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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (7 page)

—¿Eliseo? —murmuró Bill, desnudo, mientras le tendía las manos para ayudarlo a incorporarse.

El visitante se levantó despacio.

—Idiota... —farfulló Lea.

El presunto eremita dobló sus anteojos, que guardó en un estuche, colgó el sombrero de alas anchas en el perchero, se quitó el sobretodo negro y después, con suavidad, despegó su amplia barba. Era Asher.

Bill retrocedió aturdido.

—¡Imbécil! —A Lea le salían rayos.

Bill se cubrió los genitales con una camisa. Le martillaban las sienes. Giró en busca de un apoyo y se dejó caer sobre el sillón donde Asher elaboraba sus prédicas.

Lea se sentó en la cama con los pechos al aire y el pelo levantado. Su cara había enrojecido. De sus dientes salieron reproches de ametralladora. Bill no lograba entender, porque lo que sucedía era absurdo. Sufría una pesadilla de la que no lograba librarse. En la pesadilla veía a sus benefactores como enemigos, hechos unos monstruos enfrentados a muerte. El hombre parecía resignado; la mujer, insaciable. Ella quería hacerlo pedazos. Sus insultos parecían una lluvia ácida, como la que destruyó Sodoma.

Poco a poco, no obstante, en Bill se fue desgarrando la bruma. Empezaba a comprender algo complejo y terrible. Arduamente, como si se abriese un tajo en el cielo encapotado, se filtraba una mínima luz. En la tempestad de palabras Lea dijo una y otra vez que su marido la espiaba. Dijo que era un perverso eternamente insatisfecho. Un impotente.

Bill se pellizcó los brazos. Quería despertar. Sentía dolor. Debía reconocer que no soñaba una pesadilla, sino que la estaba viviendo. Asher parecía habituado a semejante filípica y, sin responder a su esposa, procedió a lavarse las manos, la cara y la nuca. Abrió la heladera y eligió una botella de cerveza. Buscó el destapador en el cajón de los cubiertos y llenó dos vasos, uno de los cuales tendió a Bill, como si nada especial estuviese ocurriendo. Bill se secó el sudor que le chorreaba de la cabeza; ansiaba ponerse los pantalones para huir de ese atolladero. Aceptó el vaso que le tendía Asher, pero no se lo acercó a los labios. Lea acababa de develar el enigma. Hizo añicos la caja de Pandora y los espectros saltaron en bandada. La casa rodante se había convertido en un muladar.

Asher hacía girar entre sus dedos el vaso helado y bebía tranquilo, de a pequeños sorbos. Tenía la certeza de que tras el tifón las cosas retornarían a la normalidad.

Lea, sin embargo, no dejaba piedra sobre piedra. La presencia de Bill significaba tener a alguien que la escuchaba con el debido asombro. Contó, siempre a los gritos, que su repugnante marido violaba sus propias prédicas porque cada tres o cuatro noches se iba disfrazado de viejo a las casas de putas instaladas en el borde de la ciudad, al otro lado de las vías del tren, donde se entregaba a orgías asquerosas. Que le gustaba mirar los coitos ajenos y ahora se había puesto a mirar el suyo con Bill.

Tal como Asher barruntaba, al día siguiente la rutina continuó como si nada hubiera sucedido. Lea preparó tostadas, huevos, tocino, jugo de naranjas y café mientras Asher bostezaba con la misma intensidad que solía hacerlo otras veces, sólo que ahora Bill sabía que su sueño atrasado no se debía al esfuerzo de mantener conversaciones metafísicas con un sabio. Luego Bill limpió su cubículo y ordenó la carpa. Asher recibió la lista de feligreses a los que debía visitar y más tarde, junto con Bill, cumplió debidamente su misión pastoral. El domingo hubo, como siempre, saludos a la entrada y abundante recolección de ofrendas. Asher pronunció un encendido sermón basado en los castigos de fuego y azufre que el Señor había lanzado contra los pervertidos habitantes de Sodoma.

