El profesional la tranquilizó. No era así; se trataba de mecanismos de defensa. Su sufrimiento espiritual era enorme, por supuesto, y trataba de soportarlo con distorsiones de la realidad. Había que tener paciencia.
—¿Paciencia? Usted me habla como un cura.
—Y darle amor, compañía.
—Como si fuera un cura... Dios mío. A usted le pago para que lo ayude en serio, no para que me dé un consuelo inservible. ¡No me hable de amor! ¡A este pobre niño lo han despojado de su mayor fuente de amor! —sollozaba con el auricular en la mano, esperando calmarse, pero al cabo de un rato colgó sin despedirse.
El terapeuta suspiró, exánime.
Damián volvió una tarde con la ropa desgarrada y un hematoma en la mejilla. No quiso dar explicaciones. Su abuela, rengueando, lo siguió por la casa. Apoyada con ambas manos sobre su bastón, se esmeró en hablarle con ternura. Damián la esquivaba; guardó sus útiles, se quitó la ropa y se encerró en el baño. Se duchó y se cambió lentamente mientras su abuela esperaba. Extrajo de la heladera unos cubos de hielo, los envolvió en una toalla y se los aplicó sobre la mejilla. Bebió media jarra de agua y luego entregó a la expectante mujer un papel firmado por la directora de la escuela. Era una citación que le hacía en calidad de tutora, debido a la “mala conducta del alumno Damián Lynch”.
—¿Qué significa?
No contestó. Con el hielo contra la mejilla y la mirada puesta en el cielo raso, aguardó la hora de su sesión. Era la primera vez que tenía reales deseos de encontrarse con el psicólogo. Empezó advirtiéndole que no podía hablar con su abuela porque la pobre ya sufría bastante; ella disimulaba ante los vecinos y no faltaba el idiota que la saludase festejando un buen aspecto inexistente. Le partía el corazón cuando la oía rugir mientras se tiraba de los cabellos. No, con su abuela sólo trataba los asuntos agradables, que eran muy pocos. En otras palabras, no trataba asuntos. Durante un cuarto de hora alternó frases inconexas y silencios angustiados, pero su lengua empezó a destrabarse. Dijo que atacó a un par de compañeros que le habían preguntado socarronamente sobre sus padres. No le importó la pregunta, sino que no le creyesen su versión. Ya les había explicado que estaban de viaje. Eran unos malignos.
El psicólogo coincidió en que eran unos malignos, y Damián sintió que el oxígeno le llenaba los pulmones. No habían avanzado mucho, pero regresó aliviado.
Antes de dormir se quedó mirando la fotografía que su abuela le había puesto en la mesita de luz. La dulzura que irradiaba la sonrisa de sus padres le quemaba el pecho. Levantó el pequeño cuadro con ambas manos y acarició el vidrio con un dedo. Les dio un beso a su mamá y a su papá y guardó la foto bajo la almohada.
Su abuela tuvo que hacer frente a la cerrazón mental de la directora de la escuela, quien no aceptaba que Damián estuviese emocionalmente perturbado. Insistía en que una cosa eran los problemas familiares, y otra, la conducta en público. Según su criterio, al jovencito rebelde le faltaba comprender los beneficios de la disciplina porque había sido educado en una forma blanda. Por esa vez, y sólo debido a su pedagógica generosidad, se abstenía de aplicarle una sanción, pero si volvía a provocar peleas tendría que buscarse otro establecimiento.
Cuando Matilde entró en el cuarto de Damián para contarle cuánto aborrecía a la bruja de la directora y proponerle que evitase discutir con sus compañeros, advirtió que faltaba la foto de la mesita. Antes de que se pusiera a buscarla, Damián le contó que prefería mantenerla bajo su almohada.
—Pero... ¿no la querés mirar?
—La quiero sentir.
Matilde pensó que debía cambiar de psicólogo. Se mordió los labios hasta que le dolieron. No iba a llorar delante del niño.
A los seis meses de vivir con su abuela, cuando sus familiares creyeron que por fin emergía del duelo, Damián empezó a quedarse apoyado por largo rato en la ventana que daba a la calle. Se había convencido de que, si esperaba a sus padres con insistencia, a razón de un par de horas diarias por lo menos, regresarían antes, tal vez pronto. Ya tenían que haber recorrido toda Europa. Era mentira que hubiesen desaparecido para siempre, como sonaba por ahí. Imposible. Mientras oteaba la calle ponía atención en la gente para descubrir hombres o mujeres parecidos a Jaime o Estela. El parecido podía trocarse en identidad. Una mujer lo sobresaltó; sacó medio cuerpo para verla bien: era igual a su mamá, aunque con el cabello teñido. Saltó a la vereda y corrió a abrazarla. La mujer ingresó en un edificio próximo y el decepcionado muchacho recordó que ya la había encontrado en otra ocasión: era una vecina, nada más que una vecina. No importaba; debía perseverar. Sus padres estaban cerca y tal vez se habían disfrazado para evitar que los reconociesen sus perseguidores. No era el único que pensaba así: su psicólogo le contó que un joven recorría los colectivos con la foto de sus padres en la mano. Fue un buen consuelo, porque no estaba solo ni había enloquecido, como también sonaba por ahí.
