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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (60 page)

—Es mi mejor amigo, el más noble. Puedo confiar en él como no lo hacía desde que era una nena prendida a la falda de mamá.

—Un verdadero amor. Es eso.

—Como el que tuviste, ¡o tienes, perdón! por Bill.

—El que tuve. —Una nube descendió sobre su cara.

Se apretaron con más fuerza la mano para transmitirse aquello que les faltaba a las palabras.

—Mi enamoramiento fue loco, de entrega exagerada —dijo Evelyn—. Tal vez lo estimuló la ausencia del hombre amado, al que idealicé con fantasías de
Las mil y una noches.
O sufrí demasiado su falta de correspondencia, porque durante años ni siquiera me miró. Te aseguro que tampoco me importa averiguarlo ahora, querida mía. —Recuperó el buen semblante. —¡Estoy tan feliz de tenerte conmigo!

Mónica percibía que a duras penas mantenía el equilibrio emocional. ¿Estaba Evelyn en sus cabales? No podía descifrar qué la conmocionaba tanto. Pero no había sino afecto evidente que derramaba sin contención.

—Dorothy también ha sufrido. O sufre —agregó la tía mientras sus ojos recorrían el bosque de cables—. No evitemos reconocerlo.

Mónica enderezó la espalda.

—Fuimos tan amigas que parecíamos hermanas siamesas —continuó Evelyn—. Se dice que las siamesas comparten el destino. O parte del destino, si quieres. Se enamoró mucho más tarde que yo, dudó mucho más que yo, fue más pasiva que yo. Pero finalmente nos pusimos a disposición de nuestros maridos. Primero yo y después ella: consideramos que debíamos convertirnos en sus irracionales apéndices, como las mujeres de siglos pasados. O como las mujeres de los talibanes.

—Entonces sabías que mami dejó de ser feliz. —Mónica susurró apenas, temerosa de cometer una infidencia.

—Ahora lo sé. —El abrasador diario volvió a pincharle la sien. —Compartimos un destino de sometimiento y desilusión. Es absurdo y triste.

—No imaginaba, tía, que llegaríamos a estas intimidades. Quizá mamá... ¿Alcanzaste a conversarlo con ella?

—Le hubiera preguntado por qué no se divorció.

—Yo lo hice... Y por casa, Evelyn, ¿cómo andamos? —Le acarició los transpirados dedos.

—Con Bill no se juega. No me habría concedido el divorcio. —La miró fijo y no se atrevió a decirle que integraba los Héroes del Apocalipsis, donde las deserciones se pagan más caro que en el infierno. Ella sabía mucho sobre el jefe y su comunidad; los que saben demasiado no tienen otra alternativa que seguir bajo el yugo o terminar mutilados. Tal vez ocurría lo mismo con Dorothy, y por eso había acudido a pedir un milagro. Pero había equivocado el momento y el lugar.

—¿Por lo menos le contaste sobre tu malestar?

—Ni lo insinué. ¿Sabes qué es el miedo?

Mónica apretó los labios.

—Se habla mucho sobre el miedo, pero pocos lo conocen de verdad —dijo Evelyn—. Cuando joven tuve miedo de no conseguir que Bill me mirase; después tuve miedo de que no me aceptara. Luego tuve miedo de contradecirlo. Durante años acepté todo, más allá de lo imaginable, por miedo a que me echase de su lado. Por miedo acepté aquello que nunca debe aceptar una mujer.

Mónica esperó que se explicase, pero Evelyn había llegado al límite. Se sonó la nariz y la abrazó de nuevo, para no seguir hablando. Era mucho en una sola vez. Mónica debía ir al hotel y acostarse por unas horas. Seguirían más tarde, propuso la tía con repentina firmeza.

Examinó el contenido del minibar y resolvió elegir algo simple: cerveza. Le tendió una lata congelada a Mónica y abrió otra para sí. Se sentaron en el borde de la cama. Damián le rodeó los hombros y la estrechó con firme dulzura; Mónica se dejó disolver en ese abrazo que tanto necesitaba. Sus cuerpos intercambiaban amor y energía en la burbuja del cuarto a media luz.

Damián aproximó su rostro a la frondosa cabellera; despedía un perfume suave y fresco. Después hundió la nariz y los labios. Le producía un ligero temblor navegar por la intimidad de esa fronda rubia; durante un largo rato se entretuvo besando sus mechones.

Mónica empezó a devolver los besos apenas insinuados, casi tímidos. Damián soltó uno de sus brazos y le acarició el pelo. Levantaba los bucles y los dejaba caer; un juego que los hizo sonreír. Cuando los alzaba, quedaba al descubierto la nuca; se la acarició, se la besó, y luego continuó recorriéndole la garganta.

Se prodigaban silencioso apoyo con gestos siempre tranquilos —o disimuladamente frenados—; expresaban cuánto se necesitaban en ese tiempo de angustia y perplejidad.