Antes de dormirse Bill leía sistemáticamente algunos capítulos de la Biblia, yendo hacia delante y atrás del Libro de los Reyes, donde se contaba la vida y los milagros del profeta Eliseo; a esa parte la consideraba el ombligo de las Sagradas Escrituras. También anotaba en un cuaderno las ideas que Asher desarrollaba en sus prédicas, en especial su teoría sobre los verdaderos israelitas y las abominables razas preadámicas. Cuando veía a un negro, un hispano o un asiático, entendía que ya no correspondía tratarlos como a hermanos y ni siquiera como parte de la auténtica humanidad. Nunca se había sentido tan respaldado en su desprecio.

Algo decisivo, no obstante, había cambiado en la rutina de la iglesia. Cada tres noches, cuando Asher salía con su hirsuta máscara a satisfacer la compulsión de mirar coitos ajenos, Lea llamaba a Bill sin ocultar su alegría por el desquite. Durante esas horas no sólo se extraviaban en la excitante geografía de Canaán y gozaban de las zambullidas en sus abismos, sino que se reían a carcajadas del pastor ausente.

El domingo de Pentecostés se produjo otra fractura.

Asher amaneció con una angina que no le dejaba pronunciar palabra. Era un inconveniente serio, porque en esa fecha Dios había hablado desde el monte Horeb al pueblo elegido y, siglos después en el mismo día, iluminó el alma de los apóstoles. Era en Pentecostés cuando la sublime iglesia de los Cristianos de Israel también accedía a las verdades más excelsas mediante una prédica de fondo. Lea, por lo tanto, no se resignaba a que una afección de garganta frustrase el acontecimiento: preparó para su marido té con miel y lo obligó a beberlo; después lo obligó a tomar varias aspirinas. Como la afonía no daba muestras de ceder, ordenó que se metiera en cama, y a Bill, que se sentase en el sillón del living.

—¿Sabes quién ocupará el púlpito de nuestra iglesia? —preguntó.

Bill sostuvo su mirada desacostumbradamente firme. Sospechaba la respuesta y se le aceleró el pulso.

—Ya estás en condiciones —agregó ella.

Asher, mortificado, agitó ambas manos desde su lecho.

—No te esfuerces en hablar, querido. Es inútil.

Bill disimuló su sonrisa de triunfo. Después cerró los ojos y se puso a organizar las ideas. Era su debut.

Ella se ocupó de recibir a los feligreses en la puerta de la carpa, como de costumbre, pero redoblaba las muestras de afecto. Una mano estrechaba diestras y acariciaba cabelleras infantiles mientras la otra sostenía una bandeja donde aterrizaban los billetes del diezmo.

Cuando todas las sillas quedaron ocupadas, Bill apareció en el estrado envuelto por una amplia túnica blanca. Era de algodón liviano y formaba muchos pliegues sobre sus hombros. Parecía el manto de un rey. Contrastaba con el sobrio hábito de Asher, idéntico al de cualquier pastor evangelista. Bill, en cambio, pese a su juventud, irradiaba solemnidad. Sostenía una Biblia con el índice introducido en la página que iba a citar. Se desplazó con aplomo ante centenares de personas que lo escrutaban expectantes. Subió los escalones del púlpito por el costado derecho de la tarima y contempló a la concurrencia con mirada desafiante.

Le brotó una voz honda y segura cuando ordenó cantar el salmo veintitrés. Los feligreses obedecieron. A continuación dio la bienvenida y explicó que la voluntad del Cielo había decidido que en ese Pentecostés el reverendo Asher Pratt sufriese una afonía para que su devoto ayudante Bill Hughes pudiera reemplazarlo.

—Hubo un tiempo en que el bienquerido profeta Elías tuvo que delegar su tarea en otra persona —agregó como ejemplo.

