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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (56 page)

BOOK: Los iluminados
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Resultaba evidente que el reencuentro con su hermano la había trastornado. Los distanciamientos familiares muy prolongados se pagan con un terremoto de emociones. Dorothy no estaba en condiciones de soportarlo.

Ingresaron en la calle central de Little Spring. A los lados se sucedían los carteles de Wendy’s, McDonalds, Burger King, Chili’s, Subway, Denny’s, Taco Bell y las estaciones de servicio Texaco, Shell, Coastal, Exxon. A la izquierda vio el edificio de K-Mart y Foley’s. A la derecha, unas cuadras más adelante, WalMart y Target. No faltaba el típico Blockbuster, ni la farmacia Walgreens, ni los artículos de Radio Shack. Damián confirmó la impresión que había recogido en su segunda visita: los Estados Unidos estaban habitados por una ciudadanía nómada que cambiaba de domicilio en forma incesante y, para evitar la angustia del desarraigo, reproducía en todas las poblaciones del país las mismas firmas. ¿En qué se diferenciaba Little Spring de miles de otras pequeñas o grandes ciudades estadounidenses? Hasta sería lógico que uno perdiera la noción de espacio.

Aby Smith telefoneó al hospital para anunciar su inminente llegada. No bien estacionaron se presentó un médico con el delantal desabrochado y los invitó a seguirlos. Subieron una breve escalinata de piedra que conducía a unas puertas automáticas vidriadas. Ingresaron en el fresco interior. El médico caminaba con paso rápido. Cruzaron la mesa de admisión y una larga sala de espera donde había algunas personas sentadas. Abrió otra puerta y solicitó a la mujer concentrada en la pantalla de una computadora que anunciara la presencia de Mónica Castro Hughes. En cuanto lo hizo apareció un hombre alto de ojos grises y una túnica que le bajaba de los hombros.

—Hola. Soy tu tío Bill —se presentó.

Mónica y Damián lo contemplaron asombrados.

Bill tomó las manos de ella y murmuró una bendición. Mónica insinuó acercarse a su mejilla para darle un beso, pero él la soltó y se volvió hacia Damián.

—Es tu escolta, supongo —mintió, mirándola.

—No, mi novio.

—Mucho gusto. —Lo estudió de arriba abajo sin agregar palabra. Volvió su elevada cabeza hacia Mónica. Era majestuoso. —Imagino que quieres noticias.

—Sí, claro. Estoy ansiosa por ver a mamá. ¿Cómo sigue?

—Ahora lo dirá su médico. Nos espera.

Entraron en un consultorio con el negatoscopio encendido y varias cajas de medicamentos sobre la camilla. Un médico de mediana edad, calvo y de pómulos rubicundos, los invitó a ubicarse alrededor de su escritorio. Preguntó urbanamente sobre el largo viaje y dedujo que estaban cansados. Les ofreció café. Ese rodeo puso más nerviosa a Mónica.

El doctor Taylorson dijo que no tenía novedades importantes. El cuadro de la paciente se aproximaba a la estabilización, lo cual era positivo en esos casos. No se la podía mover ni siquiera para realizar ciertos estudios, porque las fracturas costales le habían producido una insuficiencia que era compensada mediante respiración artificial. El cuerpo de especialistas se mantenía alerta y avanzaba centímetro a centímetro para evitar las complicaciones. Se había iniciado el tratamiento de emergencia antes de que la paciente llegase al hospital, en la misma ambulancia. En ese sentido podían tener la tranquilidad de que se le había brindado el mejor servicio desde el primer momento. Debía seguir en terapia intensiva. Su estado de conciencia era soporífero; en palabras técnicas se llamaba “coma tipo uno”. ¿Sufría? Más o menos, porque se le suministraban analgésicos y no tenía noción de lo que pasaba. En cuanto al pronóstico, dijo que algunos pacientes se recuperaban por completo, mientras que otros necesitaban una larga rehabilitación. No sabía aún qué futuro tendría Dorothy.

