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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (36 page)

—Siempre lo hicimos. Es parte de mi trabajo.

—No me importa. Sus mejillas empezaban a encenderse.

—De los once nombres nuevos —mantenía una falsa serenidad—, hay ocho que no merecen objeción.

—¿Ah, sí? ¿Y los otros tres?

—Deberías asumir tu categoría, Mónica. Sos una Castro Hughes.

—¡Qué solemne! Hacela fácil, por favor. —Miró hacia arriba con fastidio.

—Hugo Montaña e Irene Dupin.

—¿Qué tienen? Son excelentes compañeros. —Cerró los puños.

—Hugo es hijo de Juan José Montaña, oficial del ERP, que murió en la selva de Tucumán durante el operativo Independencia. Irene es hija de Marta y Antonio Dupin, famosos agitadores del Partido Comunista, que huyeron al Uruguay, donde cayeron en el asalto a una unidad militar.

—¿Estás seguro de lo que decís?

—Absolutamente.

—Ajá. ¿Y qué tienen que ver mis amigos? El comunismo es una antigüedad.

—Esa gentuza no puede ser amiga de una Castro Hughes.

—Quiero invitarlos. ¿Escuchaste? Quiero invitarlos —dijo con fuerza.

—Vas a tener problemas con tu padre. ¿Por qué no le evitamos un disgusto?

—¿No era que papá no quiere saber de política? Las tuyas son objeciones políticas. Y para colmo, arcaicas.

—Objeto a los delincuentes o potenciales delincuentes. No confundas.

—¿Qué pasa con el número once? —Apoyó su índice sobre la lista.

Tomás volvió a acomodarse los anteojos.

—Es tu profesor de Metodología de la Investigación.

—¿Qué tiene de malo?

—Mucho.

—¿Por qué?

—Supongo que ya estás enterada. —Sus ojitos concentrados le penetraron la frente.

—No sé de qué debería estar enterada. Es uno de los docentes más apreciados en la carrera. Es culto, fino y sensible. Y te digo lo que más te va a cabrear: está refuerte.

—En otros términos, no le falta nada, ¿eh? ¡Mónica, sé honesta!

—¿Qué insinuás?

—Hay aspectos negativos.

—Ah ya me doy cuenta. —Se le subió la sangre en oleadas. —Te refirís a la desaparición de los padres y de la hermana. Es eso, ¿no?

—¿Te parece poco?

—Sos un espía de mierda. Un nauseabundo espía. El padre de Damián era un distinguido cirujano que nada tenía que ver con la subversión. La mamá, menos. Con su familia cometieron una barbaridad imperdonable.

—Ésa es una versión de los hechos según la cuenta él, la que venden para torcer la historia.

—Lo lamento —pronunció las palabras con fuerza y con ira—, pero sigo creyendo en Damián. A vos no te creo nada.

—Los izquierdistas lavan el cerebro muy bien; son expertos. Tendremos que cuidarte mejor.

—¡Miserable! —Se abalanzó contra él y le tiró del pelo.

Tomás la apartó con suavidad y la obligó a sentarse. Le apretó los hombros para aquietarla; después le entregó su pañuelo para que se secara las mejillas. Mónica lo arrojó al piso.

—No te confundas, hija. Es por tu bien.

—¡No me digas “hija”!

—Estoy al servicio de tu padre y de tu familia; es lo único que me interesa. No me gusta espiar, no es mi vocación. Pero tengo pruebas de que has ido demasiado lejos con este profesor de mala muerte.

—¡Qué estás diciendo! ¡Qué sabés de Damián Lynch! ¡Qué sabés de su tragedia y de sus dificultades!

—Tal vez no lo sé con precisión, pero lo intuyo. Es un hombre que padece heridas profundas, que segrega rencor, que nunca encontrará paz.

—Es lógico que no tenga paz y que quiera descubrir a los criminales y llevarlos ante la justicia.

—No quiere justicia, sino venganza.

—Tomás... —Arrojó la cabeza hacia atrás y miró el cielo raso. —No me interesa discutir este asunto. Damián vendrá a mi fiesta. Es una decisión irrevocable.

Tomás se quitó los anteojos, los miró a trasluz y volvió a calzárselos.

—Ese hombre te está seduciendo. No es para vos, Mónica.

—Ya que te metés en mi intimidad, te contestaré que sí, que es para mí y que lo quiero. Deseo provocar su encuentro con papá. Pero a vos te prohíbo ¿me escuchás bien?, te prohíbo que se lo anuncies, o te voy a escupir a la cara delante de todos los empleados.

—Tu padre es más pícaro que vos y yo juntos. Ya debe de saberlo todo.

—Seguro que le estuviste buchoneando

—Te equivocás. Mi trabajo también consiste en reducir sus preocupaciones. Si pudiese evitarle la contrariedad de que su hija le introduzca en la residencia a un hijo de delincuentes desaparecidos, me sentiría satisfecho.

—Sus padres no fueron delincuentes. Además, ¿qué mierda tienen que ver los padres de él con nuestro amor?

—Calma, Mónica. Pero ocurre que los hijos de padres desaparecidos están condenados.

