—Soy asistente del reverendo y me encargó hacer guardia junto a la hermana. Se fue recién.
Ella se aproximó cautelosa a su madre con la esperanza de encontrar signos de restablecimiento. Pero Dorothy seguía quieta, con el sonoro respirador artificial e innumerables tubos, cables y pantallas que dibujaban curvas. Le acarició un brazo y la besó en la mejilla pastosa; se sentó a su lado y le susurró palabras de amor. Durante diez minutos le acarició las manos desarticuladas. Era difícil ocultar la pena, pero quería insuflarle energía, algo de esperanza. Le explicó que estaban invitados a cenar en la casa de Bill, que había resultado ser mejor tío de lo que ella suponía antes de conocerlo; también estaba contenta de ver a Evelyn, la amiga de la infancia. Pero volvería pronto para acompañarla durante toda la noche.
En el camino Damián le preguntó a Aby Smith acerca de los Héroes del Apocalipsis. El empleado encogió los hombros. Luego, sobre los milagros que se atribuían a Bill Hughes durante su trabajo pastoral en Elephant City, Three Points y Carson. Aby encogió los hombros de nuevo. Ante la falta de respuesta, Damián le pidió que dijera algo sobre el funcionamiento de la comunidad que habitaba el rancho. Aby no sólo encogió los hombros por tercera vez, sino que miró hacia fuera por entre las cortinas de la ventanilla; había envuelto su bola de tabaco en un pañuelo de papel y la mantenía en la mano derecha para arrojarla a la basura o volver a usarla. Era un viejo sin opinión, ideal para los curiosos y preguntones a los que nada había que decir. Se limitaba a llevar y traer gente. Damián acababa de recibir otra confirmación de que penetraba en una zona hermética.
Demoraron un cuarto de hora en llegar.
No he podido terminar de leer el vasto material que apareció en pantalla mientras aguardo la limusina que nos llevará al rancho.
Pero he confirmado que la derecha religiosa avanza contra el pluralismo y la tolerancia que tratan de cultivarse en los Estados Unidos desde los padres fundadores. Las tendencias racistas y xenófobas —que siempre estuvieron presentes— no son la letra de la Constitución ni el espíritu de sus próceres, sino el alimento de sectores fanatizados. Con la excusa de defender valores compartidos por todos —mejor educación, libertad individual, promoción de la familia y respeto a la persona—, surgieron organizaciones que las proclaman y, a la vez, combaten. Sus derechos no tienen en cuenta el derecho ajeno.
Acuñaron la palabra “fundamentalismo” antes de que el Islam lo popularizara en el mundo. Para mantenerse fieles al sentido literal de las Escrituras aborrecen las interpretaciones críticas y afirman que la palabra de Dios no está sujeta a los cambios que introducen los hombres. Me acabo de enterar que el “fundamentalismo” nació de manera oficial hace más de cien años, en el Congreso Bíblico Norteamericano de Niagara Falls (1895), y estimuló la tendencia conspiradora.
Su posición originalmente religiosa fue traslada al ámbito político, condimentada con ataques a la vida secular. No estimulan la conciliación práctica entre cristianismo y democracia que tanto había impresionado a Tocqueville durante su visita de 1832. Tampoco les importa la Primera Enmienda de la Constitución, que ordena: “El Congreso no dictará ninguna ley con respecto a la adopción de una religión oficial”.
Se niegan a reconocer que el ser humano adquiere nuevas visiones, hábitos y necesidades a medida que procesa su experiencia. Entran en conflicto con denominaciones religiosas más vastas y razonables que, sin negar la inspiración divina de los libros bíblicos, aceptan que fueron redactados por autores humanos con capacidades limitadas, sujetos al lenguaje, el estilo y las obsesiones de su tiempo.