Mónica comprimió los párpados para que no le brotaran las lágrimas. Damián la abrazó. Bill aparentó no mirarlos y se puso de pie.

La cadena de transmisión que iba de Pinjás a Robert Duke, de éste a Lea y de Lea al agente del FBI —quien se las arreglaba para hablar con ella en su casa, en la iglesia, junto a góndolas del supermercado o a la salida de una tienda— frenó el avance de las causas contra el anciano marido. Las impresiones que recogía Lea del agente, como retribución al material que le daba, no eran tan precisas como las que ella le suministraba en cada ocasión. Lea era la informante, y Pinjás, la fuente ingenua y primordial. Lo cierto es que el agente del FBI aseguró que iban a proteger a ese matón lombrosiano al que el reverendo Duke consideraba un elegido del Señor.

Altos niveles del FBI y de la ATF discutían las semejanzas y diferencias del rancho Héroes del Apocalipsis, cerca de Little Spring, con el campamento religioso-militar que construyó David Koresh a siete millas de Waco, también en Texas. El desastre que cerró aquel capítulo no debía repetirse. Aunque Bill Hughes, cuya trayectoria había sido rastreada hasta los más escondidos detalles, no reproducía a David Koresh, era de temer que procediese con la misma técnica y el mismo fanatismo. También su rancho era un campamento religioso-militar donde había acumulado armas, víveres y municiones, se mantenía comunicado con la red de milicias, predicaba conceptos de la extrema derecha y ejercía un control hipnótico sobre los miembros de su comunidad. Era evidente que bajo los establos que se habían fotografiado desde el aire se extendía una pequeña ciudad subterránea —según habían podido arrancar con tirabuzón a dos desertores que acabaron muertos—, donde fragmentaban la droga que luego era vendida entre los negros de varios estados. Pinjás confirmó esta versión y describió el recorrido de los túneles.

No podían efectuar el ataque a los Héroes del Apocalipsis como lo habían hecho en Waco. En aquella oportunidad parecía que un asalto sorpresa de cien agentes del ATF para arrestar a David Koresh iba a paralizar toda oposición. Pero Koresh tenía treinta y tres años y estaba decidido a morir como Cristo; su gente lo sabía y ese dato reforzaba el ardor y las medidas de vigilancia. El gobierno no percibió que en ese lugar no habría factor sorpresa, porque estaban esperando día a día y minuto a minuto la irrupción de los infieles. El resultado fue cuatro agentes muertos y dieciséis heridos. En el intercambio de disparos también fallecieron cinco integrantes del campamento y una hijita de Koresh. Entonces no hubo más alternativa que la retirada de los agentes, y el gobierno decidió poner sitio al lugar por todo el tiempo que hiciera falta para negociar un acuerdo y evitar otro baño de sangre.

Durante las negociaciones se produjo una intensa movilización de la red de organizaciones simpatizantes de Koresh. Los supremacistas, los neonazis, la Identidad Cristiana, los Hombres Libres y varias otras denominaciones criticaron por radio y televisión la desaforada perversión del gobierno y sus fuerzas de seguridad. Se hizo presente en Waco el enfático Louis Beam. Por su parte, Kirk Lyons puso en actividad los recursos legales de la fundación CAUSE. Trataban de exhibir a la comunidad sitiada como víctima de la crueldad federal y consiguieron que la opinión pública empezara a dividirse.

Tras cincuenta y un días de estériles negociaciones y la imagen de impotencia que revelaba el gobierno, se resolvió efectuar otro ataque, esta vez contundente y definitivo. Era el 19 de abril de 1993. Se suponía que dentro del campamento ya cundía el agotamiento. Se habían estudiado diferentes vías de penetración y el asalto en cadena de vehículos fuertemente armados. Pero la defensa de la comunidad fue tan violenta como al principio, y cuando parecía que el avance lograba su propósito, los religiosos prendieron fuego al edificio para convertirse en mártires. El resultado fue la muerte de setenta y cinco davidianos, incluidos un alto número de niños.