El colegio secundario fue más sombrío que la escuela. Se sentía un espécimen raro, de cuya familia no podía dar referencias. Su padre había sido famoso, pero no debía mencionarlo. Tampoco decir que faltaban su madre y su hermana. Nunca se hablaba de los desaparecidos, que ya eran multitud, pero hasta los gastados pupitres de cualquier aula sabían que habían sido “chupados” dos profesores y seis alumnos por una delación. Las paredes murmuraban: “Por algo será”, o: “Cosas terribles habrán hecho”.
El director del colegio, los docentes y los compañeros de Damián evitaban el tema de la “guerra sucia”. Estaban “vacunados”, se decía. Quienes sufrieron pérdidas de familiares o de amigos callaban y quienes aún no las habían padecido se afanaban por evitarlo escurriendo hombros y conciencia. Era peligroso saber. Había que encerrarse en el propio caparazón, como las tortugas.
Pasaron años. Ni la abuela de Damián ni sus tíos, ni sucesivos abogados ni el arzobispo de Buenos Aires, ni las organizaciones por la defensa de los Derechos Humanos, ni unos contados burócratas relativamente sensibles consiguieron la menor información sobre Sofía, Estela y Jaime. Nada. Se los había tragado le tierra, o el mar, o el cielo. Los dueños del país aseguraban que mucha gente presuntamente desaparecida disfrutaba de suntuosas vacaciones en el exterior, a menudo con nombres falsos. Damián pensó que esos cretinos le habían plagiado la fantasía.
DIARIO DE DOROTHY
Wilson me acaba de telefonear desde Houston para invitarme a pasar una larga y hermosa temporada en las playas de Río de Janeiro. Es parte de un plan maravilloso.
Ya
está todo arreglado: residencia, automóviles, diversiones, personal. Vendrá a buscarme allí en unas semanas. Prepara el acontecimiento más importante de su vida: la llegada de nuestro hijo. Ha decidido adoptar uno, que inscribirá como propio, legítimo. Se llamará Washington Castro Hughes, una forma de atar más fuerte aún nuestro lazo matrimonial.
Su voz sonaba feliz. ¿Será un chico brasileño? Se negó a contestar esa pregunta. Recordó que fui yo quien le sugirió recurrir a la adopción, de modo que no quería volver sobre el tema. Me dijo que ha dado un paso trascendental y que no quiere atarse a referencias de bajo vuelo. El niño será blanco y bellísimo; de eso no tiene dudas.
¿Pero por qué Río?, insistí. Contestó que por una razón muy simple: no quería que la gente recordase no haberme visto embarazada. Debemos cuidar el marco social y la indiscutible paternidad de la criatura. El bebé será presentado como biológicamente nuestro, nacido de su semen y mi óvulo.
1982
Tras la guerra de las Malvinas y la consecuente descomposición del régimen militar, en Damián empezó a fermentar un ambiguo desasosiego. Se acusaba de haber negado la verdad, de haberse inventado historias ridículas para consolar su dolor, de esperar en forma pasiva que su tragedia terminara en justicia, de someterse a una resignación indigna. Cuando pasaba un cortejo fúnebre lo miraba con envidia: los que acompañaban a sus padres muertos verían cómo se les daba sepultura y podrían visitarlos con una flor, cosa que él no haría jamás. Se acusaba de no haber hecho nada para localizar las tumbas de sus padres o de su hermana Sofía... si de veras existían sus tumbas. Tal vez habían sido arrojados al río o al mar en esos vuelos siniestros que sólo se comentaban a media voz. Algo tan salvaje no podía ser cierto. Tenía rabia de saber un poco y de no saber bastante, rabia por haberse callado como la mayoría de las personas que vivieron bajo esta dictadura que felizmente declinaba. Rabia por haber festejado la expresión: “¿Yo? ¡Argentino!”. Sus entrañas emitían ruidos insólitos y presentía que de su boca y de sus orejas brotarían chorros de lava.
Matilde tosió para deshacer el nudo de su garganta y le explicó que la casa de sus padres había sido comprada por un militar. Una hebra de su cabello blanco se pegó a su mejilla húmeda. Antes de que Damián pudiese convertir el asombro en palabras, agregó que tampoco ella entendía, pero tres abogados y dos escribanos le demostraron lo mismo: la operación había sido legal. El pobre Jaime firmó —o lo obligaron a firmar— los papeles con su caligrafía inconfundible, y no había nada que hacer. Las preguntas que Damián le formuló en ese momento y las que le formularía en las horas y las semanas sucesivas ya las había repetido Matilde una y mil veces a los tres abogados y dos escribanos. No había forma de recuperar el bien. La casa había sido vendida por Jaime en debida forma a un tal Carlos Ríos, que a su vez la vendió a Jorge Montes, que a su vez la vendió a Ignacio Lavaqué. No se sabía adónde había ido a parar el dinero de la venta ni resultaba posible ubicar a Carlos Ríos. La operación, según pudieron rastrear, se efectuó en Buenos Aires. Sonaba irreal, pero era más cierto y duro que la piedra atascada en su pecho.
