—Existe un gran secreto aquí, ¿no es cierto? —Miró en torno para cerciorarse de que nadie los espiaba.
—¿Uno? ¡Varios! Pero uno, efectivamente, es el peor de todos. —Sus manos pellizcaron nerviosas el mantel; luego alzó un plato con galletitas caseras y lo arrimó al café de Damián.
—Empecemos por el menos penoso —propuso él.
Evelyn se paró y le susurró al oído, como si las paredes pudiesen escuchar:
—¿Estás en condiciones de esconder algo bajo la chaqueta?
Damián la abrió y mostró los bolsillos interiores.
—No cabe en un bolsillo —dijo Evelyn—. Pero lo llevarás en la mano junto con el diario, como si fuese un objeto sin importancia. Y lo guardarás en el hotel. Mónica no debe enterarse. ¿Soy clara? ¡No debe enterarse!
Ante la perplejidad de Damián, salió de la pieza y regresó con un volumen forrado en cuero de víbora. Le entregó también el periódico local, para que los llevara juntos.
—Nadie conoce su existencia, ni siquiera Bill. Es el diario de Dorothy; lo encontré en su cartera. Muy íntimo, doloroso y revelador. Deberás cuidarlo como a una joya.
Damián abrió y cerró las manos. Se negó a recibirlo.
—Toma —insistió Evelyn—. Me exime de explicarte una historia llena de brillos e inmundicias, pero que pondrá a prueba tu fortaleza moral y si eres digno de tu abuela. Si lo lees y sigues tan prendado de Mónica como hasta ahora, con el corazón pleno, entonces te confiaré el secreto mayor.
—Amo a Mónica —aseguró Damián.
Los labios de Evelyn se distendieron en una sonrisa melancólica:
—Por eso me animo a entregarte el diario —repuso.
Damián contempló el objeto, que parecía de otro siglo. El lomo estaba más gastado que las tapas y la lengüeta apenas se mantenía en su lugar.
—¿Tengo derecho a meterme en intimidades ajenas sin permiso de...?
—¿Permiso? ¡Obligación, Damián! Tienes la obligación de saber. Eres el único apoyo de Mónica.
—No exageremos.
—Y alguien debe conocer la verdad antes de que sea tarde.
—Estoy cada vez más confundido.
Evelyn le puso el diario en la mano y se la cerró. Se la mantuvo apretada.
—Ahora vas al hotel y te encierras a leer. —Las lágrimas empezaron a desbordarle los párpados. —Por favor.
—Me siento un violador. No debo...
—No imaginas cuánto me afecta todo esto, pero es necesario. Lo quiere Dios.
Guardó el diario en el cajón de su mesa de luz, junto a una Biblia de tapas negras, y fue a lavarse con agua fría. La tensa lectura le había irritado los ojos y dejado un sabor amargo en la boca. Mónica había salido a dar una vuelta por Little Spring y regresaría en cualquier momento. Damián no sabía qué hacer, a quién llamar. Se reproducía la soledad que lo había perseguido durante su adolescencia. Tampoco Evelyn era la mujer indicada para darle el mejor consejo: ahora debía manejarse por instinto. Evelyn no había podido soportar la suerte de su amiga y lo había hecho cómplice de un conocimiento atroz. Se masajeó el cuero cabelludo, como si de esa forma pudiera liberar su cerebro de tantas incertidumbres. Decidió llamar a Buenos Aires.
—¿Victorio Zapiola? No está. ¿De parte de quién?
—Damián Lynch. Dígale mi nombre; me atenderá enseguida.
—Pero no está, señor.
—Estoy llamando a su celular, ¿no? Soy un amigo. Es urgente.
—Al celular, sí, pero lo dejó derivado a esta oficina. Es imposible comunicarse con él, lo lamento.
—Yo sé que no es imposible. ¡Háblele adonde esté y pásele mi número!
—Muy bien, señor.
—¿Lo hará?
—Sí, señor. Quédese tranquilo.
