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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (34 page)

—Ahora contame sobre tu familia.

Mónica arrojó la melena hacia atrás. Dijo que era engorroso describirla, una mezcla de buena y mala fortuna. Padre exitoso y madre hermosa, pero él era medio absolutista, y ella... —bajó la cabeza— hacía años había empezado a beber.

Damián la escuchó sin decir palabra ni mover un músculo. A medida que Mónica se soltaba, más imperioso le parecía mantener la cara fría de una estatua. Mónica vivía en un palacio que le generaba fastidio. Le resultaba penoso contar, pero hacía el esfuerzo. Lo hacía sólo para él, Damián, quizá como una manera de consolarlo: no era el único que sufría; en el mundo existen muchas formas de aflicción. Ella pertenecía a una familia donde sobraban los objetos y faltaba la armonía. La ahogaban situaciones confusas, casi secretas. Desde hacía tiempo, y aunque las apariencias engañaban, la habitaba un poco de melancolía y mucho de furia.

Evitaba los ojos de Damián y dirigía los suyos por momentos al suelo y por momentos a las grandes flores de los árboles. Sentía vergüenza. Sus padres no eran desaparecidos ni se podían trazar analogías, pero ella también fue compelida a tragarse datos que sonaban a cosa fea.

Por último dijo que nunca se había sincerado de esa forma, que se desconocía, que había hablado de más. Amaba a sus padres, quienes jamás la habían privado de nada. Pero ellos no funcionaban como pareja, cosa común, pero que desequilibraba el conjunto porque seguían como pareja pese a todo. Llegó un instante en que hizo una pausa extensa que parecía insinuar: “Hasta aquí llego. Lo que falta vendrá más adelante... si te queda estómago”.

Terminaron de beber la cerveza, dos jarras ella y tres Damián. El crepúsculo empezó a sonrojar las pocas nubes que navegaban por el horizonte. Bordearon el muelle y Mónica, señalando un yate de elevado porte, contó que su padre tenía uno.

—¿Te gustaría navegar? —preguntó.

—Por supuesto.

—Entonces estás invitado.

Victorio Zapiola acomodó el espejo retrovisor mientras fruncía los labios gruesos. Después preguntó:

—¿Qué deseás realmente?

Damián se abrochó el cinturón de seguridad.

—Te agradezco la paciencia y esta invitación para volver a charlar. Demos una vuelta por Palermo.

—Supondrán que me quiero levantar a un tipo joven como vos.

—No estaría mal.

Zapiola arrancó y maniobró para salir de la apretada fila de autos. Se dirigió a la avenida Callao y luego fue por Figueroa Alcorta hasta el monumento de los Españoles; tomó hacia la derecha y se internó en los caminos arbolados del parque.

—Estoy confundido. —Damián se calzó los anteojos de sol. —Me parece que investigo como si fuera un explorador del siglo pasado que se introduce por primera vez en la jungla del Congo. Todo me asombra y todo me parece posible. Brilla una piedra y creo que se trata de un diamante, pero es una simple piedra. Aunque tal vez esconda al diamante...

—Vos sos el experto en Metodología de la Investigación.

—A veces los expertos necesitamos el sentido común de alguien que está afuera.

—¿Me considerás afuera?

—No se trata solamente de la investigación, Victorio. Es que Mónica...

—Ya sé. Tu bendición, muchacho. Necesitabas enamorarte.

—Antes de conocer a Mónica estaba buscando otra cosa.

—Los exploradores de África fueron a buscar una cosa y descubrieron otras más importantes. No soy yo quien te lo debe hacer recordar, ¿eh? Gracias a esta investigación, que pretendía algo casi imposible, se te acercó Mónica.

—La abordé yo.

—Se abordaron los dos.

—La investigación debía llevarme a...

—Sí, a encontrar el diamante. Pero recogiste una piedra. Resulta que no es una simple piedra, sino el mejor de los diamantes. ¡Estás enamorado! ¡Ella te quiere! Date por hecho.

—No me entendés, Victorio.

—Claro que te entiendo. Un amor ayuda a olvidar las penas. Lamentás que ya no te obsesione descubrir al hijo de puta que mandó torturar a tus padres.

—Todavía sí. Me interesa, pero no me obsesiona. Diste en el clavo.

—Me alegro.

—¿Cómo era Abaddón? —Damián lanzó la pregunta con la fuerza de una orden.

—¿Otra vez? Entonces seguís obsesionado... Ya te dije: era sagaz, frío, calculador. Sabía cómo tratar a los de arriba y a los de abajo. Era más ordenado, cumplidor y puntual que cualquiera. Una especie de Eichmann argentino. Planificaba los operativos con una precisión de ingeniero. Dibujaba las zonas liberadas, procesaba los resultados, se informaba de lo que producía el interrogatorio.

—Una mierda.

—Con buen olor.

—La mierda es siempre mierda.

—Sabía cómo graduar la presión y conquistarse a los “rescatables”. ¿Qué pasó conmigo, eh? Además, era astuto en la distribución del botín.

—¿Nunca pudiste volver a verlo?

—También te lo dije: nunca. Se habrá ido a otro país. O se habrá hecho cambiar la cara.

