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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (39 page)

—Veo que desea entrar rápidamente en materia. —Fornari sonrió y comunicó el pedido a su ayudante.

—Por supuesto. —Damián abrió su portafolio y le tendió la carta de Wilson Castro.

El comandante la leyó en silencio, se atusó el poblado bigote y la dejó sobre la superficie espejada de su escritorio, limpio de otros papeles.

—¿Cómo está el señor Castro?

—Muy bien. Tuvo una ligera indisposición, pero se ha recuperado completamente.

—Que se cuide. Retribúyale mis saludos.

—Así lo haré. —Damián Lynch sacó sus materiales de trabajo y preguntó si había inconveniente en que grabara la conversación.

—Trabaje cómodo... —fue la respuesta—, hasta que yo le diga.

—Gracias. ¿Le molesta que sea descarnadamente franco?

—Supongo que no lo será menos que otros periodistas. Adelante.

Fornari había sido asignado a la zona norte cuatro años atrás. Reveló sin vueltas que la gendarmería secuestraba un promedio anual de mil kilos de cocaína, mil kilos que evadían los controles aduaneros más estrictos.

—No hablo de hojas ni de pasta base, sino de droga purificada, lista para el consumo. Es una cifra muy alta para un país como la Argentina, que hasta fines de la década de los 80 apenas servía como ruta de paso, casi exclusivamente.

—¡Gran victoria de los narcotraficantes, entonces!

—Sin duda.

—¿Cuánto estima que finalmente llega a destino pese a los secuestros tardíos de la gendarmería? ¿Más de mil?

—Seguro. Pero es imposible saberlo.

Fornari describió algunas de las imaginativas técnicas que usaba la red montada por los narcotraficantes para burlar obstáculos, controles y persecuciones. Eran la prueba de su poder, de su indestructibilidad.

—Tienen la iniciativa —afirmó.

Damián verificó que el grabador registraba con nitidez cada frase.

El comandante lamentó la dificultad que significaban los “paseros”, gente que cruzaba la frontera una o varias veces al día por una paga miserable. Aunque muchos eran detenidos, al poco tiempo se los liberaba porque no eran más que peones de la organización, ignorantes y hambrientos. Cientos también realizaban el llamado “monteo”, es decir, trayectos por entre los arbustos del monte, lejos del camino. Otros aprovechaban las aguas fronterizas del río Bermejo y esquivaban los controles de la gendarmería en precarias balsas.

—Llamamos “mulas” a quienes transportan la droga adherida al cuerpo, disimulada bajo la ropa. Pero más difícil de detectar es el contrabando escondido en el estómago.

Fornari abrió un cajón y extrajo pequeñas salchichas blancas envueltas en profilácticos. Explicó que el contrabandista tragaba varias de esas cápsulas enormes y, si le costaba tragarlas espontáneamente, le eran introducidas mediante un embudo en el que un compañero soplaba con fuerza. La cantidad de salchichas que portaba un individuo en el estómago y los intestinos era asombrosa: ¡de cincuenta a cien! Se las podía detectar mediante rayos X.

—¿Las ve? —dijo Fornari mientras ponía al trasluz una placa radiográfica—. ¿Pero, podemos sacar radiografías a cada uno de los miles de sujetos que atraviesan la frontera a diario? Apenas ingresan a nuestro territorio se apresuran a tomar ómnibus directos, rápidos. El gran peligro que corren, mucho peor que ser descubiertos, es que falle el envoltorio de una salchicha y mueran por sobredosis. No son pocos los casos que tuvieron ese final. Cuando desembarcan en Buenos Aires o Rosario u otra gran ciudad a la que fueron destinados, toman un laxante y se refugian en pensiones miserables hasta defecar el cargamento. Si no lo eliminan antes de las veinticuatro horas, están condenados a morir. Menos peligrosos para la vida y más redituables para el bolsillo son los vehículos “envainados” —aseguró Fornari.

Como Damián no entendió, le explicó:

—Al otro lado de la frontera usted comprobará que la actividad más cotizada es la de “chapa y pintura”. A cada paso encontrará un local dedicado a reparar automotores, como si hubiese más cantidad que en los grandes centros urbanos. Los mecánicos son artistas de una habilidad extraordinaria. ¿Por qué? Porque consiguen habilitar espacios en sitios inverosímiles y disimulan con un arte que podrían aplicar a mejores causas. En esos espacios guardan panes o “ladrillos” de cocaína cuyo peso promedio es de un kilo. Los lugares que casi nunca se desperdician son el interior de los guardabarros, el cardán de los camiones, la cobertura de las puertas y el piso. Los tapan y los aseguran con remaches, alfombra, más remaches, sustancias adhesivas y de nuevo alfombra. A veces guardan los panes bajo el techo, y en algunos casos habilitan hasta la mitad del tanque de nafta. ¿Qué le parece?

El comandante narró con entusiasmo los descubrimientos que hacían sus hombres cuando se apoderaban de un vehículo así. Mostró a Damián una colección de fotos que ilustraban sus palabras.

