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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (8 page)

Algunos lo sospechaban, aunque tímidamente.

—¡Díganlo!

—Los judíos... —aventuraron unas aisladas voces.

Bill saltó sobre el estrado y revoleó su enorme túnica.

—¡Claro que sí! ¡Muy bien! ¡Acertaron!

Por último Bill explicó rápidamente el milagro de Pentecostés, bendijo a su excitada audiencia, prometió visitar muchas familias durante la semana y se retiró. Mientras la gente abandonaba la carpa en forma ordenada, Lea completó la recaudación de ofrendas con una bandeja en cada mano. Bill retornó cuando ya no quedaba feligrés alguno para apagar las luces y vio a “Lincoln” derrumbado sobre una silla, la cabeza echada hacia atrás, la eterna bola de tabaco abultando su cara.

—¿Duermes, amigo?

Aby levantó los párpados y sonrió apenas. Estaba notoriamente envejecido, con menos pelo, flaquísimo, y cuadriculado por arrugas profundas.

—¡Cómo has progresado! —Simuló bienestar mientras escupía la triturada bola.

—Es cierto.

—¿Ya eres el patrón de este circo?

—Casi.

—Pues me alegro.

—Hace mucho que no nos veíamos —evaluó Bill.

—Desde que te dejé. Hace...

—Casi tres años.

—Sí. Casi tres... Tres años terribles. —Le brotaron lágrimas.

Bill percibió su infortunio y lo ayudó a ponerse de pie.

—Me voy. —El camionero dio vuelta la cara, avergonzado. —Solo quería saludarte... Pasaba por aquí, me acordé, vi la multitud. ¡Reconocí tu voz!

—¿Vas a Phoenix?

—De allí vengo. Es mi primer viaje en muchos meses.

—No entiendo.

Puso una mano sobre el hombro del joven pastor.

—Me ha demolido una tragedia que... —Se le cortó la frase.

—Cuéntame.

El hombre caminó hacia la salida de la carpa meneando la cabeza. Bill lo siguió. Llegaron hasta el camión, que enseguida despertó recuerdos. Aby abrió la puerta del vehículo. Bill lo miró a los ojos:

—Quédate a comer conmigo.

—Ya es tarde.

—Quédate.

El camionero tragó saliva y bajó la cabeza. El loco de antaño había adquirido una voz de mando que doblegaba. Al cabo de unos segundos Aby encogió los hombros y aceptó. Poco después Bill lo presentó a Lea, que estaba preparando la cena, y a Asher, que intentaba bajar su fiebre con una bolsa de hielo sobre la cabeza. Bill ubicó al enteco huésped junto a la mesa de fórmica.

Recién al final de la comida pudo Aby Smith sacar de su pecho la pena que lo roía. Intentó contener el llanto, pero al término de las primeras palabras se quebró. Bebió whisky y, en párrafos entrecortados, dijo que ocho meses atrás, durante su ausencia, en su casa se produjo durante la noche un escape de gas que terminó en explosión e incendio. Murieron Rita y sus tres pequeños hijos. La noticia le llegó pocos kilómetros antes de arribar a Phoenix. Perdió el habla cuando los policías le transmitieron el horror. No pudo conducir y un colega ofreció llevarlo de vuelta. Fue un regreso espantoso; tenía ganas de arrojarse del camión y matarse. Cuando llegó a su vivienda fue peor: sólo quedaban escombros. Y de su familia, una hilera de tumbas que repetían patéticamente el apellido Smith. Se hundió en una depresión tan endemoniada que compró veneno para ratas; sólo quería morir. Un vecino lo descubrió y fue internado en un hospital. Pasó meses sin comer por sus propios medios; no aceptaba bañarse ni cambiarse de ropa. Hasta que un buen día volvió a conectarse con el mundo; fue como un lento amanecer. Un amanecer sombrío. Salió del hospital, pero acababa siempre en las tabernas. Unos amigos lo convencieron de reanudar el trabajo. Y allí estaba, recorriendo los miles de kilómetros de van de Kansas City a Phoenix y viceversa, como si lo ocurrido hubiera sido una pesadilla vulgar y hasta ajena. Se acusaba de haber pasado a una especie de indiferencia.

