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Authors: Angie Sage

Septimus

 

Todo ocurrió la noche más larga y fría del año. 

Una niña es rescatada de una muerte segura.

Un bebé, destinado a tener poderes sobrenaturales, muere a las pocas horas de nacer.

Marcia, la Maga Extraordinaria, abandona precipitadamente el palacio… Han pasado nueve años y la calma parece haber vuelto a todos los hogares; sin embargo, en casa de los Heap están a punto de recibir una visita que hará que tengan que enfrentarse a la peor de sus pesadillas y a la más trepidante aventura.

Angie Sage

Septimus

ePUB v1.0

Alasse
29.11.11

Para Lois, que estaba ahí

Al principio, y para Laurie, que

Me provee de Magogs

1. ALGO EN LA NIEVE.

Silas Heap se envolvió apretadamente en la capa para protegerse de la nieve. Había dado una larga caminata por el Bosque y estaba helado hasta los huesos. A pesar del frío, en los bolsillos tenía las plantas que Galen, la médico, le había dado para su último hijo, Septimus, que acababa de nacer ese mismo día.

Al aproximarse al Castillo, Silas alcanzaba a divisar las luces parpadeantes a través de los árboles a medida que se iban colocando velas en las ventanas de las altas y exiguas casas que se apiñaban alrededor de las murallas exteriores. Era la noche mas larga del año, y las velas seguirían ardiendo hasta el alba para ayudar a mantener a raya la oscuridad. A Silas siempre le había gustado ese paseo hasta el Castillo, no temía el Bosque durante el día y disfrutaba de un apacible recorrido por la angosta senda que se abría paso, metro a metro, a través de la espesura. Ahora se encontraba cerca del lindero del Bosque, los altos árboles empezaban a escasear y, al internarse la senda en el lecho del valle, Silas podía ver el Castillo entero alzarse ante el. Las viejas murallas abrazaban el anchuroso y serpenteante río y zigzagueaban alrededor de los desordenados grupos de casas. Todas ellas estaban pintadas de vivos colores y aquellas que daban al oeste parecían en llamas cuando sus ventanas captaban los últimos rayos del sol invernal.

El Castillo había nacido como una pequeña aldea. Al estar tan cerca del Bosque, los aldeanos habían levantado algunas piedras altas como protección contra los zorros, las brujas y los hechiceros, que solo pensaban en robarles sus ovejas, sus gallinas y en ocasiones sus niños. Cuantas más casas se construían, mas se extendían las murallas para que todos pudieran sentirse a salvo.

El Castillo había nacido como una pequeña aldea. Al estar tan cerca del Bosque, los aldeanos habían levantado algunas piedras altas como protección contra los zorros, las brujas y los hechiceros, que solo pensaban en robarles sus ovejas, sus gallinas y en ocasiones sus niños. Cuantas más casas se construían, mas se extendían las murallas para que todos pudieran sentirse a salvo.

Mientras el sol de invierno se hundía bajo los muros del Castillo, Silas aceleró el paso. Necesitaba llegar a la puerta norte antes de que la cerraran al anochecer e izaran el puente levadizo. Fue entonces cuando Silas notó que algo andaba cerca. Algo vivo, pero apenas nada más. Era consciente de que en algún lugar, cerca de él, latía un pequeño corazón humano. Silas se detuvo. Como mago ordinario era capaz de notar cosas, pero no era un mago ordinario especialmente bueno, tenía que hacer un gran esfuerzo de concentración. Se quedó quieto mientras la nieve caía deprisa a su alrededor y cubría sus pisadas. Y entonces oyó algo... ¿un sollozo, un gimoteo, una leve respiración? No estaba seguro, pero fue suficiente.

Debajo de un matorral, junto al camino, había un fardo. Silas levanto el fardo y, para su sorpresa, se encontró mirando fijamente a los ojos adustos de un pequeñísimo bebé. Silas cogió al bebé en brazos y se preguntó cómo habría acabado aquella niña allí, tirada en la nieve en el día más frío del año. Alguien la había envuelto, bien arropada, en una gruesa manta de lana, pero ya se estaba quedando helada: tenía los labios amoratados y nieve en las pestañas. Mientras los ojos violeta oscuro le miraban intensamente, Silas tuvo la incómoda sensación de que la niña había visto en su corta vida más de lo que ningún bebé debería ver.

