Antes de que se apagase la tarde el trabajo llegó a su fin. La última tarea, a cargo exclusivo del pastor, consistió en abrir la caja de madera en cuyos lados estaba escrita la palabra “FRÁGIL”. Cuando cayeron los tabiques reverberó la maravillosa Arca de la Alianza cubierta con las plumas de sus guardianes.
—¡Nadie la puede tocar, porque será destruido por el Cielo! —advirtió con firmeza.
Pronunció una oración y abrazó el sagrado cubo con ambas manos, como si fuera una jaula dentro de la cual moraba un animal valioso. La levantó con impresionante facilidad, como si la estuviesen izando desde las nubes. La trasladó hacia un pedestal situado delante del estrado. Volvió a pronunciar la oración y se desprendió con suavidad, para no arrastrar fragmentos de plumas. Retrocedió cuatro pasos e hizo una reverencia. Después los obreros instalaron la verja, a cuya cerradura echó llave.
—Dios ha prohibido tocar su Tabernáculo. Sólo puedo hacerlo yo, su pastor, cubierto con el manto de Eliseo.
A continuación fueron prendidos los reflectores que daban sobre el cartel de letras descomunales: “CRISTIANOS DE ISRAEL”. Aby Smith lo contempló arrobado y tomó conciencia de que una fascinación parecida había conmovido a Bill cuando lo vio por primera vez en Elephant City. En sus venas ya circulaba la tendencia a permanecer junto a Bill. Lejos de ese hombre joven y poderoso caería en el precipicio. No entendía qué le estaba ocurriendo. Tampoco importaba.
Bill mandó pegar decenas de afiches en lugares de alta visibilidad, incluidas las paredes donde estaba prohibido fijarlos. A los musculosos hombres que trabajaron en la erección de su carpa añadió jóvenes de ambos sexos que repartieron volantes casa por casa, tienda por tienda y bar por bar, contra el pago adelantado de cinco dólares por cabeza. Esta actividad fue apoyada por el recorrido del camión de Aby, que había dejado de ser un transporte de carga para convertirse en un circense vehículo negro cubierto de cruces plateadas que emitía trompetazos por un amplificador.
El reverendo Bill Hughes era presentado como el hermano Bill, el Mensajero de Cristo, el guía de los Cristianos de Israel y la encarnación del profeta Eliseo. En la tienda del Todopoderoso curaría enfermos de la piel, los oídos, la boca, los ojos, los brazos y las piernas. “¡No más ciegos ni paralíticos en Three Points!”, repetía el parlante desde la madrugada hasta la noche.
El día del debut se formó delante de la carpa una cola que superaba las especulaciones más optimistas. La policía movilizó sus equipos montados y ordenó el alerta de todo su personal ante la perspectiva de disturbios.
Aby Smith se duchó, vistió camisa, pantalones y zapatos blancos y se encargó de recoger las ofrendas a la entrada, en hondas bandejas sobre las que aterrizaban billetes de diverso valor. Según instrucciones de Bill, cada tanto los acomodaba para que sólo se viesen las donaciones generosas.
—La gente imita, imita siempre; tanto lo bueno como lo malo. No lo olvides.
Mientras Aby observaba la afluencia de dinero, se convencía de que había tomado una correcta decisión al quedarse: ese loco de Bill era más genio que loco y estaba seguramente inspirado por Dios. Debía de ser cierto que encarnaba a un profeta; era distinto de los otros hombres. Cuando se llenó la bandeja, vació el contenido en un bolso de cuero también blanco, que ató a su cintura.
El servicio comenzó puntualmente.
Todas las sillas estaban ocupadas y medio centenar de personas se comprimían en torno de la circunferencia de lona. Al frente, intensamente iluminado, el pastor impresionaba con su apostura reforzada por la túnica que descendía de sus hombros. En su cabeza alzada los ojos relampagueaban. La Biblia contra el pecho y un báculo de apóstol completaban su atuendo. Delante del estrado resplandecía el Arca de la Alianza.