La catástrofe se convirtió en una vergüenza. Desde el comienzo se había proclamado que las autoridades pretendían rescatar a los niños maltratados y sometidos por su jefe, pero ni siquiera en ese aspecto pudieron lucir una victoria. Las fuerzas del orden tuvieron que reconocer que no supieron con quiénes trataban realmente; habían olvidado la tragedia de Ruby Ridge y no tuvieron en cuenta el Rocky Mountain Rendezvous. El resultado generó una reacción adversa en muchos medios y hasta la razonable Asociación Nacional del Rifle, con tres millones y medio de miembros, condenó las acciones.

Con respecto a los Héroes del Apocalipsis, era preciso atraparlos con las manos en la masa. Cerrar pinzas en torno de los delitos que venían cometiendo con tanta sagacidad, pero sin repetir los errores de Waco.

Aby Smith, antes de dirigirse al aeropuerto de Houston, había reservado cuartos individuales en el Marriot Courtyard de Little Spring para Mónica y Damián. En ambas habitaciones pusieron tarjetas de bienvenida sobre cestas llenas de frutas; en la de Mónica, además, un ramo de rosas frescas.

Pero tardaron en llegar.

Mónica se quedó horas en la sala de terapia intensiva junto a Dorothy. Había olor a remedios. La enferma estaba rodeada por cables y pantallas. Además del respirador artificial que emitía sofocados ruidos de monstruo, en sus fosas nasales penetraban tubos de plástico y de su tórax y sus miembros partían hilos de color rumbo a los aparatos que efectuaban el puntual control de las funciones vitales. Tenía el aspecto de una oveja desvanecida que pronto sería llevada al matadero. Nada podía resultar más lúgubre. Mónica creyó percibir que desde su patológico sueño Dorothy transmitía su vergüenza y desesperación. Esta idea le hacía doler el pecho. La hermosa mujer de otrora se había reducido a un cuerpo degradado.

Pero Mónica se esmeró en no soltar su congoja. Tragó saliva y le habló con dulzura, como si Dorothy pudiera entenderla, como hacen algunas personas con las plantas a fin de transmitirles su afecto. Le relató los nimios avances en la decoración de la residencia, le anunció los próximos vernissages en las galerías que más le gustaban, inventó que su nueva entrenadora de gimnasia había sufrido un esguince, lo cual demostraba que hasta el más hábil tiene problemas con las piernas; le dijo que los rosales estaban bien cuidados y que la mano de pintura que necesitaba el yate se realizaría la semana siguiente.

Mónica pensó que también debía tranquilizarle otros flancos. Debía hablarle de su padre —el difícil marido—, así que le describió el sufrimiento que lo embargaba. Wilson la quería mucho y se había quedado para organizar un equipo de especialistas que la trasladaría a Buenos Aires en las mejores condiciones del mundo. Seguía minuto a minuto su evolución. No sería extraño que pronto tomara un vuelo y apareciera junto a ellas.

Entrelazó sus dedos con los de su madre, que estaban secos y dóciles como los de una muñeca de trapo. Muchas veces, al verla borracha, Mónica había tenido deseos de abofetearla como a una mujer estúpida, pero después se sentía miserable y le entrelazaba los dedos como ahora. En aquellas ocasiones estallaba una respuesta nerviosa, casi expulsiva; en cambio, estos dedos de muerta reflejaban capitulación.

Al rato Mónica le pidió a Damián que entrara. Aunque el aspecto de Dorothy era desolador, no podía excluirlo; el amor también exigía compartir la desdicha. Damián caminó despacio, más preocupado por la sensación que su presencia generaría en la paciente que en él mismo. Al ver el bosque de cables y aparatos en medio de los cuales yacía un cuerpo inmóvil, parpadeó con angustia. Mónica le dio unos golpecitos tiernos en el brazo. Damián estaba tan conmovido que se acercó vacilante a la cabeza despeinada de Dorothy y la besó en la frente. Mónica imaginó que por el cuerpo de su madre se expandía un estremecimiento. Algo debió de haber ocurrido, porque el monitor chilló desajustes. En el acto aparecieron un médico y dos enfermeras que miraron las pantallas, movieron botones y controlaron el implante de los hilos de color. Después se dirigieron a los visitantes.

