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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (33 page)

BOOK: Los iluminados
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—Me imagino.

—Fue espantoso. —Se pasó las manos por las sienes. —Espantoso.

—Mejor no enterarse, entonces —meneó la cabeza.

—¿Mejor? Nada es mejor. Lo positivo es que obtuve algunas pistas, muy escasas, por supuesto. Sé dónde los mantuvieron enterrados en vida y cómo los torturaron. Sé también cuál era el apodo de guerra que usaba el jefe de los criminales.

Ella abrió grandes los ojos.

—Se hacía llamar Abaddón, el ángel exterminador.

—Monstruoso.

—Es lo menos que se puede decir.

—¿Lo han identificado?

—Todavía no; es mi asignatura pendiente. Debe de vestir piel de cordero para disimular.

—Seguramente.

El mozo retiró los platos. Pidieron café.

Damián se reclinó, cansado, como si recién llegara de correr. La miró con gratitud. Esa muchacha no sólo era hermosa por fuera.

—Quisiera revelarte un secreto —le dijo, tomándole otra vez la mano—. Tu compañía me hace bien.

—A mí también me gusta estar con vos.

—¿Me darías tu número de teléfono?

—¡Pero, por supuesto! ¿Cómo no se me ocurrió antes? Te lo anoto en una hoja. —Extrajo un papel de su mochila y dibujó los números. —Te anoto también mi nombre, para que no me confundas con otra alumna.

—No seas celosa.

Escribió con letra clara: “Mónica Castro Hughes”. Luego encerró con un círculo el nombre y el número. Damián intentó descifrar si el círculo tenía forma de corazón.

La mucama avisó que la llamaba un señor.

—¿Quién?

Se encogió de hombros y le entregó el teléfono inalámbrico.

—Un tal Damián Lynch.

La mujer estiró su delantal blanco sobre el vestido negro y se puso a acomodar los almohadones del sofá. Mónica le hizo saber con un gesto que deseaba quedarse sola. Como la mucama parecía no entender, Mónica golpeó el suelo con la pantufla. Luego recogió las piernas y apartó el cabello que le cubría la oreja.

—Hola.

—¿Mónica? Habla Damián Lynch.

—¡Qué sorpresa!

—¿Agradable?

—¡Claro!

—Tenía el número frente a mí y no resistí la tentación.

—Oscar Wilde dijo que podía resistirse a todo, menos a la tentación.

—Ja, ja. Muy bueno... Este Oscar Wilde sí que era ingenioso.

—De veras.

—Perdona si te he llamado a una hora inconveniente.

—Estaba levantada.

Se produjo un silencio incómodo. Damián carraspeó.

—¿Sabés qué nos ocurre de malo?

—¿De malo?

—Sí. Vernos tan seguido.

—Me estás cargando —soltó una risita.

—Temo a las adicciones.

—Damián: ¡nuestra amistad no es una droga! Qué ocurrencia.

—¿Estás segura?

—Las drogas matan.

—Hay amores que matan...

—Bueno, bueno. Ahora sí que la cosa se pone interesante. —Deslizó un almohadón tras su espalda. —¿De qué amores me estás hablando, si se puede saber?

—De varios. La investigación científica, por ejemplo.

—Dame otro ejemplo. Me parece que estás apuntando a otro blanco.

—A ver... El juego compulsivo, la ambición desmedida.

—Te vas por las ramas, decís cualquier cosa. —Hizo pantalla sobre el auricular y le habló en tono susurrante. —¿Por qué no me confesás, en voz baja, lo que realmente querés decirme?

Otra vez se silenció el auricular.

—Bueno —dijo Damián al fin—, pero también en voz baja, secreta.

—No oigo nada.

—¡Quiero verte!

—Nos vimos ayer.

—¿No te decía que me estoy volviendo adicto?

—Entonces te pongo en tratamiento ya mismo: abstinencia hasta la próxima clase.

—No sirve, no.

—¿Cómo sabés?

—Mónica, anoche no pude dormir.

—¡Vamos! ¡Qué exagerado! —Cambió el tono, súbitamente preocupada. —¿Es por lo que me contaste?

—En parte sí, en parte no. Yo creía que a mi edad se tiene insomnio cuando uno está angustiado por problemas o por recuerdos. En mi vida pasé muchas noches en vela por esa causa, como imaginarás. Pero nunca me había ocurrido estar despierto durante horas, y dar vueltas sobre las sábanas, debido a la presencia de algo hermoso.

Ella apretaba con fuerza el auricular.

—Hola. ¿Me estás escuchando?

—Sí.

—Mónica... ¿Cómo expresarlo? Tenía tu cara delante de mí.

—Y mi cara te asustaba. —Necesitaba quitar dramatismo forzando el humor. —¿Era eso? ¡Como una bruja horrible!

—Bueno, digamos que me estás embrujando.

—¡Qué declaración sorpresiva! Damián, ¡sos muy antiguo!

—No es ético que un profesor se fije en una alumna, ¿verdad?

—Claro que no. ¿Pero hablás en serio?

—¿Y a vos qué te parece?

Mónica se tomó unos segundos.