Esa vuelta a los “fundamentos” conduce a inescrupulosas falsificaciones del texto bíblico. Y también a simpatizar con neo-nazis, supremacistas blancos, antiabortistas dispuestos a asesinar médicos, infractores de las leyes federales, herederos del Ku Klux Klan y violentos defensores del uso irrestricto de las armas. Dicen luchar por Dios, la soberanía de los Estados Unidos y la Constitución, pero son racistas, intolerantes y agresivos. En lugar de practicar el amor, empujan hacia un odio en llamas.
Predican el milenarismo paranoico. El nombre que puso el tío de Mónica a su comunidad es alarmante, porque responde a esa tendencia. Se refiere a los Héroes del Apocalipsis, y sobre eso no cabe segunda interpretación. Aguardan la guerra entre el ejército de la Luz y el de las Tinieblas. Creen que el Anticristo ya marcha al frente de sus huestes. Usan cada nueva crisis como otra prueba de que el Mal gana batallas. Excitan la fiebre.
Pero —como también anuncia la Biblia— cuanto más avanza el Anticristo, más se aproxima su definitivo aniquilamiento. Las fuerzas de la Luz no deben desanimarse por las eventuales derrotas. Seguro que Bill Hughes prepara a su gente para el sacrificio.
Según acabo de leer, resulta difícil calcular el número de milicias organizadas y armadas. Quizá redondean el millar. Algunas son numerosas, y otras, muy pequeñas. Pero sus adherentes y simpatizantes suman millones. Louis Beam aconsejó en el Rocky Mountain Rendezvous mantener el esquema de células, como los movimientos guerrilleros. Medio centenar de organizaciones son manifiestamente activas y están dispuestas a todo.
En fin, ya lo anticipó Hölderlin hace dos centurias y ahora lo reconoce mucha gente: se apuran por establecer el Paraíso en la Tierra y, como todos los iluminados que registra la historia, sólo consiguen atarnos al Infierno.
Por tercera vez en setenta y dos horas el hombre de Miami se dirigió al aeropuerto, esta vez para encontrarse con Tomás Oviedo, que emergió de la barrera de migraciones con un bolso de mano. Fueron al salón VIP, bebieron café y aguardaron la primera conexión aérea a Houston. Volaron juntos. Ya en Houston, apareció en la salida un Mitsubishi negro con dos personas a bordo. Se dirigieron raudos hacia el sector oeste de la ciudad por las rutas que esquivaban el congestionado centro metropolitano. Penetraron en una zona de fastuosas residencias e ingresaron en una de ellas, protegida por rejas altas. Atravesaron su parque sombreado por robles y estacionaron ante las columnas de un edificio que recordaba la arquitectura de la Casa Blanca. No era tan imponente como la residencia de Wilson en San Isidro, pero disponía de muchas habitaciones, algunas de las cuales estaban disimuladas por muros móviles. Tomás miró la hora y le satisfizo comprobar que había marchado a buena velocidad. Le esperaba un trabajo sutil.
Fue al despacho, cuya fragancia a papel y madera le recordó visitas anteriores. Abrió su agenda electrónica y repasó la lista de actividades. Invitó a sus cinco colaboradores más íntimos a sentarse en círculo frente a él. Guardó la agenda y cruzó los dedos sobre el escritorio de caoba. Pidió noticias sobre el operativo y enfocó su mirada en el primero de la derecha. El hombre le entregó varias carpetas y solicitó que les echara un vistazo. Oviedo asintió y, sin inquietarse por los pares de ojos que permanecían fijos sobre sus tensadas cejas, las hojeó una por una. En un anotador marcó las treinta y cuatro etapas cumplidas sin inconvenientes hasta ese momento. Los cinco hombres vestidos con saco y corbata que lo rodeaban en semicírculo frente al escritorio lo conocían desde hacía años y aguardaron pacientes. Oviedo no sólo leyó con pericia los informes, sino que revisó planillas, facturas y recibos. Era un individuo experto, minucioso y desconfiado que sabía administrar todo, incluso el tiempo. Los otros estaban seguros de que, por mucho empeño que hubieran invertido, siempre Oviedo encontraría algún ítem para criticar. En efecto, al concluir la última página levantó los párpados y, con el índice sobre su anotador, preguntó sobre seis puntos referidos al inminente desembarque en Galveston. Sus preguntas tenían la precisión de un cirujano: dos se referían a la venta de los camarones en tres localidades; una, al número exacto de camiones que llegarían de Little Spring, y tres, a los nuevos agentes de la aduana.
