—En ayudarlo a cerrar negocios difíciles. ¿Te explico en detalle? ¿Nunca te lo contó? ¡Estarías orgulloso de mí! ¡O de él! —Una mueca le torció los labios y la nariz. —¡Tendrías que fijarte cómo excitaba a sus roñosos clientes y los llevaba a lugares clandestinos para revolearme en alfombras persas, almohadones indios y bañeras perfumadas! Cómo los hacía retorcerse de gusto para arrancarles firmas que luego el “generoso” Wilson convertía en ganancias.
Un telón oscuro descendió sobre el rostro de Bill. Le vibraban los músculos de la mandíbula.
Dorothy sentía que estaba a punto de desvanecerse, pero veía el primer rayo de esperanza. Había conseguido perforar la coraza de incredulidad de su hermano.
Se sentó de nuevo, agotada. Le habían empezado a doler la cabeza y la nuca. Había abierto el cofre cerrado con llave de acero y ya no cabían las reservas.
—¿Sabes en qué consiste ahora el principal negocio de Wilson? —Se apretó las sienes pulsantes mientras miraba fijo a los ojos iracundos de su hermano. —¿Lo sabes? ¿O quieres ignorarlo? ¡Tu salomónica sabiduría se llevará una sorpresa monumental!
Bill permanecía rígido, contraído desde los pelos hasta los pies. No deseaba que ella siguiera hablando; ya presagiaba lo peor.
Dorothy hizo bocina con sus manos.
—¡Estás a tiempo para mantener tu inocencia! ¡Pídeme que guarde el gran secreto!
Bill miró hacia la puerta para corroborar que seguía cerrada.
—Tu apreciado Wilson es... es... ¡un narcotraficante! —Crispó los puños.
Bill se incorporó con lentitud, acomodó los pliegues de su túnica y dio unos pasos hasta su hermana. Levantó sus largos brazos y le rodeó los hombros. Ella apretó la cabeza contra el pecho del pastor y volvió a soltar el llanto convulsivo.
—¿Me... me crees...?
Él se limitó a acariciarle el cabello transpirado y luego, murmurando el padrenuestro, la condujo al dormitorio.
—Necesitas descansar. Mañana seguiremos hablando.
—¡Cómo me duele la nuca! Seguro que me ha subido la presión. ¡Tengo miedo, Bill!
—El Señor te protege —dijo Bill con desacostumbrada ternura.
El reverendo Robert Duke no se había equivocado: Bill Hughes era un intuitivo y encontraba sin demasiada ayuda el sendero del éxito. Pero lo cegaba la megalomanía. No toleraba más de algunos años a quien podía ser un auténtico guía o su superior. Por eso prefería remitirse a la jefatura del espectro al que llamaba Eliseo. Eliseo era el mismo Bill, hábilmente desdoblado, pensaba Duke. En Elephant City no había aguantado a Asher Pratt sino hasta aprender la doctrina; después anheló ocupar su lugar y lo desplazó sin escrúpulos de todas partes, hasta del lecho. De todas formas Asher era un mal cristiano, pero le proporcionó las herramientas del ministerio. Bill tenía para con él una elemental deuda de gratitud, que no expresaba nunca.
Al pastor de Carson siempre lo había carcomido la sospecha de que Bill tuvo algo que ver con la muerte de Asher. Pero ni siquiera Lea podía probarlo. Ella, simulando luto, se sentía feliz por el accidente que la liberó de un marido al que despreciaba. Y Bill, por aquella época, era un mancebo excepcional. Pero después las cosas cambiaron. La sociedad que mantuvieron Robert Duke y Bill Hughes por unos años funcionó más o menos bien. O podía compararse con una meseta de muy leve ascenso. Ambos se necesitaban, pero también se desconfiaban. Robert prefería la doctrina, y Bill, la acción; Robert, la alianza con otros pastores de la Identidad, mientras que a Bill le gustaba decidir solo. Por eso Robert le cedió a Pinjás, quien finalmente se instaló en Elephant City y luego siguió a Bill hasta su fortaleza de Little Spring. Pero Pinjás continuó fiel al pastor de Carson porque era como un niño que jamás olvidaba la ayuda que en el instante más peligroso de su vida le había prestado Robert Duke; se hallaba doblemente condenado y, gracias a la resuelta intervención del pastor, salió indemne. Lo visitaba a espaldas de Bill cada vez que terminaba un operativo en Nuevo México, California o Arizona, y ambos prometían mantener su amistad en secreto. Robert era su padre, su última referencia. En cambio, Bill era el trabajo.
