Pese a la gravedad de la epidemia, un jefe de la tribu de Simeón, llamado Zamri, tuvo la insolencia de llevar al centro del campamento a una hermosa princesa de Madián. La presentó a los conductores de su pueblo, incluso al mismo Moisés. Todos quedaron paralizados de asombro. Entonces Zamri, desafiante, la llevó a su alcoba. Pero no prestó atención a un joven encendido que lo estaba observando. Era Pinjás, nieto del sumo sacerdote Aarón, quien empuñó su lanza, esquivó la guardia que protegía al simeonita y penetró en la tienda mientras los cuerpos excitados se unían. De un lanzazo atravesó los vientres del hombre y la mujer. La cópula se transformó en abrazo letal.
Todo fue muy rápido. Según la Biblia, Pinjás procedió como determinaba la voluntad del Altísimo, pero los hebreos ignoraban que lo había inspirado Dios: había asesinado a un jefe de tribu. Era un delito imperdonable y acabaría condenado. Entonces Dios habló a Moisés y le dijo que esa acción aparentemente inexplicable apagó su cólera y, por lo tanto, cesaba la peste.
Las denominaciones religiosas racistas, en especial la Identidad Cristiana, veneran a Pinjás. Sostienen que la mezcla de los arios con otras razas es igual al pecado de Zamri. Critican los llamados a la tolerancia y la convivencia porque los consideran trampas que pretenden exterminar a los verdaderos descendientes de las diez tribus y corromper a los bellos hijos de Adán para convertirlos en “bestias del campo”.
1965
Lea empezó a despertar en medio de la noche; su mente navegaba nostálgica por escenas del ya lejano principio. Bill había cambiado en forma radical. ¡Qué vigoroso e insaciable había sido a poco de conocerlo! Gozaba del descubrimiento de Lea como si fuese en verdad la Tierra Prometida. Era brioso cuando Asher aún vivía y, tras el sangriento accidente, aumentó su placer. Le divertía evocar al finado mientras jugaba con sus pechos y acariciaba sus muslos. Entre beso y beso lo convocaba: “Ven, métete ahora entre nosotros”, “Arranca de aquí a tu mujer”, “Quítale las ganas de que yo la siga cogiendo”.
A Lea también la excitaba esa fantasía salvaje. Pero no convocar a su difunto marido: sólo pretendía, de vez en cuando, resarcirse de las humillaciones a las que había sido sometida. Asher le había confesado su tendencia de voyeur, y Lea se prestó a desnudarse en su presencia como si fuese experta en strip tease, o a aparecer parcialmente cubierta por un toallón junto a un espejo que develaba otras porciones de su cuerpo. El resultado fue lamentable, ya que no consiguió moverle un pelo. En su desesperación llegó a urdir un plan de manicomio: atraer a un adolescente para hacer el amor, lo que colmaría el voyeurismo de Asher y, de esta forma, devolverlo a la normalidad. Felizmente no dio ni el primer paso y el cielo proveyó a Bill Hughes, que tenía ansias por introducirse en el monte Carmelo. Apenas lo vio y oyó; Lea supo que le cambiaría la vida.
La felicidad duró hasta que, en mala hora, Bill descubrió a Robert. Lea no tuvo la precaución de indicarle que no fuese a Carson. Era inevitable que allí se encontraran y ventilaran cosas. Seguro que Robert seguía furioso contra el difunto Asher y contra ella. Tal vez más contra ella, porque era la hermanastra que había preferido a un traidor. Duke le habría contado gran parte de la historia y Bill no habría podido ni querido ocultar su relación pecaminosa. La confidencia de uno provocó la del otro, lamentablemente. Robert no perdonaba los deslices sexuales, era severo como un inquisidor, y le habría exigido a Bill que pusiera orden en el desaguisado que mantenía con Lea. Pero Bill no aceptaba contraer matrimonio; aseguraba que los profetas no se casan, y él era un profeta. Robert le habría dicho lo mismo que solía repetir Lea: ¿Dónde dice la Biblia que los profetas no se casan? Moisés se casó y quizás otros también. Pero Bill respondía que Moisés era más patriarca que profeta y de los demás no había crónicas precisas.
Lo cierto es que, desde su primer viaje a la maldita Carson, Bill dejó de convocar a Asher en la cama y Lea dejó de gozar los coitos. Las caricias de Bill perdieron convicción, y sus fantasías, combustible. Algunas noches ni siquiera se abrazaban.
También llegó a pensar que Bill incubaba la perversión de Asher. Era tan buen discípulo que hasta podría superarlo en las locuras. Ella ya tenía cuarenta y cinco años, pero la incendiaban ardores de veinte. Los consejos de películas y novelas no alcanzaban. Bill estaba cada vez más absorbido en la expansión de su iglesia, pendiente de las multitudes y atento a las acciones punitivas que llevaba a cabo Pinjás contra historiadores, periodistas y defensores de derechos humanos.