Cuando resolvieron las preguntas, dirigió el examen hacia los embarques menores que ingresarían por la frontera mexicana. Allí descubrió cuatro errores y los cinco hombres tuvieron que secarse la frente: era más de lo que habían previsto. Para esas acciones se habían inspirado en exitosos procedimientos anteriores y no habían prestado atención a un número de detalles que parecían en extremo rutinarios. Oviedo los miró como un iracundo fiscal.
—Ustedes conocen el negocio —dijo en voz tan baja que el semicírculo debió cerrarse—. Cabe la sospecha de que se ha filtrado información. Nos están poniendo el palo en la rueda.
No hubo reacción verbal, sino pupilas que expresaron desconcierto.
—En este negocio un amigo se transforma en traidor en menos de un minuto. Basta con que le paguen más. Yo pago bien y pagaré mejor cuando descubramos el origen de estas filtraciones.
Uno de los hombres, con una cicatriz plateada en el pómulo izquierdo, tras acariciarse los labios se ofreció a dirigirse a Phoenix en el primer avión; quería investigar sobre el terreno. Oviedo lo atravesó con sus ojitos filosos y lo reconoció leal.
—Está bien —contestó—. El resto me ayudará a que el grueso del embarque no tenga dificultades. Pero sospecho que las tendremos, aunque espero que no sean graves. Cerca de la frontera mexicana se nos ha escapado un informante; estoy seguro.
—Si ha ocurrido eso, no tiene por qué saber lo de Galveston.
—Nos enteraremos mañana. Ahora quiero ver las credenciales, los fletes y demás documentación con referencia al puerto. Tal vez en la aduana se pongan pesados. ¿Los camiones serán dispersados en la forma que pedí? Bien. ¿Dónde dormirá el monstruo de Pinjás esta noche? Vigílenlo; que no se vaya de juerga con putas y arme un escándalo. —Ordenó la documentación que tenía delante. —Ese hombre me genera inquietud —murmuró para sus adentros.
Después, tras meditarlo cuatro segundos, telefoneó a Wilson.
—Surgieron complicaciones. Me parece que algo se ha podrido en Arizona. Se me ocurre que el rancho ha perdido la vieja inmunidad. Olfateo que se nos escaparon ciertos informantes, algunos que anduvieron por el oeste soltaron la lengua.
—¿Qué me estás diciendo? —Wilson hizo rechinar los dientes.
—Es duro, pero debemos manejamos con la realidad. —Mientras hablaba, Oviedo pretendía imaginarse cómo diablos se había producido la filtración.
—¡La puta realidad!... ¿Tienes alguna pista? ¿Es Dorothy quien metió la pata?
—No creo. En Arizona se avivaron hace semanas o meses.
—Ajá. —Tomó el puro que estaba al final de la caja y lo hizo girar entre los dedos como si fuese un cilindro de madera. —Bill no tiene suficiente control sobre su gente. —Suspiró.
—Yo no dije eso.
—Tomás. —Alzó el tono de voz. —Dijiste que aparecieron complicaciones, que algo se ha podrido, que falta la vieja inmunidad del rancho y que en Arizona nos traicionaron algunos informantes. ¡No te faltó nada! ¡Me has puesto los pelos de punta! ¿Y quieres hacerme creer que Bill controla la situación?
—Amigo mío —dijo Oviedo con tono paternal—, acabo de detectar algunos problemas. Eso no significa que...
—¡Que Bill sea un arterioesclerótico! —bramó Wilson en el otro extremo de la línea.