—¿Indiferencia? —protestó Lea—. Su dolor es tan grande que ha estremecido hasta la vajilla.

Aby sentía culpa por no haberse matado.

—Al regresar de Phoenix vi el cartel que tanto impresionó a Bill: “CRISTIANOS DE ISRAEL”. Se notaba que había un servicio religioso y... frené. Supuse que escuchar una prédica aliviaría mi corazón. ¡Reconocí la voz de Bill!

—Actuó la Providencia.

El joven le dio una palmada.

—Me sorprendió verte en el púlpito... —Reapareció algo de luz burlona en sus pupilas.

—¡Me reemplazaba! —se quejó la distorsionada voz de Asher.

—¡Se desempeñó de maravillas! —terció Lea.

Al rato Bill propuso tender otro colchón en su cubículo. Aby rehusó.

—Gracias, no es necesario. Tengo mi propio dormitorio en la cabina del camión. Durante mis viajes nunca duermo en otra cama.

Se despidió de sus anfitriones, deseó pronta cura a Asher y prometió reiterar su visita en el próximo viaje.

DIARIO DE DOROTHY HUGHES

Desde hace unos años mi casa ha cambiado y tengo miedo. Todo se puso mal con la enfermedad de Bill. Papi dice una cosa y enseguida otra; mamá se ofende por nada. Yo voy de aquí para allá como una perra triste. La única persona que me acompaña y escucha es mi amiga
Evelyn,
que vive a la vuelta, en la misma manzana. Un poco, también, mi abuelo Eric.

Tenemos un gran patio central, con la buena sombra que produce una enramada de glicinas. En el fondo, tras un árbol, está el cuarto de mi abuelo, al que invitamos a vivir con nosotros cuando quedó solo. Es muy creyente y se pasa horas conversando con su ángel de la guarda. Me ha dicho que yo también conversaré con mi propio ángel cuando sea más grande. Es el único de nuestra familia que sigue teniendo confianza en Bill y dice que volverá. Mamá, en cambio, opina que su confianza es la de un viejo tonto.

Cuando Bill despertó de su largo sueño, hace años ya, fue como una tormenta. No le gustaba el masajista, porque era duro, ni el doctor Sinclair, porque era blando. En realidad, no le gustaba nadie. Pero fue distinto con la enfermera, a la que bautizó con un nombre rarísimo: “Sunamita”. El lío que provocó en la iglesia nos obligó a dejar de concurrir durante meses, excepto mi abuelo, para quien ese lío era una adivinanza mandada por Dios.

Mi amiga Evelyn piensa parecido a mi abuelo. Dice que Bill es un genio. No sé de dónde sacó esa idea. Yo no le veía nada de genio, sino de alguien que se había vuelto muy caprichoso y malo.

Cuando se marchó sin dejar otra explicación que una nota de cuatro renglones, a mamá le vino una jaqueca con vómitos y papi fue a buscar consuelo en lo del reverendo Trade. Yo me encerré con Evelyn y, tomadas de la mano, lloramos no sé cuánto tiempo.

Ahora pregunto: ¿Volverá? ¿Piensa en nosotros?

————————

Durante un fin de semana mis padres me llevaron a Denver para visitar, entre otras cosas, uno de los museos de la ciudad. Me aburrió mucho y pedí cambiar el programa. Ahora sé qué es un museo y sé que no me gusta.

El viaje
sirvió
para que me diera cuenta de que mamá se ha emperrado en hacer un museo dentro de nuestra propia casa. Sí, tal cual. No lo dice con estas palabras, pero cualquiera adivinaría su intención. Ha convertido el cuarto de mi hermano en algo tan quieto como las feas salas de Denver. En tamaño más chico, claro. ¿Por qué? Porque decidió que nada, absolutamente nada, se modificase en su interior. Supongo que lo hace para que mi hermano se entere de que cuida sus cosas como si estuviera cuidándolo a él mismo. ¿Pero de qué forma se va a enterar, si no nos escribe ni nos dice dónde vive? ¿Quién se lo podría contar?

