En su alocución inaugural Pete Peters galvanizó con una evidencia: en Eastes Park se reunían personas que en el pasado jamás habrían soñado hallarse bajo un mismo techo. Disentían en materia teológica, filosófica y varias de sus enseñanzas entraban en contradicción. Pero resultaba que en ese momento no sólo estaban efectivamente juntos bajo un mismo techo, sino decididas a luchar en forma articulada. Las unía la solidaridad con los norteamericanos perseguidos y maltratados por el gobierno federal.
Louis Beam agregó con su voz hitleriana que, cuando los federales fueran a buscarlos, no preguntarían si los que se concentraban en ese edifico eran bautistas, nazis, constitucionalistas, gente del Klan, de la Identidad Cristiana, Hombres Libres, fieles de la iglesia de Cristo o piadosos que se negaban a nutrir el ZOG. Patearían las puertas y quitarían el seguro de sus armas automáticas porque ya sabían todo lo que necesitaban saber sobre ellos: que eran enemigos del Estado.
—Nos quieren presentar como fanáticos. —Hizo una pausa, se llenó de aire los pulmones y siguió a los gritos: —¡No somos fanáticos, sino gente harta del hediondo, asesino, mentiroso y corrupto gobierno federal! Cuando esta noche ustedes se acuesten y miren el cielo raso de la habitación, reflexionen sobre esta pregunta fundamental: ¿Habrá libertad o habrá muerte en nuestro país?... Si creen en la verdad y en la justicia, entonces únanse a nosotros. ¡Marchamos al ritmo del mismo tambor, el tambor que se oyó en el valle de Forge y en la heroica batalla de Gettysburg!
Hubo plegarias y más discursos. En forma latente se murmuraban otros odios: a las feministas, al orgullo gay, al
black power.
En el intervalo Robert Duke buscó a Bill, que parecía evitarlo; algo presentía. Entonces aprovechó para conversar con Paul Hall, director del periódico
Jubilee,
llegado de California y, con unos pastores de la Identidad con quienes solía mantener esporádicas reuniones de estudio, como Doug Evers, de Wisconsin; John Nelson, de Colorado, y Doug Pue, de Arizona. Todo el tiempo lucubraba de qué forma denunciar a Bill para que la indignación estallara como la lava de un volcán. Porque Bill era un ruin argumentador y podría convertir el repudio en aplauso. No alcanzaba con decir en forma textual lo que Pinjás le había contado: era preciso encontrar las palabras filosas, envenenadas, y el momento exacto, como si disparase una flecha a su pervertido corazón.
Por las ventanas se veían los robles que rodeaban el edificio y cuyas hojas de otoño parecían un incendio. Detrás del follaje ascendían las montañas que evocaban el poder del Altísimo. El paisaje era más bello que el de Carson, en Arizona, e invitaba a que el espíritu volase. Robert aguardaba que se produjera el instante milagroso en que pudiera hacer puntería y disparar al pecho del villano.
En un segmento de los debates, Pete Peters dijo que había habido una época en que la integración racial no era fomentada, sino desalentada; en ese tiempo cada raza vivía en su espacio propio, no se multiplicaban los delitos ni el sida bajaba como peste del Cielo. Robert Duke se movió en su silla, porque se acercaba la esperada oportunidad. Bill distribuía drogas para corromper a los negros, pero esas drogas eran también veneno para los blancos; aparentaba servir al Señor y obedecía a Lucifer. Peters conseguía que la atención del público se concentrara en el tema de las razas, y pronto Robert Duke estaría en condiciones de levantar su diestra, unir los cabos de raza y droga, y dar un golpe fulminante al ingrato. Pero la línea del discurso se desvió cuando Peters advirtió la incomodidad que sentían menonitas, presbiterianos, bautistas y otras denominaciones. Habían concurrido ante el dolor producido por la tragedia de Ruby Ridge y también criticaban el aborto, la homosexualidad, el erotismo, el exceso de impuestos y los abusos de las instituciones federales. Pero no aprobarían el racismo propugnado por la Identidad Cristiana.