El guía de los Cristianos de Israel se desplazó en silencio de un extremo al otro sin dejar de mirar a la gente. La estudiaba desde varios ángulos y, poco a poco, fue controlándola como un titiritero a sus muñecos. Encendió el micrófono y, con una voz que ascendía desde el centro de la Tierra, afirmó ser el Mensajero del Señor. Los que tenían fe serían bendecidos con generosidad. En esa misma jornada, en breve, sus palabras y sus manos los librarían de males. Los invitó a cantar el salmo veintitrés. De inmediato, una disonante melodía comprometió centenares de voces, sobre las cuales planeó la de Bill.
—¡Loado sea el Señor! —gritó a su término—. ¡Loado sea quien cura nuestras enfermedades! ¡Aleluya!
—¡Aleluya! —respondieron desaunadamente hombres, mujeres y niños.
—¡Él es nuestro remedio! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—¡Sólo Él cura las llagas, la ceguera, la parálisis! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—Pero —alargó su índice acusador— tengamos en cuenta que sólo brinda su misericordia a quienes tiemblan de fe.
Alzó la Biblia, inspiró hondo y soltó un aullido que hizo saltar a la gente.
—¡¿Tienen fe?!... ¿Tienen fe suficiente como para animarse a implorar la misericordia del Señor? ¡Contesten a esta pregunta o serán fulminados!
—¡Síííííííííí!
—¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Escúchalos, Señor: tienen fe! ¡Tienen fe en tu misericordia! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—¡Deja caer sobre ellos los pétalos de tus bendiciones! ¡Cúralos de sus males! Son gente de fe, son buenos cristianos. Son cristianos de Israel, tu pueblo elegido. ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—¡El Señor todo lo puede! ¡Creó el universo en seis días! ¡Y mandó a Su Hijo bienamado para redimirnos! ¡El Señor es pura bondad! ¡El Señor es nuestra única esperanza! Repitan conmigo.
—¡El Señor es nuestra esperanza! —retumbó la carpa.
—¡Aleluya!
— ¡Aleluya!
—Vino a pedirme auxilio la hija del gobernador de Texas. Estaba ciega. Llegó a mi congregación de Elephant City con su bastón blanco y dos acompañantes. Había perdido la vista por una explosión de gas.
Aby Smith fue recorrido por una descarga. Se le doblaron las rodillas y se abrazó a un mástil para no caer.
—¿Qué le dije entonces a la pobre niña? —continuó Bill—. Le dije que el Señor da y quita, quita y da. Si tienes fe, la vista que has perdido retornará ¿Tienes fe?... —Tendió de nuevo su dedo acusador hacia la primera fila. —¿Tienes fe?, pregunté con la misma convicción que pregunto ahora.
—¡Sí! —contestaron los rostros asustados.
El pastor retrocedió hasta la parte posterior de la tarima y aguardó unos segundos. Luego volvió al frente en dos zancadas, como si quisiera arrojarse sobre la multitud.
