En ese segundo las vísceras de Bill gruñeron. El hombre se sobresaltó y fue hacia el cubículo para verificar si su ayudante estaba dormido. No le conformaba oír la respiración aparentemente tranquila. Levantó la cortina que hacía de puerta y lo vio tendido, con los ojos abiertos.
Asher murmuró iracundo:
—¿Me espiabas, bastardo?
Bill apretó los puños.
El pastor dejó caer la cortina y se alejó. Pero antes de caminar diez metros cayó sobre su cabeza el rayo divino. Tenía un poder fulminante, tal como describían las Escrituras. No era posible profanar el Arca de manera gratuita. Asher emitió un tenue “¡ay!” mientras oscilaba como un equilibrista sobre la cuerda; se dobló hacia delante y se desplomó con lentitud. Cayó de nariz, pesadamente. Junto a él se erguía el ángel de la venganza. Había satisfecho la voluntad del Señor. De su mano colgaba el bate de béisbol.
Bill, que no estaba seguro de si lo había matado, aguardó que se recuperara. Por lo menos se le formaría un hematoma en el cráneo.
Pero Asher Pratt no despertó. Ni siquiera movía parte alguna del cuerpo. Quizá navegaba entre nubes de color. Quizás el coma le durara varios días o una semana, lo cual sería una enorme complicación. Al fin de cuentas, ese hombre ya no era necesario en la tierra: le había enseñado lo esencial. Hasta acababa de demostrarle cómo abrir el Arca. Mejor sería que un vehículo llameante lo transportara hacia espacios sin retorno. De esa forma él, Bill, se haría cargo de la misión. A este pensamiento añadió otro más convincente aún: el profeta Eliseo había sido en la antigüedad el único testigo de cómo bajaba del cielo un carruaje en llamas para llevar hacia Dios a su maestro Elías, y él, Bill, sería el único testigo de cómo un carro en llamas se llevaba a su pésimo maestro hacia las calderas del Diablo. Era una equivalencia en espejo, realmente impresionante. Empezó a golpearle el corazón. Tenía ganas de aullar a las estrellas, sacudir los mástiles de la carpa, levantar en sus brazos la casa rodante. Una energía de galaxias se concentraba en su cuerpo.
Buscó una carretilla y cargó al pastor inerte sin quitarle el sombrero ni la barba. Pero tuvo la precaución de sacarle las llaves del bolsillo y guardarlas en el suyo. Lo envolvió con una lona y se preocupó de que los miembros colgantes quedaran perfectamente disimulados. Salió por la puerta lateral de la carpa y se dirigió hacia las vías del tren. En la negra calle sólo vio a un peatón borracho. La Providencia limpiaba los obstáculos.
Pronto debía pasar el convoy nocturno, siempre raudo como una exhalación. Empujó la carretilla hasta un paraje donde las vías se ocultaban de la luna bajo la fronda de unos árboles. Miró en torno y, seguro de que no había testigos, quitó la lona y tiró con fuerza del pelo del pastor para verificar si estaba muerto. Lo arrastró por los rieles. Un zapato se trabó en uno de los durmientes de madera que sostenían las vías; parecía una indirecta resistencia del reverendo. Bill le levantó la pierna, destrabó el zapato y arrastró el cuerpo un par de metros más. Cuando estuvo en el punto exacto lo acomodó en forma transversal, de modo que la garganta y los muslos fueran cortados por las ruedas de acero. Entonces volvió a la carretilla, dobló la lona y se sentó a esperar.