Damián retornó al hogar usurpado. Su anhelo era más fuerte que la prudencia. Empujó la alta puerta familiar y se sorprendió de que no le hubieran echado llave. Tampoco apareció alguno de los nuevos habitantes. Se extendía una penumbra húmeda y misteriosa. Buscó el botón de la luz, pero sus dedos sólo descubrieron las secas ondulaciones de la pared, de revoque descascarado. En el living se alzaba un montículo negro, como un perfecto cono hecho con polvo de asfalto. El olor a encierro ardía en el paladar. El cono era un hormiguero gigante. A su alrededor advirtió el perfil de sillas tumbadas, floreros rotos, diarios viejos. El desorden testimoniaba el último allanamiento, el que se llevó a su madre, y del que fue un observador paralizado. En aquella noche abismal su abuela había ido a recogerlo a la vereda, hacia donde él había corrido con la esperanza de retener a su mamá. Pero permaneció como una estatua mirando hacia el vacío fondo de la calle.
También encontró hormigueros en el baño, la cocina, los dormitorios. Los placards estaban abiertos, con la ropa caída. Las fotografías exhibían manchas ocres. Abrió un grifo y salió agua marrón, con gusanos. La dejó correr y, poco a poco, se aclaró mientras los gusanos luchaban por alcanzar el borde del lavatorio. Entonces se produjo una maravilla: en su cabeza se restableció el hogar conmovedor, con pisos lustrados, alfombras limpias y ventanales con maceteros desbordados de flores. Su cabeza estaba rodeada de luces. Oyó el sonido de la ducha caliente e inhaló la fragancia de la comida puesta en el horno. Había júbilo y calidez. Ruidos gratos y voces amadas. La voz de su papá, de su mamá, de Sofía.
Despertó transpirado.
DIARIO DE DOROTHY
He visto
La historia oficial.
Me
asaltaron el terror y las náuseas. Nunca una película me había producido un efecto tan agobiante. Miré a Wilson y le pedí que nos retiráramos del cine antes de que terminase la función. No pude hablar hasta que llegamos a casa. Fui directo al dormitorio y me arrojé en la cama.
Él me miró asombrado; no entendía mi malestar.
Yo
le dije que lo que había visto me dejó muerta de miedo. Hizo un gesto despectivo y ordenó que no me dejase influir por el sentimentalismo barato: esa película era sucia propaganda política.
Entonces le recordé que también habíamos adoptado una criatura y que esa criatura podía llegar a ser reclamada. Se puso verde de bronca y gritó que no hubo adopción. Que nunca más quería oír en mis labios esa palabra. Y dijo más: que él me había preñado bien preñada y que así debía asumirlo de una vez por todas. Que me había preñado de esta hija y me había preñado de otros hijos que perdí.
Yo
lo escuchaba perpleja, porque nunca me preñó y jamás aborté hijo alguno. Pero Wilson quería que ésa fuera no sólo la
versión
para los demás, sino para nosotros mismos. Agregó que para no perder la criatura, como me había pasado otras veces, me mandó a descansar unos meses en Brasil. Era un invento que debía ser convertido en historia, en granítica historia.
Asentí mientras me secaba las
lágrimas
.
Pero no pude dejar de preguntarle que a lo mejor alguna de esas abuelas
de
Plaza de Mayo... No me dejó terminar la frase; me agarró la cara con manos indignadas y me aulló a los ojos: “¡Qué disparate! ¡No habrá abuelas!
Tu
madre falleció y la mía está en Cuba, o en el cielo”.
Ese viejo edificio de Barrio Norte, construido originalmente para albergar familias de medianos recursos, terminó subdividido en oficinas. Según la cartelera que figuraba en la planta baja, había una firma de abogados, una agencia para la selección de personal de empresas, una editorial mantenida por los mismos autores y una compañía de traductores. Cada sociedad ocupaba uno, dos o tres pisos. Algunas habitaciones eran amplias, y otras, muy pequeñas, como si las hubieran subdividido con tabiques disimulados. Además de salas amplias había habitaciones individuales y algunas suites. Ciertos sectores no se usaban nunca, quizá porque se reservaban para las emergencias. En todos los pisos abundaban teléfonos, grabadores, faxes y computadoras. El personal de vigilancia y el de limpieza del conjunto era contratado por la firma de abogados. Con raras excepciones, la gente que circulaba era siempre la misma. Durante la noche rotaba una guardia.
No era la SIDE, pero se le parecía. Tampoco era una organización de detectives privados. Allí, se ocupaban de realizar seguimientos de llamadas telefónicas vinculadas a un gran negocio internacional. No podrían justificar su tarea, que debía oscilar entre lo permitido y lo vedado. Tampoco eran inmaculadas la SIDE ni las agencias de detectives. Pero la sociedad, acostumbrada a ellas, las ignoraba.