—Sería conveniente.
—Pero antes debo arreglar unos asuntos que me tienen las bolas llenas —hablaba balanceando sus problemas viejos y nuevos: ahora debía agregar la maldita sospecha de que entre Bill y Tomás existía algún entendimiento secreto. —Tengo mucho en baile. Un piojoso diputado juró aniquilarme, y ya no sé cómo sacármelo de encima. Quiere investigar hasta la concha de su madre.
—Te has manejado en situaciones peores.
—¡La puta!... —De pronto se le encendieron los ojos. —Mira, Bill, hay otro asunto que deja en la sombra al resto.
—¿Cuál?
—Mónica.
—¿Qué pasa con Mónica?
—¿Qué pasa? ¿¡Cómo carajo le digo que Dorothy está en coma, allá, en Texas!?
—No tengo que darte consejos. La conoces bien.
—Porque la conozco bien sé que no será fácil detenerla. Saldrá para Little Spring como un tiro.
—Ni se te ocurra dejarla venir —advirtió Bill con firmeza.
—Si Dorothy se escapó de mis manos, ¿crees que podré sujetar a Mónica?
—¡Ni se te ocurra! No confío en la entereza de Evelyn. Nuestro secreto podría quebrarse.
—Es lo que temo. Pero escucha —Mordió el puro hasta quebrarlo. —¡Ahora Mónica es “mi” hija! ¿Entiendes, Bill? ¡ “Mi” hija! ¡No aceptaré jamás otra versión! ¿Entiendes?
—Así fue el pacto —replicó frío, casi indiferente.
—No sabré cómo retenerla. Irá a Little Spring. Es más fuerte que yo; derribará todas las murallas.
—Dile que envías un equipo médico para trasladar a Dorothy. Que la espere en Buenos Aires.
—Buena idea. Pero no cree en los Reyes Magos. En menos de veinticuatro horas la tendrás junto al lecho de Dorothy, en el hospital.
—Entonces deberé aleccionar otro poco a Evelyn. ¡Estas hijas de Eva!
Wilson arrojó los deshilachados fragmentos del puro al cesto de papeles. La rabia le salía por los pelos. Seguro que Dorothy había hablado más de la cuenta, y el puritanismo fingido o auténtico de Bill podía hacer la vista gorda a muchos pecados, menos tolerar que su hermana hubiera trabajado de anzuelo sexual. Debía enfrentarlo de inmediato, golpear primero y hacerle entender que no estaba frente a un socio vacilante.
—Quiero pedirte un favor, Bill. —Trató de parecer melifluo, como la fiera que confunde a su víctima.
—Adelante.
Pegó la boca al teléfono y aulló:
—¡¿Por qué no te dejas de joder con tus historias bíblicas de la puta Eva, y haces el milagro de quitarle la parálisis a tu hermana?!
Bill enmudeció. Ésa sí que no se la esperaba. Dorothy había ido en busca de su ayuda, convertida en un ato de desperdicios. Y el culpable del degenerado esposo tenía el caradurismo de insultarlo. Nada menos que Wilson. Su socio y hermano espiritual, con quien se enlazaban sus respectivas misiones. Tres décadas atrás Eliseo había distinguido su nombre, pero no había anunciado que con el tiempo la fuerza benéfica de ese nombre declinaría ante el avance sostenido del Mal. Wilson, en última instancia, era un hispano, un preadámico. No merecía a una muchacha como Mónica, aria de óvulo y espermatozoide. No merecía a una mujer como su pobre hermana. No merecía un socio como él, profeta elegido por el Señor.
Antes de cortar, Bill susurró al teléfono:
—Hijo de puta.
