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Authors: Angie Sage

Septimus (6 page)

Era media mañana y la hora punta había acabado. Para alivio de Marcia, los húmedos corredores estaban casi desiertos mientras ella y Jenna los recorrían en silencio, virando con soltura en cada recodo mientras los recuerdos de Marcia de antiguos viajes a la Torre del Mago volvían a su mente.

Oculta bajo la pesada capa de Marcia, Jenna podía ver muy poco, de tal modo que concentraba la mirada en los dos pares de pies que tenía debajo: los suyos, pequeños y regordetes, embutidos en sus desgastadas botas marrones, y los largos y afilados pies de Marcia, embutidos dentro de su piel de pitón púrpura, caminando por las grises losas húmedas y frías. Enseguida Jenna tuvo que pararse al notar que sus propias botas estaban hipnotizadas por las afiladas pitones púrpura que dañaban delante de ella, a izquierda y derecha, a izquierda y derecha, mientras cruzaban kilómetros y kilómetros de interminables pasadizos.

De este modo, la extraña pareja entró sin ser vista en el Castillo. A través de pesadas puertas murmurantes que ocultaban los muchos talleres en los que la gente del lado norte pasaba sus largas horas de trabajo haciendo botas, cervezas, remos, barcos, camas, sillas de montar, candelas, velas, pan y, últimamente armas, uniformes y cadenas. Dejaron atrás las frías escuelas, donde niños aburridos recitaban la tabla del trece, y los vacíos y estruendosos almacenes, donde el ejército custodio había trasladado la mayoría de las provisiones de invierno para su propio uso.

Por fin, Marcia y Jenna salieron por la estrecha arcada que daba al patio de la Torre del Mago. Jenna tomó aliento en el aire frío, echó una mirada furtiva por debajo de la capa y lanzó una exclamación.

Ante ella se alzaba la Torre del Mago, tan alta que la pirámide de oro que la coronaba casi se perdía en una nube baja y deshilachada. La torre resplandecía, plateada, al sol del invierno, tan brillante que a Jenna le lastimaba los ojos, y el cristal púrpura de sus cientos de minúsculas ventanas refulgía y centelleaba con una misteriosa oscuridad que reflejaba la luz y guardaba los secretos que se ocultaban detrás de ellos. Una bruma fina y azul rielaba alrededor de la torre, desdibujando sus límites, de manera que a Jenna le resultaba difícil decir dónde acababa la torre y empezaba el cielo. El aire también era diferente, olía extraño y dulce, a hechizos mágicos y a viejo incienso. Y mientras Jenna se quedaba quieta, incapaz de dar otro paso, supo que estaba envuelta por los sonidos, demasiado quedos para ser oídos, de antiguos hechizos y encantamientos.

Por primera vez desde que Jenna salió de su hogar tenía miedo. Marcia pasó un brazo protector por los hombros de Jenna, pues incluso ella recordaba muy bien cómo es la torre cuando la ves por primera vez: aterradora.

—Ven, acércate —murmuró Marcia para darle ánimos, y juntas se dirigieron sigilosamente hacia los inmensos escalones de mármol que conducían hasta la resplandeciente entrada de plata.

Marcia estaba tan concentrada en mantener el equilibrio que hasta que no llegó al pie de la escalera no se dio cuenta de que ya no había centinela de guardia. Consultó el reloj confusa. El cambio de centinela no era hasta al cabo de quince minutos, así que ¿dónde estaba el muchacho que arrojaba bolas de nieve y al que había regañado aquella mañana?

Marcia miró a su alrededor chasqueando la lengua. Algo no iba bien. El centinela no estaba allí y sin embargo aún estaba allí. De repente se dio cuenta de que estaba entre el Aquí y el No Aquí. Estaba casi muerto.

Marcia se abalanzó de súbito hacia un pequeño montículo junto a la arcada y la capa dejó al descubierto a Jenna.

—¡Excava! —Dijo Marcia entre dientes, escarbando en el montículo—. ¡Está aquí, congelado!

