Authors: Angie Sage
Sam, Fred y Erik, y JoJo compartían la cabaña de invitados en lo más alto del árbol de enmedio y tenían su propia cuerda para bajar al Bosque. Así que, mientras los niños se peleaban para ver quién bajaba primero por la cuerda, Galen, Sarah y Sally bajaban de una manera más reposada por la escalera principal.
Galen se había vestido para la fiesta del invierno. Una vez, muchos años atrás, la habían invitado después de haber curado al hijo de una bruja y sabía que era una ocasión de postín. Galen era una mujer menuda, algo ajada tras años de vivir al aire libre en el Bosque. Tenía un cabello rojo corto y alborotado, risueños ojos castaños y casi siempre vestía una sencilla túnica corta verde, leotardos y una capa, pero aquel día llevaba su vestido de la fiesta del invierno.
—Santo Dios, Galen, te vas a meter en un montón de líos —exclamó Sarah en un tono ligeramente desaprobador—. No te había visto ese vestido. Es... muy... «nosequé».
Galen no salía mucho, pero cuando lo hacía, realmente se vestía para la ocasión. Su vestido parecía estar hecho de cientos de hojas multicolores, ceñido por un cinturón de color verde brillante.
—¡Oh, gracias! —Exclamó Galen—. Lo hice yo misma. —Eso me pareció —respondió Sarah.
Sally Mullin empujó la escalera para que subiera de nuevo por la trampilla, y el grupo partió a través del Bosque, siguiendo el delicioso olor a zorro asado.
Galen los guiaba a través de los senderos del Bosque, que estaban cubiertos de una espesa capa de nieve nueva, sobre la que se entrecruzaban huellas de animales de todo tipo y tamaño. Después de una larga caminata a través de un laberinto de huellas, zanjas y surcos llegaron a lo que en otro tiempo había sido una cantera de pizarra para el Castillo. Allí era donde ahora tenían lugar las asambleas de las brujas de Wendron. Treinta y nueve brujas, todas vestidas con sus atuendos rojos de la fiesta del invierno, estaban reunidas alrededor de una impetuosa hoguera en mitad de la cantera. Esparcida por el suelo, la vegetación recién cortada estaba salpicada de la nieve que caía suavemente alrededor de ellas, y que se fundía y crepitaba al calor del fuego. En el aire flotaba un embriagador aroma a comida especiada: los espetos giraban, los zorros se estaban asando, los conejos se guisaban en calderos burbujeantes y las ardillas se tostaban en hornos subterráneos. Había una gran mesa abarrotada de todo tipo de dulces y comida muy condimentada. Las brujas habían conseguido estas delicias mediante trueques con los mercaderes del norte y las habían guardado para el día más importante del año. Los niños abrieron los ojos de asombro. Nunca en su vida habían visto tanta comida junta. Incluso Sarah tuvo que admitir que estaba impresionada.
Morwenna Mould los divisó vacilando indecisos a la entrada de la cantera. Se envolvió en sus ropajes rojos de piel y se apresuró a saludarles:
—Sed todos bienvenidos. Por favor, acompañadnos.
Las brujas reunidas se apartaron respetuosamente para permitir que Morwenna, la bruja madre, acompañase a sus algo intimidados comensales a los mejores lugares junto al fuego.
—Me alegro tanto de conocerte por fin, Sarah... —sonrió Morwenna—. Me siento como si ya te conociera. Silas me habló mucho de ti la noche que me salvó.
—¿Ah sí? —preguntó Sarah.
—¡Oh, sí! Habló de ti y del bebé toda la noche.
—¿En serio?
Morwenna pasó el brazo alrededor de los hombros de Sarah.
—Todas estamos buscando a tu chico. Estoy segura de que todo saldrá bien. Y también con tus otros tres, que están lejos de ti ahora; todo irá bien.
—¿Mis otros tres? —preguntó Sarah.
—Tus otros tres hijos.
Sarah contó rápidamente. A veces no podía recordar cuántos eran.
—Dos —la corrigió—, mis otros dos.
La fiesta del invierno se alargó hasta bien avanzada la noche y después de una buena cantidad del brebaje de las brujas, Sarah olvidó por completo sus preocupaciones por Simón y Silas. Por desgracia, todas volvieron a la mañana siguiente, junto con un terrible dolor de cabeza.
El día de la fiesta del invierno de Silas fué mucho más apagado.
Tomó el sendero de la orilla del río que corría limítrofe al Bosque y luego bordeaba las murallas del Castillo y, azotado por helados copos de nieve, se dirigió hacia la puerta norte. Quería familiarizarse con el terreno antes de decidir qué iba a hacer. Silas se caló la capucha gris sobre sus ojos verdes de brujo, respiró hondo y caminó por el puente levadizo alfombrado de nieve que conducía hasta la puerta norte.
Gringe estaba de guardia en la garita del centinela y estaba de mal humor. Las cosas no iban bien en el hogar de Gringe precisamente entonces, y Gringe había estado meditando sobre sus problemas domésticos toda la mañana.
—¡Eh, tú! —Gruñó Gringe dando una patada en la fría nieve—, muévete. Llegas tarde para la limpieza callejera obligatoria.