Tras pensar en su Sarah, que estaba en casa, caliente y a salvo con Septimus y los chicos, Silas decidió que tendrían que hacer espacio para un pequeño más. Cuidadosamente envolvió al bebé en su capa verde de mago y lo apretó contra él mientras corría hacia la puerta del Castillo. Llegó al puente levadizo justo cuando Gringe, el portero, estaba a punto de salir y gritarle al chico que empezara a izarlo.

—Estas apurando mucho —gruñó Gringe—. Pero los magos sois raros. No se por que queréis todos estar fuera en un día como este.

—¿Oh? —Silas quería dejar atrás a Gringe lo antes posible, pero antes tenía que cruzarle la palma de la mano con plata. Silas rápidamente encontró un penique de plata en uno de sus bolsillos y se lo dio—. Gracias, Gringe. Buenas noches.

Gringe miró el penique como si se tratara de un asqueroso escarabajo.

—Marcia Overstrand me dio media corona hace un momento: pero ella tiene clase, ahora es una maga extraordinaria.

—¿Que? —Silas casi se atraganta.

—Si. Clase, eso es lo que tiene.

Gringe retrocedió para dejarle pasar, y Silas se coló. Aunque Silas se moría de ganas de saber por que Marcia Overstrand era de repente la maga extraordinaria, notaba que el fardo empezaba a rebullir en la calidez de su capa y algo le dijo que seria mejor que Gringe no supiera nada de él.

Mientras Silas desaparecía en las sombras del túnel que llevaba hasta los Dédalos, una figura alta salió y le cerró el paso.

—¡Marcia! —Exclamó Silas—. ¿Que demonios...?

—No le cuentes a nadie que la has encontrado. Es tu hija. ¿Lo entiendes?

Impresionado, Silas asintió con la cabeza y, antes de que le diera tiempo a decir nada, Marcia desapareció en un resplandor de niebla púrpura. Silas pasó el resto del largo y sinuoso viaje por los Dédalos con la mente hecha un lío. ¿Quien era esa recién nacida? ¿Que tenia Marcia que ver con ella? ¿Y por que ahora era Marcia la maga extraordinaria? Y mientras Silas se acercaba a la gran puerta roja que conducía a la abarrotada casa de la familia Heap, se planteó otra pregunta aún más acuciante: ¿que diría Sarah al tener que cuidar a otro bebe más?

Silas no tuvo que pensar mucho rato la última cuestión. Cuando se disponía a abrir la puerta, esta se abrió y salió disparada una mujer gruesa y de cara roja, vestida con la túnica azul oscuro de comadrona, que a punto estuvo de darse de bruces con él. Ella también llevaba un fardo, pero el fardo estaba vendado de la cabeza a los pies y lo llevaba bajo el brazo como si fuera un paquete y llegase tarde a correos.

—¡Muerto! —gritó la comadrona.

Apartó a Silas de un fuerte empellón y corrió por el pasillo. Dentro de la habitación, Sarah Heap chillaba.

Silas entro con el corazón encogido. Vio a Sarah rodeada de seis niñitos de caras blancas, demasiado asustados para llorar.

—Se lo ha llevado —se lamentó Sarah con impotencia—. Septimus ha muerto y ella se lo ha llevado.

En ese momento un líquido caliente empezó a empapar el fardo que Silas aun ocultaba bajo su capa. Silas no tenia palabras para lo que quería decir, de modo que se limitó a sacar el fardo de debajo de su capa y colocarlo en los brazos de Sarah.

Sarah Heap rompio a llorar.

2. SARAH Y SILAS.

El fardo se crió en el hogar de los Heap y se llamo Jenna, como la madre de Silas.

