Alguien se ocupó de curarle las heridas y proporcionarle alimentos líquidos. En sueños supo que se trataba de un enfermero llamado Victorio Zapiola.
El pequeño Damián fue testigo de la desolación que invadió a su madre. No sólo habían secuestrado a Sofía, sino que había desaparecido su papá. La secretaria llegó a la casa notoriamente descompuesta, para contar una y otra vez lo que había ocurrido. Le habían telefoneado un par de minutos antes de que llegase el doctor; le notificaron que tenían una información confidencial y urgente para él, y dejaron un número.
—Se lo dije apenas vino. Le pidieron que cancelara los turnos y que fuera enseguida, solo.
—¿Adonde?
—No sé, no me dijo.
—Tenemos que averiguar a quién pertenece el número de teléfono.
—Ya lo hice, pero es un teléfono público. Muy cercano al consultorio.
—¡Dios mío!
Llegaron el abogado y la abuela Matilde, la vigorosa madre de Estela. El abogado procuró tranquilizar a las mujeres con la promesa de que pondría en marcha su arsenal de recursos. Pero la palidez de sus mejillas y la inseguridad de su voz evidenciaban desaliento. Damián no podía concentrarse en los deberes de la escuela: permanecía pegado a su madre, la abrazaba y besaba.
—No llores, mamita. Por favor.
La abuela, apoyada en el bastón que le había impuesto una antigua lesión de rodilla, dijo que se quedaría en la casa hasta que reapareciera Jaime.
—No hace falta —protestó Estela.
Matilde fue a la cocina y asumió el timón. Al rato se instaló junto a Damián, le dio un beso en la cabeza y lo tomó de la mano.
—Vamos, niño. Será mejor que hagas los deberes.
Damián contempló el rostro arrugado de su abuela. La luz se filtraba por los cabellos blancos de esa mujer valerosa, que ya había perdido a su esposo en la Guerra Civil española y a un hijo por leucemia.
Esa noche se reprodujo el aquelarre. Una explosión demolió la puerta que acababan de cambiar. Irrumpió la misma horda de la vez anterior, con las armas en la mano y una arrogancia aplastante. Voltearon sillas, rompieron platos, quebraron macetas y sacaron de la cama, violentamente, a Estela. Mientras la obligaban a vestirse, media docena de hombres revisaban de nuevo cajones y placards. Llenaron una caja con más biblioratos de correspondencia. No pudieron gozar del whisky ni obtener más dinero de la caja de seguridad, porque ni uno ni otro habían sido repuestos aún.
Matilde se liberó a fuerza de maldiciones, se apoderó de su bastón y caminó resuelta hacia el dormitorio de Estela. Damián forcejeaba con dos gorilas. Matilde los encaró.
—¡Dejen en paz al niño!
—¡Callate, vieja! —Un hombre intentó aferrarle las muñecas.
El bastón de la abuela giró en el aire y le dio en la cabeza. La reacción fue incontenible. La arrastraron de los pelos hasta la cama de Estela mientras ésta era sacada a los empujones.
—¡Mamá! ¡Mamita! —sollozaba Damián.
En menos de un minuto la casa quedó en silencio. Matilde, con su blanco cabello desordenado, rengueó hacia la entrada destrozada. Debía apoyarse en las paredes oscilantes. Masticaba escorpiones. Damián, sentado en la vereda oscura, los ojos anegados de lágrimas, miraba el extremo de la calle donde desaparecieron los autos que se llevaron a su mamá. Su llanto silencioso aumentó la intensidad hasta transformarse en una convulsión. Su abuela se dobló para abrazarlo y cayó de rodillas. Empezó a gritar, y sus gritos cruzaron el firmamento negro como si fuesen truenos.
Pero nadie acudió. Algunos, estremecidos o apenados, se limitaron a escuchar tras ventanas y puertas bien cerradas.
