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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (6 page)

Un fino temblor recorría los músculos de Bill mientras absorbía esos conceptos. Era indudable —reflexionó exaltado— que su misión sagrada tendría mucho que ver con limpiar el mundo de la carroña preadámica. Se avecinaba su riesgo y su aventura de profeta.

Ruidos en sordina penetraron en su sueño. Esforzadamente despegó un ojo. Alguien caminaba junto al exterior de la carpa y se dirigía a la casa rodante. De inmediato abrió los párpados como un resorte y se dispuso a levantarse. Podía ser un ladrón. Los doberman comenzarían a ladrar. Los oyó gruñir, pero al minuto callaron. Aguzó el oído y pudo relacionar lo que llegaba a percibir —que era muy tenue— con la cuidadosa apertura de una puerta y su más cuidadoso cierre. Luego se reinstaló el silencio. Dio unas vueltas entre las sábanas y, bajo el manto del restablecido silencio, se durmió de nuevo.

Tres noches después su corazón empezó a latir fuerte y se despertó. Estaba más alerta. Oyó entonces los mismos ruidos apagados, la breve inquietud de los perros, la puerta que se abría y cerraba. Ya no se durmió.

¿Recibían visitas secretas el pastor y su mujer? Su imaginación pretendió descifrar el interrogante con antojadizas alternativas. Su sueño se tornó superficial, porque ya no podía dejar de mantenerse alerta. Desde el sueño empezaba a ser recorrido por hormigas que lo impulsaban a abrir los ojos en el preciso momento en que los lentos pasos recorrían el costado de la carpa. Decidió investigar mejor. Se arrastró sigiloso hasta el borde y abrió un poco la lona. Era evidente que los perros reconocían y aceptaban al visitante. Bill, impaciente, asomó la cabeza y examinó los bultos de la noche. Las cruces pintadas sobre la casa rodante brillaban extrañas bajo la luz de la luna.

Entonces pudo verlo: era un hombre de mediana estatura, con sobretodo oscuro y sombrero de alas anchas. Incluso pudo ver su barba y anteojos de grueso carey. Caminaba vacilante. Tanteó el pasamanos de la casa rodante, trepó dos escalones y giró el pomo de la cerradura. Abrió, entró y cerró despacio.

Bill hundió la cabeza en la almohada para resolver el enigma. Era de suponer que el pastor sostenía conversaciones con alguien que quizá fuera su maestro: un sabio clandestino o un anacoreta. Seguro que su conversación duraba horas y por eso a veces llegaba soñoliento al desayuno. En esas noches recibía un alimento espiritual extraordinario que luego volcaba en sus prédicas. Bien valía quedarse despierto mientras la humanidad dormía. Bill llegó a la conclusión de que las audaces teorías de Asher no debían de provenir de revelaciones celestiales directas ni de su inteligente interpretación personal, sino que eran el producto de las enseñanzas que le regalaba ese misterioso visitante. Dio una vuelta sobre el colchón y se quedó mirando el techo de lona: aquel descubrimiento le resultaba perfecto, porque Asher estaba empezando a resultarle desagradable. No era un genio ni un profeta, sino el simple vocero de otro hombre superior a él.

Pero le faltaba averiguar quién era ese hombre. Debía de tratarse de una personalidad erudita y generosa. Poca gente aceptaría brindar conocimientos nocturnos en forma anónima. Quizás era un espíritu. Pero desechó la idea: no asociaba con el espíritu a alguien vestido de sobretodo, sombrero, anteojos y que caminaba con la torpeza de un borracho.

Después de una de esas noches en las que el sigiloso hombre visitaba la casa rodante, el desayuno tuvo las características previsibles: Asher bostezaba, con los ojos cerrados, y Lea recurría a zarandearle el hombro. Aquella mañana agregó un rabioso tirón de pelo. El pastor alzaba con esfuerzo las cejas y los párpados, se frotaba las mejillas pálidas, decía: “Está bien” y pronunciaba la oración. Después bebía la taza de café cargado como si fuera una vaca que arrean al matadero.

