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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (51 page)

BOOK: Los iluminados
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Evelyn la bañó, la vistió con dulzura, arregló cada pliegue de la ropita color rosa y la alzó en sus brazos. La acunó mientras entonaba una canción que le salía llena de lágrimas. La apretaba contra su pecho hinchado de una leche que no podría volver a darle. Anhelaba fundirla otra vez en su cuerpo, pero sabía que ni Bill ni Wilson tendrían piedad ni paciencia. El final era irreversible. Debía armarse de valor. Le salvaba la vida, y quizás así su hija tuviera una más alegre de la que ella podía ofrecerle en aquel rancho donde se formaba una comunidad atenta al Apocalipsis. La llevaban a un país lejano y promisorio. Iba a criarla su mejor amiga, lo cual —machacaba Bill— era una bendición del Señor. Pero estaba prohibido contarle la verdad completa, para que Dorothy no fallase en su papel maternal y pusiera lo mejor de sí en una criatura de cuyos padres biológicos no tendría noticia.

Evelyn no recordaba cómo había sido. Ese instante se borró de su memoria. En determinado momento se miró los brazos y estaban vacíos. Mónica había desaparecido de la habitación. La recorrió un estremecimiento acompañado de náuseas.

Tronaban los relámpagos y la mayor preocupación de ese momento —¡qué estúpida!— era que el bebé no se mojase. Pero estaba paralizada en el centro del cuarto, la mirada puesta en un punto invisible. El terror le llevó las uñas al rostro; se arañó como si sus manos fuesen garras de pantera.

Oyó entre los ruidos de la tormenta cómo cerraban las puertas de un auto, cómo arrancaba el motor, como se alejaba el vehículo por el agua y los truenos.

Siguió inmóvil hasta que una racha penetró en la habitación y abrió de par en par la ventana. Las cortinas se elevaron como banderas y muchos papeles volaron por el aire. Un trozo de diario la abofeteó como si fuese la mano de un ángel que gritaba: “¡A moverse, idiota!”. Las lágrimas le impedían ver. Se abalanzó a la ventana por donde entraba el viento cargado de lluvia y se asomó a la noche.

Agua, viento, ruidos y oscuridad cruzada por fogonazos.

Entonces salió. Las ramas de los árboles se agitaban como si recibiesen descargas eléctricas. Quizás el auto regresara; no era posible viajar en semejantes condiciones. Y ella volviera a tener en brazos a su hijita. No se la arrancarían de nuevo.

El mareo la hizo tambalearse, Evelyn cayó contra el dintel de la puerta. Las frondas emitían aullidos. Los relámpagos seguían con sus destellos e iluminaban las ramas que parecían huesos a punto de quebrarse. Bajó al sendero de grava donde los goterones rebotaban con furia. El agua le empapó la ropa como si se hubiera metido vestida bajo la ducha. Caminaba hacia los portones por donde se había ido y por donde regresaría su criatura.

Una rama bramó en lo alto y se desprendió. El agua no sólo caía en forma oblicua, sino que corría en torno de sus pies como un río de montaña. Dio un paso largo y resbaló. Se fue de bruces y sintió que el pedregullo le había lastimado varias partes del cuerpo, incluso un labio. Sólo quería llegar al portón para abrirlo y dar la bienvenida a su bebé. Otra rama anunció que se había partido y bajaba como un alud. Evelyn levantó las manos para protegerse, pero resultó tarde. Perdió el conocimiento.

Despertó envuelta en toallones, en esa misma cama donde ahora miraba el cielo raso y oía la repetición de la tormenta.

Mientras la enfermera daba el biberón a la beba, Wilson acarició el prendedor de oro que la madre había fijado en el enterito de
plush
rosado. Era la M de Mónica, pero él lo leyó al revés: W de Wilson. Si hubiese sido varón lo habría llamado Washington. Esa letra estaba marcada por el destino. Su índice se desplazó con ternura hacia la mejilla rosada que succionaba rítmicamente. De pronto sintió algo insólito: esa nena era su hija de verdad, su hija legítima. Tomó conciencia de que la amaba.

