“Bill nos repite que los Héroes seremos la única comunidad del mundo que se sentará a la diestra del Señor, porque realizamos lo que ninguna otra denominación; ni siquiera iglesias de la Identidad Cristiana se atreven. Somos idénticos a los primeros apóstoles en un mar de paganos.”
A Damián le latía la cabeza. Se había introducido en un manicomio donde los psicóticos manipulaban bombas. Esa mujer le confirmaba su presagio de que, así como la guerrilla marxista (idealista, altruista) se había asociado en Perú y Colombia con el narcotráfico para que se cumpliese el apotegma de “cuanto peor, mejor”, allí, en Little Spring, se había comenzado a producir la alianza entre una secta religiosa (espiritual, moralizadora) con un comercio vil. Era increíble.
No había alcanzado a metabolizar esta noticia cuando Evelyn ya se disponía a tocar un espinoso asunto relacionado: el firme rechazo de Bill a tener hijos, posición que a ella aún seguía resultándole absurda. Por accidente quedó embarazada y tuvo que decidir entre una ruptura sangrienta con el déspota o acatar su voluntad. Corría peligro la criatura y, desesperada, procedió como la madre auténtica frente al rey Salomón: para que no matasen a su hija aceptó que se la llevase otra, en este caso Dorothy, su mejor amiga... Después compensó el tormento con una redoblada obediencia y se sepultó bajo los escombros.
A Damián le faltó aire. Este tramo era como una patada en la nuca. Inspiró hondo y se frotó la cara. No sabía si marcharse o seguir escuchando. Acababa de descubrir la verdadera, alucinante, filiación de Mónica. Al incipiente dolor de cabeza se agregaba esa asfixia que amenazaba con convertirse en náusea. Mónica no era hija de desaparecidos, como pensaba Dorothy, sino de... ¡Qué impresionante!
Evelyn ya no podía parar. El murallón de su dique se había partido. Saltaba de un tema a otro, desquiciada. Damián suponía que continuaba hablando de Bill, pero se refería a otra persona: Wilson Castro. Aseguraba que era otro delirante cuya dínamo no se refería a la religión ni la raza, sino la incendiaria liberación de Cuba. Hacía mucho que anhelaba formar un ejército que recuperara por la fuerza el control de la isla; quería convertirse en un héroe más grande que José Martí. Para ello valían todos los medios: lobbies, incursiones asesinas, negocios clandestinos, intrigas.
Mientras derramaba opiniones sobre Wilson, se pasó la lengua por sus labios y murmuró: “Pinjás”.
¿Qué quería decir? Mejor que callara, rogó Damián sin abrir su boca pálida. “¿Qué vendrá ahora?”
Evelyn siguió.
Bill había llevado consigo a Pinjás desde la remota Carson, Arizona, para que se ocupara de los trabajos sucios; era parte de su acuerdo con su ex socio, el pastor Robert Duke. Pudo entonces comprar las tierras aledañas al rancho por monedas gracias a las amenazas mafiosas de Pinjás a los antiguos propietarios, y también por monedas consiguió adquirir autos, camiones, combis y camionetas. Limpió los alrededores de abogados o periodistas que se atreviesen a denunciarlo. La técnica de Pinjás consistía en apoderarse de los animales domésticos, especialmente perros. Durante la noche, acompañado por uno o dos ayudantes, se dirigía a la casa del enemigo provisto de una lona, sogas y un bidón de nafta. Arrojaba la lona sobre la cabeza del animal y lo inmovilizaba; después le ataba las patas y lo enmudecía con un bozal. Cuando quedaba convertido en un convulsionado pero inofensivo paquete, lo colgaba de un árbol cercano, lo rociaba con combustible y le prendía fuego. Los ladridos que explotaban en cuanto se desprendía el bozal eran tan brutales y convincentes que se esfumaban los deseos de seguir molestando a Bill y sus actividades.
Damián sentía que Evelyn lo paseaba por los infiernos como Virgilio a Dante. Lo hizo subir y bajar escalones en llamas. Pero una y otra vez retornaba al dolor que le había producido la pérdida de su hija. Se la arrancaron durante una noche de tormenta, tras haberle dado el pecho por última vez.
“¡Pobre mujer! —pensó Damián—. Semejante tortura no fue imaginada ni siquiera por Dante.”
Luego Bill le prohibió preguntar por la criatura o telefonear a Dorothy. También le escamoteó encontrarse con Wilson durante las numerosas ocasiones en que éste iba a Little Spring para coordinar negocios. Debía convencerse de que jamás había estado embarazada.
Ahora, en cambio, Evelyn se había sublevado como una esclava que rompía sus cadenas. No sabía qué sería de ella, de su marido ni de la robotizada comunidad. No importaba —repitió—: importaba Mónica. La empujaba una emoción salvaje; quizá terminaba en suicidio, lo menos gravoso. Todo era posible.