Debajo del montículo estaba el delgado cuerpo blanco del centinela que arrojaba bolas de nieve. Estaba acurrucado, hecho una bola, con el delgado uniforme de algodón empapado por la nieve y pegado glacialmente a su cuerpo. Los colores ácidos y relumbrones del extraño uniforme parecían de mal gusto a la fría luz del sol de invierno. Jenna se estremeció al ver al chico, no de frío sino por un recuerdo desconocido e inefable que cruzó por su mente. Marcia quitó cuidadosamente la nieve de la boca amoratada del chico, mientras Jenna le ponía la mano en el blanco brazo tieso como un palo. Nunca había tocado a alguien tan frío. Seguramente ya estaba muerto.

Jenna miró a Marcia inclinarse sobre la cara del chico y murmurar algo entre dientes. Marcia se quedó quieta, escuchó y miró preocupada. Luego volvió a murmurarle, esta vez con más urgencia: «Rápido, jovencillo, rápido». Se calló un momento y luego exhaló una larga y lenta bocanada de aire en el rostro del muchacho. El aire salía sin cesar de la boca de Marcia, una y otra vez, una nube de color rosa pálido que envolvía la boca y la nariz del chico y lenta, muy lentamente, parecía llevarse el horrible color azul y reemplazarlo por un color de vida. El chico no rebulló, pero Jenna creyó ver un débil movimiento en su pecho. Volvía a respirar.

—¡Rápido! —susurró Marcia a Jenna—. No sobrevivirá si lo dejamos aquí. Tenemos que meterlo dentro.

Marcia cogió al chico en brazos y lo subió con facilidad por los anchos escalones de mármol. Cuando llegó arriba, las puertas de plata maciza de la Torre del Mago se abrieron en silencio ante ellos. Jenna respiró hondo y siguió a Marcia y al muchacho adentro.

7. LA TORRE DEL MAGO.

Hasta que las puertas de la Torre del Mago no se hubieron cerrado tras de sí y Jenna se encontró de pie en la inmensa entrada dorada del vestíbulo, no se dio cuenta de lo mucho que había cambiado su vida. Jenna no había visto, ni soñado, jamás un lugar como aquel. También sabía que la mayoría de la gente del Castillo tampoco había visto nunca nada parecido. Ya se estaba volviendo diferente de quienes había dejado atrás.

Jenna contempló las desacostumbradas riquezas que le rodeaban mientras entraba, como en trance, en el enorme vestíbulo circular. Las paredes doradas centelleaban con fugaces pinturas de criaturas míticas, símbolos y tierras extrañas. En el aire cálido e impregnado del olor del incienso flotaba un apacible y suave murmullo: el sonido de la Magia cotidiana que mantenía la torre activa. Bajo los pies de Jenna el suelo se movía como si fuera arena. Estaba hecho de cientos de colores distintos, que danzaban alrededor de sus botas y deletreaban las palabras: «Bienvenida, princesa, bienvenida». Luego, mientras las miraba sorprendida, las letras cambiaron y se leía: « ¡Deprisa!».

Jenna levantó la mirada para ver a Marcia, que se tambaleaba un poco mientras acarreaba al centinela, entrando en una escalera de caracol plateada.

—Vamos—le instó Marcia con impaciencia. Jenna corrió, llegó al primer escalón y empezó a subir la escalera—. No, quédate donde estás y espera —le explicó Marcia—. La escalera hará el resto.

»Adelante -ordenó Marcia en voz alta y, para asombro de Jenna, la escalera de caracol empezó a dar vueltas.

Al principio iba despacio, pero pronto empezó a adquirir velocidad y girar cada vez más rápido, ascendiendo por la torre hasta que llegaron a la misma cima. Marcia se bajó y Jenna la siguió de un salto, algo mareada, justo antes de que la escalera volviera a girar hacia abajo, atendiendo a la llamada de otro mago en alguna planta inferior.

La gran puerta púrpura de Marcia ya se había abierto de par en par para ellos, y el fuego en la chimenea prendió rápidamente. Un sofá se dispuso por sí solo delante del fuego y dos almohadas y una manta volaron por el aire y aterrizaron pulcramente en el sofá sin que Marcia tuviera que decir ni media palabra.