—¿Pero cuántos supone que podemos detectar? —se quejó al recoger las pruebas—. Usted se da cuenta de que es imposible revisar cada tanque de nafta y cada guardabarro mientras cientos de vehículos hacen cola para cruzar la frontera.

—¿Y cómo ponen el ojo en uno en especial? —preguntó Damián mientras controlaba el buen funcionamiento del grabador—. ¿Qué los orienta? ¿El olfato de los perros?

—Los perros sirven para los contrabandistas menos hábiles, pero ahora la mayoría envuelve los paquetes con sucesivas cubiertas de nailon, aceite de litio, otra vez nailon, café, un tercer envoltorio de nailon y cinta engomada. Los perros deberían tener el olfato de Superman.

—¿Entonces?

Se hizo pantalla en la boca con la mano y susurró la respuesta:

—Informantes... Nuestros informantes metidos en la red son los que avisan de la llegada de un vehículo preparado.

—Esto me interesa.

—Muchos son miembros de la gendarmería. Se adiestran para una tarea dura y peligrosa. Deben cambiar costumbres, convertirse en seres harapientos y mezclarse con la gente que se conchaba por una remuneración insignificante. Si los descubren, pueden perder la vida. Tienen el heroísmo de los espías. Esto es bien sabido.

—Pero de ellos casi ni se habla. —Damián pensó que le vendría bien trabajar una temporada como informante; le daría acceso directo a las cuevas del submundo. —¿Y los que no pertenecen a gendarmería?

—Es más confidencial. ¿Podría apagar el grabador? Gracias. Bueno... los reclutamos, sencillamente. Aceptan trabajar para nosotros contra un pago en dinero o en —bajó la voz— droga. En este último caso tienen que venderla rápido porque si en una redada los pescamos con ella, no hacemos diferencia con los demás, para que no se devele la conexión. Como se da cuenta, nuestro campo es sucio, está lleno de trampas y de lealtades múltiples. Tampoco tenemos dinero suficiente para pagar en forma más tentadora y conseguir mejores resultados —suspiró.

—Me confirma lo que imaginaba. Otra pregunta: ¿los informantes pueden llegar hasta los dueños del cartel?

El comandante percibió el ambicioso deseo de Damián; volvió a estirarse los bigotes.

—No, nunca. Jamás a los dueños y apenas a sus capataces. La organización del narcotráfico ha sido trazada por el demonio; es inaccesible, perfecta. Nosotros nos limitamos a ponerle un humilde freno, pero no soñamos con destruirla.

—Desalentador. Terrible.

—Es la realidad. Este monstruo tiene mil cabezas y millones de miembros. Fíjese que, además de las vías que le describí, pasa droga por encomiendas. Tal como lo oye: descubrimos merca en paquetes despachados por correo como libros, ropa u objetos de madera. Algunos “paseros” cruzan con flores en maceta aduciendo que llevan regalitos, pero en realidad dentro de la tierra transportan cápsulas selladas de cocaína. Otros cargan papas en bolsas rústicas de arpillera; ¿se imagina algo más inocente? Pero dentro de las papas, gracias a un paciente trabajo artesanal, hay cápsulas. Los contrabandistas también aprovechan los tours de compras, porque en Bolivia la ropa es más barata; entre la ropa disimulan cápsulas y hasta ladrillos. El colmo fue un sujeto disfrazado de cura que traía una valija llena de Biblias. Todas parecían iguales, pero las que estaban en el fondo de los bultos tenían ahuecadas las páginas y escondían un cargamento de consideración. Ese falso cura, lo mismo que los portadores de papas, macetas, salchichas y hasta los que llegan en autos acondicionados, son simples eslabones de una cadena cuyos extremos conforman un enigma.

El comandante agregó que la pesquisa solía desembocar en callejones muertos, debido a que las mulas se manejaban con alias:

—Cuando en Bolivia les entregan la merca, no les explican a quién tienen que entregarla en Buenos Aires o Rosario o Córdoba, sino que deben esperar a que alguien vaya a su encuentro. Esta precaución inutiliza nuestros interrogatorios. A veces hasta los sigue y controla un vehículo de los narcos, sin que ellos ni nosotros tengamos noción de lo que ocurre. Las mulas sólo saben que deben tomar un ómnibus y dirigirse a una determinada ciudad. “Se arrimará alguien, con tal contraseña”, les dicen. A veces, tenemos nuestros modestos éxitos cuando el conductor de un vehículo preparado es descubierto e interrogado, entonces, se asusta y acepta colaborar. Después lo seguimos con disimulo y, cuando entrega el cargamento, detenemos al receptor. Pero éste también es un eslabón que lleva a la nada.

—Otra pregunta, comandante: ¿cuánto vale un “ladrillo”?

—Depende del lugar. Menos de mil dólares en Bolivia. En Salta sube a siete mil. En Buenos Aires llega a quince mil. Pero en los Estados Unidos alcanza fácil los cincuenta mil dólares.