Victorio Zapiola se peinó con los dedos el enrulado pelo de oveja y entregó la abundante documentación, que fue procesada con el resto del material acumulado en Buenos Aires. El seguimiento mantenido con escuchas permanentes y un sutil espionaje desde el gris edificio céntrico confirmaba las sospechas. La caída de Lomas fue a la vez un éxito y una cortina de humo. Mientras las fuerzas de seguridad se concentraban en los alrededores de Garín y lograban apresar a una organización de mediano poder, quedó libre de vigilancia el área desde donde partió un embarque fantástico rumbo al Caribe y, desde allí, al puerto de Galveston una parte y otra hacia las rutas clandestinas que llevaban de México a Texas y Arizona. La ruta de Miami sería esquivada esta vez porque el reiterado descubrimiento de cocaína resultaba oneroso para sus insaciables barones. Allí la marina disponía de hombres ranas, se habían instalado satélites para un control incesante y estaba a disposición de los agentes una flota de helicópteros.
De todas formas, ni el FBI ni la DEA ni el ATF lograban bloquear el ingreso de la droga sin la colaboración de algún informante que precisara con exactitud cuándo y por cuál medio se perforaría la barrera. Los informantes, las escuchas y los espías coincidieron en que las naves que zarparon de la Argentina transportaban camarones congelados y navegaban hacia el norte sin que figurase en ningún sitio la palabra “Miami”. Tras el operativo se ocultaban personajes de máscara y poder.
La mujer que comandaba la sección de Victorio le dio la orden de partir hacia Houston y unirse a las fuerzas que ya se desplegaban en torno del puerto. Esta vez se haría una redada impresionante.
Mientras volaba, el ex enfermero abrió su laptop, introdujo el disquete que le había entregado su jefa antes de partir y tradujo para sí la información codificada. Las fotos aéreas tomadas alrededor de Little Spring por agentes federales demostraban que la granja Héroes del Apocalipsis no cultivaba ni una décima parte de sus doscientas cuarenta hectáreas y que los establos estaban casi vacíos. La cantidad de vehículos y camiones estacionados en torno del espacio perimetral que rodeaba el casco no guardaba lógica alguna con la vida monacal que afirmaban llevar sus integrantes. Muchos camiones solían dirigirse a los puertos y después desaparecer por semanas. Las prudentes averiguaciones efectuadas en kilómetros a la redonda no revelaban una actividad comercial que justificase ni su número ni su función.
Apenas se enteró, Mónica le avisó a Damián.
—Salgo en el primer vuelo a los Estados Unidos. No me importa que papá esté organizando un equipo médico para traerla.
Damián corrió hacia ella, la abrazó y le dijo palabras de consuelo que expresaban su disponibilidad y amor para ayudarla en lo que fuese. La acompañaría.
—No es necesario.
—Sí lo es, al menos para mí.
Ella lo contempló agradecida y le apartó el cabello que le caía sobre la frente. Lo miró con más pena de la que ya sentía. El riesgo de que ella perdiera a su madre debía de activar en su novio el recuerdo de las circunstancias en que había perdido a la suya. Damián le había contado por lo menos tres veces, con penetrante elocuencia, cómo la dulce voz de Estela, su madre, duraba poco en sus oídos porque se transformaba en los gritos pavorosos del arresto. De chico, las pesadillas de los gritos lo hacían caerse de la cama y disparar hacia el cuarto de su abuela, durante años.
Hasta cumplir los doce temía quedarse solo. ¿Cómo no iba a acompañar a Mónica en semejante emergencia?
Wilson se opuso de plano. El viaje no tenía sentido. Dorothy estaba bien asistida en un centro que disponía de más recursos que el mejor sanatorio de Buenos Aires. Ellos sólo podían generar una perturbación. El problema era médico, no filial. Ya estaba organizando el equipo que partiría para los Estados Unidos, aunque no tendría nada que aportar. Houston era el mejor centro médico del mundo.
—Ya me dijiste lo del equipo —replicó Mónica—. Además, mamá no está en Houston, sino en Little Spring.
—Si fuera necesario y no implicase riesgos, la trasladarán a Houston.
—¿A Houston o a Buenos Aires? Pa, todos estamos nerviosos y confundidos. No quiero que a nuestro dolor se agregue esta discusión. Yo salgo para allá en el primer avión. Tengo que estar con mamá. Esto no merece un segundo más de debate.
Wilson se frotó las órbitas.
—Me imaginaba... —murmuró; le costaba resignarse ante la esperada firmeza de su hija.