Lea se resignó a instalarse cerca de su hermanastro, colaborar en su iglesia y olvidarse del joven fauno al que había seducido mediante el juego de la geografía bíblica. Perdió belleza y erotismo, pero años después no fue insensible a las galanterías de un empresario acaudalado que le propuso matrimonio. Siguió ayudando a la iglesia y, de vez en cuando, rumiaba con su severo hermanastro la venganza que debería caer sobre Bill Hughes, el ingrato. La venganza sonaba a deuda. Era imprescriptible.
Robert le aseguraba que tarde o temprano el Señor haría justicia y trataba de ocultar su resentimiento, más hondo que el de Lea. Cada mes y cada año que pasaban adquiría más fuerza la convicción de que Bill Hughes había sido penetrado por Satanás durante su encefalitis. El profeta Eliseo al que hacía referencia ya no era sólo el desdoblamiento que detectó en un principio, sino un alias de la Serpiente. Por las venas de ese hombre descarado debía de correr sangre india o hispana o judía. Esto último explicaba su intuición sobre la cópula de Eva con la cabeza del Diablo. Lo sabía su memoria genética.
Ahora Bill ansiaba corromper a los preadámicos para confundir al Señor. Su vanidad lo había convencido de que tenía poderes extraordinarios. En vez de aliviar a ciegos y paralíticos —como lograba en sus estentóreas carpas azules—, trataba de enceguecer y paralizar a las bestias del campo. No lo hacía para la gloria de Dios, sino para convocar al Anticristo. Su proyecto era retorcido y audaz, y estaba en pleno desarrollo. Robert Duke lo supo por confidencias de Pinjás, que las expuso después de rogarle que jurase tres veces con la cruz en la mano mantener estricto silencio. Como Robert cumplió, inclusive durante la impresionante convención realizada en Eastes Park, Colorado, Pinjás siguió transmitiéndole información. Estaba seguro de que, si su situación volvía a tornarse peligrosa, sólo el pastor de Carson sabría cómo salvarlo.
Al principio la denuncia de Pinjás pareció inverosímil. Las drogas estaban prohibidas en forma terminante en las organizaciones que conformaban la Mayoría Moral, los grupos nazis, los supremacistas blancos y las milicias de cualquier nombre. Más aún si se involucraba a niños. Las drogas, así como los impuestos, la prensa libre y el pluralismo, eran los enemigos del Señor y del pueblo norteamericano. Pero Bill había concebido un plan único, que no compartía con ninguna otra institución. A su gente le repetía que era un plan dictado por el profeta Eliseo y que sólo podía llevarlo a cabo su comunidad, Héroes del Apocalipsis. Se había decidido de esa manera para que, cuando llegase la Parusía, esa comunidad se pusiera a la derecha de Cristo y fuera ensalzada como la que más había sembrado para Su gloria. Eran los elegidos. Las demás organizaciones aliadas o confiables estarían un poco más lejos, porque cumplían acciones de francotiradores, nada sistemáticas.