No pudo respetar la secuencia ni los plazos que había pergeñado. Tragó un somnífero y pretendió agregar otras líneas a su diario, pero estaba exhausta, con un hormigueo que le recorría brazos y piernas. Sólo pudo desconectarse a la madrugada; durmió hasta pasado el mediodía. Se duchó y, guiada por Aby, que le hacía de escolta, recorrió parte del establecimiento. Miraba sin interés. Vio aulas donde se dictaban clases y también paseó por un sector cultivado. En apariencia, dentro de los límites fijados por las horribles alambradas se producía todo lo que aquella comunidad necesitaba consumir.

Bill le anunció que había dispuesto una cena privada para los tres. Esas palabras le inyectaron ánimo: significaban que su hermano comprendía las razones de su viaje. No había ido para conocer Little Spring ni la comunidad que había constituido en una fortaleza de carácter religioso. Había venido para hablar con él y con Evelyn a solas e implorarles su ayuda, incluso un milagro. Bill era hombre de milagros; los había producido en abundancia y estaba cantado que algo notable había producido en Wilson cuando tenía las mismas ganas de suicidarse que ella ahora.

Se sentaron a la mesa en un comedor austero, de pequeñas dimensiones. Evelyn se ocupaba de acarrear las fuentes. Bill impartió la bendición y levantó su cubierto. Dorothy estaba tan ansiosa que no tenía apetito; hasta la ensalada le producía rechazo. Cuando sus anfitriones terminaban, ella ni había empezado.

—¿No te gusta?

—Quiero hablar, Bill. Vine para hablar.

—Come y después hablaremos.

—Estoy muy mal. No imaginas el esfuerzo que me significó venir.

Él procuró desdramatizarle el tono.

—No has venido caminando. Te trajo el avión. Y una limusina.

—No aguanto más. —Le saltaron las lágrimas. —Mi marido es una bestia. Me...

—¡Alto!

—Es la verdad. Tú no lo conoces.

—¡Alto! No es de cristiana calumniar al marido. Cuando acabemos la cena, Evelyn se retirará al dormitorio y yo te escucharé como pastor.

—He pensado en matarme. No tengo otra familia, Bill.

—¡Baja el volumen! Los suicidios no se anuncian; se cometen. Así que no pretendas asustarme con eso. Pero te escucharé. En el debido contexto. —Se cruzó los labios con el índice. —Ahora come.

—No tengo hambre. —Alejó el plato.

—¡Come!

Dorothy percibió el destello de sus pupilas e inclinó la cabeza. Si había resistido años, ahora podía esperar unos minutos. Bill estaba completamente equivocado con respecto a Wilson.

Cuando Evelyn se retiró, con sus pasitos arrastrados, Bill fue hasta la puerta para asegurarse de que la había cerrado bien. Luego empezó a recorrer la habitación con su paso bamboleante. Su pelambre blanca se estremecía como una cresta llena de radares. Pensó sus primeras frases, que fue vertiendo como plomo derretido sobre la contraída Dorothy. Le recordó que su sangre era la de Eliseo y también la del rey Salomón; tenía poder, visión y sabiduría. En cuanto a Wilson, le dijo que no debía olvidar ciertas cosas, porque equivalían a los cimientos. Cuando ella, unos treinta años atrás, le había escrito a Elephant City para informarle que se había enamorado de un estudiante de la Academia de la Fuerza Aérea que previamente había servido en el ataque a Cuba, y lo invitaba al casamiento, a él le pareció una buena elección. Pero unos renglones más abajo ella mencionaba el apellido hispano de Wilson, y a Bill el alma se le cayó a los pies. ¡Ese hombre pertenecía a las razas preadámicas! Eliseo acudió en su ayuda y le explicó que el nombre, Wilson, no era un accidente, sino un signo del Señor. Ese oficial integraba el plan divino. Después lo conoció y lo estudió. Conocía cada minuto de su vida.