Narró entonces algo que formaba parte de su identidad: el prolongado vínculo de Elías con Eliseo y cómo este último no sólo tuvo el privilegio de presenciar el instante en que su maestro fue arrebatado hacia las alturas por un carro en llamas, sino que recogió el manto que le dejó caer desde las nubes. Envuelto por la túnica portentosa, el discípulo no fue menos que el maestro.

Mientras hablaba se acomodaba los pliegues del manto a fin de que hasta el más estúpido pudiera asociarlo con aquel personaje. No dudó en contar su fantástica historia. Una terrible enfermedad lo había hundido en coma y arrastraba hacia el sepulcro. Entonces apareció Eliseo para salvarlo. Le atravesó la cabeza con su báculo de olivo y se tendió sobre su cuerpo: palma contra palma, pecho contra pecho, nariz contra nariz, boca contra boca. Le infundió su aliento, su latido y su energía. Le revivió la sangre y la sensibilidad. Le produjo siete golpes de sísmicos estornudos. Y lo devolvió al planeta de los vivos. Ahora él, Bill Hughes, era Eliseo. El profeta moraba en sus venas, en sus pulmones y en su cerebro. Lo decía frontalmente, sin rodeos mentirosos, en presencia del espíritu del Señor que habitaba la sagrada Arca protegida por las plumas de los arcángeles. El profeta que lo habitaba aconsejó que dejase su familia, se despidiera de las oscuras aguas del río Arkansas y caminara hacia la ruta donde la Providencia le mandó un camión guiado por un buen hombre idéntico a Abraham Lincoln. Recorrió cientos de millas sin otra guía que su intuición. Anduvo y anduvo como un peregrino hasta que vio a un costado de la ruta el mismo cartel que cada uno de los presentes conocía. Había llegado a Israel. Y no se había equivocado, porque en esa iglesia se reunían los auténticos israelitas.

Bill calló durante un minuto para que los rostros de hombres, embobadas mujeres y niños inquietos metabolizaran sus frases. Ya los tenía en el puño.

En esa prédica de Pentecostés correspondía insistir sobre las “bestias del campo” que amenazaban a los israelitas verdaderos. Las horribles criaturas preadámicas perturbaban al pueblo de Dios con la negrura de su piel y los bajos instintos de sus hormonas. A esas “bestias” acompañaban otros monstruos igualmente dañinos por su semejanza con los descendientes de Adán: eran los hispanos y los indios cuyos cabellos y ojos oscuros evocaban las tinieblas del Mal. No menos abominables eran los asiáticos, porque su tinte amarillento era un dato de enfermedades crónicas, y sus ojos oblicuos, una herencia de las serpientes.

Dejó para el tramo final a los judíos. El plato fuerte. Quería iluminar aquel Pentecostés con un secreto sobre lo ocurrido en el paraíso terrenal a espaldas del primer hombre blanco. Inspiró hondo y las voluptuosas escenas compartidas con Lea se convirtieron en el excitante soplo de las musas. Sacudió la Biblia como si fuese una pandereta y gritó:

—¡Aquí está dicho! —No estaba dicho, ¡pero qué importaba!

Apretó los labios, descendió del púlpito y caminó por la amplia tarima haciendo sonar los tacos agresivos. Sus ojos claros se convirtieron en reflectores. Los feligreses pellizcaban el borde de las sillas.

—¡Aquí está dicho! —repitió.

Entonces agregó a media voz, haciendo pantalla con la mano:

—Está dicho que Eva, la primera mujer, la mujer de Adán, no fue leal a su esposo.

Se expandió una onda de sorpresa.

—Ninguna mujer leal lo hubiese inducido al pecado. Pero ocurría que ella ya era una pecadora tenaz.

Creció el murmullo. Lea sacó su pañuelito de la manga y se secó la frente: no era el tema que le había propuesto.

—Está dicho en las Sagradas Escrituras que la vil serpiente tenía miembros para caminar y que su aspecto no era repugnante como ahora, tras el castigo que le aplicó el Señor. Pero, ¿ese castigo extremo sólo se refería a la tentación que provocó en Eva para que comiese el fruto prohibido? Piensen un poco...