Damián lanzó un silbido.

—¡Qué subida!

—Por eso mueve a tanta gente.

—¿Y cómo salen los cargamentos desde la Argentina?

Fornari abrió las manos.

—¿Sigue apagado su grabador? Bien. De Bolivia salen gracias a la complicidad de ciertos funcionarios. Y de la Argentina... por lo mismo. Contra semejante poder, nuestra lucha es la de patéticos inválidos. ¿Suponía algo diferente?

—No, por supuesto que no. ¿Y con respecto a los volúmenes?

—Sabemos poco. Desde Bolivia ingresa en nuestro país por el contrabando hormiga, como le expliqué, y desde Buenos Aires u otros sitios sale por un contrabando elefante. Pero el ingreso por contrabando hormiga es sólo una de las formas posibles.

—¿Cuáles son las otras?

—Hay pistas disimuladas en esta provincia y en todas las del norte argentino, incluso Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y La Rioja, donde aterrizan aviones y avionetas con grandes cargamentos. A veces ni usan pistas, sino la ruta. Los esperan con las compuertas del camión abiertas y se llevan el contenido de inmediato. Los aviones ni siquiera paran el motor. El operativo es fulminante y termina sin dejar huellas.

—Pero el radar...

—No hay buena radarización.

—Increíble. ¿Y las escuchas?

—Buena pregunta. Pero le voy a confiar un secreto, si me promete no difundirlo.

—Prometido.

—Las escuchas las instalaron los norteamericanos. Son pocos los argentinos que lo saben, para no herir nuestro orgullo nacional, tan venido a menos... Gracias a eso registramos mensajes en clave, como: “Mandamos un tractor”, “Avanza lancha por el río”, “Caballo chúcaro al corral”. Entonces levantamos los ojos al cielo y a veces hasta oímos el ruido del motor. Pero cuando nuestros jeeps o motos llegan al presunto sitio del aterrizaje, ya no queda ni el humo.

—Voy a devolverle su confianza y su deferencia adelantándole mi primera conclusión, comandante.

—Me interesa.

—Es verosímil que, si no se reprime el narcotráfico en la Argentina de una manera eficaz, es porque ciertos bolsones del poder “oficial” no lo quieren.

Fornari se quedó inmóvil, con la cabeza levemente inclinada, mientras con los dedos de la mano derecha tamborileaba sobre el delgado vidrio del escritorio.

—Soy comandante en actividad y le confieso que no me atrevería a ratificarlo en público. Pero, entre nosotros, ¡usted ha dicho la verdad! Estoy harto de las noticias que me llegan sobre la complicidad de los gobernadores de una media docena de provincias, sus familiares y sus amigos. Por un lado aburren con discursos hipócritas, y por el otro se llenan los bolsillos sin escrúpulos.

Miró la hora y se dirigió al despacho del juez federal Carlos Mutabe. Antonio Gómez se puso otro chicle en la boca y lo siguió desde una distancia prudencial. A esa hora ya no se atendía al público, de modo que el policía de guardia llamó a un encargado que, tras verificar el documento de Damián Lynch y cotejarlo con la lista que sostenía en la mano izquierda, lo invitó a entrar. Gómez se sentó en el bar de la esquina y compró una revista para entretenerse mientras aguardaba la reaparición de su objetivo.

Damián ingresó en el edificio de los Tribunales, atravesó un corredor vacío y luego una antesala. Se abrió la puerta y vio al juez sentado a su escritorio.

—Gracias por recibirme.

—Hemos acordado la entrevista y es usted más puntual que un suizo. —Le estrechó la mano y lo invitó a ubicarse frente a él en un sofá blando y viejo. Era un hombre alto y amable.

Damián le entregó la carta de Wilson Castro.

—¡Ah, mi exitoso amigo! —exclamó el juez mientras abría el sobre.

Tras leerlo, volvió a desplegar el papel para asegurarse de lo que decía el párrafo final.

—¿Así que usted es docente de Metodología de la Investigación y le interesa la dinámica del narcotráfico? ¿Qué lo estimuló a meterse en esta mugre?

—Desde chico me gusta investigar.

—¡Hay tantos temas menos sucios!

—Pero lo sucio tiene magnetismo.

—¿Usted es pariente del doctor Jaime Lynch?

Damián levantó la cabeza como si le hubieran dado un puñetazo en la mandíbula.

—Soy el hijo.

—Caramba... —Carlos Mutabe se retorció las manos. —Lo conocí cuando éramos muchachos, en un hotel de las sierras de Córdoba. En esa época estaba de moda veranear en las sierras... Gran cirujano. Después me enteré de su extraña desaparición.

—Ninguna desaparición fue “extraña”, doctor, si me permite.

El juez contrajo las cejas y asintió, avergonzado.

—¿Qué pudo averiguar hasta ahora? —preguntó.

—La de mi familia es una investigación perpetua e inútil... hasta el presente. Mientras, me ocupo de otras.

Mutabe lo miró con pena.

—Entiendo.

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