El silbato del tren perforó la noche y el aire se estremeció como si una legión de ángeles iracundos se precipitara sobre la tierra. Una tenue claridad se insinuó a lo lejos. Pronto se transformó en el ojo de un cíclope que venía a la carrera. Era el vehículo de fuego arrastrado por corceles invisibles que se llevaría a ese Elías inútil. Bill se puso tenso. El estrépito crecía. Un alud se derramaba desde las alturas. La masa de hierros, humo y chispas se abalanzaba con velocidad creciente. Las barreras que detenían el tránsito de la ruta habían descendido, pero tanto Asher como Bill estaban a varios metros de distancia, y tampoco había autos ni peatones a esa hora de la noche. La luz se venía encima. Era de veras el carro de fuego que describía el Libro de los Reyes. El calor de sus engranajes podía desencadenar un incendio. Las ruedas arrancaban perdigones a las vías. En un segundo alzarían el cuerpo del pastor y lo lanzarían a la estratosfera.
Asher Pratt despegó los ojos para ver el final de su existencia. Bill se dio cuenta de que al pastor lo recorrían sacudidas y pensó que era lo mejor que podía pasarle, así disfrutaba la visión del grandioso carro en llamas. Confundido aún, Asher intentó apartarse, pero sólo consiguió correrse unos centímetros: su pierna y el tórax fueron atrapados. El resto se convirtió en una molienda. Los hierros candentes transformaron su cuerpo en una explosión roja que salpicó el vientre de los sucesivos vagones. Algunos fragmentos de carne y huesos volaron hacia los costados.
Bill retornó a su cubículo. Decidió que la desaparición de Asher no perturbaría la marcha de la iglesia. Lea y él podían regentearla sin problemas. Ella creería que su marido regresaba de sus sesiones en la casa de putas y no había visto la locomotora. A los feligreses les contaría que había fallecido en un inexplicable accidente, llamado por Dios. Todo pintaba simple y verosímil.
1958
Aby Smith cayó en otro pozo depresivo, fue internado de nuevo y demoró cuatro años en reanudar sus viajes a Phoenix. Ahora, mientras recorría el tramo de la ruta que unía Colorado y Nuevo México, recordó al Bill Hughes de años atrás, cuando hacía dedo en una fría mañana de otoño siete kilómetros al sur de Pueblo. Parecía un fugado del manicomio; más aún cuando bajó intempestivamente en una extraña ciudad próxima al estado de Arizona, fascinado por las palabras de un cartel. Lo volvió a ver —y oír— después de la tragedia que barrió con su familia. Entonces prometió visitarlo cada vez que pasara por Elephant City. Convenía hacerlo porque su jefe, el reverendo Asher Pratt, tenía fama de lograr curaciones milagrosas. A Aby le dijeron que necesitaba algo más efectivo que tranquilizantes y buenos consejos. Su tristeza era compacta, persistente; se diluía por unas semanas para caerle luego con la fuerza de un alud. En dos oportunidades había vuelto a comprar veneno de ratas y hasta consiguió ingerir una importante dosis, pero lo descubrieron enseguida y le aplicaron un lavaje de estómago que lo dejó extenuado.
En Elephant City frenó junto al anuncio de grandes letras irregulares que identificaban a los Cristianos de Israel. Advirtió que le habían añadido un par de reflectores para mantenerlo iluminado durante la noche. La carpa había sido mejorada con un corredor a la entrada, como los que poseen los hoteles de lujo, con alfombra central y maceteros llenos de flores. A un costado vio la misma casa rodante pintada de cruces.
Encontró a Lea. Se enteró de que Bill se hallaba visitando a las familias de la congregación y de que su esposo había fallecido en un accidente estúpido. Aby estaba tan sensible que se echó a llorar. Lea le sirvió una sopa y el mejor vino que guardaba en un rincón de la cocina. Aceptó la sopa y declinó el vino. La mujer aseguró que Bill lo ayudaría a superar su tristeza. Y le contó que tras el fallecimiento de su marido la iglesia había sufrido una merma de fieles.
—Era lógico. La gente sólo confiaba en Asher.