Cuando colgó, temblaba. Fue al bar del hotel y pidió vodka con hielo. Bebió la mitad de un sorbo y sostuvo el vaso entre las manos como si fuese una madera en medio del naufragio. Lo rodeaba un envenenado berenjenal, y la única persona con la que ahora podía cambiar ideas era la impotente Evelyn. ¿Serviría de algo? Fue al locutorio y la llamó, pero lo atendió otra mujer.
—Aguarde un momento.
Evelyn tardó casi un minuto. Antes de que ella alzara el tubo, él oyó la aproximación de sus pasos.
—Necesito que nos veamos —le espetó Damián.
Evelyn percibió su agitación y asintió con la cabeza. Luego, con una desconcertante combinación de placer y dolor, dijo:
—Yo también.
—¿Voy al rancho?
—No. En media hora termina el turno de Aby; lo reemplazaré yo. Allí será mejor.
Cortó sin despedirse.
Damián supuso que tenía dificultades con Bill, pero ya no quería enredarse en conjeturas enmarañadas. Dejó un mensaje a Mónica para que no lo esperara. Pasaría a buscarla para ir juntos a cenar en el rancho.
Fue directo a terapia intensiva, donde el respirador artificial insuflaba oxígeno en los dañados pulmones de Dorothy. Los cables y las pantallas proseguían su eterno y tal vez inútil registro de funciones.
Arrimó un taburete al sillón donde ya Evelyn se había sentado a tejer una bufanda de color azul.
Ella, sin mirarlo, le disparó una pregunta:
—¿Sigues amando a Mónica?
Damián reaccionó ofendido.
—Como siempre, por supuesto. Es un diamante único.
—En medio del barro, ¿no?
Apretó los dientes.
—En medio del barro, sí. Pero es un diamante. La amo, Evelyn. Es definitivo, hondo.
—Es lo mejor que oigo en años.
—¿Lo dudabas? Pues ahora seré yo quien te formule una pregunta frontal.
—Tienes derecho. —Movió las agujas en el complicado punto.
—¿Por qué te preocupa que la ame?
—Ya lo dije: eres su único apoyo —tejió con ritmo más acelerado. —Está sola en medio de locos y perversos. Es una suerte que su rebeldía la haya salvado. Siguió mi modelo, pero al revés. Un negativo perfecto. —Detuvo su trabajo y lo miró fijo con el propósito de que sus ojos completaran el mensaje.
—¿Tu modelo? Evelyn, por favor... Vuelvo a rogarte transparencia.
—Todavía tengo viva la sensación de la mano grande de Bill —dijo como si se hubiera fugado a otro mundo— guiando la mía pequeña, cuando me enseñaba a dibujar gatitos con dos circunferencias. Es mi recuerdo más lejano. Una circunferencia más chica arriba y otra más amplia abajo. —Ilustraba con la punta de la aguja en el aire. —De la de abajo salía la cola, y en la de arriba ponía dos orejas, unos puntos gruesos como ojos y las rayas de los fantásticos bigotes.
—¿A qué viene eso? —se impacientó Damián.
—A que yo comencé a amarlo desde entonces. Supuse que era un amor definitivo, puro y hondo, como acabas de calificar el tuyo. Y así fue, pese a nuestras diferencias temperamentales. Aún lo amaba muchísimo cuando quedé embarazada y por nada del mundo iba a privarme del fruto que enaltecía nuestro amor.
—¿Tuviste hijos? —Se asombró.
—Una hija.
—¿La... conoceré, entonces? —No entendía por qué se ponía tan nervioso. —¿Vive en el rancho?
Los ojos de Evelyn se llenaron de lágrimas otra vez. Dio vuelta la cara para que él no percibiera su extrema turbación y preguntó con firmeza:
—Has leído el diario, ¿verdad?
—Todo. Algunas partes dos veces; no me parecía real. Y me hizo sufrir. Te guardo rencor, Evelyn, por habérmelo dado.
—Imagino que te produjo un terremoto, como me pasó a mí.