Peters puso violín en bolsa, y también los siguientes oradores. El énfasis pasó a otras demandas: exigir que se rompiesen las tarjetas de seguridad social, se condujera sin licencia, se anularan los permisos de caza, que nadie mandase los hijos a la escuela y los educaran sólo en el hogar y la iglesia, que quemasen los certificados de nacimiento y, en fin, que los verdaderos patriotas se liberaran en forma definitiva y completa de la opresión que sobre los buenos norteamericanos imponía el Orden Mundial.
Peters aconsejó a los voceros más exaltados que se limitaran a ciertos puntos, porque lo que importaba era iniciar una fraternidad.
Red Beckman se concentró en su especialidad y condenó los impuestos federales. Earl Jones denunció que se construían campos de concentración para encerrar a los patriotas. Charles Weisman trazó un emotivo paralelo entre el movimiento que estaba surgiendo en Eastes Park y la primera revolución norteamericana. Richard Butler introdujo sus pulgares en el cinto y adoptó la postura del Führer para atacar desaforadamente a los perversos medios de comunicación que emponzoñaban el país. Doug Evers explicó los intentos de enfermar a los niños mediante la excusa de las vacunaciones. Reily Donica instó a sostener un libro de plegarias en una mano y el rifle en la otra. En la platea lo apoyó un grupo de exaltados al grito de: “¡Biblia y carabina!”.
Otra vez volvió a mencionarse la epidemia de las drogas, y Robert Duke consideró que el Cielo le mandaba una segunda oportunidad. Observó al enhiesto Bill dos filas más adelante, con la cabeza elevada y su maldita túnica sobre los hombros. Excitado, pidió la palabra. Usaría una técnica envolvente, pero lo marcaría desde el principio como enemigo del Señor. Sus frases serían como una víbora que se enrollarían en torno de su cuello, pero para ahorcarlo como el Todopoderoso ahorcaría al Anticristo. Bill llamaba la atención por su apostura y no suscitaba simpatías por su arrogancia.
Pero no pudieron escucharlo. La audiencia acababa de estallar en aplausos frenéticos ante las apelaciones de Peters para constituir el Ejército de la Luz en la Tierra. Beam insistía en mantener una estructura celular descentralizada para impedir los acosos, y Peters retomó el micrófono para cerrar con elocuencia:
—El mundo sólo ve en nosotros una murga que les suscita mofa. Pero sus risas no me molestan. Pueden seguir creyendo que mantienen el poder gracias al dinero y a sus medios de comunicación. ¡Nosotros dejamos esta asamblea sabiendo muy bien quién tiene el poder más grande!
Aleluyas, gritos y aplausos intentaron transformar la fragmentada asamblea en una red de celotas. Quienes desconfiaban (los menos) se alejaron en silencio; quienes coincidían intercambiaron palmadas y referencias. Por su sangre corría fuego.
Robert Duke se resignó a postergar su venganza. Insondables eran los caminos del Todopoderoso; quizá su golpe en Eastes Park no hubiera surtido el mortal efecto esperado: la asamblea era demasiado pluralista y Bill se habría defendido con astucia. Pero ese golpe mortal era inminente; en su alma se había instalado una imbatible convicción. No retornó a la adusta Carson con las manos vacías. Informó a Lea que Bill estaba más cerca que nunca de hundirse en las ciénagas del Diablo. Decía una verdad tan evidente como las piedras de Arizona.