Jenna ayudó a Marcia a colocar al centinela en el sofá. Tenía muy mal aspecto: la cara blanca del frío, los ojos cerrados, y había empezado a tiritar descontroladamente.

—Tiritar es buena señal —explicó bruscamente Marcia y chasqueó los dedos-. Fuera ropas mojadas.

El ridículo uniforme de centinela se desprendió del chico volando y revoloteó hasta el suelo, donde formó un estridente montón húmedo.

—Eres basura —le dijo Marcia, y el uniforme se juntó con desánimo y se colocó sobre el conducto de la basura, por donde se dejó caer y desapareció. Marcia sonrió.

—¡Buen viaje! Ahora, ropas secas.

Apareció un cálido pijama sobre la piel del chico y su tiritona perdió violencia.

—Bien —comentó Marcia—. Nos sentaremos con él un ratito y dejaremos que entre en calor. Se pondrá bien.

Jenna se acomodó en una alfombra junto al fuego y de pronto aparecieron dos humeantes tazones de leche caliente. Marcia se sentó junto a ella y de repente a Jenna le entró timidez. La maga extraordinaria se sentaba a su lado en el suelo, tal como hacía Nicko. ¿Qué iba a decirle? A Jenna no se le ocurría nada, salvo que tenía los pies helados, pero estaba demasiado azorada para quitarse las botas.

—Es mejor que te quites esas botas —le aconsejó Marcia—. Están empapadas.

Jenna se desabrochó las botas y se las quitó.

—Fíjate en tus calcetines. ¡Están hechos un desastre! —criticó Marcia.

Jenna se sonrojó. Sus calcetines habían pertenecido a Nicko y antes de eso habían sido de Fred, ¿o de Erik? Llenos de remiendos, eran demasiado grandes para ella.

Jenna movió los dedos junto al fuego y se secó los pies.

—¿Quieres unos calcetines nuevos? -preguntó Marcia.

Jenna asintió tímidamente. En sus pies apareció un par de gruesos y calientes calcetines de color púrpura.

—Aunque guardaremos los viejos —observó Marcia—. Limpios —les ordenó—. Doblados.

Los calcetines obedecieron; se sacudieron la suciedad, que aterrizó en un montoncito pegajoso en la chimenea, luego se plegaron pulcramente y se quedaron junto al fuego al lado de Jenna. Jenna sonrió. Se alegraba de que Marcia no hubiera llamado «basura» al mejor zurcido de Sarah.

La tarde de mediados de invierno avanzaba y la luz empezaba a apagarse. Por fin el centinela había dejado de temblar y dormía plácidamente. Jenna estaba acurrucada junto al fuego, mirando uno de los libros de Magia ilustrados de Marcia, cuando oyó llamar frenéticamente a la puerta.

—Corre, Marcia. ¡Ábreme la puerta, soy yo! —instó una voz impaciente desde fuera.

—Es papá —gritó Jenna.

—Chiiissst —le ordenó Marcia—, podría no serlo.

—Por el amor de Dios, abre la puerta —suplicó la voz impaciente.

Marcia hizo un rápido hechizo traslúcido. Para su irritación, al otro lado de la puerta estaban Silas y Nicko. Pero eso no era todo: sentado a su lado, con la lengua fuera y babeando como un loco, estaba el lobo, que llevaba atado al cuello un pañuelo a topos.

Marcia no tenía más elección que dejarlos entrar.

—¡Abre! —ordenó Marcia bruscamente a la puerta.

—Hola, Jen —sonrió Nicko.

Avanzó cuidadosamente sobre la fina alfombra de Marcia, seguido de cerca por Silas y el lobo, cuya cola, que no dejaba de moverse, barrió la preciada colección de frágiles cacharritos de hada y los tiró al suelo.

—¡Nicko! ¡Papá! —gritó Jenna y se echó a los brazos de Silas. Parecía que llevaba meses sin verlos—. ¿Dónde está mamá? ¿Se encuentra bien?