—No. Yo presiento que sigue entre nosotros. Un calculador no abandona los espacios ganados.

—Yo imaginaba lo mismo. Cuando volví a Buenos Aires, a mediados de 1991, miraba con atención porque me dominaba la expectativa de reconocerlo. Muchas veces aluciné que se me venía encima; más de uno parecía su hermano gemelo. Me daba vueltas un plan de acoso: saludarlo, invitarlo a tomar un café, luego aprovechar un sitio oscuro para saltarle al cuello con una cuerda y estrangularlo. Es decir, hacerle creer que lo estrangulaba para que se asustara. Y obligarlo a darme sus referencias actuales para llevarlo ante la justicia. Fantasías, ¿te das cuenta? La cuerda que llevaba en el bolsillo la dejé en un cajón.

El domingo siguiente a las diez de la mañana Damián estacionó en la playa ubicada junto al puerto, se colgó el bolso en un hombro y se encaminó al muelle. Le pareció inverosímil, pero se trataba del yate más grande de cuantos estaban amarrados; tenía por lo menos veinticinco metros de reluciente casco blanco. En el yugo de popa refulgía la palabra
Dorothy.
Sobre la cubierta protegida por un toldo a rayas un marinero tendía la mesa. Con agilidad, por los bordes circulaban otros marineros también vestidos de punta en blanco; con franelas amarillas repasaban vidrios y bronces.

Una plancha forrada en tela de alfombra unía tierra firme con la cubierta. Damián aguardó que el marinero terminase de disponer la vajilla y le preguntó si había llegado Mónica Castro. El hombre asintió apenas y no tuvo que agregar palabras: en ese instante apareció Mónica, que lo saludó con efusividad. Damián pisó decidido la plancha sin fijarse en la mano que le tendía el marinero. Saltó a la cubierta barnizada y besó a Mónica en una mejilla. Antes de que soltara el bolso, otro marinero le acercó una bandeja con jugos.

—Por ahora no, Gracias.

—Pero después sí —agregó ella—. Mejor dejá tus cosas en un camarote, así te hago conocer la lanchita. Mamá llegará en unos minutos y partiremos. ¿Te parece bien?

—Muy bien.

Ingresaron en uno de los camarotes individuales. Era una primorosa habitación que aprovechaba cada milímetro para que nada faltase; incluso tenía escritorio con butaca, computadora, televisión, teléfono, bar y hasta flores frescas. Bajo la colcha se expandía la fragancia a lavanda de unas sábanas limpias; en el baño abundaban los artículos de tocador. Por el ojo de buey miró hacia el río poblado de veleros. El perfume de la madera se mezclaba con el de sedas y el esponjoso voile. Estaba en el territorio de una gran fortuna, y Mónica era parte de ese territorio. Damián nunca había intimado con una joven tan rica. El prejuicio o la sensatez dicen que mucha riqueza es tan mala como la extrema pobreza. Ambas lesionan. Se calzó los anteojos de sol y retornó a la superficie.

Ahora ella le ofreció el jugo. Contó que su padre había comprado el yate hacía cinco años, tras vender otro más pequeño. Lo habían construido en un astillero de Glasgow, donde tenía unos amigos que se lo vendieron muy barato y con la garantía de haber sido probado en el tormentoso mar del Norte, donde realizó travesías entre Islandia y Noruega. Lo trajeron navegando por el Atlántico. Las escalas en Portugal, Canarias y Brasil fueron más de placer que de necesidad. Con el
Dorothy
viajaban a Punta del Este, Florianópolis y Río de Janeiro cuando deseaban el calor. En cambio, cuando deseaban clima frío, la orgullosa proa era capaz de desafiar los hielos del cabo de Hornos.

—Está siempre en movimiento, como los aviones. Si no lleva a uno de la familia, lo usan amigos de papá.

—Muy generoso.

—Sí, con sus amigos lo es. Aunque, sinceramente, Damián, no todos los amigos merecerían ese nombre.

—¿Por qué?

—Olfato... —Se tocó la punta de la fina nariz. —¿Lo recorremos? ¿Te interesa?

—Nunca tuve una oportunidad así. Ni mejor guía.

Ella caminó delante. Fueron a la cabina del piloto. La voz melodiosa de Mónica nombró cuanto estaba a la vista. Sus dedos tocaban llaves, palancas, botones y señalaban puntos del tablero. Sus labios modulaban denominaciones precisas: indicador de profundidad, piloto automático, índice de mapas, registro eléctrico, radar, transmisores de onda media y frecuencia elevada.

Damián estaba fascinado: esa muchacha era una amazona de los mares.

—¡Sabés usar todo esto! —exclamó con asombro.

—¡Por supuesto que sí! Es fácil. Mientras controlás el timón vas siguiendo las referencias que tenés delante. Es como manejar un auto.

—No creo.

Después lo guió hacia la sala de máquinas, donde resonaban los grandes generadores y se alineaban conmutadores, cables, baterías y fusibles. Él le miraba la espalda recta y el blando cabello que oscilaba de uno a otro hombro. Cruzaron el depósito de cadenas y un corredor de cañerías bajo la bodega de proa. Damián tuvo ganas de rodearle la cintura.