—Vamos a necesitar lobbies. Temo que se produzca una encerrona.
—¿También eso? Bueno, para eso estás en Houston. —No podía frenar las ganas de trompearlo. —Deberás moverte como en tus mejores tiempos.
—¿Vas a venir? Tu presencia podría ser muy útil.
Wilson mordió el puro sin haberle cortado la punta. ¿Aquello era una jugada que a sus espaldas habían urdido Tomás y Bill? A él no le parecía que su gestión fuera imprescindible en Houston, pero Tomás hablaba de esa forma para conocer sus pasos y sentirse más libre. De todas formas, el operativo Camarones debía concluir bien en la fase del ingreso en los Estados Unidos. Les convenía a todos. La traición sólo se tornaría evidente en las semanas siguientes.
—No —mintió—, no voy a ir. Entre tú y Bill sobran para arreglar este asunto. Es rutina. Algo más complicada que otras veces, pero rutina.
—Te ruego que lo vuelvas a pensar.
—El barco llegará mañana y el cargamento será examinado pasado mañana, ¿no? Entonces hay tiempo.
—Tiempo para que vayas reservando el vuelo, Wilson. Es importante que vengas.
—Lo pensaré.
• • •
—Lo llamarás enseguida y le explicarás todo —había decretado Bill, terminante, mientras marchaba tras la camilla empujada por dos enfermeros luego del ataque sufrido por su hermana.
Evelyn cumplió llorando. Se preparó una taza de café y entró vacilante en el cuarto que había dispuesto para su amiga. Sobre una butaca yacía el bolso que constituía el único equipaje de Dorothy. De un perchero colgaba la ropa que había usado durante la cena. Junto a la mesa de luz estaba su cartera de cuero marrón. Evelyn acomodó las prendas del perchero y miró el interior del bolso, donde sólo quedaba ropa interior y dos blusas. Después se sentó sobre la cama y levantó la cartera. Dudó en abrirla, pero correspondía hacerlo. Era de su amiga, que se hallaba en una emergencia; quizás ella debía poner a mejor resguardo los documentos que encontrara. Introdujo una mano y lo primero que tocó fue un objeto duro. Lo extrajo lentamente, con temor. Era un diario íntimo, viejo, de los que se usaban en su adolescencia. Las tapas de cuero de víbora estaban resquebrajadas; incluso tenían una fláccida lengüeta con broche que cerraba las páginas. Debía de ser un regalo que había recibido cuando era chica. Evelyn lo miró del derecho y del revés; recordaba haber visto ejemplares idénticos en la librería de Pueblo. Acarició el arrugado lomo, la tapa, la lengüeta, y resolvió enterarse. La conexión con su pasado le inyectaba una resolución de suicida. “Basta de frenos”, se dijo mientras confirmaba que nadie la estaba mirando.
Entonces ingresó en la máquina del tiempo. Las primeras páginas tenían caligrafía de nena y estilo escolar; expresaban la conmoción que produjo la enfermedad de Bill. Luego, episodios vinculados con su agitada rehabilitación. Eran frecuentes las referencias a su amiga Evelyn, a quien se le aceleraron los latidos cuando el diario le hizo recordar en forma descarnada su patológico enamoramiento de Bill. Leyó apurada, con el pecho convertido en tambor. Temía descubrir noticias terribles. Dorothy no había sido sistemática ni constante con su diario; a veces pasaban meses y hasta años sin que agregara una línea, pero a veces lanzaba un violento chorro de información. Evelyn se enteró de pormenores vinculados con el romance con Wilson, sus penas durante la guerra de Vietnam, la buena convivencia en Panamá, su corto regreso a Pueblo, el contrato del gobierno argentino y las maravillas de los primeros años en Buenos Aires. Y luego Mónica. ¡”Su” hija, Mónica! Dorothy había aceptado y asumido la versión de que la niña había sido engendrada por una guerrillera desaparecida, muerta, de la que jamás surgieron noticias.