En la fortaleza próxima a Little Spring entrenaba a hombres, mujeres y niños para distribuir en las comunidades negras de casi todo el sur de los Estados Unidos cargamentos de drogas provenientes de Sudamérica. Vehículos de diverso tamaño se encargaban de levantar la mercadería una vez que traspasaba los controles de aduana en los puertos del golfo. Gran parte se almacenaba en los espacios subterráneos de la fortaleza, para cuando se demorara la llegada de los buques, y otra partía de inmediato hacia diferentes destinos. Las mujeres se ocupaban de convencer a las mujeres, y los niños, a los niños. El resultado alcanzó cifras muy superiores en comparación a los tiempos en que la tarea estaba sólo en manos de los hombres. Los niños eran entrenados con especial dedicación mediante adoctrinamiento, severas penitencias, simulacros y premios. Eran cruzados precoces, férreamente convencidos de su misión mística. Aprendían a introducirse entre los niños y jóvenes negros mediante chanzas, mentían acerca de su verdadera procedencia, contaban maravillas sobre los efectos de las drogas y regalaban la primera y la segunda dosis. Debían estimular el deseo y luego imponer la adicción. No interesaba recaudar mucho, sino hacer consumir mucho. De esa forma, las bestias preadámicas se hundirían en el pantano de la degradación y no opondrían resistencia al inminente avance de los ejércitos de la luz.
“En realidad —pensaba Robert—, es un plan del Anticristo, porque las drogas también afectan a los arios. Aunque los preadámicos consuman muchas más dosis gracias al trabajo de Bill y sus Héroes, él nunca logrará su destrucción excluyente como un cirujano erradica un tumor sin dañar al resto del organismo. El mal afecta a toda la nación, se expande como la mala hierba. En el fondo —concluía—, pretende confundir al Todopoderoso mientras ayuda a sus enemigos.” Pero, ¿quién sería tan alienado o insolente para suponer tamaño disparate? No cabían dudas, era más diáfano que el cristal: Lucifer, el ángel rebelde. ¡Y los hijos de Lucifer! Bill, por lo menos espiritualmente, era hijo de Lucifer. Robert debía apurar su aniquilamiento.
Esperaba verlo en la convención de Eastes Park; allí podría arrinconarlo ante la Mayoría Moral y desencadenar su lapidación pública. A ese encuentro asistiría lo más granado de la resistencia contra Satán. En la jerga común se lo llamaba Rocky Mountain Rendezvous, y así empezó a comentarlo la prensa, incluso periodistas que advertían al sistema democrático sobre su peligrosidad. Fue convocado por el pastor Pete Peters tras el lamentable asalto de agentes federales al bastión de los Weaver en Ruby Ridge, cerca de Naples, Idaho. En aquella ocasión se produjo un brutal tiroteo y murieron la esposa y el hijo de Randy Weaver. La familia de Randy pertenecía a la Identidad Cristiana y estaba cerca de un campamento paramilitar de supremacistas blancos. Randy Weaver se negaba a pagar impuestos y obedecer las leyes civiles; seguía el consejo de Lucas XXII: “Quien no tiene espada que venda su túnica y la compre”. En consecuencia, acumuló un arsenal de municiones, armas de variado tipo y suficientes víveres para resistir a un gobierno al que consideraba dominado por el ZOG (Gobierno Sionista de Ocupación). Cuando los agentes federales intentaron disuadirlo de su batalla imposible, contestó: “¡Lo único que pueden quitarnos es la vida; ¡pero si morimos, ganamos igual!”. La tragedia de los Weaver fue agitada por Pete Peters y otros líderes de la derecha religiosa como símbolo de la criminalidad que prevalecía entre los enemigos de cristianos y patriotas.
Robert Duke voló hasta Denver y desde el aeropuerto viajó en auto a Eastes Park, en la falda de las montañas. Un poco más al sur, en Pueblo, había nacido y pasado su infancia y adolescencia Bill Hughes; también allí contrajo la encefalitis que le mandó el demonio para introducirse en su cuerpo y su alma. Duke decidió que el ingrato había empezado en esa zona y en esa zona debía terminar su obtusa carrera.