—Está bien —respondió Silas—. Se ha ido a casa de Galen con los chicos. Nicko y yo solo hemos venido a darte esto. —Silas hurgó en sus hondos bolsillos—. Espera, está aquí, en algún lado.

—¡Por el amor de Dios!, ¿estás loco? —Le preguntó Marcia—. ¿Qué crees que estás haciendo al venir aquí? Y aparta ese maldito lobo.

El lobo estaba ocupado olisqueando los zapatos de pitón de Marcia.

—No es un lobo —le explicó Silas—, es un perro lobo abisinio, descendiente de los perros lobo de los magos mogoles. Y se llama Maximillian. Aunque dejará que lo llames Maxie para abreviar, si eres amable con él.

—¡Amable! —resopló Marcia casi sin palabras.

—Aunque deberíamos quedarnos a pasar la noche —continuó Silas, que vació el contenido de una bolsita mugrienta encima de la mesa de la ouija de ébano y jade de Marcia y rebuscó en ella—. Ahora está demasiado oscuro para internarnos en el Bosque.

—¿Quedaros? ¿Aquí?

—¡Papá! Mira mis calcetines, papá —dijo Jenna moviendo los dedos de los pies en el aire.

—Hum, muy bonitos, tesoro —comentó Silas, que aún hurgaba en sus bolsillos—. ¿Dónde lo habré puesto? Sé que lo traía conmigo...

—¿Te gustan mis calcetines, Nicko?

—Muy púrpura —opinó Nicko—. Estoy helado.

Jenna condujo a Nicko hasta el fuego. Señaló al centinela.

—Estamos esperando a que se despierte. Se ha quedado helado en la nieve y Marcia lo ha rescatado. Ella ha hecho que volviera a respirar.

Nicko silbó impresionado.

—Oye, a mí me parece que se está despertando ahora.

El niño centinela abrió los ojos y contempló a Jenna y a Nicko. Parecía aterrado. Jenna le acarició la afeitada cabeza. La notó hirsuta y un poco fría.

—Ahora estás a salvo —le tranquilizó—. Estás con nosotros. Yo soy Jenna y este es Nicko. ¿Cómo te llamas?

—Muchacho 412 —murmuró el centinela.

—¿Muchacho 412...? -repitió Jenna perpleja—. Pero eso es un número, nadie tiene un número por nombre.

El chico se limitó a mirar a Jenna. Luego volvió a cerrar los ojos y se durmió de nuevo.

—¡Qué raro! —exclamó Nicko—. Papá me dijo que solo tienen números en el ejército joven. Había dos de ellos ahí fuera esta noche, pero les hizo creer que éramos guardias. Y recordó la contraseña de hace años.

—El bueno de papá —se admiró Jenna—. Salvo que —reflexionó- no es mi padre. Y tú no eres mi hermano...

—No seas boba, claro que lo somos —sostuvo Nicko sin miramientos—. Nada puede cambiar eso, princesa tonta.

—Sí, supongo —admitió Jenna.

—Sí, por supuesto —afirmó Nicko.

Silas había estado escuchando la conversación.

—Yo siempre seré tu padre y mamá siempre será tu madre. Solo que tú has tenido antes una primera mamá.

—¿Era realmente una reina? —preguntó Jenna.

—Sí, la reina. Nuestra reina. Antes de que tuviéramos a estos... custodios aquí.

Silas parecía pensativo, luego su expresión se tranquilizó al recordar algo y se quitó su grueso gorro de lana. Allí estaba, en el bolsillo de su sombrero. Claro.

—¡Lo encontré! —exclamó Silas, triunfante—. Tu regalo de cumpleaños. ¡Feliz cumpleaños, tesoro! —Y le dio a Jenna el regalo que se había olvidado.

Era pequeño y sorprendentemente pesado para su tamaño. Jenna rompió el papel de colores y se quedó una bolsita azul con cordones en la mano. Cuidadosamente tiró de los cordones, conteniendo la respiración de entusiasmo.

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