Me emociona ver cómo ventila y tiende su cama, con el cobertor liso y las almohadas redondeadas, listas para recibir el cuerpo de Bill. Ojalá hiciera ese trabajo con mi cama, pero no: la mía debo arreglarla solita. Repasa con una franela sus pocos libros y las viejas revistas. Mantiene en su lugar once copas deportivas que mi hermano ganó en la escuela y el club, así como dos gastados pósters. Su ropa está ordenada en el vestidor y su gastada Biblia sigue abierta en el Libro de los Reyes, tal como la dejó mi hermano al desaparecer. Sobre una silla también sigue su remera, un gorro sobre la mesa de luz y un zapato fuera de la caja. Mamá lo hace para que tengamos la sensación de que Bill recién anduvo por ahí. Continúan en su sitio las fotos de mi hermano con cada uno de los miembros de la familia, y no falta la más grande de todas, con el abuelo Eric.

Nuestro vecino Lucas Zapata avisó que se puso a revisar sus archivos y los del diario donde trabaja para recuperar las tomas que le hizo a Bill cuando era pequeño. Lucas es un hombre que ríe siempre, y tal vez por eso tiene una cara tan ancha. Pero Evelyn se dio cuenta de que ahora deja de reír cuando habla de Bill: seguro que está arrepentido por haberlo fotografiado durante el lío en la iglesia.

Evelyn me acaba de confesar que le gustaría convertirse en católica, como los Zapata. No sabe mucho de religión (yo tampoco), pero los católicos creen en los santos y ella considera que Bill es un santo. Había visto en un libro la imagen de San Jorge, y ambos son idénticos. Le pregunté, encantada, si estaba segura y contestó que sí. También me dijo que habló del tema con su mamá, pero no se animaba a soltar una palabra más si antes no le juraba callarme sobre lo que me iba a contar. Juré cruzando los dedos sobre mi boca, y
Evelyn
me habló al oído.

Dijo que su mamá primero abrió grandes los ojos y después los entrecerró, enojada. No le parecía bien que cambiase de religión; le recordó que su familia era bautista y que entre Bill y San Jorge había tanto parecido como entre un gato y un repollo. Agregó que los buenos cristianos sólo adoran a Dios y no precisan de los santos. En cuanto a Bill, opinaba que no era santo ni genio, sino “un chico raro”. O que la enfermedad lo había dejado raro, nada más. Que se sacara de la cabeza estas locuras.

Nos quedamos pensativas porque la palabra “raro” sonaba misteriosa.

Entonces Evelyn dijo que los santos son raros, claro que sí; de lo contrario no serían santos. No podían parecerse a la gente común. Y eso me sonó lógico.

Días
después,
mirando
una
foto,
ella
repasó
con
el
dedo
el
contorno de la cabeza de Bill y me aseguró que tenía una aureola, como los santos. Yo sólo veía el brillo del cabello. Pero insistió y pude verla también.

————————

¡Alegría! ¡Hoy nos ha llegado una breve carta de Bill! Cuenta que se radicó en el oeste y trabaja en una congregación religiosa. Dice que nos ama y promete hacernos una visita más adelante, cuando sus obligaciones lo permitan. Mamá se ha enojado porque el sobre no tiene remitente, pero el matasellos indica que fue despachado en Nuevo México. El abuelo Eric abrió los brazos y exclamó feliz: “¿Se dan cuenta ahora de que no había razón para preocuparse? Está encaminando su misión”.

————————

Mientras
jugábamos en el patio, Evelyn preguntó a qué se debía que mi abuelo estuviera tan contento. No supe qué contestarle, tal vez porque la carta confirmaba sus opiniones. Todos lo veíamos quedarse horas bajo el nogal y conversar con alguien invisible. Decidimos preguntarle. Nos
devolvió
una mirada dulce y nos acarició la cabeza: “Mi ángel informa que Bill hará prodigios”.

Evelyn preguntó qué prodigios.

Mi abuelo le tiró suave de la oreja y contestó que ya nos enteraríamos, que todos nos enteraríamos.

Y pidió que lo dejáramos tranquilo con su ángel.

