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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (38 page)

Ella inspiró profundo:

—Falleció Ricardo Lencinas.

—¡Qué estás diciendo!... —Escupió unas gotas sobre el escritorio.

En la mano de su secretaria apareció una servilleta de papel como afloran los conejos en la galera de un ilusionista; la mujer limpió con cuidado la espejada superficie.

—¡No puede ser! ¡No lo acepto!

—Fue anoche, en un accidente en la ruta.

Wilson hundió la cabeza entre las manos temblorosas.

—¡Pobre Alfredo! Su chico era maravilloso, una promesa... Hay que mandar flores, condolencias. Yo iré al velatorio, por supuesto. Y al sepelio. ¡Pero es terrible! ¿No me estás haciendo una broma?

—Las flores ya fueron enviadas.

Wilson le dio unas palmaditas en el antebrazo.

—Justo ahora... Demasiadas desgracias juntas. ¿Por qué se demora Tomás?

—Ha llegado el señor Oviedo —anunció la recepcionista.

—¡Que pase ya mismo!

Tomás Oviedo entró con el rostro oscurecido, rodeó el escritorio y estrechó la mano de Wilson.

—Tenemos varios problemas a la vez, y todos son pesados —se apresuró a comunicarle que ya había sido puesto al día.

—La muerte de Ricardo Lencinas es más que un problema, es un desastre —gruñó Wilson.

—¿Se ha enterado Mónica?

—Supongo que no, todavía. —Miró interrogativo a Nélida. —¿Pero qué importa? Era el marido ideal que necesitaba, no ese profesor muerto de hambre. Alfredo estaba de acuerdo con mi idea del casamiento; habría sido la fusión más exitosa de la historia hispanoamericana.

—Se nubló el horizonte, mi amigo. —Tomás hizo sonar las articulaciones de sus dedos. —Pero estoy seguro de que un hombre como vos no se dará por vencido.

Wilson Castro levantó la cabeza, que en ese momento no era la de un triunfador: su cara se había poblado de arrugas, sus ojos estaban a punto de llorar.

Nélida, apenada, alzó las carpetas y las apiló en sus brazos.

—Me has dicho todo lo que necesito saber, ¿verdad? —Wilson la miró como un bebé afligido.

Ella asintió.

—Puedes llevarte esos papeles —le dijo el jefe—. Quiero estar a solas con Tomás. Gracias.

Tomás acercó su silla mientras la secretaria se alejaba en silencio y cerraba la puerta tras de sí.

—¿Qué me aconsejas?

—Con respecto a la licitación, esperemos el informe de Sullivan y Bordeau. Si resulta cierto que nos falsificaron los papeles, estaríamos frente a un enemigo más poderoso de lo imaginado. Por eso conviene trabajar con certezas. Tu cuñado, Bill, no sale de mis sueños.

—¿Con que ésas tenemos? ¿Qué hace Bill en tu cabeza?

—¿No es un profeta milagroso? Ahora ha conseguido invadir mis sueños. Dice que no debo bajar la guardia. Anuncia que minutos antes de la gran victoria los tiempos siempre se vuelven más difíciles.

—Muy difíciles. Pero dejemos a Bill para más tarde. ¿Qué opinas sobre el diputado Solanas?

—Es un gran hijo de puta. Está desesperado por conseguir notoriedad. No creo que entre en razones fácilmente. Ya lo invité a almorzar.

—Si lo consideras conveniente, puedes llevarlo a dar una vuelta en el
Dorothy
con su familia.

—A tipos así no se los compra ni con un almuerzo ni con un paseo en yate. Usaré esos y todos los demás recursos que sean necesarios hasta conocer el precio de su silencio. No hay hombre sin precio.

—Quiero que lo consigas rápido, Tomás. No es tan grave la carta de crédito ni el préstamo del Banco Ciudad, sino lo que vendría después, explosiones en cadena: aduana, oro, armas...

Tomás se balanceó en su silla y repasó los ítems: armas, supermercados, oro, comunicaciones. Un paquete grande y macizo como el Himalaya.

—Así es.

—No tolero que, mientras pongo mis bienes bajo el rótulo de la legalidad, vengan a tirarme basura.

—Lucharemos en todos los frentes, Wilson.

—Hay frentes perdidos. —Volvió a hundir la cabeza entre las manos. —Ricardo Lencinas... ¡Mi Dios! ¡Qué crueldad!

—Mónica le tenía simpatía —comentó Tomás—, pero no hubiera aceptado casarse con él.

—Porque es caprichosa. Pero yo habría terminado por convencerla. Es una chica inteligente y habría entendido mi plan.

—En unas horas lo enterrarán.

—Enterrarán mi proyecto. ¡La puta madre!

—Wilson, ¿qué pensás de Damián Lynch?

Castro levantó los ojos nublados.

—No sé, estoy confuso. Supongo que es un escollo importante.

—Mientras venía para acá, delante de un semáforo que quería cruzar pese a que me estaba mirando un policía, se me ocurrió unir dos asuntos: Damián y nuestra colaboración con la DEA.

Wilson se enderezó como si lo hubieran encañonado con un arma.