Hizo un triste balance. Había probado muchos modos de aparecer seductora. Recurrió a veinte técnicas de caricias, tanto de la cabeza a los pies como de los pies a la cabeza; le trazaba dibujos insinuantes que empezaban directamente en el ombligo o la entrepierna, con fugaces abandonos que incentivaban el suspenso. Le propuso sexo oral, anal, masturbatorio, acuático y mixto. Su aquelarre pornográfico resultaba patético.
Hasta que la vaga sospecha cobró una dimensión sísmica. Ya no le quedó espacio mental para urdir noches de erotismo.
Desde que Bill había regresado de enterrar a su abuelo Eric empezó a fijarse en las muchachas jóvenes. Esto era nuevo y desconcertante. Lea lo conocía en público y en privado; tenía un registro de sus reacciones más íntimas y podía detectar qué absorbían sus ojos aparentemente fríos. En un comienzo este dato la alegró, porque significaba un incremento del ardor que corría por sus venas. No tenía sentido ponerse celosa: muchos hombres aumentan su energía mirando jovencitas y la descargan en la intimidad de su pareja. Era un recurso más aceptable que algunos de los que ella fraguaba cuando caía en desesperación.
Bill se interesó por una familia con una hija de diecisiete años, llamada Nancy, y pidió a Lea que la incluyese en la lista de visitas pastorales que confeccionaba con excelente criterio desde los tiempos de Asher. Esto pretendía disolver sospechas, ya que Bill tenía muchas formas de reunirse con esa muchacha sin necesidad de comunicárselo a Lea. Lo notable fue que con ese ardid consiguió mantenerla efectivamente confundida por un buen tiempo.
¿Qué pensaría entonces el adusto Robert? Bill no sólo vivía en concubinato con su hermanastra, sino que mantenía relaciones sexuales con jóvenes de Elephant City. Era peor que Asher. ¿Ella debía callar? ¿Simular? ¿Resignarse?
Compró fajitas picantes y preparó un cóctel explosivo. Apagó algunas lámparas hasta que la atmósfera le pareció relativamente encantada y lo invitó a compartir en el sofá una segunda copa antes de sentarse a la mesa. Bill le contó el rápido progreso que generaba en la comunidad de Elephant City la acción intimidatoria de Pinjás. Numerosas familias adherían con más fervor al mensaje de la Identidad Cristiana, mientras que los periodistas y los abogados pensaban dos veces antes de calumniarlo. Pinjás huía tras las acciones como un gato por las enredaderas: no lo habían pillado ni una sola vez.
Lea le acarició las mejillas, el cuello y le desabrochó los botones superiores de la camisa. Con el índice bajó desde la clavícula hasta el ombligo. Ya había practicado ese juego en otras ocasiones; la novedad consistía en enroscar en sus dedos el vello del tórax y, cuando menos lo esperaba, sorprenderlo con fuerte tirón.
—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? —protestó Bill.
—¿Duele? —preguntó ella, melindrosa.
—Claro que duele.
—¿No te excita?
—¿Si me excita?
—Ajá —Le dio un tirón más fuerte.
—¡Ay!
—¿Te gustó?
—¿Estás loca?... No, no me gusta.
—¿Te pellizco de nuevo? Oí decir que el dolor excita mucho.
Bill le introdujo la mano bajo el sostén y le retorció un pezón.
—¡Bruto!
—¿No te gustó, acaso? —En la mirada de Bill restalló un fulgor insólito.
—Nunca me pellizcaste así...
—Te lo hago de nuevo. —Intentó repetir la agresión, pero ella lo apartó, asustada.
La resistencia de Lea lo excitó de golpe. ¡Hacía tanto que no lo asaltaban llamaradas eróticas! La abrazó y le besó apasionadamente el cuello, los hombros, la nuca. Sus manos se deslizaron con apuro por el cuerpo de la mujer buscando las rendijas de su ropa. En cuanto las descubría, los dedos penetraban audaces y volvían a salir para buscar otros ingresos. Se le había desatado la voracidad.
Lea pensó que por fin estallaba el milagro. ¡Un milagro con tan poco! Pero su objetivo era volverlo al redil.
—¿Yo te gusto más que Nancy?
Bill la separó mientras le clavaba el acero de sus pupilas.
—¿No soy tan deseable como esa mocosa? A que no tiene mi experiencia...
Ella siguió acariciándolo mientras le hablaba, pero Bill se había transfigurado. No le perturbaba tanto haber sido descubierto como advertir que ella lo había estado espiando. De repente se desinfló la relativa confianza que había depositado en esa mujer. Sólo faltaba que hubiera presenciado el asesinato de Asher.
Ahora tenía al enemigo en casa.
Le acarició los pechos turgentes y frotó con tramposa delicadeza los pezones rosados hasta que, sin aviso previo, los pellizcó de nuevo, con ferocidad. Lea saltó, disparada como un cohete. Los dientes de Bill parecieron crecer y sus uñas volvieron a la carga. Lea tropezó contra los muebles y se defendió a ciegas, con rodillazos y cabezazos. Bill le clavó los incisivos en un hombro, profundamente, y Lea, fuera de control, casi le quebró la nariz en su desesperada maniobra para desprenderlo. Entonces Bill le asestó una violenta bofetada. Ella se levantó a duras penas, sangrando, y corrió hacia la cómoda.
