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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (58 page)

Evelyn se pasó la mano por la frente mojada. Le dolían la cabeza y el estómago. Pero había otras cosas graves. Las páginas siguientes contaban que... ¡No podía ser! ¡Inventaba! ¡El whisky le había llenado el cerebro de fantasías diabólicas! Más que obscenas, abominables, leyó y leyó hasta la última página, escrita horas antes en aquel mismo cuarto. Evelyn dejó el mamotreto sobre la mesa y entrelazó los dedos para rezar. ¡Dios! ¡Dios!

Cerró la cartera y volvió a sostener el diario henchido de recuerdos, amor y veneno. Sus hojas amarillentas eran peor que una bomba. No lo entregaría a Bill. No. Debía ser leal con su torturada amiga de infancia. Debía rebelarse de una santa vez y asumir la responsabilidad que dictaba su conciencia. Pensó dónde ocultarlo. Lo envolvió con ropa interior limpia y lo puso en el fondo del cajón que nunca tocaba nadie.

Después volvió a tomar la cartera. Extrajo los objetos de maquillaje, unas pastillas de mentol, la agenda electrónica, el pasaporte y la billetera. La abrió y encontró pesos argentinos y dólares estadounidenses. Pero también algo más importante: una vieja foto en blanco y negro, agrietada, donde estaban ellas dos cuando tenían quince años; en la parte superior se insinuaba un ramo de glicinas y, al fondo, el nogal bajo cuya sombra el abuelo Eric conversaba con su ángel de la guarda. Le produjo un llanto convulsivo y debió apartar la foto. Se secó la cara y las manos húmedas, devolvió los objetos a su sitio y se dirigió al estudio para telefonear al hospital. Quizás el doctor Taylorson se dignase atenderla y le confiara la verdad sobre la evolución de su amiga.

Apareció el rancho como un desafío al paisaje: en vez de un proyecto agropecuario lucía como una fortaleza provista de torres en los cuatro ángulos y un hosco cerco de madera con soportes de mampostería, coronado por alambrados de púa que se perdían en el horizonte. El sol de la tarde proyectaba largas sombras en torno de los bloques del casco. En los alrededores había pocos árboles, cuyo ramaje estaba desnudo y retorcido; quizás habían eliminado los umbrosos para que no dificultaran la visión. Antes de llegar observaron que a los costados de la ruta se esforzaban por sobrevivir unas matas espinosas con flores diminutas. Cien metros antes del cerco fueron detenidos por guardianes armados, quienes cumplieron una breve inspección del vehículo y sus pasajeros. La inspección se repitió junto a unas vallas. Automáticamente se corrió un portón de metal y entraron en una franja de tierra apisonada donde había estacionados autos y combis.

Mónica y Damián giraban la cabeza a diestra y siniestra para absorber los pormenores del inquietante escenario: mujeres y niños se desplazaban lentamente, como en una calle de aldea; algunos portaban herramientas de labranza que debían guardar antes de que cerrase la noche. Ambos cruzaban miradas cómplices mientras se aplicaban en registrar cada puerta, ventana y postigo, como si fuesen las cifras de una revelación inminente. Quisieron adivinar hacia dónde conducía el fragmento de patio que se insinuaba a la izquierda, qué significaba la construcción añadida en el extremo derecho del cerco externo y cuántos guardias vigilaban desde las torres de control. Pero nada preguntaron al obtuso Aby.

La parsimoniosa entrada de la limusina no produjo alteración alguna, excepto un movimiento de las mujeres para que los niños desaparecieran. A Damián le extrañó la escasez de hombres; ¿estarían aún en los sembradíos? No hubo saludos por parte de los callados habitantes, que parecían vivir en otro mundo.

Aby extendió el brazo como si fuese un grotesco introductor de embajadores y los condujo al interior del edificio.

La construcción era antigua y amplia. Tenía dos plantas, corredores exagerados e innumerables cuartos laterales. Algunos mantenían las puertas entornadas y dejaban ver el borde de austeros bancos y mesas; debían de servir de aulas o de taller. Otros eran seguramente los dormitorios, como se estila en cualquier convento. No había separación entre la vida privada y el trabajo compartido.

Damián le susurró a Mónica que en esos monasterios del siglo XX no habían cambiado las reglas medievales que para ciertas mentes resultaban insuperables. Sus habitantes debían constituir —como los monjes de un milenio atrás— un grupo ciego hacia afuera y compacto hacia dentro. Algunos sublimaban la violencia y otros la almacenaban para matar o matarse. Mónica asintió mientras abría y cerraba las manos a fin de quitarles tensión.

Las paredes eran irregulares y bien pintadas; los pisos, embaldosados; los muebles, sobrios. El largo corredor semejaba la nave de una iglesia vacía. Aby arrastraba sus zapatos polvorientos, pero su ritmo cansado no impedía que retumbasen otros pies, invisibles, en las gruesas paredes. Por supuesto que no era una iglesia vacía, sino una colmena de abejas ocultas. Tras los muros palpitaba una disciplinada multitud de seres alienados.