—¿Qué decís? ¿Por qué, Dios, por qué?

—Es así. No lo puedo explicar, pero responde a la lógica de la tragedia. —Otra vez se sacó los anteojos y se frotó los párpados.

—Sos un maldito, Tomás. Pero, si fuera verdad, con mayor razón Damián merece mi ayuda y mi cariño.

Tomás la contempló en silencio; luego dijo:

—Samaritana ingenua.

Mónica lanzaba chispas de tormenta.

—No vas a convencerme con golpes bajos.

—Te ruego que reflexiones.

—Muy bien, acá va mi reflexión y mi última palabra: sin Damián, no hay fiesta. Y que papá se olvide de la familia Lencinas.

Tomás enderezó los hombros, se estiró las solapas de la chaqueta y suspiró vencido.

—Juventud irresponsable... —Arrastró los pies hacia la puerta.

—Por favor, papá, ¡dejame hablar! —gritó Mónica.

—Ya sé lo que vas a decirme. —Wilson abrió una carpeta.

—No, todavía no te lo dije.

Alzó unos ojos tranquilos. En las negociaciones y delante de su hija sus ojos siempre parecían tranquilos. Delante de su hija, además, dulces.

—Te escucho.

—No quiero ser como mamá. —Lo miró fijo, dolorida.

—Conque ésas tenemos. Sin embargo, te le parecés bastante.

—En el color del pelo y de los ojos. Pero no en el carácter, por suerte. —Apretó los labios.

—No deberías hablar mal de ella. Es una mujer que sufre.

—¿Me lo vas a contar a mí? ¡Claro que sufre! Por eso no quiero ser como ella.

—No entiendo la relación.

—Sufre porque es una sometida. Porque no se anima a enfrentar la vida. Porque se guarda los conflictos como si fuera culpable de todo.

—Es una buena mujer, pero se volvió alcohólica. Nos cayó esa desgracia.

Mónica aguardó un instante y disparó el cañonazo.

—Papá, ¿por qué no se divorcian?

Wilson cerró la carpeta con un estallido de cólera que reprimió en menos de un segundo; adelantó el cuerpo para que sus palabras tuvieran un sabor confidencial.

—Porque nos queremos.

Mónica frunció la nariz y miró hacia el parque.

—¡No me vengas con esa mentira! —Se le aceleró el corazón. —Cada uno de ustedes anda por su lado. Yo no hubiera dudado un minuto en divorciarme.

—Dios mío, tengo una hija terrible. ¿Cómo puedes hablarme de esa forma? Yo te adoro y...

—Lo sé. Por eso te quiero meter en la cabeza que conmigo no vas a tener un clon de mamá.

—¿Quién pretende un clon? —Abrió las manos, escandalizado. —Eres nuestra hija, nuestra amada y única hija.

—Que tiene derechos individuales.

—Que tiene derechos, claro. ¿Quién pretende quitártelos?

—Vos. Para que sea igual a mamá.

—Hija mía, te lo ruego. —Juntó las palmas en actitud de oración. —Tus palabras me hieren. Son injustas.

—No quiero ser como ella.

—Está bien, ya lo dijiste.

—Y quiero decidir mi camino.

—Hasta ahora no te he puesto grandes obstáculos.

Mónica movió la cabeza ante el abismo que la separaba de su padre.

—Tenemos visiones distintas, papá. La única forma de sentirnos bien es aceptar que así como yo respeto las tuyas, vos debés respetar la mía.

—¿No te has cambiado de universidad? ¿Cedí o no?

—Me costó conseguirlo.

—Pero cedí. Y creo que nos hemos equivocado. Vos en la elección, y yo en mi generosidad.

—Yo no me he equivocado. Estoy contenta. Respiro oxígeno, conozco algo más que el círculo cerrado de nuestra familia y aburridos amigos.

—No es malo conocer; lo malo es confundir valores. La UBA está llena de gente perdedora y resentida, ciega a los nuevos tiempos.

—Ése es un prejuicio tuyo.

Wilson se pasó el índice por dentro del cuello de la camisa, para aflojar la presión.

—Hace poco oí que alguien hablaba de adolescencia tardía. No te quiero ofender, pero me parece que algo así te está pasando, Mónica. Rebeldía sin causa.

—Gracias por el diagnóstico, papá. —Se acercó y le dio un beso en la frente.

No tuvo que bajar del auto para tocar el timbre, porque el circuito cerrado de televisión que usaba la guardia ya lo había registrado. En la torreta lateral había dos hombres armados y atentos. Varios reflectores iluminaban el majestuoso acceso y parte de los muros cubiertos de hiedra. El pórtico de hierro forjado se abrió automáticamente y Damián ingresó por primera vez en la mansión de los Castro Hughes.

El asfalto se transformó en un camino de grava marcado con focos amarillos en los bordes. El tupido pedregullo crujía bajo los neumáticos. Los faroles arrancaban de la oscuridad a los altos árboles que se inclinaban sobre el parabrisas. Llegó a una playa y estacionó junto a otros vehículos; tomó la bolsa con su regalo, bajó tranquilo y cerró con llave. Rodeó una fuente decorada con delfines de mármol que lanzaban chorros coloridos y se dirigió a la escalinata de acceso.