Evelyn me llevó a un rincón y aseguró que el abuelo tenía noticias que no llegaban a los demás. Su idea me entusiasmó, era una buena idea. Entonces le propuse algo de lo que pronto me arrepentiría: espiar al abuelo, seguirlo. Como en las películas. Tal vez se reunía con Bill en persona en algún lugar oculto.

Discutimos un plan y probamos. Nadie debía enterarse, especialmente mamá, que seguía con un humor de perros, ni papá, que parecía bola sin manija. Cuando el abuelo se disponía a salir, cada una elegía una muñeca para sacarla a pasear, como hacen las madres. Evitábamos que el abuelo se percatase de nosotras. Su calva y su bastón facilitaban que no lo perdiésemos de vista. Las primeras veces resultaron decepcionantes, y quise renunciar a esta aventura porque me parecía que le faltábamos el respeto. Yo tuve la idea y yo tenía derecho a darla por terminada. Pero Evelyn estaba segura de que mi idea era fantástica y pronto descubriríamos una pista.

La recompensa llegó dos semanas después, una tarde.

El abuelo empujó con su bastón la puerta de la oficina de correos y entró. Evelyn quiso seguirlo, pero yo la frené; no me animaba a tanto. Esperamos en la esquina y, cuando apareció, tenía la cara cruzada por una sonrisa. Mientras su mano derecha se apoyaba en su bastón, en la izquierda llevaba una carta.

Evelyn dijo: “¿Ves? Seguro que se la mandó un ángel al servicio de Bill”.

Mientras cenábamos pedí disculpas para ir al baño y corrí a su pieza, tras el nogal. Abrí el cajón de su mesa de luz y descubrí cuatro cartas, una de ellas fechada dos días antes. No las firmaba un mensajero, sino el mismo Bill. No me animé a leerlas en ese momento porque en el comedor se iban a dar cuenta. Las volví a ensobrar y guardar. Al día siguiente, cuando el abuelo salió a dar su caminata, regresé al cuarto, me oculté en un rincón y las leí con el corazón en la boca. Después le conté a Evelyn, que también quiso leerlas y tocarlas.

El hombre de sombrero y sobretodo ingresó de puntillas en la carpa y caminó hacia la tarima. Pero en lugar de treparse se dirigió al Arca, cuyas plumas resplandecían bajo la lámpara de aceite.

Avanzaba sigiloso. Su cabeza cubierta giraba hacia atrás, como si temiera ser perseguido. Antes de llegar a la verja aguzó la vista en dirección al cubículo donde dormía el ayudante. Bill sólo había abierto un ojo y se preguntaba por qué Asher había vuelto a ponerse el disfraz. La respuesta era obvia: se dirigía a la casa de las putas y quería evitar que lo reconocieran. Pero no entendía sus movimientos junto al Arca. Presentía que estaba por ocurrir algo extraordinario.

En efecto, el hombre de la barba introdujo una mano en el bolsillo y sacó una llave, abrió la verja y se pegó al Arca. Luego separó las coloridas plumas de la cara lateral hasta encontrar un punto que era, evidentemente, la cerradura. Allí encajó otra llave con un ruido apagado. Bill no pudo evitar sentarse sobre el colchón y contemplar la increíble escena. Si era cierto que en el Arca moraba un fragmento del espíritu divino, desde las alturas caería un rayo que convertiría en cenizas al profanador. Pero el rayo tardaba en llegar. En cambio, Bill oyó el chirriar de los resortes que giraban. El hombre maniobró con unas palancas y levantó la tapa emplumada. Tendría que ocurrir una catástrofe. Acababa de cometer un delito que no purgaría ni con mil años de infierno. Bill se llevó las manos a las orejas para no ser ensordecido por el trueno inminente. Pero Asher, en lugar de detener su crimen, sacó del fondo un pequeño fajo de billetes, del que eligió tres y guardó el resto. Bajó la tapa, hizo girar la llave y movió las plumas para que ocultasen el sitio de la cerradura. También echó llave a la verja. Miró en ambas direcciones y hundió los billetes y las llaves en el bolsillo de su pantalón. Luego se abotonó el sobretodo.

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