Bill lo contempló ambivalente: era un sujeto que tenía méritos y vicios; de veras que lucía miserable. Decidió intervenir.

—Anoche se lo pasó hablando —le dijo a Lea, con una mirada cómplice que añadía: “Vamos, todos sabemos por qué no logra despertarse”.

Ella depositó los cubiertos sobre el plato.

—¿Qué dices?

Bill abrió las palmas ante lo obvio.

—Tuvo la visita, ¿no?

Los interrogantes ojos de Lea se agrandaron.

—Hace semanas que lo oigo llegar —agregó Bill, confidencial.

Ella retorció sus dedos elegantes; las uñas pintadas parecieron deseosas de arañar el mantel.

—Debe de ser un maestro muy querido —Bill consideraba absurdo el encubrimiento y quería poner las cosas en claro de una santa vez.

Ante la ausencia de respuesta, vació su último cartucho.

—¿Por qué no son francos conmigo? ¿Es un eremita? ¿Un pastor? ¿Acaso un representante de Eliseo?

Ella se acarició el sonrosado cuello mientras hacía fuerza para tragar las maldiciones que afluían a su boca. Giró hacia la cafetera y sirvió otra taza al adormilado Asher.

—No tiene sentido mantener un secreto que ya no lo es —insistió Bill.

Lea suspiró un recalcitrante: “¡Dios mío!”, miró el techo perla del vehículo y fue cambiando su semblante duro por otro tierno. En su cabeza se acomodaban cajas llenas de dinamita. Luego se dirigió con benevolencia a Bill; alargó el brazo hasta tocarle la cabellera rubia. Era un gesto maternal. Muy dulce. Contrastaba con la ira que había manifestado contra su marido un momento antes.

—Me conmueves, joven profeta. Pero no es como supones.

Bill percibió que Lea no quería seguir hablando delante de Asher, de modo que recogió su vajilla, la lavó y fue a recoger los artículos de limpieza para ordenar la carpa. Mientras barría la alfombra central, casi rozó la verja que protegía el Arca. Se detuvo a contemplarla con arrobamiento; las plumas de pavo real que simbolizaban a los arcángeles formaban figuras de colores cambiantes; protegían algo que debía mantenerse a cubierto de la voracidad humana. En su interior, como repetía Asher, moraba el Espíritu. Allí residía la máxima santidad de toda la congregación. Levantó una mano y la puso frente al Arca, como si fuese una estufa cuyo calor brindaba salud y bienestar. Sintió que a su piel llegaba una corriente suave, algodonosa, que le evocaba las nubes por entre las cuales se había asomado la luz de Eliseo.

Hacia el mediodía el pastor amontonó algunas prendas en su valija, besó a Lea en la mejilla y estrechó la mano de Bill. Partía a Santa Fe por tres jornadas con el objeto de resolver asuntos administrativos. Realizaba ese viaje una vez por año. En la capital de Nuevo México lo esperaba su asesor de impuestos.

Por primera vez Bill comió a solas con Lea. Mientras masticaba el último bocado, ella volvió a decirle que cumpliría su promesa de conducirlo al monte santo y hacerle tocar la lechosa túnica. Ocurriría esa misma noche. Bill fue recorrido por un fino estremecimiento; estaba seguro de que decía la verdad. Después del postre abrió la alacena, extrajo una botella de whisky y vertió un buen chorro en dos vasos de vidrio grueso. Del fondo de un cajón extrajo un pastillero de plata y arrojó tres unidades en el vaso de Bill. Lo invitó a sentarse en el único sillón del estrecho living. En ese sitio Asher se concentraba en sus lecturas y elaboraba las prédicas. Seguro que allí memorizaba las enseñanzas que le transmitía el misterioso anciano. Bill se resistió a medias: ardía de ganas por usurparle el trono. Lea rió con la boca cerrada y lo empujó. Ambos hicieron fuerza para entrar en el angosto sofá como dos pies en un zapato.