Pero su marido había enseñado muchos conocimientos sagrados y secretos a Bill, con generosidad ejemplar. Bill había aprendido rápido. Tenía genio. La actividad de la iglesia prosiguió sin interrupciones. La tenaz asistencia de Bill a decenas de familias le devolvió su antiguo esplendor. Las ofrendas ahora marchaban bien, y hasta pudieron darse el gusto de embellecer la carpa por dentro y por fuera.
—¿Quién oficia de pastor?
La pregunta sonó ridícula.
—Bill, por supuesto.
—Preguntaba... —se disculpó Aby—. Es tan joven...
—Ya no. Tiene veintitrés años. Sabe la Biblia de memoria y habla como los ángeles.
El camionero asintió.
—Lo escuché, ¿recuerda? Me asombró, la verdad que me asombró.
—Es maravilloso, claro que sí —confirmó la mujer.
—Me di cuenta cuando lo conocí. Hablaba de profetas, buscaba un monte... el monte no me acuerdo cuánto.
—Bill ha sido bendecido por poderes sobrenaturales.
Aby levantó sus abultadas cejas.
—Sobrenaturales —subrayó la mujer mientras le servía otro cucharón de sopa—. No sólo hace tiritar las piedras cuando habla, sino que realiza curaciones milagrosas. Ya verá: él le quitará la hiel del alma.
El camionero se acarició la barbita; se sentía confundido. Quien efectuaba las curaciones milagrosas era el pastor fallecido. ¿Semejante poder puede heredarse?
—¿Usted cree...? —murmuró.
—Absolutamente. Bill no es un hombre común.
Aby Smith lo confirmó cuando al rato se abrió la puerta y entró el nuevo reverendo con su túnica de algodón sobre los hombros. En la mano izquierda llevaba la Biblia, con el índice metido entre las páginas. Parecía más alto y robusto; tenía el cabello recortado y un fino bigote que le aumentaba la edad. No restaban huellas del adolescente al que Aby había recogido en la ruta. Su mirada se había tornado fría y dominante, casi amenazadora. Bill no se turbó por la visita y le tendió su mano. Se la retuvo lo suficiente para hacerle entender que estaba ante alguien superior.
El camionero se retrajo levemente y, como signo de respeto, escupió en la mano su masticada bola de tabaco. No supo dónde arrojarla; Lea indicó el balde de residuos. Luego ella sirvió whisky para todos.
Aby no tenía necesidad de preguntar lo evidente: Bill ocupaba los espacios del finado Asher, desde el título de pastor hasta su lecho. ¿No se dice que los genios son locos, o los locos, genios? Bill había parecido loco y ahora demostraba ser genio. En aquella lejana ocasión preguntaba en forma monocorde sobre la túnica de un profeta. ¿Cómo podía sospechar que la ridícula pregunta encerraba tanta verdad? Bill consiguió la túnica y era tratado como un profeta. Daba un poco de miedo.
Al término de la comida el camionero, de nuevo atacado por las lágrimas, contó por segunda vez su tragedia, su depresión y sus fallidos intentos suicidas. Lea le acarició con gesto maternal las pocas hebras de cabello.
—Bill lo curará. ¿Verdad, Bill?
Aby elevó sus ojos arrasados por la angustia. El majestuoso ministro lo estudió desde lejos y se reservó la respuesta. Pero, desde su enigmático recato, ya había empezado a operar.
Cuando se despidieron no le dijo: “Buenas noches”, sino: “Te espero aquí a las siete para compartir el desayuno”. Era una frase vulgar en apariencia, pero pronunciada con un timbre de voz que llegaba al alma y no admitía réplica. Equivalía al
“¡Sígueme!”
de Jesús. Aby se sintió agradecido y fue al dormitorio de su camión. Se cubrió con la gruesa frazada que lo acompañaba en sus itinerarios y se durmió profundamente. Hacía mucho que no se relajaba tanto.