La poca gente que se cruzaba en el camino no parecía ser personas sino espectros. La cabeza de Damián hervía de asociaciones. Algunas las susurró al oído de Mónica, pero la mayoría las calló para no alarmarla. Ingresaban en un terreno minado. Allí aguardaba el misterio o la revelación.

Damián evocó lecturas sobre el origen de estas comunidades. Habían brotado como hongos hacía miles de años, poco antes de Cristo; ansiaban defender la pureza de su fe. Querían la paz y se preparaban para el combate. Estaban seguros de que inclusive una derrota frente al Imperio Romano no significaba el fin, sino la renovación de la promesa. El historiador Flavio Josefo describió a los esenios y los sicarios que formaban esos grupos militantes. Tenían el objetivo de restablecer aquello que el trono corrupto y los poderes extranjeros destruían. Por eso se apartaban de las ciudades infectas de paganismo, reuniéndose en cuevas o en el desierto. Entre ellos actuaba Juan el Bautista, y a muchos les resultó familiar la prédica del dulce Jesús, que consolaba a pobres y desahuciados fuera de las ciudades grandes y el templo enajenado.

Al cabo de unos siglos hicieron eclosión sus epígonos medievales: monasterios herméticos y laboriosos, sometidos a disciplina. Más adelante se constituyeron comunidades heréticas que provocaron una hoguera religiosa cuyas llamas quemaron los pies de instituciones antiguas. Algunas tuvieron jefes magníficos, y otras, diabólicos; unos fueron respetuosos de la ley y otros torcieron la ley en favor de la lascivia, como Jan Matthyjs en Münster —que acabó en holocausto—, o como su símil reciente, David Koresh, en Waco, cerca de aquí. También aparecieron unidades donde la religión era una movilizadora utopía. Siempre dominaba la tendencia de aglutinarse bajo el mando de un líder. El líder —aunque ignorante y trastornado— era considerado un elegido por Dios, la autoridad indiscutible.

La frágil condición humana traccionaba hacia el amparo de un líder omnipotente. Y Damián se preguntaba si ese rancho sería una excepción.

Aby Smith abrió una puerta y apareció el líder.

Mónica y Damián tuvieron la sensación de penetrar en un centro imantado. Por doquier había velas cuya luz amarillenta provocaba un trémolo de sombras. La pared del fondo estaba cubierta por los lomos encuadernados de una biblioteca vidriada. A un costado se alzaba una cruz de bronce rodeada por fotografías del pastor durante sus oficios. En un ángulo lucía tendida la mesa con un mantel blanco y un candelabro de cinco velas.

Sentada en el sofá, una mujer de cabello tirante recogido en la nuca se inclinaba sobre el costurero.

—Evelyn —dijo Bill con voz cavernosa—, ha llegado nuestra “sobrina”.

Los ojos de las mujeres se tocaron por primera vez después de veintitrés años, cuatro meses y dieciocho días exactos. Mónica no podía creer que la amiga de infancia de su madre pareciera casi diez años mayor. Tenía la piel y los labios secos, agrietados, y una telaraña de arrugas en torno de los párpados. Parecía haber estado llorando recién, aunque su sonrisa expresaba felicidad. Dejó la labor sobre la mesa y se arregló el cabello; era un gesto de coquetería inesperado, casi olvidado. Los músculos de Evelyn eran atravesados por alfileres; intentaba, infructuosamente, disimular el temblor de sus manos.

Se puso de pie, se alisó la pudorosa falda gris y miró al reverendo, siempre alerta. Minutos antes él había repetido las machaconas advertencias que habían precedido la llegada de Dorothy; incluso apoyó ambas manos sobre los angostos hombros, como si quisiera hundirla en el piso, y le ordenó que redoblase la cautela. Por eso, durante unos segundos Evelyn permaneció quieta junto al protector sofá, con una sonrisa cuyas contracciones pretendían frenar las lágrimas que amenazaban con convertirse en río; en su alma tintineaban campanillas. Mónica se contrajo ante la intensidad de los ojos verde claro rodeados de arrugas que la devoraban como a un caramelo. La miraban con embeleso, deslumbrados. Supuso que su tía, algo trastornada mentalmente (nadie lo había dicho), contenía el deseo de saltarle al cuello y estrecharla contra su pecho, en abierta violación a las normas norteamericanas de conservar las distancias.

El living era espacioso. Damián lo examinaba centímetro a centímetro mientras los demás se dedicaban a intercambiar saludos. Dedujo que el pastor convocaba ahí a sus discípulos y recibía a curiosos de la región. Pero esa noche eran sólo cuatro personas. Aby se había retirado sin decir palabra.