Una recepcionista le dio la bienvenida y le indicó hacia dónde ir. Penetró en un salón recubierto de tapices. A la izquierda una escalera de granito con balaustrada de madera se curvaba hacia el piso superior. El fondo lo ocupaba una gigantesca chimenea, delante de la cual varios sillones rodeaban una piel de tigre. Se cruzó con unos jóvenes que charlaban con copas en la mano, sintió que algunos lo examinaban con curiosidad y les regaló una falsa sonrisa. Avanzó hacia una puerta entornada, con relieves tallados, que permitía ver el comedor vacío. Siguió el creciente volumen de la música y llegó a un corredor lleno de plantas, cuadros y esculturas. Al final apareció la aglomeración de invitados en un vasto quincho de paredes vidriadas. Estaba impaciente por encontrar a Mónica. En la bolsa que le colgaba de la muñeca había puesto una tarjeta con frases de amor.

Al abrirse un círculo de invitados, la descubrió. Lucía un vestido largo y se había recogido el cabello a lo Paulina Bonaparte. Le pareció más hermosa que las mujeres pintadas por David. Ella también lo vio y fue más decidida: abandonó el grupo y caminó rápido hacia él. Damián tuvo ganas de abrazarla, pero lo azotó la prudencia: se hallaba bajo el implacable escrutinio de los amigos de ella y no quería provocarle un engorro. La esperó vacilante, y Mónica resolvió el dilema estampándole un beso en los labios. Alguien aplaudió y Damián se sintió contradictoriamente inhibido y feliz. Mónica lo tomó de la mano y lo presentó a quienes tenía cerca. Dos parejas lo saludaron con divertida solemnidad: también eran alumnos suyos en Ciencias de la Comunicación.

En un extremo se había parapetado el
disc-jockey,
con su infantería de aparatos, llaves, botones, auriculares y CD, para controlar la luz y el sonido de la fiesta. En dos pantallas gigantes se veía a los invitados, que eran filmados de modo incesante y agresivo: sus rostros y nucas aparecían cerca, lejos, deformados, dados vuelta o superpuestos. Junto al aparataje se extendía el escenario bordeado de flores donde probablemente tendría lugar un show.

Circulaban bandejas con bebidas y canapés. Mónica llevó a Damián hasta una mesa donde se exhibían camarones, centolla, arenques, trucha ahumada, salmón rosado, trozos de pulpo y grandes recipientes con caviar negro y rojo en medio de esculturas de hielo seco. Hizo preparar sendos platos, llenó dos copas de champán y lo invitó a la terraza.

Se apoyaron en la balaustrada de mampostería abrazada por un rosal florecido. Ella explicó que durante el día ése era el más hermoso puesto de observación de la casa; en esa noche de luna en cuarto creciente apenas se adivinaban las ondulaciones del parque y los faroles de algunos barcos, pero cuando el aire se limpiaba, se podía divisar hasta la costa de Uruguay.

Se ubicaron en sillones de mimbre que a la luz de la luna parecían labrados en marfil.

—¡Estoy tan contenta de que hayas venido!

Damián le acarició los dedos.

—Tengo una buena noticia —agregó ella.

—Siempre son bienvenidas.

—Papá me dijo que quiere conocerte.

Damián inspiró el aire ahíto de fragancias nocturnas.

—Bueno, yo también. Pero no va a ser un encuentro casual, entonces.

—A último momento tuve que modificar mi plan para desalentar el de él. ¡Le vas a gustar, estoy segura!

—¿Más que el otro candidato?

Sonrió.

—Entre uno y otro, como se dice en forma tan elocuente, ¡nada que ver!

Él la miró a los ojos.

—En serio —agregó Mónica—. El otro no vale por sí mismo: lleva prendido el nombre de su familia como una condecoración de guerra. Sin la condecoración no es nada.

Damián pasó el dorso de la mano por su solapa vacía.

—Podría haberme puesto la medalla que gané en la universidad...

Ella le dijo al oído:

—Hay otra razón por la cual tenés ventaja.

—¿Cuál?

—¡Nunca amé tanto a nadie!

Damián le apretó los hombros mientras ambos aproximaban los labios y se unían en el mareo de un beso. En torno giraban moléculas de polen.

Cuando se separaron, lentamente, siguieron contemplándose al fondo de los ojos con pasión. Luego las manos de Damián entrelazaron los dedos de Mónica. Anhelaban fundirse y volar. La luna se esforzaba por iluminar el parque y plateaba el contorno superior de los árboles. Las estrellas tejían un bordado de diamantes. Vieron desprenderse un meteorito que dibujaba una línea de tiza. Tenían que formular un deseo antes de que se borrara en la pulposa oscuridad.

De pronto una voz chillona rasgó la noche. Sonó como un petardo en la quietud de un templo.

—¡Así es fácil aprobar materias!

Con un vaso de whisky apoyado en la frente, Dorothy avanzaba hacia ellos.

Damián se puso de pie, y la madre de Mónica le ofreció ambas mejillas para que la besara.

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