—Te voy a contestar de la misma forma que vos ayer: yo pregunté primero.

—Respuesta, entonces: me encanta hablar con vos, verte, estar cerca. Y lo digo en serio. Lo de ayer fue una prueba inolvidable.

—Cualquiera que tenga algo de sensibilidad se habría conmovido con tu historia.

—Yo percibí algo más potente. Creo que también vos.

—Damián, estoy sorprendida. Tus repentinas insinuaciones hacen irreal esta charla.

—¿Irreal? Tal vez me resultaba más fácil decírtelo por teléfono.

—No sé qué me estás diciendo realmente. Pero coincido en que no es ético que un profesor y una alumna... Aunque habría excepciones —Sonrió. —En fin, los caprichos o la tentación, como dijo Wilde.

—¿Me creerías si te asegurara que nunca le hablé así a otra alumna?

—Es difícil creerlo, señor seductor.

—¿Por qué?

Mónica demoró en responder.

—Defensa femenina, quizás —dijo tras un silencio.

—No necesitás defensas. Creeme. Y esto de decirlo por teléfono se debe a mi timidez.

—¿Vos, tímido?

—Sí, a veces. O con ciertas cosas. ¿Cómo haría para decirte, por ejemplo, que soy un obsesivo estético y que por eso tu belleza me impactó desde el primer día?

—Gracias por el piropo. Los obsesivos estéticos, además, ¿son buena gente?

—Hay de todo... Mónica, ¿qué hacés esta tarde?

Silencio. Varios segundos después respondió:

—Voy a estudiar.

—Te invito a dar una vuelta.

—Me parece que voy a negarme.

—¿Por qué?

—Para no aumentarte la adicción. —Lanzó una risita.

—¿Por dónde te paso a buscar?

—¡Vos sí que sos perseverante!

—Sí, te paso a buscar esta tarde.

—Mejor nos encontramos frente a la catedral de San Isidro.

—Hecho.

• • •

Condujo por la avenida del Libertador, cruzó el límite de la Capital Federal e ingresó rápidamente en el barrio de Vicente López. Vio por el espejo retrovisor a un policía parado en una esquina; ¿le haría una multa por exceso de velocidad? Sacó el pie del acelerador, pero no por mucho rato. El tránsito todavía era poco denso a esa hora; Damián no podía frenar su impaciencia y volvió a aumentar la velocidad. En su cabeza giraba el rostro de ojos verdes, la melena rubia. Atravesó Olivos. A su izquierda se extendía el largo murallón de la residencia presidencial; retumbaron en sus sienes las inversiones suntuarias de Carlos Menem con la excusa de que tampoco el Papa se priva de lujos. ¿Caradura? ¿Develador? El poder, el poder... Se fijó en los carteles que animaban la ruta: parrillas, pizzerías, pubs, heladerías, oficinas inmobiliarias, tiendas. Iba a encontrarse con la joven que había entrado en su vida como un meteoro.

La avenida se angostó a poco de ingresar en la circunscripción de San Isidro. El asfalto cedía lugar a los adoquines del tiempo colonial y su auto traqueteó sobre las lustrosas piedras. Los edificios nuevos reducían su clonación ante la resistencia de casas antiguas con altas puertas de madera. Los muros conservaban el color rosado de otros siglos. La arcaica gloria se expresaba en rejas de acero que adornaban los ventanales cubiertos con visillos de encaje. De pronto la avenida penetró en un túnel armado por una fronda de tipas cuyos irregulares troncos negros semejaban las columnas de una guardia de honor. “¡Qué ideas tan ridículas se me ocurren!”

Giró apenas y se topó con el costado de la catedral gótica (ilegítima) en cuya parte superior se alzaban arbotantes y contrafuertes de estilo medieval. Estacionó junto a la plazoleta Obispo Aguirre. Enfrente había otros dos espacios. El dedicado al fundador de San Isidro, capitán Domingo de Acassuso, se centraba en una escultura de bronce con la rodilla en tierra, respaldada por una fuente de generosos chorros. El otro se llamaba Bartolomé Mitre y, además de la estatua del prócer, tenía un reloj de flores. Eran las únicas flores. Caminó entre los canteros de tierra dura y estéril, delimitados por cadenas. Se le ocurrió que en la Argentina sobran paradojas: se cuida lo que no necesita cuidado (esos canteros secos) y se depreda lo valioso, en especial la vida.

El rostro de Mónica no estaba por ninguna parte. Damián tuvo que armarse de paciencia pese a las ideas de San Agustín. A veces la paciencia gratifica.

Se sentó durante unos minutos en la escalinata que descendía hacia el Tren de la Costa y su moderna estación. Luego decidió aplacar su ansiedad con una visita al templo. Atravesó el breve atrio y caminó hacia el pórtico de acceso; penetró en el atrio interior bien iluminado, en el que varias carteleras exhibían afiches, consignas y programas. Cruzó otra puerta e ingresó en la fresca penumbra del recinto. La iglesia constaba de tres naves y respondía al estilo que más se había esmerado en llegar al cielo. Su bóveda de crucería y los típicos arcos de medio punto habían sido la obsesión de comunidades enteras en Europa, que los construyeron y perfeccionaron a lo largo de siglos menos impacientes que el nuestro. Las columnas de piedra tornaban prescindibles los muros y, siguiendo la tradición, estaban destinados a ostentar coloridos vitrales con escenas de la historia sagrada. Pero esa catedral era joven como la Argentina. Aun así, alcanzaba para brindar un clima de recogimiento.