Silas se apresuró.
— ¡No tan deprisa! —Voceó Gringe—. Serán cuatro peniques.
Silas hurgó en su bolsillo y sacó una moneda de cuatro peniques, pegajosa de la delicia de cereza y chirivía de tía Zelda, que se había metido en el bolsillo para evitar comérsela. Gringe cogió la moneda y la olió como si sospechara algo; luego la frotó contra su jubón y la dejó a un lado. La señora Gringe tenía la deliciosa tarea de lavar el dinero pegajoso cada noche, así que lo añadió al montón y dejó pasar a Silas.
—Oye, ¿no te conozco de algo? —le gritó Gringe, mientras Silas pasaba raudo por su lado.
Silas sacudió la cabeza.
—¿El baile de Morris?
Silas volvió a sacudir la cabeza y siguió caminando.
—¿Lecciones de laúd?
—¡No! —Silas se deslizó en las sombras y desapareció por un callejón.
«Lo conozco —murmuró para sí Gringe—. Y tampoco es un trabajador. No con esos ojos verdes brillando como un par de luciérnagas en una carbonera. —Gringe pensó unos instantes—. ¡Es Silas Heap! ¡Tiene narices al venir aquí! Pronto lo pondré en vereda.»
Gringe no tardó en encontrar a un guardia que pasaba y pronto el custodio supremo estuvo informado de que Silas había vuelto al Castillo. Pero por mucho que lo intentara, no podía encontrarlo. El mantente a salvo de Marcia estaba haciendo bien su trabajo. El custodio supremo fue a sentarse al tocador de señoras a pensar un rato. Enseguida tramó un plan.
Entretanto, Silas se escabulló por los viejos Dédalos, agradeciendo haberse librado tanto de Gringe como de la nieve. Sabía adonde se dirigía; no estaba seguro del porqué, pero quería ver su antiguo hogar una vez más. Silas atravesó sigilosamente los corredores oscuros y familiares. Estaba contento de su disfraz, pues nadie prestaba atención a un humilde trabajador, pero Silas no se había percatado del poco respeto que les tenían. Nadie le cedía el paso, la gente lo apartaba de su camino de un empellón, dejaba que las puertas se cerraran en sus narices y dos veces le dijeron de manera que debía estar limpiando las calles. Quizá, pensó Silas, ser solo un mago ordinario no estaba tan mal al fin y al cabo.
La puerta de la habitación de los Heap estaba desoladoramente abierta. Pareció no reconocer a Silas cuando entró de puntillas en la habitación en la que había pasado la mayor parte de los últimos veinticinco años de su vida. Silas se sentó en su silla favorita de fabricación casera y supervisó con tristeza la habitación, sumido en sus pensamientos. Parecía extrañamente pequeña sin la ruidosa presencia de los niños y de Sarah presidiendo las idas y venidas diarias. También parecía embarazosamente sucia, incluso para Silas, a quien nunca le había importado un poco de suciedad por los rincones.
—Vivían en una pocilga, ¿verdad? Sucios magos. Nunca tienen tiempo para ellos —dijo una voz ronca detrás de Silas.
Silas dio un salto y se dio media vuelta para ver a un hombre corpulento de pie en el umbral. Detrás de él podía ver un gran carro de madera en el corredor.
—No creí que me enviarían a alguien para ayudar. Buena cosa han hecho. Yo solo iba a tardar todo el día. Bien, el carro está fuera, todo va al vertedero. Los libros de Magia serán quemados. ¿Lo captas?
—¿Qué?
—¡Jolines! Me han enviado a un tonto. Basura. Carro. Vertedero. No es exactamente Alquimia. Ahora pásame ese montón de leña donde estás sentado y pongámonos manos a la obra.
Silas se levantó de la silla como si estuviera soñando y se la dio al hombre de la mudanza, que la cogió y la echó al carro. La silla se rompió y cayó hecha pedazos en el fondo del carro. En breve estuvo debajo de la enorme montaña en la que se acumulaban las posesiones de toda una vida de los Heap, y la carreta se llenó hasta rebosar.
—Muy bien —dijo el transportista—, llevaré esto al vertedero antes de que cierre, mientras tú sacas los libros de Magia. Los bomberos los recogerán mañana cuando hagan su ronda. —Le ofreció a Silas una gran escoba—. Te dejaré para que barras todo ese asqueroso pelo de perro y lo que sea. Luego podrás irte a casa. Pareces un poco cansado. No estás acostumbrado al trabajo duro, ¿eh?
El hombre se carcajeó y le dio un trompazo a Silas en la espalda, lo que significaba un gesto de amistad. Silas tosió y sonrió lánguidamente.
—No olvides los libros de Magia —fue el último consejo del hombre mientras el traqueteante carro salía por el corredor en su viaje al vertedero de la orilla del río.
En un instante, Silas barrió el equivalente a veinticinco años de polvo, pelo de perro y suciedad, y lo dejó apilado en un pulcro montón. Luego miró apesadumbrado sus libros de Magia.
—Te echaré una mano si quieres —le sorprendió la voz de Alther a su lado. El fantasma le puso a Silas el brazo sobre el hombro.