Evelyn, por fin, destrabó sus articulaciones y levantó una ancha bandeja con jugos de fruta, quesos y aceitunas que ofreció a los presentes. Mónica tuvo pena del temblor que la recorría de la cabeza a los pies. El reverendo le mandó una fugaz mirada de reproche por el apuro en servir e invitó a tomar asiento en torno de una mesa ratona adornada con un florero de cristal lleno de abultados crisantemos. Evelyn restituyó la bandeja a su lugar, fija en su rostro la sonrisa, sus manos aún temblorosas.

Charlaron sobre los últimos informes acerca de Dorothy. Bill reveló que había conocido al doctor Taylorson a poco de instalarse en el rancho, cuando uno de sus ayudantes sufrió una fractura al caer del techo en reparaciones. Desde entonces se había convertido en su médico de confianza. En el hospital existían departamentos de muchas especialidades y Taylorson le garantizaba que su hermana estaba en manos expertas y confiables. No era preciso ni conveniente un traslado inmediato a Houston, y menos a Buenos Aires. Él rezaba por su recuperación, incluso consultaba con el Señor si en este caso le concedería un milagro.

Mónica no ocultó su ansiedad. La sola referencia al milagro la puso más pálida aún. Aunque esperaba lo peor desde el primer momento, no la calmó saber que sus constantes biológicas aún podían desestabilizarse. Dijo que verla paralizada y rodeada de aparatos le resultaba devastador. No suponía que los milagros fueran posibles, pero en ese momento creería hasta en la magia negra.

Bill, con desacostumbrada suavidad, explicó sus vínculos con Eliseo, el profeta de los milagros, quien lo había curado de una encefalitis que ningún médico consideraba dominable. No sólo lo había curado, sino que le había concedido poderes especiales. Narró las dificultades de sus primeros años de pastor, cuando ingresó en la iglesia de Elephant City. Luego contó los progresos que fue ganando en esa localidad, progresos tan grandes que lo estimularon a predicar y curar en otros sitios de Colorado, Nuevo México y Arizona. Trabajó simultáneamente en tres carpas que se llenaban de fieles y durante un tiempo estuvo asociado con un importante pastor de Carson, pero recibió un mensaje de Eliseo que le indicaba que era el momento de dar un potente giro a su vida y obra. Debía separarse de ese pastor, unirse a Evelyn y trasladarse a Texas. Las curas milagrosas habían sido un eslabón de su carrera, no su misión final. De vez en cuando le sería permitido volver a efectuar una curación notable, pero sólo cuando lo justificasen los designios del Señor. Por eso no descartaba que en algún momento se presentase Eliseo para autorizarlo a hacer algo especial con Dorothy

—¿Me lo dices en serio? —Mónica pareció despabilarse.

—Depende de la fe que tenga la paciente. Ella está en coma. Por ahora debemos orar.

Damián apretó la mano de su amada para transmitirle consuelo y contempló amistosamente a Bill. Estaba frente a un chamán. Pero debía ser cauteloso, porque esos seres tienen olfato y enseguida desconfían.

Bill, mientras, percibía que en su sangre se reacomodaban ciertas convicciones. Se dio cuenta de que había hablado más de lo común, sin parar. Que se sentía excitado, igual que ante las visiones de los desfiladeros morados entre los cuales aparecía la frente luminosa de Eliseo. Esa “sobrina” que tenía a un metro de distancia era un ejemplar ario de la más alta calidad imaginable. Sus ojos verde claro (idénticos a los de Evelyn), su cabello de bronce limpio, su tez de mármol y sus manos largas y perfectas eran más elocuentes que el Evangelio. No la merecía un perverso hispano como Wilson. No cuadraba siquiera que llevara el apellido Castro. No era en realidad la descendiente de una mezcla entre una adámica pura como Dorothy y un preadámico evidente como Wilson. Era el producto de un óvulo y un espermatozoide generados en el sector predilecto del Señor. Era “su” hija. Por primera vez la veía y oía como tal. Estaba impresionado, extrañamente conmovido.

También Evelyn, estaba asombrada por el inesperado afecto que emitían la voz y los ojos de Bill. Se había preparado para una reunión seca y formal. Su marido algunas veces adoptaba actitudes incomprensibles, pero ella no debía apartarse de las nerviosas consignas que le había marcado en los últimos días. No resultaba fácil, pero trataría de cumplir.

Damián, estimulado por la cordialidad del anfitrión, ansiaba formular mil preguntas. Aspiró para relajarse el diafragma y parecer tranquilo, apenas motivado por una curiosidad intrascendente. Quería saber, por ejemplo, cuándo y cómo había construido Bill Hughes aquel rancho.

Evelyn alzó las cejas, pero el reverendo no se alteró. Contestaría. ¿Algo más?

También quería saber cuánta gente vivía allí, cómo era la organización, qué los impulsaba a ingresar y permanecer en ella.

Bill masticó una aceituna y depositó en su mano el carozo, que dejó rodar hacia un cuenco; tampoco le molestaron las preguntas adicionales.

Evelyn se estrujó las manos.

Damián agregó entonces que le interesaba conocer cómo eran las relaciones entre varones y mujeres, cómo educaban a los niños, si practicaban ceremonias de iniciación.

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