—Me va a acompañar Damián.
—¡Qué! ¿También eso? ¡Damián no tiene nada que hacer en nuestros asuntos de familia!
—Es mi novio.
—No es tu novio oficial. Tampoco tu marido. ¡Mónica, querida, algo de decoro!
—Él viene conmigo, pa. Ya reservamos los pasajes.
Wilson sacudió la cabeza. Abrió la caja de puros, los acarició y volvió a cerrarla: su corazón exigía menos tabaco. Pero esa hija, de la que en el fondo estaba orgulloso, no se preocupaba por su corazón.
—Allá te recibirán tus tíos. —Se puso a caminar alrededor del escritorio. —Viven en un rancho convertido en comunidad. Bueno, eso ya lo sabes. Es gente rara, muy distinta de nosotros y nuestra forma de vida. No creo que dispongan de comodidades.
—No me interesan los tíos ni sus comodidades. Nunca los vi. Pararemos en el hotel más cercano al hospital. Texas no es la jungla.
Wilson se detuvo de golpe; contrajo las mandíbulas.
—Ese profesorcito no es tu esposo, para compartir contigo un hotel.
—¡Pa...! —Mónica se apantalló con la mano. —Tu antigüedad me conmueve. Es de comedia.
—Mónica, estoy deshecho. —Puso cara de víctima y se dejó caer sobre una silla, encorvado, las manos balanceándose cerca del piso. —Esta desgracia... Quién iba a imaginarse a Dorothy, lejos de nosotros, golpeada por semejante enfermedad... Yo tuve una fibrilación y parecía el enfermo, pero ahora es ella quien... ¡Dios mío! ¡Y mis problemas empresariales! Debemos hablar sobre mis negocios, que pronto serán tuyos. La envidia desenvaina cuchillos porque no me perdonan el éxito. Por favor, hija, no aumentes mi amargura. Sé razonable. ¡Quédate!
Mónica le dio un beso en la mejilla.
—En media hora salimos para el aeropuerto. Ya pedí el remís.
—¡No lo necesitas! Tengo diez autos a tu disposición.
—Desconfío de tus autos. O de Tomás. Nos harían llegar tarde.
Wilson resopló. ¿Cómo manejar a los rebeldes que uno ama? Su hija, además, se potenciaba con ese pétreo Damián Lynch. Formaban un dúo incontrolable. Tal vez pudieran también formar una pareja victoriosa, pero Damián nunca levaría el ancla de su pasado; era un trauma demasiado hondo. Él ya había analizado el asunto con Tomás, y las conclusiones no dejaban dudas. Un cuarto de siglo después de perder a sus padres, seguía resuelto a conseguir venganza. Parecía ingenuo, pero era más sagaz que el rey de los zorros. En Little Spring vería cosas, ataría cabos y les metería el dedo en el culo.
—Aceptaría que viajaras... —Extrajo el último cartucho con una voz que despertaba lástima. —Pero sin Damián. No hace falta, no tiene razón de ser. Mis amigos de Texas se ocuparán de esperarte, hija, de acompañarte y brindarte todo lo que necesites. Si se justificara una prolongación de tu estadía, entonces, bueno... entonces quizás aceptaría que Damián... ¿Entiendes?
—Papá, no seamos infantiles. Él no me acompaña para cuidarme ni asistirme. No es mi enfermero.
—Dorothy se asustará cuando te vea. Y se asustará más cuando vea a Damián. Creerá que llegó el momento de suministrarle la extremaunción. —Lanzó un gemido de agotamiento—. ¡¿Por qué no escuchas a este hombre con años y experiencia?!
—Está resuelto, pa: Damián viene conmigo.
Wilson se acercó a Mónica y la abrazó durante un largo rato. Tenía aspecto de haber sido aplastado por una derrota terminal.
—Está bien, me rindo. Eres peor que los vietnamitas. Buen viaje. Cuídate. No soporto las despedidas, así que... ¡Adiós!