Silencio.

—¿No les parece raro? ¿Cuántas veces cada uno de ustedes —recorrió la sala con el índice extendido— ha tentado al prójimo con un chiste, una insinuación, un ejemplo, un plato exótico? ¿Merecerían la condena de perder brazos y pies y arrastrarse por el polvo para siempre?

Cuando el silencio ahogaba, Bill gritó:

—¡No!

Otra vez silencio. El orador sacudió la Biblia como si tratara de hacerle desprender los objetos contenidos entre sus páginas.

—La serpiente sedujo a Eva mucho antes, y con algo infinitamente peor. La serpiente, mis queridos hermanos —puso una mano en el pecho para contener su dolor— mantenía relaciones sexuales con la inescrupulosa Eva. Ése fue el verdadero pecado de Eva y la serpiente vil. ¿Acaso el Señor los iba a castigar tan severamente sólo por haber mordido una fruta? ¡No! ¡Mil veces no!... Los castigó por lo que venían haciendo desde antes.

Aguardó que la noticia fuese incorporada y se dispuso a lanzar el próximo disparo.

—La serpiente era Satán, no un ser humano. Y las relaciones entre Satán y una mujer no equivalen a las de una mujer y un hombre. No tienen las mismas consecuencias.

Picó la curiosidad.

—¿Quieren saber en qué forma copulaban?

Lea se abrazó a un mástil para no perder el equilibrio. Algunas madres envolvieron con sus chales la cabeza de sus niños para evitar que oyeran.

—Todos deben saberlo, también los niños. —Miró con reproche a la audiencia atónita. —Para que nunca, nunca, vuelva el Maligno a probar suerte.

Los ojos intimidados de la gente se adhirieron a la alta figura cuyo manto se abría como las alas de un ave.

—La serpiente tenía brazos fuertes y piernas hermosas con las que acariciaba y abrazaba. Pero en lugar de llegar a la culminación del acto mediante una unión genital, introducía su cabeza negra de ojos oblicuos, mongoloides, hasta las profundidades femeninas. Eva gozaba pecaminosamente y la sucia boca de Satán derramaba en su interior las gotas fertilizantes que provenían de sus abyectas entrañas. De esa manera la preñó de su primer hijo, Caín.

Se produjo una exclamación.

—Caín y Abel fueron sólo medio hermanos: por la madre, no por el padre. ¿Dudan de mis palabras? Pues lean el libro de Dios. Caín mató a Abel porque advertía que sus ofrendas no eran gratas al Cielo. ¿Cómo lo iban a ser, si descendía del Maligno? El Señor no lo amaba. Era el fruto de un pecado asqueroso.

En el fondo de la carpa azul cruzaba los brazos sobre el pecho un hombre recién llegado, que miraba la escena con estupor. Era Aby Smith. Una nerviosa bola de tabaco le abultaba la mejilla.

Bill apretó un pliegue de su manto para recuperar la concentración y formuló una pregunta que ya no parecía tan sencilla:

—Saben de quiénes descendemos, ¿verdad?

El público creía saberlo: Adán y Eva, Caín y Abel, las diez tribus del antiguo Israel. Pero ahora les temblaba el edificio de sus conocimientos como una gelatina. Eva era una mujer aberrante, y su primer hijo, el producto de una repulsiva infidelidad.

—No descendemos de Abel —explicó Bill—, porque fue asesinado antes de tener hijos. Tampoco de Caín, porque era producto del Demonio. Por orden del Todopoderoso, Adán y Eva engendraron otra criatura, llamada Set, de quien provenimos los hombres blancos no contaminados con las malditas razas preadámicas. Pero esto no es suficiente. Deben saber qué pasó con Caín. Caín fue marcado en la frente y huyó al este del paraíso, como narra el Génesis. Se acostó con las mujeres preadámicas que ya llenaban la Tierra y tuvo su propia y execrable descendencia. ¿Saben cómo se llaman los descendientes de Caín y las atroces mujeres preadámicas?

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