—Terremoto, angustia, confusión, lástima... ¡qué sé yo! Deberíamos quemarlo.
—No. Dijiste que querías conocer secretos. No deberías quejarte. —Volvió enérgica a su labor.
—Ese diario me produjo un terror semejante al que tuve cuando el enfermero que vio morir a papá me contó qué sucedía en los campos de la dictadura. Paradójicamente, yo quería saber. ¿Era un morboso? ¡Le insistí para que hablara! Después no pude dormir por muchas noches.
—Por el diario ya te has enterado, como yo, de muchas cosas. Yo tampoco puedo dormir. Pero faltan otras. —Dejó la labor y tomó las manos de Damián; lo miró al fondo de los ojos. —He decidido confiarte el mayor de los secretos, el que más me importa. —Se mordió los labios. —Te prometo que no será tan fuerte el dolor como el asombro.
—¿Asombro o espanto? ¿Es necesario que me entere? —Lo recorrió un escalofrío; ciertas expectativas son peores que la peor realidad.
—Absolutamente. Pero antes jurarás por Dios que no se lo revelarás a Mónica.
—¿Por qué?
—Por la salud de su mente.
—No entiendo. Mónica y yo no nos guardamos secretos, no es nuestro estilo. Me sentiré incómodo, desleal.
—Damián, jura por Dios que callarás lo que voy a decirte.
—Me impones algo injusto.
—¡Jura, y bendito seas!
—Está bien. Juro por Dios que no divulgaré el secreto que ahora me vas a confiar.
—Y no se lo dirás a Mónica.
—Y no se lo diré a Mónica.
Evelyn introdujo las agujas y la lana en una bolsa que depositó en el piso. Giró hacia Damián y volvió a tomarle las manos.
—En el diario de Dorothy ambos nos hemos enterado de verdades conmovedoras, pero también de un error enorme: estaba convencida de que Mónica es hija de guerrilleros desaparecidos.
Damián dejó de respirar.
—No es así —continuó Evelyn—. Sus padres no son desaparecidos: viven. Y su madre sufre como un animal desollado.
Le apretó con fuerza las manos para que el vértigo de lo que venía a continuación no lo tumbara.
En Galveston los vistas de aduana eligieron al azar, para la prueba, algunos cajones de alimentos congelados y los hicieron abrir. Ante su mirada experta aparecieron camarones de tamaño mediano prolijamente distribuidos. Con estiletes de acero removieron el fondo y sólo obtuvieron muestras de que los productos estaban en orden. La sospecha de que algunas de las naves provenientes de América Central podían incluir mercadería ilegal los obligaba a ser cuidadosos, porque corría la voz de que los contrabandistas utilizaban refinadas artes para cegar la mejor pupila. Destinaron tres horas a efectuar la revisión del cargamento, área por área, y echaron un vistazo disimulado a las caras ajadas de la tripulación y el estado inmundo de los camarotes. En esos barcos los animales muertos eran privilegiados con respecto a los hombres vivos. Examinaron la documentación, hoja por hoja, y al final, autorizaron el paso de los contenedores.
De inmediato sonaron los celulares en oficinas de Galveston y Houston. Tanto los agentes del FBI y el ATF como los hombres que rodeaban a Tomás Oviedo suspiraron conformes. Tomás Oviedo telefoneó al hombre de la cicatriz que había volado a Phoenix para arreglar el desajuste en la frontera de Arizona, y le dijo que mantuviese una actitud calma. A los conductores de los camiones se les ordenó llenar los tanques de combustible y permanecer atentos cerca del muelle. Uno de los conductores, más meditabundo que de costumbre, era Todd Random, alias Pinjás.
Las grúas se alistaron para iniciar su tarea, pero ya se agotaba la tarde y las autoridades del puerto decidieron que se ocupasen de evacuar otros bultos. La nave hondureña debía permanecer amarrada y fue anotada al comienzo de la lista para el día siguiente.
—¡Perfecto! —Roland Mutt desactivó su celular. —Esto se acomoda a nuestra planificación. Esta noche Topo cumplirá su despliegue, y mañana lo hará Caballo.