—Vos y yo —prosiguió Tomás mientras se quitaba los anteojos— sabemos que Damián Lynch investiga las técnicas del narcotráfico hormiga y más que hormiga. Esa investigación podría ser el camino que él mismo elige para su propio desastre. ¿Qué te parece?

—Explícate.

—Creo que le encantaría contribuir con nosotros, y podría ayudarnos en el próximo golpe contra el cartel de Lomas. Wilson Castro recibiría un gran reconocimiento internacional, y él...

—¿Y él? ¿Deseas convertirlo en héroe? ¿Aumentar la infantil admiración que le tiene Mónica? No cierra.

—¿Es posible casarse con un muerto? —Tomás extrajo de un bolsillo la agenda electrónica y repasó los compromisos.

Wilson Castro tecleó sobre la mesa y lo miró como a una esfinge que tras sus ojitos penetrantes guarda secretos horribles. Pensar que lo había conocido hacía décadas, en Panamá. Tomás Oviedo era entonces un joven y destacado teniente coronel del ejército argentino y había viajado para entrenarse en la lucha antisubversiva. Simpatizaron pronto. Y mucho más en Buenos Aires, cuando descubrieron que su alianza podía capturar rápidos negocios.

Wilson Castro era el jefe, y Tomás Oviedo, su hombre de confianza, además de socio en proyectos de volumen. Las empresas de Castro exhibían un sólido perfil desde que había conseguido legalizarlas. Gracias a ellas tenía acceso a la intimidad del gobierno, simpatía financiera, tolerancia impositiva y parpadeos cómplices de la aduana. En su radiante oficina de Puerto Madero funcionaban cuerpos administrativos que articulaban negocios variados, mantenían comunicación internacional y aceitaban los resortes con la competencia, el periodismo, los sindicatos, la justicia y los políticos. En cambio, los temas de alta tensión, los que debían mantenerse en secreto, quedaban reservados para la residencia de San Isidro.

—Está bien —accedió, melancólico—. Pero si hasta ahora fuiste más prolijo que un cirujano, quiero que redobles la prudencia, Tomás. En este caso no aceptaré la menor falla.

Se despidieron con una inclinación de cabeza.

Un par de horas más tarde Wilson sintió un dolor en el tórax. Se le deslizó el puro de los dedos, apretó un timbre y apoyó la cabeza sobre el escritorio. Al instante Nélida corrió a su lado. Le aflojó el cuello de la camisa y lo condujo hasta el sofá, donde lo recostó con un almohadón bajo la cabeza. Otra empleada, a los gritos, reclamaba que acudiera una ambulancia de urgencias médicas.

Wilson estaba pálido; sudaba. Cerró los párpados y trató de relajarse, aunque le daban vueltas Ricardo Lencinas y el repelente diputado Federico Solanas. Las isquemias cardíacas reclaman el cese de los esfuerzos físicos y de la tensión emocional, se decía para ahuyentar los pensamientos endiablados. Trató de concentrarse en los hermosos años vividos en la Academia de la Fuerza Aérea estadounidense de Colorado Springs. Nélida le tomaba el pulso, que era pleno, pero irregular. Se apartó cuando llegó el médico, seguido por enfermeros y una camilla. Wilson abrió los ojos y dejó que lo examinaran. A su lado se habían extendido aparatos, jeringas, máscaras de oxígeno y reanimadores. El jefe del equipo retiró el estetoscopio y diagnosticó fibrilación auricular.

—No es grave, pero conviene internarlo para completar los estudios.

—Proceda —concedió Wilson.

Nélida se enjugó las lágrimas.

El médico sonrió agradecido e impartió instrucciones.

—¿Oíste? —Wilson levantó su índice autoritario. —No es grave. Nada de pánico. Esta noche dormiré en casa. A los pájaros de mal agüero diles que se trata de un chequeo de rutina.

—No hable, por favor. No se agite.

—Pasé situaciones peores... Tengo mucho que hacer todavía.

—Ya lo hará. Relájese.

Unas manos diestras lo levantaron del blando sofá y lo depositaron en la camilla. Los corredores por donde tenía que pasar fueron instantáneamente despejados de curiosos. El ascensor bajó, hasta donde esperaba la ambulancia. El médico jefe, siempre a su lado, supervisó cada etapa. Wilson advirtió que se sentía mejor. Era como en las batallas: cuando uno caía herido y recibía ayuda, el caos tendía a retornar a la normalidad. Por las calles de Buenos Aires la sirena abría camino como un rayo entre las nubes.

La fibrilación había cesado. Pero —según le explicaron después— era probable que se repitiera. Debía someterse a un tratamiento. Era una patología que aumentaba su frecuencia en las grandes ciudades y entre la gente sometida a tensiones. Wilson no podía escapar a ese destino.

Dorothy y Mónica volaron al sanatorio y, tras ser tranquilizadas en el corredor, las dejaron pasar al cuarto VIP. Wilson, con las facciones distendidas, casi no prestó atención a su esposa, pero miró largamente a su hija, muy asustada. En su cerebro martillaban frases que habría querido pronunciar: “Si tu capricho no te hubiera impedido acercarte a Ricardo, quizá no hubiera ocurrido el accidente y yo no habría sido blanco de esta maldita fibrilación”.