Evelyn se encargó de telefonear a Wilson, aunque no le hablaba desde hacía una eternidad. Su voz tiritaba. No había vuelto a conversar con él desde hacía veintidós años y cuatro meses, cuando se llevó a su hijita. En aquel momento ella alcanzó a poner un broche de oro con su inicial en el enterizo de plush y a acunarla en sus brazos cantándole la última canción. Detestaba a ese hombre que iba a Little Spring para reunirse con Bill, que jamás insinuaba saludarla siquiera y menos aún transmitirle noticias de su hija. Que la ignoraba como si ella no existiera. Ahora lo llamaba a Buenos Aires por orden de Bill, porque se había acostumbrado a que sus órdenes fuesen inapelables.
Wilson no entendía.
—¿Qué le pasó a Bill?
Ella trató de desenmarañar sus frases, pero las enredaba peor. Era la madrugada en Texas. Bill ya estaba en el hospital. Habían sufrido un gran susto. Un susto atroz. Todavía estaban asustados. El médico había ordenado la internación inmediata. Una pesadilla. La ambulancia había llegado enseguida; y el hospital estaba en el centro de Little Spring, a pocos minutos de auto.
¿Pero qué diablos tiene Bill?
Wilson recordaba haberlo visto por última vez en Santo Domingo tres meses antes, para terminar de pulir la operación Camarones. Lucía fuerte como un ombú.
Evelyn se enjugaba la frente mientras luchaba por expresar la desquiciante verdad.
—No es Bill el enfermo.
—¡Explícate de una vez, carajo!
—Es Dorothy... —Se le quebró la voz.
—¡Dorothy!
En la otra punta de la línea se estableció un prolongado silencio. Por un instante ella supuso que se había interrumpido la comunicación.
Al cabo de casi un minuto, ronco y enojadísimo, Wilson extrajo de su pecho las preguntas.
—Tuvo un ataque de hipertensión y quedó hemipléjica —respondió Evelyn.
—¡¿Cómo?!
Al fin ella se destrabó, mientras apretaba el teléfono con la mano húmeda.
—Quedó paralizada de la mitad derecha. Y muda. —Su voz oscilaba, le dolía la garganta. —Muda —repitió.
Wilson pidió comunicarse en ese mismo instante con Bill, donde fuera que se encontrare. Evelyn dudó un instante y le recordó el número del celular.
—¿Qué pasó? ¡Dímelo sin rodeos! —le espetó Wilson sin decirle “hola”.
—Anoche, cuando te llamé —contestó Bill— la había dejado en su dormitorio. Después de la cena Dorothy removió brutalmente toda su historia, y eso le produjo una extrema excitación nerviosa. Contó... —Tragó saliva. —Necesitaba dormir, pero no podía relajarse. Le dolía la cabeza, la nuca, y suponía que le había subido la presión; dijo que tomaría los medicamentos que le prescribieron en Buenos Aires. —Se concedió una larga pausa mientras invocaba a Eliseo para no perder el control. —Creí haberla tranquilizado con la promesa de seguir nuestra charla al día siguiente. Pero no tuve la prudencia de cerrar bien la puerta de mi estudio, y parece que escuchó nuestra conversación telefónica. O por lo menos la parte más significativa. —Otra pausa. —¿Recuerdas que debí interrumpir?
—¡Sí! No debiste haberme llamado enseguida.
—Quería volver a escuchar tu voz, Wilson —agregó casi en un susurro—. Necesitaba corroborar que el hombre en quien había confiado seguía siendo confiable.
—¿Qué me estás diciendo? —Wilson apretó los dientes.
—La vi asomarse en camisón —prosiguió Bill—, desfigurada por el odio. Colgué de inmediato. Pero era tarde; había escuchado demasiado... Avanzó hacia mí, desfigurada, mostrándome las uñas, como una leona a punto de saltarme a los ojos. —Dejó pasar unos segundos mientras oía la tumultuosa respiración de Wilson en la otra punta de la línea. Murmuró, casi sin abrir la boca: “¡Ustedes dos son la misma mierda!”... Los ojos se le pusieron blancos y empezó a vacilar. Se le doblaron las rodillas.
—¡Carajo!