Encapuchada y desnuda, Estela fue arrojada sobre la mesa de acero. Le abrieron las cuatro extremidades y la ataron con ásperas correas. Enseguida sintió las brutales descargas. Primero recorrieron sus brazos y piernas, en forma alternada. Luego fueron hacia las costillas, el abdomen, los hombros. El torturador disfrutaba de su trabajo en forma metódica, casi galante.
Los gemidos de Estela rebotaban en el techo e informaban al verdugo y al médico que la sesión podía seguir varios minutos aún. Entonces el torturador hizo una pausa. La víctima podía suponer que venía un recreo. Pero sólo significaba el prólogo del tramo más erótico: le aplicó la corriente sobre un pezón. El cuerpo de la mujer se contrajo con tanta violencia que pareció quebrarse. Luego repitió la descarga en el otro pezón. La dejó descansar. Estela supuso que no volvería a respirar. Estaba tan dolorida que ni percibió la suave exploración que el verdugo hacía de sus partes íntimas. La picana mojada penetró con rudeza en su vagina y la desmayó.
El médico ordenó interrumpir.
Días más tarde la visitó en la celda un sacerdote. Aunque no podía verlo a causa de la capucha, Estela reconoció que se trataba de un sacerdote por la calidez del trato y el estilo de las frases. El hombre le propuso levantar un poco el paño negro, para darle a beber una exquisita taza de café.
Estela no pudo contener el llanto. El hombre le acarició las llagas de las manos.
—El Señor está con nosotros. No pierdas la fe, hija mía.
Bebió el reconfortante líquido. Era la primera muestra de afecto que recibía desde que la habían secuestrado.
—¿Qué quieren de nosotros, padre?
—Es muy simple: hay una guerra. Otra vez se enfrentan el Bien y el Mal. Las fuerzas del Mal han conseguido trastornar a miles de personas. Si no triunfamos enseguida, el daño será incalculable.
—Pero nosotros... mi marido... yo...
—Estarán libres y a salvo apenas digan la verdad.
—¿Qué verdad?
—Yo no interrogo, hijita; sólo brindo consuelo. Y orientación.
—Infórmeles que no tenemos nada que ver. Nuestra hija fue desviada, pero es una adolescente. Sufre la rebeldía adolescente normal. En casa no aprobamos nunca la violencia. Que me dejen verla y la convenceré de su error. ¡Es apenas una nena, padre!... ¿Y mi esposo? ¿Por qué se lo llevaron? ¿De qué lo acusan?
—Antes tendrás que dar la lista completa de los amigos y amigas de tu hija. Debes contribuir con esta cruzada de salvación nacional.
—Me pide que sea una delatora. La mayoría de sus amigos son seguramente inocentes. Y los que no, chicos desorientados. Padre, ¡son chicos!
—Ni tú ni yo estamos en condiciones de saberlo. Algunos usan armas, ponen bombas. No seamos ingenuos.
—Padre. —Le aferró la sotana. —¡Ayúdenos!
El hombre se puso de pie, apoyó una mano sobre la capucha y susurró una bendición.
Jaime Lynch fue llevado a la cámara de torturas, pero esta vez no atacarían su cuerpo. Lo sentaron en la silla de hierro atornillada al piso. Lo fijaron al respaldo y a las patas.
Una voz conocida lo tranquilizó.
—Prepare su ánimo, amigo. Esta vez soltará la lengua.
—Sáqueme la capucha. ¿Quién es usted?
—Mejor ni se entere.
—¿Por qué? Si nos miramos podremos entendernos mejor.
—Nos entenderemos igual.
—Ya sé su nombre.
—¡Qué perspicaz!
—Abaddón. Lo oí varias veces.
—¿Y?
—El ángel exterminador. La novela de Sabato.
—Excelente. Me gustó ese nombre como alias de combate. Sabato es un subversivo, pero todavía lo dejamos en libertad.