La llegada de su hija fue avasalladora. Ya en el curso del primer encuentro, de inmediato, se produjo el milagro de dar el pecho al revés. Sí, al revés: ella, Evelyn, fue quien bebió la vital leche de su hija recuperada; ella recibió la nutrición que faltaba a sus huesos y a su alma. Perdía el miedo y la ceguera que la habían mantenido sometida con la misma rapidez que el sol expulsa la bruma de la mañana. De nuevo circulaban por su cráneo pensamientos propios. La asombraba reconocerse audaz. Se estudiaba en el espejo como no lo había hecho en años, porque no era la misma persona. Por eso había resuelto confiar a Damián el diario de su amiga de infancia y madre sustituta de su propia hija. Por eso se atrevía a contarle los secretos de Bill, de Wilson, de Pinjás, de todo.
Damián estaba deshecho. Contempló las curvas que las pantallas dibujaban sobre las constantes fisiológicas de Dorothy como si fueran textos capaces de proporcionarle orientación. La atmósfera era de por sí irreal, y las palabras de Evelyn habían contribuido a tornarla en pesadilla. Ella, súbitamente consciente del terremoto que había inyectado en Damián, le frotó los dedos para cerciorarse de que seguían calientes y sensibles. Damián suspiró y se puso de pie. La miró con gratitud y miedo. Esa mujer se había convertido en una nave sin timonel. Apoyó sus manos sobre los hombros contraídos y le dio un largo beso en la frente. Corroboró que Mónica, en efecto, había heredado sus ojos verdes, su nariz recta y sus labios seductores. Miró a la seguramente sorda Dorothy: inmóvil, ausente. ¡Si supiera!
Convenía alejarse del hospital antes de que llegase el relevo ordenado por Bill. Era mejor que no lo vieran con Evelyn fuera del programa oficial. Aunque seguro que algún espía ya había soplado el dato.
Necesitaba una prolongada ducha para limpiarse la sangre, de modo que se dirigió al hotel. Las agujas calientes le castigaron la nuca, la espalda, luego el pecho y las piernas. Se frotó las mejillas y se enjabonó dos veces. El cuarto se llenó de vapor. Entonces cerró el agua caliente y el frío de la ducha lo despabiló como si hubiera hundido la cabeza en un balde con hielo. Se le abrieron grandes los ojos, casi espantados, y una corriente eléctrica le erizó toda la piel. Las palabras de Evelyn continuaban golpeando como un ventilador de ruinosas aspas. Se secó, se cambió de ropa y bajó al vestíbulo para aguardar a Mónica. Pidió una tónica con limón. Menos mal que esa noche no tenían que ir al rancho.
Luego de la medianoche los cuarenta hombres y mujeres de la unidad Topo levantaron el campamento y marcharon hacia su excitante objetivo. Lo hicieron en forma discontinua para no despertar sospechas, aunque resultaba difícil que en el rancho tuvieran noticias de sus propósitos. Usaron las luces bajas y en algunas partes manejaron a oscuras. Ya habían estudiado los caminos que aproximaban al rancho desde el norte y el oeste. Algunos vehículos se ocultarían en la amplia hondonada norte; el resto lo haría entre arbustos, pirámides de heno o esqueléticos ramajes.
Estacionaron un kilómetro y medio antes de llegar al extremo más distante del cerco. A lo lejos se distinguían las luces del edificio central. Las investigaciones previas habían corroborado el descuido de ese sector, ya que existían dos canales secos por donde pasaban los ratones de campo.
Levantaron las armas semiautomáticas ocultas bajo una lona, se ajustaron las bandoleras llenas de municiones, se colgaron de los cintos las granadas de mano y se cubrieron las cabezas con capuchas camufladas. Cuatro hombres cargaron palas y bolsas de plástico resistente.
Caminaron por la zona más hundida del terreno; por instantes perdían de vista las distantes luces del edificio. A sus botas se adherían abrojos y espinas. Trataban de no hacer ruido, aunque nadie podía oírlos aún. El aire poblado por el monocorde canto de los grillos fue cruzado por la queja de una lechuza cuyas alas pasaron tan cerca que pareció rozarlos. Los tacos de los cuarenta agentes crujían apenas sobre la tierra seca. Distinguieron la borrosa franja del cerco sobre cuyo borde superior estaban fijados los alambres de púa. El jefe se puso de espaldas y se encorvó; encendió un lápiz luminoso y sacó el mapa de su bolsillo. A la izquierda se alzaban los brazos retorcidos de un árbol calcinado que servía de referencia. Guardó los materiales y tendió el índice hacia adelante y un poco a la derecha.
Avanzaron casi en cuatro patas, como si pudiese capturarlos un súbito reflector. La torre más cercana distaba sesenta metros y estaba oscura, seguramente vacía. Casi todos los varones de la comunidad habían partido a recibir el embarque de droga en la frontera con México y el puerto de Galveston; los que quedaron concentraban la vigilancia en torno del edificio y el portón de entrada.
Se arrimaron al muro. Era necesario evitar que se prendiese alguna alarma. Los cables pasaban por el medio y por arriba, pero no los habían tendido en la porción inferior para que no estuviesen al alcance de los animalejos silvestres.
—Hay que agradecer a la zoología —ironizó Jerry mientras señalaba la concavidad que formaba un canal seco—. Por ahí circulan nuestros amigos los ratones.