Cuando Mónica desapareció del cuarto, Wilson fue hasta la puerta y le echó llave; se aflojó en su sillón, hizo media docena de inspiraciones profundas y eligió el puro que reclamaban sus dientes iracundos. Se lo puso en la boca sin cortarlo porque no lo iba a encender, sólo masticar. Levantó el teléfono y llamó a Bill.
—¡Escúchame y no cortes! —Ni empezó con el saludo; era un profeta maldito. —No pude retener a Mónica. Tiene mi carácter.
“El mío, farsante de mierda”, pensó Bill, sin articular palabra.
—Supongo que sabrás cómo gobernar la situación y cómo mantener cerrada la boca de Evelyn —agregó Wilson.
—De eso no te preocupes.
—Pero hay algo más grave: la acompañará su novio. Es un individuo peligroso. Ve más de lo que aparenta y descubrirá el color de tus calzoncillos sin bajarte los pantalones.
—Pondré atención.
—¡Mucha! Está en juego el operativo.
—¿Desde cuándo debes recordarme los deberes?
—Vendría bien que disminuyeras tu dosis de arrogancia, Bill. Al menos conmigo.
—Contigo deberé aclarar varias cosas. Pero después de que termine Camarones.
—Lamento que te hayan llenado la cabeza de mierda alcoholizada. Y que encima le des crédito.
—¿Qué más puedes decirme del novio? —Bill volvió al tema sin perder la calma.
—Es hijo de desparecidos. Periodista y profesor universitario. Se especializa en investigación y se ha metido en un temita: el narcotráfico. ¿Te alcanza?
—Uno de mis colaboradores ha quitado las ganas de joder a más de un investigador.
—La brutalidad de Pinjás no conviene aquí. También intenté liquidarlo, pero el resultado fue peor. En el medio está mi hija.
“¿Tuya?”, pensó Bill.
—Si lo vas a mandar a pasear a las nubes con tu milenario profeta Eliseo, que Mónica no tenga la menor sospecha. ¿Entendiste, Bill? ¡¿Entendiste?!
—Procederé como en
La carta robada,
de Poe: todo a la vista, y entonces nada verá.
—No conozco esa historia de Poe. ¿Qué carajo tiene que ver la literatura con nuestro negocio?
—Te perdono la ignorancia. Otras cosas, no. —Dejó que la frase resonara. —¿Cuándo llegará Oviedo?
—Debes de estar enterado. —Se arrepintió al instante de haber dejado filtrar sus sospechas, y siguió hablando. —Dadas las complicaciones, hizo lo mejor que pudo y partió. Seguramente nos llamará en las próximas horas. Ya te dije que necesito sacarme de encima los puñales de un diputado comemierda.
—Olvídate del diputado, porque en la Argentina te sobran recursos. En cambio Oviedo deberá “aceitar” el laberinto de Galveston antes de que llegue el primer barco.
—Lo hará. Y muy bien. Como siempre.
—Adiós.
—Adiós.
Robert Duke tenía apuro en prevenir a Pinjás sobre el inminente asalto a la fortaleza de Little Spring, sus camiones y su gente. Cuando Bill quedara bajo rejas o retornara al polvo en un sepulcro, el gigante debería ponerse a salvo, regresar a la desértica Carson y seguir trabajando para él, como al principio.
Pero antes de hablarle sobre un tema tan desquiciante para la estrecha mente de Pinjás, Robert debía dejar que desembuchara su corazón, como sucedía en cada visita. Pinjás se henchía de felicidad cuando se sentía escuchado por su viejo y poderoso “padre”. Ahora necesitaba contarle sobre los grandes perfeccionamientos de su técnica persecutoria. Según Pinjás, los resultados de su tarea eran cada vez mejores. Cuando un miembro de los Héroes del Apocalipsis flaqueaba en su lealtad o se mostraba remiso en llevar a cabo ciertas acciones, se le aplicaba una serie de castigos que lo devolvían al debido carril. Pero si lo picaba el desatino de abandonar la fortaleza, entonces su vida se transformaba en un calvario. Pinjás reconocía haber copiado la técnica del FBI. Consistía en aumentar en forma sostenida el terror.