Bill llamó al hotel y pidió comunicarse con Mónica. Le avisó que lamentaba tener que postergar la cena de esa noche, pero que tanto él como Evelyn habían sido convocados a una emergencia de organización de la comunidad. No era grave. Su comunidad equivalía a un país, y él era el gobierno. Pero volverían a reunirse a la noche siguiente, como estaba programado; Evelyn prepararía un excelente asado con salsa tejana.
—¿Quieres que te mande un auto para pasear por Little Springs? —ofreció.
—No hace falta. Gracias, tío. Saldré a caminar con Damián; nos hará bien estirar las piernas. Comeremos en algún restaurante típico.
—Perfecto. Otra cosa: modifiqué el cronograma de acompañamientos a Dorothy, para que no debas quedarte de noche. Dispongo de devotas mujeres que son caritativas y eficaces.
—Soy yo la que desea acompañarla.
—Hija... —La palabra le salió con leve disfonía. —De noche no. Es un sacrificio inútil.
—Lamento disentir. Para mí no es un sacrificio, y tampoco lo siento inútil.
Bill Hughes, impresionado por la serena firmeza de Mónica, la sintió más cerca y más propia que nunca.
Cuando ella le comentó que quedaban libres, Damián sintió alivio. Esa noche no estaba en condiciones de asociar a Mónica con sus verdaderos progenitores y verlos lado a lado, ocultando los vínculos. La conversación con Evelyn lo había dejado de cama.
Tras lustros de permanecer sometida a un silencio monacal, Evelyn había reconocido que el reencuentro con Mónica le había dado vuelta el alma. Ya se había resignado a sobrevivir como una mujer condenada a una injusticia eterna, pero ahora brotaban la decisión y la urgencia de compartir secretos con Damián. Sus peligrosos y agobiantes secretos.
Para que Damián comprendiese, debía entender la extraña mentalidad de Bill. A ella le había llevado una vida darse cuenta. Pero darse cuenta ya no significaba su redención personal, sino sólo acusarse de imbécil. No importaba; importaba Mónica.
Evelyn dio los rodeos de una delatora nerviosa: por un lado quería formular su acusación rotunda, y por el otro sus palabras tropezaban con obstáculos. Pero lo que dijo alcanzó para que Damián infiriera que Bill era un sectario irreductible, tal como había sospechado antes de conocerlo. Hábil, manejador y duro. Un hombre que recurría al argumento de su directa comunicación con Dios mediante los mensajes del profeta Eliseo para legitimar ideas y proyectos. Antes de unirse con Evelyn ya había adherido a la teoría de los preadámicos y la semilla humanoide de Satán. Ahora gobernaba con puño de acero su comunidad de Little Spring, fundada sobre la base del modelo de los guerreros bíblicos. Muy cerca había habido una imitación que acabó en tragedia: Waco y sus davidianos intransigentes. Los Héroes del Apocalipsis de Bill parecían una organización más antigua y avisada, dispuesta a luchar en forma sostenida por la guerra del fin del mundo, que estallaría durante la primera década del nuevo milenio.
Evelyn habló sin mirar a Damián, porque su mirada de asombro la habría paralizado. Sus pupilas preferían dirigirse a un punto lejano, más allá de los cables que unían el cuerpo de Dorothy con los insomnes aparatos. De su garganta brotaban palabras oscuras. Pero Damián oía todo: aquello que disfrazaba y aquello que corría el velo. Entendió que los Héroes tenían la “elevada” misión de corromper a las huestes del Maligno, es decir, los preadámicos, las razas inferiores. Hombres, mujeres y niños eran adoctrinados en forma diaria y enfática para su trabajo, irrefutablemente ilegal. Debían proceder como los misioneros que, sin contaminarse, se introducen con valentía en las pestilencias de la lepra u otras plagas. Damián pellizcó el borde de su silla cuando Evelyn confesó que también había aprendido a fraccionar y suministrar el “santo” veneno... sin consumirlo.