—Roland Mutt tenía razón.
—Siempre lo dice. ¡Viva la zoología! —prendió su lápiz y marcó el sitio. —Bueno, empiecen a cavar. Pero sin hacer ruido, ¿eh?
En las bolsas de plástico recogían la arena, los cascotes y el pedregullo que las aceitosas palas extraían por debajo del cerco. El túnel, que hasta ese momento sólo usaban víboras, ratones y coyotes, se ensanchó lo suficiente para dejar pasar en forma holgada a una persona con armamento.
Trasladaron las bolsas cargadas hacia el norte, a más de cien metros de distancia, y las vaciaron entre los yuyos. Después identificaron un segundo canal y repitieron el ensanche. Jerry no se conformó con iluminar ambos túneles con su linterna y verificar que alcanzaran para el cruce de su gente, sino que tendió su cuerpo en la tierra e hizo la prueba. Del otro lado se ocultó en la sombra interna del cerco, se sacudió el uniforme lleno de polvo, miró las débiles luces del casco aparentemente dormido y la torre apagada. La luna en cuarto menguante apenas dejaba distinguir los establos donde deberían entrar antes de que llegase el cargamento. Dentro de la muralla también cantaban los grillos.
Ordenó pasar a la etapa siguiente.
Jerry había dividido a su gente en dos mitades. Una penetraría por el canal de la derecha, y la otra, por el de la izquierda. La de la derecha se dirigiría al primer establo; la de la izquierda, al segundo.
—Recuerden —susurró con firmeza—: avancen pegados al suelo, como lagartijas.
La columna destinada al segundo establo llegó antes. Rodeó con cautela las paredes de leños, porque a veces allí funcionaba una guardia aunque los depósitos subterráneos estuviesen vacíos. Jerry golpeó con la culata de su ametralladora la base del muro para generar la reacción del eventual centinela. Como no hubo respuesta, repitió el golpe dos veces, más con el mismo resultado. Ordenó a su gente que se pegara al suelo y abrió el portón con la punta de la bota. Arrojó un cascote hacia el montacargas que adivinaba en el medio. Tampoco obtuvo respuesta. Puso su arma en condiciones de disparar y rodó hacia el interior. Enseguida se introdujo en un ángulo del muro que protegía por lo menos dos tercios de su cuerpo, y encendió la linterna. El haz de luz rayó toda la superficie del establo; sólo pudo ver el enorme montacargas. Ordenó que ingresara el resto de su columna.
De súbito oyeron quejas y golpes provenientes del primer establo. Un centinela, al advertir la linterna de Jerry, había salido a dar cuenta de los invasores. En la carrera tropezó con los agentes tendidos sobre la hierba seca, que lo atraparon por los tobillos. Cachiporrazos certeros lo pusieron fuera de combate antes de que pudiera gritar. Fue rápidamente maniatado y amordazado.
Jerry se desplazó para verificar su estado.
—Servirá de rehén. Ahora, ¡a bajar!
Accionaron los montacargas y seis hombres descendieron al laberinto subterráneo. Tal como estaba previsto, esa noche no había gente en ninguna de las tres salas. Los lápices luminosos corroboraron, en la primera, la acumulación de armas, municiones y cajas con nitrato de calcio y nitrato de amonio (material utilizado en la bomba que había estallado en Oklahoma); en la segunda sala se apilaban los archivos sobre sectas y milicias afines, y en la tercera estaban ordenados los equipos de comunicaciones. Los varones de la comunidad habían partido a recoger el colosal embarque que ingresaba por la frontera mexicana y por el puerto de Galveston. Sólo permanecía una guardia elemental en torno del edificio, compuesta por mujeres y niños.
Pero Jerry alcanzó a verlo emerger de las sombras. Llevaba pistola al cinto y se abalanzó sobre un tablero. Con la linterna le iluminó las facciones contraídas, propias de alguien decidido a matarse. Pegó un salto y con la espalda le impidió llegar a los botones. Uno de los agentes que lo acompañaban le dio un culatazo entre el hombro y la nuca que casi lo decapitó. Jerry le metió un trapo en la boca mientras sus ayudantes lo maniataban.
—No accionarás la alarma, hijo de puta. Pero nos llevarás al sector oeste de los túneles. Si tratas de engañarnos, te haré vomitar sangre —susurró al confuso prisionero que apenas podía moverse.
Jerry Lambert había memorizado cada centímetro y podía llegar solo a donde quisiera, pero el ardid solía dar resultados para detectar guardias adicionales o sistemas de aviso encubiertos. Los ojos de un cautivo resultan más elocuentes que su lengua.
Avanzaron hacia el área menos transitada de los túneles, lejos ya de las salas en actividad. El espacio se tornaba más estrecho e irregular, con cascotes en el piso, tablones sueltos y algunas herramientas abandonadas. Ahí estaba proyectado efectuar una ambiciosa ampliación destinada a refugio antiaéreo. La guerra del Apocalipsis no sería un juego de niños. Los trabajos iban a ser reanudados cuando finalizara la distribución de la partida de droga que estaba por ingresar.