—Evitemos esto, por favor —dijo el médico—. Que la acompañe una persona por vez, únicamente.

—De acuerdo —respondió Mónica—. Él sale, yo me quedo otro rato.

—Mi amor —protestó Damián, afectuoso—, ya llevás dos horas acá. Deberías descansar; no te has relajado desde que salimos de Buenos Aires. Deberíamos turnarnos.

—No puedo abandonarla.

—¿Quién pide eso? Pero te vas a descomponer.

—No te preocupes. Puedo resistir.

Damián le acarició el cuello y fue a sentarse en la sala de espera. Al rato apareció la figura imponente de Bill Hughes. Parecía un prócer en estatua. Se atusó el breve bigote blanco y su voz solemne increpó:

—¿Todavía aquí?

—Mónica no acepta alejarse.

—No será bueno para Dorothy; hasta los enfermos necesitan descanso. Nos turnaremos entre todos, incluidos yo y Evelyn —dijo mientras pedía a un médico que se acercase.

El reverendo hizo comparecer a Mónica y le transmitió la propuesta: habría turnos. Damián le guiñó complacido, porque era lo absolutamente lógico.

—Duerman una siesta en el hotel y luego vengan a cenar en la granja. El chofer de la limusina conoce el camino y los pasará a buscar. Ahora me quedaré yo.

Mónica se resistió, pero entre los dos hombres lograron llevarla hacia el exterior del hospital.

—Después de la cena vuelvo —se resistió Mónica—. Voy a quedarme a su lado toda la noche.

—El Señor aprecia tu abnegación —pontificó el reverendo—. Pero no olvides que el mejor control y cuidado lo realizan los médicos. Y ellos piden que nuestra preocupación no dañe su trabajo. El Señor nos ha bendecido con algunas ramas de la ciencia, y no debemos ponerle piedras. Zapatero, a tus zapatos.

Damián le tendió la mano con alivio: ese hombre por lo menos simulaba sensatez. Pero debía mantenerse alerta: reunía una extraña combinación de paranoia mística y psicopatía seductora. Era, además, el tío de su amada.

El Marriott contaba con un salón de gimnasia y una piscina con jacuzzi. Damián propuso hacer una hora de ejercicios físicos para descargar las tensiones de los últimos dos días. Mónica, sin embargo, eligió ir a descansar un rato en la habitación.

—Tenemos dos cuartos hermosos, pero vamos a dormir juntos —le recordó Damián mientras se besaban—. Te harán bien mis abrazos.

Luego de los ejercicios y una ducha, Damián se encerró. Extrajo su laptop del estuche de tela acolchada, la conectó a la línea de teléfono y empezó a navegar por Internet. Mientras permanecía en el gimnasio contrayendo músculos se había dado cuenta de que antes de ingresar en el rancho de Bill Hughes necesitaba proveerse de información más precisa.

A las seis de la tarde bajaron al vestíbulo, donde se entretuvieron ante las carteleras de ofertas turísticas en el estado de Texas. Puntualmente arribó la limusina y el quebradizo Aby Smith los invitó a subir. Apenas arrancaron, Mónica exigió pasar de nuevo por terapia intensiva antes de ir al rancho. Aby transmitió el pedido al conductor. En el hospital fueron directamente a la sala donde yacía Dorothy y encontraron a un hombre de monstruosa cabeza llamado Pinjás. Tenía rasgos abultados, cicatrices en la cara y un pelo duro y levemente encanecido que aplastaba con fijador. El hombre casi se cuadró al ver a Mónica.

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