—¿Cómo te orientás en semejante laberinto?

Cuando volvieron a cubierta encontraron a la señora Castro Hughes, una bella mujer de pelo cobrizo y profundos ojos verdes, algo más oscuros que los de la hija. Sus labios estaban cruzados por un rictus. Mónica hizo las presentaciones y se sentaron en torno de la mesa. Damián eligió jugo de tomate; Dorothy, un vaso de whisky con hielo. Mónica estuvo a punto de objetar esa elección, pero se contuvo. La madre estudió a Damián sin disimulo, como una dermatóloga que revisa cada palmo de piel con una lupa. Damián percibió la exploración y se resignó al examen.

Al rato un marinero preguntó si ya querían zarpar.

En un minuto se levó el ancla y un sordo rugir de motores se expandió por las nervaduras del yate. El muelle se alejó con lentitud mientras aumentaba la brisa del río. La nave giró hacia la extensión del delta e ingresó en el espacio donde el aire rodaba fresco y juguetón. Con la brisa llegaba el aroma de la umbrosa vegetación de las islas.

—Todavía no te ofrezco el timón —le dijo Mónica, con un guiño—. Pero intuyo que lo manejarías bien.

—Me conformo con disfrutar de la jornada como un vulgar pasajero.

—Podríamos tomar sol antes de que se ponga demasiado caluroso.

—Buena idea.

—¿Venís, mamá?

—Después. Vayan ustedes. Disfruten.

Se tendieron sobre toallones en la cubierta de proa, por delante de la cabina de mandos. La nave cortaba el agua con ruda intensidad; algunas gotitas salpicaban en un rocío tenue. Mónica le ofreció un tubo de crema con filtro solar que Damián se extendió sobre la cara, el cuello, los brazos, las piernas y el pecho. Cuando se volvió para broncearse la espalda, ella le extendió una fina película por la nuca y los hombros. Damián no sólo gozó de su mano acariciante, sino de la ternura del gesto.

Ambos se dejaron llevar por el ronroneo del motor y las leves ondulaciones que imponía el cruce de otras embarcaciones. Damián se durmió profundamente. La voz de Mónica lo arrancó del sueño para advertirle que era suficiente el baño de sol, o esa noche no encontraría posición en la cama. Él se restregó los ojos. Ella le tendió una crema hidratante.

—Nunca cuidé mejor mi piel —comentó Damián, sonriente.

Al retornar a la popa, Damián oyó música de Telemann. Se detuvo de golpe. Mónica, tras él, fue sorprendida por la misma escena; frunció el entrecejo e hizo saber que llegaba con un grito que le nació en el estómago.

—¡Mamááá!

Dorothy, sentada en su sillón, soltaba risitas. El marinero que había puesto la mesa le hacía arrumacos y se doblaba para besarla.

El hombre se enderezó como una caña y simuló haberse inclinado para recoger una servilleta. La alisó sobre el antebrazo, puso cara de bobo y marchó hacia la cocina siguiendo el ritmo de la música.

Dorothy levantó su copa de whisky vacía para que alguien la llenase, pero la giró hacia diestra y siniestra en vano. Mónica la aferró con dulzura, le quitó la copa y murmuró unas palabras al oído. Damián no sabía qué hacer para evitar el sofocamiento de la muchacha.

Regresaron antes de anochecer. La proa arribó al puerto y movió ciento ochenta grados. Luego la popa del yate, lentamente, rozó tierra. La tripulación amarró con pericia y de inmediato puso el tablón forrado en material de alfombra verde. Antes de bajar, Mónica y Damián se dirigieron hacia un rincón impermeable a las miradas intrusas. Se tomaron de las manos, se miraron con vivacidad y, poco a poco, fueron acercando las bocas. El primer beso fue rápido y temeroso. Ella se acurrucaba en sus brazos y devolvía la prudente caricia. Su beso aún no era un beso de amor. El segundo fue más libre, pero todavía se aferraba a la promesa; vacilaba entre la amistad que ya tenían y el futuro que se ocultaba tras una incógnita. El tercero se demoró más, como un cohete que toma impulso y luego se dispara a las estrellas.

—Te quiero —dijo Damián.

—Te quiero —dijo Mónica.

Y se besaron por cuarta vez.

Ya en el muelle, ella le deslizó en el bolsillo un sobre doblado.

—Es una carta —le dijo—. No la leas hasta que te acuestes. Es para que la saborees tranquilo, en posición horizontal.

Él la palpó y la guardó; luego haría honor al deseo de Mónica.

Dejó el sobre junto a la lámpara de su mesa de luz. No era una carta, exactamente, sino la copia a mano de un poema. Pertenecía a Mario Benedetti.

Tengo ganas de verte

Necesidad de verte

Esperanza de verte

Desazones de verte

Tango ganas de hallarte

Preocupación de hallarte

Tengo urgencia de oírte

Alegría de oírte

Y temores de oírte

O sea

Resumiendo

Estoy jodido

Y radiante

Quizás más lo primero

Que lo segundo

Y también viceversa.

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