— ¡Espera! ¡Espera! —chilló sin aire.
Revolvió el cajón.
Bill estaba por atacarla desde un costado cuando lo detuvo con una pistola.
—¡Basta!
Bill se frotó las órbitas para no verla y aceptó.
—Sí, basta.
1966
Dieciséis años después de haberlo rescatado de la encefalitis, el profeta Eliseo volvió a presentarse en medio de algodonosas montañas. Caminaba lozano con su bastón de olivo por los colores pastel; en su calvicie refulgían los brillos de la eternidad. Parecía el abuelo Eric en sus buenos tiempos. Se acercó y le dijo en voz baja, grave, que tres lustros de permanencia en Elephant City y ocho años de asociación con Robert Duke eran suficientes. La grandiosa misión de Bill no se compadecía con ciertas dependencias humanas, fuera con Lea, fuera con Robert.
—¿Qué debo hacer?
El profeta se acarició la barba.
—Sepárate en buenos términos.
—¿Y Lea?
—Una mujer desconfiable no conviene a tu futuro. Que se mude a Carson.
—Pero Robert...
—Es avaro, ladrón y envidioso, como lo fue Asher. —El profeta le acercó los ojos rodeados de pliegues morados. —Robert Duke es traicionero. Asher lo supo y por eso se fue. Ambos, Asher y Robert, sirvieron de eslabones para la primera parte de tu misión, pero no tienen amarre en el futuro. Así como te libraste de Asher, debes librarte de Robert. Pero en este caso te alcanzará con partir. En buenos términos.
El profeta le respiró en la cara un cálido aliento a bosque.
Bill abrió los ojos y se encontró sentado en el estudio del reverendo Duke, con una Biblia abierta en el Libro de Ezequiel. Los mensajes sobrenaturales solían llegarle durante las modorras que lo asaltaban en algún momento del día. Sentía angustia. No dudó de la autenticidad de la orden. Se incorporó y fue a lavarse la cara. El Señor acababa de formular una directiva. Sólo cabía obedecer.
Apenas vio a Robert le pidió reunirse: entre hombres de fe no tienen relevancia los subterfugios, y menos cuando llegan mensajes del Cielo.
Duke introdujo un índice bajo el duro cuello de la camisa para darse aire, estiró el afeitado mentón hacia delante y dijo, cautelosamente, que no dudaba del origen celestial de un mensaje tan repentino y dramático. Pero se permitía expresar, basado en su larga experiencia onírica, que requería una interpretación. El sueño le parecía demasiado rotundo, casi un empujón hacia el abismo, para ser tomado al pie de la letra. El milagroso Eliseo había sido parte orgánica de Bill desde su juventud hasta unos años atrás, cuando empezó a retirarse de escena porque Bill ya no necesitaba su ayuda. ¿Por qué la aparición súbita con órdenes aparentemente negativas para la iglesia? ¿No habría en ese sueño una trampa de Satán?
Bill estaba seguro de que se trataba de Eliseo.
—Está bien —concedió Robert, advertido de los puntos inflexibles de su discípulo y socio—. No olvides que Satán es hábil para los disfraces. Sin embargo, acepto que tal vez no se trató de Satán, sino de Eliseo. También acepto, asombrado, que Lea venga a vivir conmigo. Pero no entiendo lo de nuestra separación. ¿En qué puede beneficiar a la causa?
—El profeta sugirió que lo hiciéramos en buenos términos. No se destruirá lo construido.
—¿Cómo, pues? Una separación es una separación.
—Mi alma seguirá perteneciendo a la Identidad Cristiana. Pero no seguiré con la carpa de Elephant City ni con la de Three Points ni con la de Carson. No predicaré en otros pueblos ni gastaré horas en la atención pastoral de sus familias. Es una etapa cumplida, en la que aprendí mucho y di mucho. Ahora mi sagrada misión debe realizar un giro de ciento ochenta grados.
Robert Duke sentía que la camisa lo asfixiaba.
—En vez de consagrar mis días a tareas de superficie —añadió—, iré a la profundidad. Me haré rico y construiré un campamento sagrado, un nuevo monte Carmelo en tierra libre de pecadores. Levantaré una fortaleza para la inminente guerra del Señor.
El bigote de Duke pegó un respingo.
—¿Un campamento con armas? ¿Y cuáles serán los pasos siguientes?
—Los irás conociendo.
—Pareces muy seguro...
—Me guía el Señor.
—¿Qué harás con tu gente? ¿Qué harás con las exitosas carpas y sus Tabernáculos?
—Empezaré como los apóstoles de Cristo: sin nada. O casi nada. Sólo me acompañarán Pinjás y Aby Smith. Una nueva etapa es una nueva etapa.
—Querido Bill, me cuesta dominar mi asombro.
—¿Por qué?
—Tenemos constituida una sociedad basada en la fe y en nuestra recíproca confianza. Lo que me cuentas de Lea me deja sin aliento; no olvides que es mi hermana.
—Hermanastra.
—Deberías haber conversado conmigo sobre sus desviaciones antes de tomar una decisión tan drástica.