—Ya conozco su alias; ahora déjeme verle la cara —imploró Jaime desde la capucha.
—Podría significar su muerte, doctor. Si llegara a ser capaz de reconocerme, no lo podría dejar salir a la calle. Sea agradecido con nuestras humanitarias gentilezas.
—¿Qué quiere de mí?
—Nombres.
—¡Por Dios!
—Nombres de los malditos guerrilleros amigos de su hija y también de usted. —El tono se tornó más ríspido.
—Ya le he dicho todo.
—Mentiras, doctor. Puras mentiras.
—Se lo juro por lo que más quiero.
—No jure en vano. Acá tenemos un cura que reza por usted, pero no podrá limpiarle tantos pecados juntos.
—No lo puedo ver.
—Tampoco podrá ver a su esposa, pero sí oírla.
—¡¿Qué dice?!
Ruidos, órdenes y lamentos. Reconoció la voz de Estela.
—¡Estela!
—¡Jaime! ¡Amor mío! ¿Dónde estás? ¿Cómo estás? —Un borbotón de piedras le desbordó la garganta.
—¡Aquí, Estela! ¡Aquí! —Echó a llorar mientras sacudía las despiadadas ataduras.
—No te veo... Estoy encapuchada.
—Yo también... Te oigo tan cerca...
—¡Ay! —protestó ella—. Suélteme.
—¡Suéltenla! —clamó Jaime.
—¡Nooo! —se quejó Estela mientras la forzaban a tenderse desnuda sobre un colchón—. ¡No! ¡Por favor! ¡Eso no! Una mano de acero comprimió el hombro de Jaime. —Escuche, mi querido Jaime Lynch.
—Abaddón, le ruego, le suplico...
—Ahora comprenderá que fuimos suaves con usted.
—¿Qué... qué van a... hacerle?
—A usted le haremos escuchar una música emocionante, la más estremecedora de su vida.
Estela protestaba y resistía. Jaime imaginaba la escena que se estaba desarrollando a dos metros de distancia.
—Tendrá un registro inédito de lo que siente su mujer cuando la violan.
—¡No, no!... ¡No puede ser! No pueden hacerle esto... ¡Es una madre! ¡Usted también tiene madre, Abaddón!
Los aullidos que profería Estela convulsionaban las paredes, pero no a los torturadores. Jaime transpiraba hielo mientras el corazón le latía en la boca. Explotaría de furia. Pero explotaría hacia dentro, hacia las cavernas de su alma destrozada. Ni los golpes, ni el submarino en la olla con excrementos, ni la picana eléctrica, ni la suspensión en el aire por horas le había dolido como esa injuria infinita. Tironeó con furia, se balanceó en la silla más firme que una roca, gritó más fuerte que su mujer para no oírla.
Varios hombres se gratificaron con el cuerpo aprisionado de Estela mientras Abaddón volvía una y otra vez al lado de Jaime para comprimirle el hombro y repetir:
—Hay que hablar, mi amigo, hay que confesar la verdad.
Al cabo de un tiempo imposible de medir, los captores de Jaime dieron por terminado el interrogatorio. Le quitaron la capucha y, lentamente, se recuperó de sus lesiones. Pero le quedaron marcas en el cuerpo, una especie de inscripción que le recordaba la realidad de sus torturas. No eran los números que los nazis tatuaban en el antebrazo de los condenados, sino la escritura secreta que había fijado el recorrido atroz de la picana.
El enfermero de cabello ensortijado, gris, y labios gruesos parecía un africano sin pigmentos. Le habían encargado mantener con vida a Jaime durante la primera etapa. Ahora que su cuerpo se estaba curando, la tarea consistía en “recuperarlo” para la sociedad. También Zapiola había sufrido cárcel, tormentos y una sostenida reeducación. Consiguieron que pasara de loco simpatizante montonero a sensato agente de las fuerzas de seguridad.