—¡Cabemos!

Estiró el brazo y apagó las luces, menos la de un velador.

De pronto la atmósfera se tornó mágica. Sombras altas se proyectaban en las paredes mientras piezas del mobiliario que solían pasar inadvertidas adquirían un volumen desacostumbrado. De algún sitio llegaba una fragancia a jazmín. Bill tragó un sorbo de whisky y la cinta líquida le arañó la garganta.

Lea le preguntó cómo imaginaba la lechosa túnica del profeta.

Él se peinó el cabello con la mano y manifestó incertidumbre. Había escuchado, leído y releído cuanto narraba el Libro de los Reyes, comparándolo con imágenes que provenían de su sueño y su duermevela. Desde que Eliseo emergió de los esponjosos desfiladeros no había jornada en que no pensara en él y en sus prodigios. Con respecto al monte Carmelo, sólo sabía que estaba al norte de Israel. Pero no como aparecería a su tacto, a sus ojos y a su nariz. Imaginaba senderos imantados por las huellas fosforescentes de los profetas, zarzas como la que habló a Moisés en el Sinaí, cascadas que evocaban el sagrado Jordán. Suponía que el aire cargaba olor a mirra y laurel. Las nubes debían de formar sólo imágenes de querubines. El rocío se coagulaba en joyas. En fin.

—No te has equivocado —dijo Lea, soltándose la cabellera—. Tu imaginación ha creado cientos de posibilidades; poéticamente rondan la verdad.

—Cuando lo escale, tendré la verdad. Como pasó con Eliseo.

—Eliseo vivió hace miles de años. Su cuerpo, su manto lechoso y hasta el monte que habitó ya no son idénticos. Cristo mismo se transfiguró en el Tabor para que sus discípulos accedieran a lo que habitualmente no veían. Eliseo y el Carmelo tienen una dimensión espiritual muy potente, pero espiritual, ¿de acuerdo?

—¿Cómo escalaré un monte espiritual?

Lea le acarició la mejilla. Su mano estaba caliente.

Bill se angustió y bebió otro sorbo.

—¿Quieres decir que no tocaremos el monte? ¿No existe sino en espíritu?

—¡Claro que lo tocaremos! Existe en la realidad concreta. Pero es distinto de lo que supones. ¿Algo tan importante se reduciría a una elevación de tierra? ¡Por Dios! Tendrás el monte y tocarás el lechoso manto.

—¡Cuándo!

—Antes de que amanezca.

Bill dejó de parpadear.

—Empieza por convencerte —Lea sonreía y su boca sensual emitía un aliento de selva.

—¡Te agradezco tanto!

—Termina esa copa. Para llegar a ciertos lugares hay que prepararse. Algunos necesitan cuarenta vasos de whisky, como los años que los israelitas deambularon por el desierto. Contigo me parece que bastará éste; le agregué una pastilla de poder mágico.

—Nunca he bebido. —Apuró el resto.

—Mejor.

Media hora después Bill no sabía qué pasaba alrededor de él. Una grata liviandad le hacía recordar chistes estúpidos. El juego que proponía Lea no tenía sentido, pero causaba gracia. Decía que para internarse en el Carmelo había que presentarse con la original pureza del nacimiento. Desnudo se nace y desnudo se retorna al Señor. Era fantástico mantenerse de pie, apoyado contra la ventana, y dejar que le quitasen la ropa. Cuando chico y cuando enfermo lo habían desnudado, como ahora lo hacía Lea. Pero nunca sintió tanto placer. No sabía a qué atribuirlo; su cabeza había dejado de razonar. Cuando le desabotonó la camisa sintió que los brazos de la mujer penetraban como tentáculos hacia su espalda, sus axilas, su pecho. Lo envolvían y acariciaban con suavidad. Lo recorrió un escalofrío que casi lo arrojó al piso. Lea lo abrazó, pidió con voz anhelante que siguiese tranquilo y gozara.

