solo un jirón inerte de piel mojada. Estaba demasiado agotado para seguir. Las voces pasaban por encima de él, en la muralla del Puerto.
—¡Oh, mamá, mira! Hay una rata muerta en la escalera ¿Puedo llevármela a casa y hervirla para quedarme el esqueleto?
—No, Petunia, no puedes.
—Pero yo no tengo esqueleto de rata, mamá.
—Ni vas a tenerlo. Vamos.
Stanley pensó para sus adentros que si Petunia se lo hubiera llevado a su casa, no habría puesto ninguna objeción a un buen remojón en una olla de agua hirviendo. Al menos le habría calentado un poco.
Cuando por fin se puso en pie, tambaleándose y arrastrándose por los escalones del muelle, supo que tenía que calentarse y encontrar comida antes de proseguir su viaje. Y de este modo, su nariz le llevó hasta una panadería y se coló dentro, donde se tumbó temblando al lado de los hornos y fue entrando lentamente en calor. Un grito de la mujer del panadero y un fuerte escobazo lo pusieron otra vez en camino, no sin antes engullir buena parte de una rosquilla con mermelada y miguitas de al menos tres rebanadas de pan y una tarta de crema.
Sintiéndose reanimado, Stanley empezó a buscar un medio de transporte hacia los marjales Marram. No fue fácil. Aunque la mayoría de la gente del Puerto no celebraba la fiesta del invierno, muchos de sus habitantes lo habían tomado como excusa para darse una comilona y hacer la siesta durante casi toda la tarde. El Puerto estaba casi desierto. El gélido viento del norte, que lanzaba ráfagas de nieve, disuadía a todo aquel que no tuviera que estar allí, y Stanley empezaba a preguntarse si encontraría a alguien tan loco como para viajar por los marjales.
Y entonces encontró a Jack el Loco y su carro tirado por un burro.
Jack el Loco vivía en un tugurio en los confines de los marjales Marram. Se ganaba la vida cortando juncos para construir los tejados de las casas del Puerto. Acababa de hacer la última entrega del día y se dirigía a casa, cuando vio a Stanley merodeando por unos cubos de basura, tiritando a causa del viento helado. A Jack el Loco se le levantó el ánimo. Le encantaban las ratas y anhelaba el día que alguien le enviara un mensaje por medio de una rata mensaje; pero no era el mensaje lo que Jack el Loco realmente anhelaba, sino la rata.
Jack el Loco detuvo la carreta junto a los cubos.
—¡Eeeh, Rati!, ¿necesitas que te lleven? Aquí tienes un bonito y cálido carro que va hasta el límite de los marjales.
Stanley pensó que estaba delirando. «Son ilusiones tuyas, Stanley —se dijo con severidad—. Basta.»
Jack el Loco se asomó desde el carro y dirigió su mejor sonrisa desdentada a la rata.
—Bueno, no seas tímido, chico. Salta dentro.
Stanley vaciló solo un momento antes de saltar al carro.
—Ven y siéntate aquí arriba conmigo, Rati —se carcajeó Jack el Loco—. Ten, toma esta manta y tápate con ella. Te resguardará de los rigores del invierno.
Jack el Loco envolvió a Stanley en una manta que olía fuertemente a burro y arreó el carro. El asno echó sus largas orejas hacia atrás y echó a andar lenta y pesadamente a través de las ráfagas de nieve, tomando la ruta que conocía tan bien de regreso hacia el tugurio que compartía con Jack el Loco. Cuando llegaron, Stanley había entrado en calor otra vez y se sentía agradecido.
—Ya hemos llegado. En casa por fin —anunció Jack alegremente, quitando los arneses al asno y conduciendo al animal al interior de la casucha. Stanley se quedó en el carro, reticente a abandonar la calidez de la manta, aunque sabía que debía hacerlo—. Eres bienvenido a entrar y quedarte un rato —ofreció Jack el Loco—. Me gustaría tener una rata en casa. Me alegraría la vida un poco. Un poco de compañía. ¿Sabes lo que quiero decir?
Stanley sacudió la cabeza con gran pesar. Tenía un mensaje que entregar y él era un verdadero profesional, aun cuando le hubieran retirado su estatus de confidencial.
—Ah, bueno, espero que seas una de ellas... —Jack el Loco bajó la voz y miró a su alrededor como para comprobar que no hubiera nadie escuchando—. Espero que seas una de esas ratas mensaje. Sé que mucha gente no cree en ellas, pero yo sí. Ha sido un placer conocerte. —Jack el Loco se arrodilló y le tendió la mano a Stanley, y este no pudo resistir ofrecerle su patita. Jack el Loco se la cogió—. Lo eres, ¿verdad? Eres una rata mensaje... —susurró.
Stanley asintió. Lo siguiente que supo es que Jack el Loco, agarrando su pata derecha con sus manos como tenazas, le había echado la manta del asno por encima, lo había envuelto tan estrechamente en ella que ni siquiera podía moverse y lo había llevado a la casucha.
Con un fuerte ruido metálico dejó caer a Stanley en la jaula que le aguardaba. La puerta estaba cerrada a cal y canto con llave. Jack el Loco se rió, se metió la llave en el bolsillo y se sentó, examinando a su cautivo con entusiasmo.