Dorothy pretendió interrumpirlo, pero de las órbitas de su hermano salieron lanzas fulgurantes. Se resignó a seguir escuchando.

Bill, en tono bajo y ritmo lento, agregó que conocía las obras de Wilson en Buenos Aires. Le perdonaba la opulencia en que vivía, rodeado de sirvientes, lujo y vanidades, porque hacía generosos aportes a la causa del Señor. Las quejas de Dorothy eran producto del exceso de bienestar. Cometía pecado de ingratitud.

—¡Me subleva que calumnies a tu marido!

—¡Él me ofende a mí! —saltó Dorothy, incapaz de seguir conteniéndose.

Su cara se deformó en una masa de arrugas.

Bill amenazó asir su báculo y partirle la cabeza, pero retrocedió hacia una silla. “Por favor, Eliseo, inspírame.”

Ella se agitó en llanto sin poder articular otra frase. Una oleada de sangre caliente le trepó a las mejillas. Los labios, secos, aspiraban el oxígeno como un pez recién extraído del agua. Le daban rabia su falta de control y su incapacidad para hablar en forma convincente. ¿Cómo lograría que Bill la ayudase, si ni podía describirle su situación? Se sonó con furia y se restregó los párpados sin importarle si corría el rimel hacia la frente y la nariz. Estaba junto al precipicio y debía actuar, no temblar. Apoyó las manos sobre la mesa con tanta violencia que hizo temblar la jarra de agua. Entre inspiraciones ruidosas, se dispuso a lanzar las pedradas que le desbordaban el corazón.

—¡Wilson no es como supones! ¡Wilson es un monstruo!

Bill apretó los labios y su boca quedó convertida en una raya filosa. Dejó que su hermana se descargara.

Dorothy gritó que su marido trastornaba el juicio de quienes lo rodeaban y servían. También el de ella. O el de ella en primer lugar. Por eso nunca había podido enfrentarlo con éxito. Tampoco se atrevía a contar a extraños sus conflictos ni su aflicción, porque él era vengativo. No se atrevía ni a confesar sus penas a un sacerdote, por miedo a las represalias. Jamás. Cada vez que entraba en la desesperación y se imaginaba un confidente, la asaltaba el miedo de que se desfondara el mundo y que el confidente, ella misma y Mónica fueran a parar al fondo del infierno. Por eso había recurrido al alcohol: para huir, para disfrutar de un poco de indiferencia.

—¿Soy clara, Bill? ¿Soy clara?

Bill negó con la cabeza.

Ella estaba al borde del ataque. Tomó otro pañuelo y se sonó rabiosa. No se había casado por ambición; sólo quería un marido y un hogar normales. Wilson le había encantado durante el noviazgo, y tuvieron momentos inolvidables. También fueron buenos los años de Panamá, pese a la humedad pegajosa, los jejenes y algunas intrigas. Incluso siguieron bien cuando regresaron por un corto tiempo a los Estados Unidos. En la Argentina vivieron años dorados. A Wilson se le evaporaron las ganas de suicidarse cuando nació Mónica. Prosperó en los negocios, amplió las relaciones sociales, viajaron mucho. Pero en un determinado momento empezó a cambiar. Algo se transformó en su alma. No tenía ganas de matarse, sino de matar al mundo. Se enojaba por cualquier cosa, rompía objetos, insultaba a los empleados.

—¿Por qué pasaba esto? —se preguntó mientras volvía a sonarse lágrimas y mocos.

Durante la dictadura fue entrenador de militares y comisarios perversos. Le contagiaron una enfermedad terrible, que no tuvo ni en Vietnam ni en Panamá: la ambición desenfrenada. Ya podía vivir sin trabajar, podía regresar a los Estados Unidos. Pero no. Quería más, muchísimo más. Insistía en que sólo lo movía el deseo de liberar a Cuba.