—¡Ah, hola, Alther! —saludó Silas mustio—. ¡Vaya día!
—Sí, esto no es nada agradable. Lo siento mucho, Silas.
—Todo... se ha ido —murmuró Silas—, y ahora los libros también. Teníamos unos muy buenos aquí. Un montón de amuletos raros... Todo acabará reducido a cenizas.
—No necesariamente —le contradijo Alther—. Caben todos perfectamente en tu dormitorio del tejado. Yo te ayudaré con el hechizo mudar si quieres.
Silas se animó un poco.
—Solo recuérdame cómo va, Alther; luego lo podré hacer yo mismo. Estoy seguro de que puedo.
El mudar de Silas funcionó bien. Los libros se pusieron ordenadamente en fila, la trampilla se abrió y, un libro tras otro, volaron por ella y se apilaron en el antiguo dormitorio de Silas y Sarah. Uno o dos de los libros más díscolos salieron por la puerta y llegaron a la mitad del corredor antes de que Silas consiguiera llamarlos para que volvieran, pero, al final del hechizo, todos los libros de Magia estaban a buen recaudo en el tejado y Silas incluso había disimulado la trampilla. Ahora nadie podía adivinar lo que había allí.
Y de este modo, Silas salió de su vacío y resonante cuarto por última vez y tomó el corredor 223. Alther flotaba con él.
—Ven y siéntate con nosotros un rato —le ofreció Alther—, en El Agujero de la Muralla.
—¿Dónde?
—Yo mismo lo acabo de descubrir. Me lo enseñó uno de los Antiguos. Es una vieja taberna dentro de las murallas del Castillo. La tapió una de las reinas que desaprobaba la cerveza. Los fantasmas pueden entrar, así que está lleno, y hay un ambiente estupendo. Te alegrará.
—No sé si me apetece realmente. Gracias de todos modos, Alther. ¿No es donde tapiaron a la monja?
— ¡Oh, es muy divertida la hermana Bernadette! Le encantan las pintas de cerveza. Es el alma de la fiesta, por así decirlo. En cualquier caso, tengo noticias de Simón que creo que deberías oír.
—¡Simón! ¿Está bien? ¿Dónde está? —preguntó Silas.
—Está aquí, Silas. En el Castillo. Ven a El Agujero de la Muralla; hay alguien con quien tienes que hablar.
El Agujero de la Muralla era un hervidero.
Alther había llevado a Silas hasta una montaña de piedras en ruinas apilada contra la muralla del Castillo justo delante de la puerta norte. Le había enseñado un pequeño orificio en la pared oculto tras la pila de escombros y, a duras penas, Silas había conseguido entrar por él. Una vez dentro se encontró en otro mundo.
El Agujero de la Muralla era una antigua taberna construida dentro de la amplia muralla del Castillo. Cuando Marcia había tomado el atajo hacia el lado norte días atrás, parte de su viaje había transcurrido sobre el tejado de la taberna, pero no había sido consciente de la variopinta colección de fantasmas que hablaban sin cesar del tiempo pasado, justo debajo de sus pies.
Los ojos de Silas tardaron unos minutos en acomodarse del brillo de la nieve al mortecino resplandor de las lámparas de la taberna, que parpadeaban en las paredes. Pero cuando lo hicieron, fue consciente de la más asombrosa colección de fantasmas. Estaban reunidos alrededor de largas mesas de caballete, de pie en pequeños grupos junto al fuego espectral o sentados en solitaria contemplación en un rincón tranquilo. Había un gran contingente de magos extraordinarios y sus capas y túnicas púrpura abarcaban los diferentes estilos de la moda centenaria. Había caballeros con su armadura completa, pajes con extravagantes libreas, mujeres con griñón, jóvenes reinas con ricos vestidos de seda y reinas más ancianas de negro, todos disfrutando de la compañía de los demás.
Alther guió a Silas a través de la multitud. Silas se esforzó en no pasar a través de ninguno de ellos, pero una o dos veces notó una fría brisa mientras traspasaba un fantasma. A nadie pareció importarle; algunos le saludaron de manera amistosa y otros estaban demasiado enfrascados en la conversación para notarlo. Silas tenía la impresión de que cualquier amigo de Alther sería un huésped bienvenido en El Agujero de la Muralla.
El fantasmal patrón de la taberna hacía tiempo que había renunciado a rondar por los barriles de cerveza, pues todos los fantasmas sostenían la misma jarra de cerveza que les habían dado al llegar y algunas jarras duraban varios cientos de años. Alther saludó alegremente al patrón, que estaba manteniendo una profunda conversación con tres magos extraordinarios y un viejo vagabundo que tiempo atrás se había quedado dormido bajo una de las mesas y nunca despertó. Luego condujo a Silas hacia un rincón tranquilo, donde una figura regordeta con hábito de monja estaba sentada esperándolos.
—Te presento a la hermana Bernadette —anunció Alther—. Hermana Bernadette, este es Silas Heap, del que le he hablado. Es el padre del muchacho.
A pesar de la rotunda sonrisa de la hermana Bernadette, Silas tenía un mal presentimiento.