—Ya estoy bien —fue lo único que dijo, y desvió los ojos hacia la ventana.

Tal como había anunciado, esa noche retornó a su casa. Le prescribieron medicamentos y que se sometiera a controles frecuentes. A media mañana del día siguiente retornó a su vasta oficina de Puerto Madero, porque le aburría quedarse en la residencia. Pero se le había evaporado el optimismo. Debía comunicarse con Bill.

DIARIO DE DOROTHY

Antes, cuando Wilson quería suicidarse, yo me desesperaba por cuidarlo y resolver su frustración. Ahora, que acaba de empezar con problemas cardíacos, no veo la hora de huir para siempre. Es tan cabeza dura que no se quedó ni veinticuatro horas en el sanatorio, pese al ruego de los médicos. Hoy fue de nuevo a la oficina. No acepta interferencias en sus designios. Es un aparato.

Dicen que es mejor sufrir con plata... Wilson me da toda la que quiero. Pero cuando la plata sobra tanto, una llega al borde de un precipicio que dice: “Más allá no hay nada”. Soy testigo de que el exceso de riqueza, si no va acompañado por otras cosas que llenen el corazón, desnuda lo más horrible del universo: la nada.

Supongo que quienes no tienen tanta plata como nosotros y se desviven por conseguirla disfrutan de la ilusión de que con ella serán felices. La ilusión de tener lo que todavía no tienen.

Wilson, con su plata, subvenciona la resistencia de la derecha cubana de Miami. Hace unos años subvencionó a los “contras” de Nicaragua. Gasta centenares de miles de dólares en operativos anticomunistas que mantienen en vilo a patrullas y guardacostas. Sueña con redimir su patria, convertirse en el héroe nacional, ser más grande que José Martí. Pero el comunismo se cae solo. Fidel Castro, a quien odia y envidia, da los últimos manotazos de su era. Wilson siempre ha dicho que es la misión de su vida y por esa misión luchará hasta el último aliento. Por esa misión ha envenenado nuestro vínculo, me ha usado, me ha olvidado como mujer. Me ha matado en vida, como hizo matar a su primer gran amor, aquella pobre profesora de Biología a la que violó en La Habana con tanta precocidad. Veremos qué sucederá con su cabeza ahora que Mónica, “la luz de sus ojos”, se está enganchando con Damián, quien debe de haberle caído como caca de paloma en su plato de comida. Ojalá le vuelvan los deseos de suicidarse. Esta vez mantendré una sabia neutralidad.

CAMINOS
DE
RIESGO
Y
PERVERSIÓN

Damián aterrizó en el aeropuerto de Salta, tomó su bolso de mano y descendió por la escalerilla al pavimento caliente. Una azafata le indicó adónde dirigirse para recoger el resto de su equipaje. Mientras aguardaba que apareciera su valija en la cinta transportadora, leyó los carteles de publicidad y no advirtió que a pocos metros lo vigilaba Antonio Gómez, enviado por Tomás Oviedo con instrucciones precisas. El día luminoso cegaba los presagios que podían haber puesto a Damián en guardia. No creía en los temores de Mónica ni tenía conciencia de que a partir de ese minuto comenzaba una cuenta regresiva.

Entre los libros, mapas y cuadernos que había ordenado en su bolso estaban los nombres de las personas a entrevistar, lista que había confeccionado con ayuda del propio Oviedo, y las dos cartas de recomendación que había escrito Wilson Castro de su puño y letra. Estaba agradecido a esos hombres poderosos que, pese a la escasa simpatía que le profesaban, habían accedido a ayudarlo en sus investigaciones: era posible que aquel viaje lo aproximara a secretos bien guardados. Alguna vez se vería premiada su tenacidad.

En el hotel colgó la ropa e hizo una llamada. Tenía sobrado tiempo para almorzar. Fue en busca de un restaurante donde sirvieran comida típica; se sentó junto a la ventana abierta de un local cercano a la plaza y ordenó tamales con vino tinto. Le habían insistido en que el vino salteño era famoso por su calidad, y los tamales, la más antigua expresión de la cultura andina, infrecuente manjar para los nacidos en Buenos Aires. El maíz fue vital y mítico durante centurias; en las últimas décadas, en cambio, fue desplazado por el boom de la coca. “Pero —reflexionó— la mera nostalgia no resolverá esta degradación, ya que la coca estimula y mata; en cambio, el maíz sólo alimenta.”

Después caminó hacia la gendarmería, donde iba a recibirlo el comandante Tadeo Fornari. Entregó una tarjeta y mostró su credencial. Lo condujeron a un edificio rodeado de parques. Tuvo que aguardar en una modesta sala de espera y luego fue introducido en una habitación donde el comandante le estrechó la mano y lo invitó a sentarse junto a su escritorio. Damián tuvo el recuerdo fugaz de los tiempos en que un uniforme militar le quitaba el aire.

—¿Qué prefiere beber? —le ofreció el comandante mientras se acomodaba en un sillón.

—Té de coca —respondió Damián decidido.

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