—Traté de abrazarla antes de que llegara al piso, pero dio de costado contra el borde de mi escritorio y se quebró dos o tres costillas. Seguía repitiendo esa frase, pero confundiendo las sílabas. Y se desmayó. —Una pausa más prolongada que las anteriores. La respiración de Wilson le parecía más sonora aún; repetía “carajo” como una letanía. —Bueno, yo creí que se desmayó —agregó, calculando cada palabra—. La recosté en mi sofá y le mojé la cara con agua fría. Le salió un ronquido animal que me puso en guardia. Ordené que llamasen a mi médico.
—¿Y?
—Acudieron Evelyn, Aby y Pinjás, pero lo único que hicieron fue acomodarla para que respirara sin ronquidos. —Apartó un poco el auricular porque la respiración de Wilson evocaba de modo insoportable lo que había sucedido con Dorothy. —El médico diagnosticó compromiso respiratorio y, lo más grave, “accidente cerebro-vascular”.
—¿Qué quiere decir? —Wilson tuvo un acceso de tos.
—Un derrame dentro de la cabeza —contestó Bill cuando su cuñado recuperó cierta normalidad—. Le produjo parálisis de la mitad derecha del cuerpo. Y mudez.
—Ya me lo dijo Evelyn. ¡El pronóstico!
—Todavía es incierto. La internaron en terapia intensiva. Está con respiración artificial.
—¡Mierda! —Otro golpe de tos.
—¿Vendrás?
—En eso estoy pensando. —Debía viajar, porque ya no confiaba en Tomás Oviedo y ahora, con mayor razón, por causa de la estúpida de Dorothy. Pero no debía mostrar sus cartas a Bill: en la vieja y original alianza habían aparecido grietas. —No debería marcharme en este momento —mintió a medias—. Lo de Lomas salió bien, pero todavía no culminó Camarones.
—Así es.
—Mi socio ya vuela a Houston.
—Perfecto. Los camiones también marchan hacia allí. Wilson se abrió el cuello de la camisa. Demasiadas complicaciones juntas.
—¡Justo en este momento! —Suspiró. —¡Qué mujer, tu hermana! Estaba de lo más bien en Buenos Aires, con su médico y sus amigas y su eterna decoración de la residencia. ¡Para qué diablos se le cruzó la locura de ir a visitarte!
—Yo hago la misma pregunta, Wilson: ¿Para qué? —Torció los labios con repugnancia. —Eres su esposo, ¿no?
—Estaba nerviosa y deprimida. Muy confusa. Muy alterada. Tú sabes: el maldito alcohol.
—Había algo más grave que el alcohol, amigo mío... Algo previo al alcohol. —La voz de Bill sonó a crítica solapada, y Wilson tuvo que apartar el auricular como si le hubiera lamido la oreja un lengüetazo de víbora.
—Explícate. —Se dejó caer en el sillón.
—No por teléfono. Necesitamos vernos.
—Te noto raro, y no sólo por el accidente cerebro... ¡como carajo se llame! ¿Qué pasa, Bill?
—Tu esposa está grave.
—Ya lo sé. Y me revuelve las tripas. Pero tú ocultas otra cosa: no eres franco —su temperamento en ascuas no lo dejaba seguir frenándose—. ¿Qué mentiras te metió Dorothy? ¿No sabes que sufre un delirio alcohólico? —gritó.
—Lo aclararemos personalmente —respondió Bill en forma casi inaudible, para sacar ventaja de la agitación de su cuñado.
—¡Siempre te gustó el misterio de mierda! —se calzó el extremo de un puro entre los dientes y decidió pasar a otro tema. —Supongo que el hospital es bueno.
—Tú lo has visto. Es muy bueno.
—No recuerdo haberlo visto, pero no importa. Confío en tu criterio, por lo menos en este punto. Que llamen a los mejores especialistas, que no se fijen en gastos. ¿Te parece que vaya pronto?