Se incorporaron un momento en la cama, para beber otro sorbo de cerveza. Los ojos de Damián recorrieron las líneas armoniosas de su enamorada. Los dos se abrazaron mientras las manos de él se deslizaban por los hombros, las nalgas, los muslos. Las bocas exhalaban el aliento de un ardor creciente. Volvieron a besarse con los labios entreabiertos, la lengua entrometida, mientras los dedos, como antenas, exploraban excitados las mejillas, los ojos, el mentón, las sensibles comisuras.

Mientras uno se extraviaba en el otro comenzaron a caer las ropas, en desorden. El contacto de la piel erizada los tumbó sobre la cama, donde rodaron de pasión, enredados en un gozo de pechos y vientres, piernas y brazos, manos y pies, ovillándose y extendiéndose en busca de las zonas antes reticentes que ahora empezaban a gemir.

Húmedos de ansia se fundieron con una dicha nueva. Galoparon y frenaron y volvieron a galopar, lejos del mundo y de las ataduras que engrillan los sentidos. Siguieron besándose mientras suspiraban y murmuraban palabras de amor.

El orgasmo, más prolongado que en otras experiencias, los dejó extenuados. Tendidos sobre la cama, parecían dos fieras que hubiesen terminado de batir a una jauría de enemigos, con la respiración agitada y crispados aún los dedos.

Damián tomó su lata de cerveza y se la ofreció a Mónica, que bebió lo poco que quedaba, ya tibio. Luego permanecieron mirándose a los ojos felices, soplándose el aliento que chisporroteaba de aliviada fatiga. Siguieron abrazados hasta que la luz del día siguiente les atravesó los párpados.

La planificación del asalto a la fortaleza ya contaba con suficiente información.

Sobraban datos sobre escuchas telefónicas procesadas durante meses en varios estados de la Unión, fotografías del rancho y de la comunidad Héroes del Apocalipsis y de cada metro de sus doscientas cuarenta incultivadas hectáreas. También había relevamientos del cerco coronado por alambradas de púas y estudios sobre los puntos donde sería posible atravesarlo sin que lo detectasen las alarmas. Las informaciones tan puntuales y diversas habían permitido dibujar mapas coincidentes sobre los tres grandes cuartos subterráneos, el laberinto de túneles que los conectaban entre sí y con los montacargas que bajaban desde los establos vacíos. Había una clara identificación de cada uno de los camiones que conformaban la flota de Hughes, el nombre y las fotografías de por lo menos dos tercios de los miembros de la comunidad que partían en misión, así como de todos los que manejaban los camiones.

Se sumaban a estas carpetas y disquetes las informaciones provistas desde Buenos Aires, abundantes también en escuchas procesadas, fotografías, relevamientos e identificación de personas.

El operativo Camarones avanzaba invicto desde el lejano sur. Había hecho escala en América Central, se había dividido en tres lotes desiguales y marchaba hacia la frontera de los Estados Unidos. Los dos cargamentos más chicos iban por tierra mexicana con el propósito de cruzar los puestos fronterizos de Texas y Arizona, seguros de que las autoridades aduaneras no verían la droga escondida bajo una montaña de camarones congelados. Hasta allí, perseguidos y perseguidores consideraban tener la situación bajo control. Pero en Arizona los agentes se adelantaron en el despliegue de sus medidas, y esto fue captado rápidamente por los narcos, quienes ordenaron que el convoy retrocediera cien kilómetros antes del cruce. La columna de Texas, en cambio, se apresuró a evadir los controles, ingresó en territorio estadounidense y se disponía a viajar sin obstáculos hasta la fortaleza de Little Spring.

Esta novedad obligaba a introducir ajustes de último momento para que el operativo no burlase la trampa final. Era de suponer que los narcos estaban advertidos e introducirían cambios en sus planes. Se resolvió entonces mantener la unidad Topo y poner en marcha la novedosa propuesta de Victorio Zapiola para la mercadería que arribaría al puerto de Galveston. Roland Mutt, cascarrabias jefe de la sección, la bautizó enseguida Caballo.

—Imagino que me entienden —exclamó, optimista.

Su comité de confianza asintió. Entonces telefoneó al responsable de la unidad Topo, el arriesgado Jerry Lambert, para que siguiera adelante con los preparativos, tal como se había dispuesto hacía una semana. Las pinzas se aplicarían sobre la comunidad de los Héroes de otra forma, pero se aplicarían sin escrúpulos. Jerry respondió desde el campamento habilitado a treinta millas de Little Spring, donde hacían su encubierta escala. Eran cuarenta personas entre hombres y mujeres, provistos de ropas, herramientas y armas adecuadas para su misión. Dedicarían parte del tiempo que faltaba para mantenerse en forma.

Mutt se frotó las manos y pidió a su asistente que retirase la documentación desparramada sobre la ancha mesa de roble. Miró el reloj: las siete de la mañana. En ese momento la nave de insignia hondureña ya había anclado y esperaba la inspección. En unas horas los vistas de aduana cumplirían su trabajo y era probable que sólo al día siguiente comenzara la etapa más difícil. La nave llevaba productos que podían descomponerse fácilmente y la expedición no iba a ser demorada por nadie que tuviera algo de sentido común; las compañías aseguradoras estaban alerta para descubrir culpables de un eventual deterioro. Por eso era norma que se postergasen otras urgencias cuando llegaban alimentos. No obstante, podían generarse problemas, y esta inquietud era compartida a uno y otro lado de la ley, tanto por Oviedo y sus hombres, en la residencia de Houston, como por Roland Mutt y su calificado personal, en las oficinas del ATF.