El más pequeño de los chicos, Nicko, solo tenia dos años cuando Jenna llego y pronto se olvidó de su hermano Septimus. Los chicos mayores poco a poco también lo olvidaron; querían a su hermanita y llevaban a casa todo tipo de tesoros para ella de las clases de Magia que recibían en el colegio

Por supuesto, Sarah y Silas no podían olvidar a Septimus. Silas se maldijo a si mismo por dejar a Sarah sola y salir a buscar hierbas para el bebé por consejo de la médico. Sarah se culpaba a si misma por lo ocurrido. Aunque apenas podía recordar lo sucedido aquel terrible día, Sarah sabía que había intentado devolverle la vida al bebé y había fracasado. Recordaba ver a la comadrona vendar a su pequeño Septimus de la cabeza a los pies y luego correr hacia la puerta, mientras gritaba por encima del hombro: «¡Muerto!». Sarah recordaba bien todo aquello.

Pero Sarah pronto empezó a querer a su niñita tanto como había querido a Septimus. Durante un tiempo temió que viniera alguien a llevarse a Jenna también, pero, a medida que pasaban los meses y Jenna se convertía en un bebé regordete y gorjeante que gritaba «Mamá» mas fuerte que ninguno de los chicos, Sarah se relajó y casi dejó de preocuparse.

Hasta el día que su mejor amiga, Sally Mullin, llegó sin resuello a la puerta de su casa. Sally Mullin era una de esas personas que estaban al corriente de todo lo que sucedía en el Castillo. Era una mujer menuda y revoltosa cuyo ralo cabello pelirrojo sobresalía siempre de algo parecido a un mugriento gorro de cocinero. Tenía una agradable cara redonda, un poco rechoncha de comer tantos pasteles, y sus ropas solían estar salpicadas de harina.

Sally dirigía un pequeño café situado abajo, en el pontón junto al río. El cartel de la puerta anunciaba:

Salón de te y cervecería Sally Mullin

Habitaciones limpias

Gentuza no

No había secretos en el café de Sally Mullin; todo aquello o todo aquel que llegase al Castillo por agua era advertido y se convertía en objeto de comentarios, y la mayoría de la gente que se dirigía al Castillo prefería llegar por barco. A nadie le gustaban las oscuras sendas que atravesaban el Bosque que rodeaba el Castillo. El Bosque estaba infestado de árboles carnívoros, y los zorros lo invadían por la noche. Y luego estaban las brujas de Wendron, que siempre andaban escasas de dinero y de las que se sabía que tendían trampas para esquilar al viajero incauto y lo dejaban con poco más que la camisa y los calcetines.

El café de Sally Mullin era una cabaña bulliciosa y humeante que colgaba precariamente sobre el agua. Barcos de todas las formas y tamaños amarraban frente al pontón del café y de ellos salía todo tipo de personas y animales; la mayoría, decididos a recuperarse de su viaje tomándose al menos una de las potentes cervezas de Sally y un pedazo de pastel de cebada e intercambiando las ultimas habladurías. Y cualquiera del Castillo que dispusiera de media hora libre y a quien le rugieran las tripas pronto se encontraban en el hollado sendero que atravesaba Port Gate, pasado el vertedero de basuras de la orilla del río y a lo largo del pontón que daba al salón de té y cervecería de Sally Mullin.

Sally tenia la costumbre de visitar a Sarah todas las semanas y mantenerla al corriente de todo. En opinión de Sally, Sarah era una victima, con siete hijos que cuidar, por no hablar de Silas Heap, que poco contribuía, por lo que ella podía comprobar. Las historias de Sally solían referirse a personas de las que Sarah nunca había oído hablar y a las que ni conocía, pero aún así esperaba con ilusión las visitas de Sally y disfrutaba escuchando lo que pasaba a su alrededor. Sin embargo, esta vez lo que Sally tenia que decirle era distinto. Esta vez era más serio que el chismorreo cotidiano y esta vez concernía a Sarah. Y, por primera vez, Sarah sabía algo que Sally ignoraba.

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