El desayuno, como siempre, fue abundante: huevos, tocino, tostadas, miel, manteca, jugo de naranja y café. Bill anunció con desconcertante naturalidad que irían en el camión de Aby a fundar una sucursal de la iglesia en Three Points. Una miga asaltó la tráquea del hombre, obligándolo a toser. Se secó las lágrimas con la servilleta y, cuando al final pudo recuperar el habla, explicó que no era posible, que no podía desviarse de su camino ni de sus horarios. Bill siguió untando su tostada, sin responderle. El silencio era más elocuente que un discurso. Aby no entendía por qué su oposición se derrumbaba. Ante los rasgos glaciales de Bill a esa temprana hora, se dijo que estaba frente a un ser que disponía de una misteriosa fuerza espiritual. ¿Entonces era cierto que ese genio loco le curaría la depresión?
Media hora más tarde aparecieron cuatro hombres robustos que cargaron mástiles, rollos de lona, sillas plegadizas, alfombras, sogas, banderines, tarros de pintura, cornetas, pinceles, bandejas, un equipo amplificador, flores artificiales y una enorme caja de madera que tenía escrita la palabra “FRÁGIL” sobre tres de sus lados.
Aby Smith, como un Lincoln súbitamente rejuvenecido, se sentó al volante; Bill, a su lado. Los estibadores se enjugaron el sudor con una toalla gris y se acomodaron sobre los rollos de lona. Enfilaron hacia el sudoeste de Elephant City, donde el aire adquiría un dominante tono amarillo. El sol de Nuevo México trepaba por el cielo limpio de nubes. El paisaje se tornaba seco y polvoriento a medida que avanzaban. Algunos matorrales aislados, retorcidos, eran el testimonio de la obstinación que hasta en el desierto evidencia el agónico verde.
Bill Hughes no era la persona de antes. Apenas abría la boca y, cuando lo hacía, se limitaba a frases escuetas. Sólo comentó que ya había visitado Three Points en dos ocasiones, una en auto y otra en sueños. La última fue más útil porque le proveyó los detalles que un ojo en vigilia no descubre. Aby se metió en la boca otra ración de tabaco; era lo único que lo mantenía atado a la realidad.
En dos ocasiones estuvo a punto de plantearle al joven pastor que abandonar su plan de ruta era un delito. Pero no pudo: una pinza invisible le paralizaba la lengua cada vez que intentaba hablar. Al tercer esfuerzo, tan inútil como los anteriores, llegó a la conclusión de que en el fondo quería evitarle un disgusto a Bill. En su torbellino de pensamientos había empezado a fijarse la esperanza en una cura milagrosa.
Llegaron a Three Points, que parecía algo más poblado que Elephant City. Cuando atravesaron el paso a nivel con la barrera levantada (por allí pasaba la misma locomotora que cruzaba Elephant City), Bill ordenó frenar.
—Es aquí.
Sólo había un baldío junto a la ruta. El barrio era pobre y disperso. Algunos carteles señalaban una ferretería, un almacén, una tienda de ropa para niños, un restaurante dormido. Era ideal para avanzar otro capítulo de su misión.
Descargaron la parafernalia y, por último, la caja preciosa bajo la atenta supervisión de Bill. Luego se pusieron a construir la iglesia. Los hombres tenían oficio o habían sido adecuadamente entrenados. Apenas comenzaron a cavar pozos para fijar los mástiles, el reverendo, con su amplia túnica sobre los hombros, se dirigió hacia el centro de la ciudad. En una hora y media regresó al frente de quince nuevos trabajadores.
Las sogas fueron enlazadas a las robustas roldanas y de pronto, como inflada desde abajo, se alzó una enorme carpa azul igual a la de Elephant City. Su grandiosa cúpula se extendió por el baldío como un hongo antediluviano. Por encima de sus nervaduras, y hasta el extremo de los mástiles, flameaban banderas de mil colores. En el interior desenrollaron alfombras rojas y se instalaron centenares de sillas plegadizas. En torno de la carpa empezaron a circular los curiosos.