Bill tuvo una inconsistente sacudida de rechazo, pero hizo una mueca y eructó alegre.

Lea le desabrochó el cinto. Cuando se le cayeron los pantalones, dijo que debía ser más agradecido y desvestirla también.

Las llamaradas de una hoguera trepaban desde el bajo vientre de Bill. A lo lejos silbaba el tren nocturno. Debía de ser muy tarde; ya no tenía noción del tiempo.

Cuando se tendieron en la cama, ella le tomó las manos y lo obligó a explorarla lenta y suavemente, desde la nuca a los pies. Mientras las yemas de Bill acariciaban divertidas e irrefrenables, Lea le susurraba en la oreja la geografía de la Biblia. Su blanco cuello era la torre de David en Jerusalén; un pecho, el monte Tabor, y el otro, el de las Beatitudes. Su cabellera con fragancia de jazmín era la fronda de los cedros del Líbano. Las plantas de sus pies, un trozo del áspero desierto.

—Pronto llegarás al monte santo —gemía—. Su vegetación es suave... suave...

La confusa mente de Bill registró el vello y se sobresaltó.

—Ya estás llegando... —Le soplaba a la oreja. —Acaricia con cuidado sus alrededores sensibles... fosforescentes... Se abren caminos, los caminos de los iluminados... Caminos secretos, maravillosos... Hacia los lados... Ahora hacia abajo... Sólo un poquito... Ahora hacia arriba... Abajo... Las rocas se licúan... Aparece una miniatura del Jordán, tu anhelado río.

Bill no entendía cómo se extraviaba en las miniaturas que también eran el Carmelo. La hoguera lo quemaba. Trepó a las colinas santas y penetró en sus profundidades como un suicida que busca el fondo inalcanzable del abismo. El aturdimiento lo hizo saltar como un loco.

De súbito ella le apretó las caderas y lo arrancó de su interior. Bill, que jadeaba desesperado, eyaculó sobre el vientre de la mujer.

Lea le aferró una mano y lo obligó a embadurnarse con su propio semen.

—Aquí tienes el lechoso manto del profeta —balbuceó agitada.

Antes de que Bill pudiese articular su asombro, agregó:

—Estaba dentro de ti.

Bill se desplomó y se durmió. Pero una hora después, con la mitad de su mente en el sueño y el paladar pegajoso de whisky y droga, percibió la excitante sedosidad de la piel que respiraba al lado. Sus dedos reptaron otra vez hacia el monte Tabor y el monte de las Beatitudes. Luego, cautelosamente, descendieron hacia el imantado Carmelo, cuya fronda era minúscula y blanda, prometedora de renovados deleites. Jugueteó con la delicada maleza y descendió por la cascada donde se licúan las rocas. Lea despertó amable y lo abrazó. Más confiados, volvieron a hacer el amor. Y más tarde de nuevo. Y otra vez. Cuatro veces en total.

Tomaron un desayuno tardío. Los unía la complicidad de una noche fantástica. Los ojos de Lea titilaban llenos de luciérnagas. Bill se sentía fuerte y animoso, capaz de predicar a multitudes, de hacer milagros.

Las otras dos noches en que el pastor permaneció ausente fueron otras tantas de descubrimiento y frenesí. Pero el regreso de Asher no implicó el fin de sus excursiones. Bill estaba listo para volver ante la mínima oportunidad que le proporcionara Lea. Servía cualquier instante del día o de la noche en que el pastor no estuviese cerca. Entonces se abrazaban y desnudaban con ardor, mientras ella le susurraba en la oreja la geografía de Canaán. Juntos se perdían en la tormenta de valles y obeliscos bíblicos.

Una noche, después del segundo orgasmo, Bill oyó ruidos. Pensó que debía de ser el maestro que venía en busca de Asher. Pero Asher había salido. Se desprendió de Lea y pegó un salto hasta la puerta. Tropezó con otro cuerpo que vestía sobretodo. Ella encendió el velador. El forastero, que trastabillaba, rodó junto a la mesa de fórmica.

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