—Es cierto —la interrumpió Bill—. Lo considera su misión.

—Misión loca —replicó Dorothy—, porque Fidel sigue tan campante. Wilson no oculta su aversión al régimen, pero se cuida de difundir sus acciones.

—Es correcto —apuntó Bill.

—Con la excusa de que ningún dinero alcanza —siguió Dorothy—, compró propiedades y empresas, se vinculó con gente sin escrúpulos que asesinaba y robaba bajo el paraguas de una incierta legalidad. Él supone que yo soy idiota y no veo nada, pero veo demasiado bien, y eso me está desgarrando las entrañas. Su trabajo le produce altas ganancias por segundo, pero jamás se conforma.

—La lucha contra el Mal es cara.

—Buscó nuevos amigos por motivos utilitarios. Dice que el fin justifica los medios. Empezó a jugar golf, invita a los mejores restaurantes, presta el yate y organiza orgías con putas seleccionadas. ¿Qué más debo decir para que me creas?

Dorothy volvió a sacudirse bajo la descarga de un nuevo sollozo. Al rato agregó que Mónica había sido una bendición relativa. Llenó de gozo su instinto maternal, pero se convirtió en la excusa predilecta de Wilson, que empezó a decir que no sólo trabajaba y delinquía para Cuba, sino para ella, para asegurarle un espléndido porvenir. ¿Cómo podía aceptar semejante absurdo?

Bill permanecía inmutable como una estatua.

—¿Cómo puedes asegurarme que integra un plan divino, que es generoso? ¡Es un monstruo! Desde hace años no me hace el amor, porque está rodeado de queridas en varios departamentos de Buenos Aires. Pero tampoco se alejó de mi lecho. Tengo que dormir junto a él porque soy su esposa oficial, es decir, su esclava. ¿Conoces perversión más grande? Yo creo que se está vengando en mí, que es algo muy retorcido... que se está vengando en mí de la única mujer a la que amó de verdad, la profesora de Biología a la que violó en La Habana.

Bill parpadeó.

—Mis quejas fueron silenciadas a golpes —agregó Dorothy—. Sólo me quedaba educar a Mónica. Lo hice muy bien hasta que... Eso no te lo puedo decir. No puedo... Me dediqué a Mónica con todas mis fuerzas. Concurría a cada reunión convocada por los maestros y vigilaba su motivación y sus tareas. Le brindé mucho amor. Tuvo una infancia feliz, llena de afecto maternal. Por eso es una chica segura, bien plantada. Puedes estar orgulloso de tu sobrina, aunque nunca la hayas visto.

Bill volvió a parpadear.

—Después... ¡Mi Dios! —Juntó las palmas y miró hacia lo alto. —Tuve que consolarme con la frivolidad, y cuando ya no alcanzaba entró en mi boca y en mi alma un compañero asesino: el whisky. Mucho, desde la mañana. Me sentía sola, pagando una condena incomprensible. Y como seguramente ocurre con los prisioneros que se pudren en las cárceles, me acostumbré. Y aprendí. Era una especie de viuda rica cuyo marido no estaba muerto, sino que ocupaba un sitio espectral en la cama; también debía acompañarlo a reuniones sociales con una sonrisa de oreja a oreja. Y callar cuanto sabía de sus negocios, porque este marido estaba seguro, y no se equivocaba, de que yo jamás me animaría a traicionarlo. —Volvió a sonarse la nariz. —Tuve premios y castigos. Los premios fueron joyas, pieles, cuadros, comodidades y viajes en primera clase.

Dorothy se acercó a Bill y, vacilante, puso una mano bajo el mentón afeitado para que la mirase a los ojos.

—¿Te interesa saber en qué consistían los castigos?

Su hermano apretó los dientes.

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