En torno del edificio de la YMCA se habían estacionado camiones, pickups, combis y omnibuses. Robert se alisó los pliegues del traje negro de pastor formal y fue hacia la recepción para inscribirse. Preguntó por su ex socio y le dijeron que, en efecto, tenía hecha la reserva, pero no había arribado aún.
Saludó a Pete Peters, el elocuente anfitrión de rostro juvenil, poblados bigotes y ojos de basilisco. Hablaba tan bien como escribía. Desde hacía por lo menos dos décadas sus textos alimentaban el fuego de una postura intolerante contra los enemigos del Señor. No sólo aportaba astutas pruebas sobre la inferioridad de los preadámicos y la eterna amenaza judía, sino que insistía en limpiar el país de homosexuales mediante su llana ejecución.
Enseguida se aproximó el legendario Louis Beam, de cara con hoyos y pelo liso y brillante que le caía sobre la frente al estilo Hitler. Venía directamente de Idaho, tras recorrer el escenario de la tragedia que costó la vida a la esposa y el hijo de Randy Weaver. Beam había pertenecido al Ku Klux Klan; después se proclamó neonazi y encabezó acciones antigubernamentales de resonancia que lo llevaron muchas veces a rendir cuentas ante la justicia.
A un costado del salón charlaba animadamente el reverendo Richard Butler, fundador de Naciones Arias. Pese a sus años no le había disminuido la energía y su desafiante rostro evocaba al SS que habría querido ser. Hacia el otro lado Robert avistó a Red Beckman, que se destacaba por ser un crítico empecinado de los impuestos federales. Caminó hacia la derecha y tendió la mano a Chris Temple, cuyos artículos en el bimestral y muy leído
Jubilee
siempre aportaban argumentos e información. Después reconoció a Larry Pratt —que no tenía vínculo alguno con Asher—, el director ejecutivo del temible Gun Owners of America, con 130.000 afiliados. Pratt conducía también el Comité de Protección Familiar que reunía fondos para campañas persuasivas o contundentes contra el aborto, había fundado, además, el Primero Inglés, una organización que ya tenía inscriptos un cuarto de millón de miembros decididos a bloquear la educación bilingüe. Robert Duke lo saludó con la efusión que permitía su rostro de calavera y dijo, refiriéndose a la tibia Asociación Nacional del Rifle:
—¿Consiguió su apoyo?
—¡Bah! Son unos ingenuos que se limitan a reclamar el respeto por la segunda Enmienda. Pero la Biblia dice otra cosa. —Pratt levantó un dedo acusador. —Dice que no sólo tenemos el derecho de poseer armas, sino la obligación de usarlas. El hombre que se niega a portar armas para su defensa personal y la defensa de su familia insulta al Señor.
Luego Robert se acercó al líder de la Identidad Cristiana en Carolina del Norte, cuyo nombre era James Bruggeman. Éste lo presentó a Earl Jones, jefe de la Cruzada por la Verdad. Más adelante, rodeado por un círculo de admiradores, fue presentado a Kirk Lyons, fundador de la combativa firma que brindaba apoyo legal a las instituciones extremistas llamada CAUSE, sigla de Canadá, Australia, Estados Unidos, Sudáfrica y Europa, lugares donde habitaba gente blanca.
Por fin apareció Bill Hughes. Ingresó por la ancha puerta, el sol le daba de atrás, llenándolo de luz. Alto, con la amplia túnica que le descendía de los hombros, evocaba las imágenes del Ángel Rebelde. Representaba al Anticristo en la más trascendental asamblea de quienes amaban de veras al Señor. Falso como la Serpiente, Bill caminaba con majestuosa lentitud. Robert pensó que debía actuar con más picardía que la desplegada en ese momento por Lucifer. Le dio la mano y evitó el abrazo para no parecerse a Judas. Pero le sonrió con todas las piezas de su nueva dentadura postiza, le formuló preguntas triviales y lo invitó a reunirse luego en el bar de la planta baja.