Mientras, los agentes del FBI y el ATF, distribuidos en las rutas como ciclistas o aerobistas, informaban sobre las patentes de los camiones que se desplazaban hacia los estacionamientos de Houston y Galveston. Escondidos en autos, bares o tras las cortinas de ventanas, algunos agentes adicionales supervisaban cada vehículo y la cantidad de personas que ocupaban las cabinas.

Victorio Zapiola preguntó si dispondrían de hombres y tiempo para llevar a cabo su iniciativa. Caballo necesitaba por lo menos quince individuos entrenados como actores. Era una guerra contra la suspicacia de los perseguidos.

—Recurriremos al operativo Ratón que usamos en Miami —sentenció Roland Mutt—. La misma gente, disfraces y armas.

—Entre Ratón y Caballo no veo parecidos —murmuró un oficial mientras cruzaba los brazos sobre el pecho.

—Existen hasta para los que saben zoología, que no es tu caso —replicó el jefe—, de modo que te guardas la opinión. Ya mismo te pones a la cabeza de todo lo que hicimos con Ratón hace tres meses. Sigo confiando en tu talento y lealtad, pese a todo. ¿De acuerdo?

—A la orden.

—Bien. Antes de que empiecen a cargar los camiones, tus hombres deberán estar listos, con el traje térmico y el disfraz de estibadores. ¿Alguna pregunta?

—¿Dónde estudiaste zoología? —El oficial rió.

—¡Vete al carajo! —El jefe lo miró con odio. —Pero escucha: en ti deposito mi mayor esperanza.

—No fallaré. —El hombre descruzó los brazos.

Damián percibía en Evelyn un aire familiar. Como le resultaba poco comprensible su parecido con Mónica, prefería asociarla con la fallecida abuela Matilde. Pero su abuela había sido una mujer de temple granítico, y Evelyn, la cabizbaja esposa de un pastor autoritario. Aunque, pensándolo mejor, también hacía falta temple para sobrevivir al sometimiento. ¡La condición humana era tan compleja! Del Holocausto y demás exterminios que azotaron el siglo sólo sobrevivieron los más fuertes, es decir, los que, pese a ciertas apariencias de rendición, no les dieron el gusto a los verdugos. Había un penoso darwinismo de los espiritualmente vigorosos. ¡Había que tener hilo en el carretel para soportar la asfixia sin morir! Evelyn parecía mayor que Dorothy, pero continuaba en pie.

Trató de hablarle a solas en el rancho. Debía ingeniárselas para esquivar la silenciosa vigilancia de Bill o Aby. Evelyn era una mezcla de miel y temor. Predominó la miel cuando le dijo sin rodeos que Mónica le había contado su trágica historia.

—¡Perdiste a tus padres y tu única hermana cuando tenías sólo siete años! —exclamó sin ocultar la pena.

Damián recibió con gratitud esa muestra de solidaridad.

—Creí que había perdido mi sombra —confesó él, mirándole el cabello tirante que debía de haber sido broncíneo y ahora terminaba en un agrisado rodete—. Caminaba aterrorizado y me asaltaba el pánico cuando mi sombra desaparecía.

—No se me había ocurrido que la sombra fuese tan importante.

—Es el dato que confirma nuestra existencia física. Además, durante años temía ser descubierto por algún delito que nunca cometí. Esperaba que me fueran a buscar para hacerme desaparecer.

—¡Dios mío! ¡Cuánto habrás sufrido! —Alzó el termo y le llenó la taza de café.

—Gracias. Mi abuela me protegía demasiado. Tenía dos hermanos y siete sobrinos, pero el único nieto era yo. Los delincuentes querrían quitárselo también. No lo decía, pero yo le adivinaba esa preocupación. ¿Sabes, Evelyn? Te pareces a mi abuela Matilde.

—¿Qué me parezco a tu abuela? No, ¡no lo puedo concebir!

—Sí.

—En todo caso, me parezco a un hombre llamado Damián —dijo Evelyn, enigmática.

—¿Por qué?

—Primero, porque ambos amamos con locura a Mónica.

Damián sonrió sorprendido.

—Segundo, porque también temía ser descubierta por un delito que nunca cometí. —Se le cortó la voz. —O que sí cometí.

—No entiendo.

—Desde que hablé largo y tendido con Mónica en el hospital, junto al lecho de mi pobre amiga, me da vueltas una idea. No me deja dormir. Y te aseguro que no es una frase. Presagio que estamos cerca de un final inmanejable. No me refiero al Apocalipsis del mundo, sino al mío, al de Bill y tal vez el de ustedes. Contigo debo compartir algo terrible.

—Por favor, Evelyn, hablemos con más transparencia.

—Es lo que procuro hacer.

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