Damián se persignó y se sentó en uno de los bancos posteriores de la nave central. En el centro de la crujía estaba suspendido un moderno crucifijo de madera. Miró hacia el altar distante, iluminado, y recordó que su abuela lo llevaba compulsivamente a la iglesia todos los domingos para que fuese un buen hombre. Con los años se preguntó por qué la abnegada Matilde insistía en que fuese un buen hombre y no un buen cristiano, como se usaba decir. Ella misma se lo aclaró: “Porque son cristianos quienes destruyeron nuestra familia, m’hijo”.

Se persignó y fue a encontrarse con Mónica, que ya debía de haber llegado.

En efecto, la vio junto a la fuente del capitán Acassuso.

Avanzó raudo hacia ella con luz en las pupilas, pero ciego a un auto que casi lo derribó sobre el empedrado. Al reproche del conductor respondió con disculpas. Mónica le tendió ambas manos, asustada.

—¡Casi te matan!

—No te preocupes. Estoy bien.

—¿Hace mucho que esperabas?

—Desde ayer —dijo Damián, serio.

Mónica frunció los labios y levantó el mentón.

—Exagerado y... ¡tenaz!

—Te quiero seducir; ¿no te das cuenta? Supongo que apreciás mi esfuerzo.

—Hay esfuerzos que sirven y otros que...

—Si ganan tu afecto, sirven muchísimo —replicó él.

—Muy galante, profe.

Rodearon la catedral. La floración dorada de las tipas contrastaba con el violeta desenfrenado de las santarritas, que montaban los muros bajos. Se detuvieron junto a un balcón de troncos que miraba hacia el río y decidieron bajar una escalinata rumbo a la calle que bordeaba las vías del tren. El apacible escenario aligeraba las piernas y el corazón. Sin advertirlo, un cuarto de hora más tarde estaban en medio de onduladas calles residenciales. Las tapias cubiertas de hiedra alternaban con otras que derramaban flores como si fuesen cascadas de color, en especial fragantes madreselvas y enormes rosas chinas. Al término de paredones de ladrillos esmaltados aparecían torretas de vigilancia, algunas rodeadas por canteros. “El mundo necesita cada vez más vigilancia, en especial la gente rica”, repicó en sus oídos la obviedad más repetida en los últimos tiempos. Algunos edificios prescindían de muros exteriores y se protegían con rejas de hierro o madera lustrada, a fin de lucir sus construcciones y parques. Alternaban los techos de pizarra negra, de estilo francés, con las tejas españolas o esmaltadas. Junto a la acera, cada tanto, se elevaban jacarandaes o naranjos. El aire olía a perfumes en promiscuo entrecruzamiento. Mónica y Damián empezaron a confiarse anécdotas de sus vidas. No obstante, sentían vacilación para aproximarse físicamente. Reían un poco, discutían, hacían gestos, pero evitaban tocarse siquiera los dedos. Damián pensaba que su timidez lo tornaba antiguo. Pero ese límite ayudaba al juego. Mónica apreciaba que no se le arrojase encima. Tácitamente, coincidían en mantener la tensión.

Como recreo de sus confidencias hablaron de la facultad, el terreno neutro que permitía criticar y hacer chistes. Recién se había mudado la Dirección. ¡Era increíble que aún no se hubiese habilitado la sala de profesores!

—¿Dónde se reúnen? ¿En el baño?

—En el cuarto de la administración general. Nuestra pobreza no la soñó ni Francisco de Asís.

—¿Por qué enseñás en la UBA?

Damián esbozó una sonrisa triste.

—Porque está en el corazón de la gente. Todavía da prestigio, pese a todo. Muchos docentes piensan que a través de ella devuelven a la sociedad lo recibido. Una generosidad de la que no se habla. Misterios de la Argentina.

También comentaron acerca de las mezquinas negociaciones internacionales sobre el cuidado del medio ambiente y lanzaron al aire —con risa y disgusto— las aceitunas podridas de la política nacional.

Al cabo de un par de horas llegaron al puerto de Olivos. Un bosque de mástiles se amontonaba junto a los muelles. Los barquitos estaban cubiertos por lonas blancas y azules. Sobre el vasto río se desplazaban decenas de veleros. Cruzaron el Yatch Club y entraron en una cervecería al aire libre protegida por jacarandaes cuyas flores parecían de papel.

Chocaron las jarras de cerveza. Dijeron: “¡Salud!” y se miraron con ternura. Ambos se secaron los labios con la lengua y, al darse cuenta, se echaron a reír. Era una risa de descarga, excesiva. Apoyaron las manos sobre la mesa y las juzgaron hermosas, sensibles. Volvieron a mirarse. Entonces Damián dijo:

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