Jaime estaba profundamente abatido. Le daba igual transformarse en monje budista o en Napoleón. El mundo se había desquiciado. Después de la múltiple violación de Estela, la más horrible de las pesadillas nunca imaginada, no volvió a tener noticias de ella, ni tampoco de Sofía. Su hijito, Damián, debía de estar sumido en un desamparo colosal. El sufrimiento psíquico lo desgarraba peor que una sierra mellada. Rogaba que alguien tuviese la misericordia de proporcionarle un veneno.
Victorio Zapiola le aconsejó recuperar la calma. No todo estaba perdido.
—¿Sabe lo que me hicieron? ¿Lo que nos hicieron? —zollipó Jaime.
Día tras día Victorio lo visitaba, con cigarrillos y una botellita de coñac. Consiguió que se alimentara mejor. Hablaron del país y de sus familias. Primero narró Zapiola: era técnico radiólogo, trabajaba en el Hospital de Clínicas y se unió a los comandos civiles de la Revolución Libertadora que pusieron fin a la tiranía de Perón. Pero después fue atraído por la izquierda católica. Su mujer, instrumentista diplomada, se enganchó con los Montoneros: la mezcla de Iglesia y marxismo resultaba fascinante, lo más atractivo que se hubiera dado últimamente en la política. Ella era fanática, pero murió en los asesinatos de Ezeiza, cuando fueron a recibir en triunfo al caudillo que retornaba de España. Al grito de “¡Viva Perón!” disparaba el marxista contra el conservador y el conservador contra el marxista, ambos fanáticos del “Viejo”. Casi todos voceaban lo mismo y se baleaban recíprocamente.
Victorio, para conformar a su mujer, empezó a colaborar con los Montoneros sin preguntarse adónde querían ir. Odiaba a la derecha peronista y odiaba a los militares que la prohijaban. Hasta que fue secuestrado en una redada. Lo sometieron a las mismas torturas que sufrió Jaime, porque la técnica era rutinaria y eficiente. Los dos tenían que agradecer al Cielo no haber sido picaneados en el culo ni violados con el caño de un revólver. También debían estar contentos de que en la sala no hubieran intervenido algunas pocas mujeres que resultaban peores que los hombres. En una reunión de verdugos soltaron la risa al comentar lo que una mujer le había hecho al pene de un pobre tipo, mientras yacía atado a la mesa de los tormentos: le agarró el pene con odio (seguramente otro pene la había violado cuando chica), lo amenazó como a un muñeco: “Te voy a dar lo que merecés”, y lo introdujo en un frasco lleno de ácido. Ese tipo no volvió a orinar.
Jaime lo escuchaba asqueado, pero Victorio era el único que lo animaba. Esas historias atroces mostraban la realidad que él no había aceptado reconocer. Había pertenecido a la franja de argentinos que, ante las denuncias que circulaban, decían: “Exageran, exageran”. Cuando las desgracias ocurrían cerca, se consolaba con otra frase célebre: “A mí no me va a ocurrir”. Pero cuando chuparon a Sofía se desmoronó la impunidad. Todo era posible. Entonces empezó a sacar las piedras del corazón delante de Victorio Zapiola. El resistente enfermero le escuchó cien veces la historia del brutal allanamiento, la desaparición de su hija adolescente cuando escapaba hacia Montevideo, su deambular angustiado por las oficinas de militares más o menos conocidos, el palacio de Justicia, el ministerio del Interior, los sacerdotes. Y la maldita idea de buscar información a través de los mismos Montoneros. Nunca debió haber cometido semejante error. Alguien lo vio en el Florida Garden o alguien le había tendido una trampa. Tal vez esa pareja era de los servicios, no de la guerrilla. Imposible saber. Después se quebró en un llanto incontenible, asfixiante: la violación de Estela había sido la más ignominiosa de las torturas. ¿Cómo podían ser tan perversos? Al recordarlo sentía una estaca en el corazón. Nunca se repondría de esto.