—¡Mentira! —bramó furioso—. Ella dijo que sí como ustedes ahora, pero sin convicción sincera. ¡Para curarse hace falta mucha fe! ¿Me escuchan?... ¡Mucha! ¡Muchísima fe! ¡Sólo quienes tienen muchísima fe serán bendecidos! ¡Sólo ellos! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—Esa pobre muchacha, hija del gobernador, lloró e imploró. ¿Qué consiguió? Nada. Y se fue como había venido. Pero... y aquí reside el secreto... en su soledad reflexionó, rezó, elevó su espíritu. Consiguió aumentar la fe en el Señor. Y... cuando regresó a mí, su alma había cambiado. ¡Ya era un incendio de fe! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—Puse mis dedos sobre sus ojos. Estos mismos dedos. ¡Contémplenlos! Son mis dedos, pero también los del profeta de los milagros. Los puse sobre sus ojos y dije: “¡Concéntrate en el Señor!”. Y ella se concentró. En mi sangre corrió fuerte la sangre del profeta Eliseo que me habita. Su poder se convirtió en mi poder. ¡Por mis músculos y mi piel se desplazaba la energía del infinito! En la cabeza de la niña se produjo una turbulencia, se le erizaron los cabellos, sus mejillas cambiaron de color porque era traspasada por los metales del Cielo. De pronto, en sus órbitas hirvieron las lágrimas. ¡Hirvieron como agua sobre fuego! ¡Se estaba produciendo el milagro! —Bill corría por la tarima y centenares de cabezas giraban a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha. —¡Levanté mis agradecidas manos! ¡Estas mismas manos! ¡Las manos que apretaron sus ojos! ¡Levanté mis manos para agradecer al Señor con toda la fuerza de mi alma porque la hija del gobernador de Texas, la pobre niña ciega que había conseguido aumentar su fe, acababa de recuperar la visión! De su garganta conmovida brotó el más alegre de los estallidos: “¡Veeeeooooo!”.
—¡Aleluya! —La multitud se puso de pie.
—¡Se produjo el milagro!
—¡Aleluya! ¡Aleluya! —repetían cientos de voces. Caían sillas, algunos niños eran sentados sobre los hombros de sus padres, las mujeres estrujaban pañuelos chorreantes.
Aby se metió en la boca tres puñados seguidos de tabaco y se sentó en el piso, convulsionado.
—¡El Señor hace ver a los ciegos y caminar a los paralíticos! —agregó el pastor con la Biblia abierta en el Libro de los Reyes—. Ahora cantemos el salmo número cuatro. Porque hoy mismo, en esta santa asamblea, ustedes presenciarán varias curaciones. ¡Aleluya!
Cuando te invoco, Tú me atiendes,
Oh Dios de la justicia.
De la angustia me alivias.
Ten piedad, escucha mi oración.
Bill Hughes acomodó los pliegues de su manto y dio otra vuelta de tuerca a la expectativa de la multitud.
—Enterados de ese milagro, vinieron a mi iglesia los familiares del presidente de México. ¡Del presidente! Su hermano había quedado paralítico cuando la epidemia de polio. Me imploraron ayuda. Entonces, ¿qué pregunta les hice?
—Si tenían fe —chillaron varias mujeres.
—¡Exacto! Y... ¿qué contestaron?
—¡Que sí!
—¿Era verdad?
—¡No!
—¡No era verdad! Igual que en el caso de la niña ciega, ¡les dije que se marchasen, que eran indignos del Señor!
—¡Muy bien! ¡Aleluya!
—Pero el Señor es misericordioso. Llegó al alma de ese hombre enfermo. De repente fue iluminado. ¡Empezó a creer! ¡Con fuerza! ¡Con sinceridad! Y me lo trajeron de nuevo a Elephant City. Ahora confiaba en el Todopoderoso. Presenció la curación de una mujer con espantosas llagas. Presenció la curación de otros cristianos, tres sordos y un paralítico. Percibió la energía que el Todopoderoso envía a mis dedos para hacer huir la enfermedad como huye la bruma al desplegarse los rayos del sol.
—¡Aleluya!
—Entonces el discapacitado hermano del presidente empezó a gritar aleluya como ustedes aquí. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—¡Y corrió por el estrado! ¿Oyeron bien? ¡Corrió por el estrado!... Primero con torpeza, ¡luego con equilibrio! ¡Corrió! ¡Corrió! ¡Había desaparecido su parálisis!
—¡Aleluya! —La multitud tronaba.
—¡También aquí correrán los paralíticos! ¡Verán los ciegos! ¡Oirán los sordos! ¡Desaparecerán las hemorroides y las várices! ¡Cerrarán las úlceras!... Cantemos el salmo treinta y uno mientras nuestro hermano Aby recoge en su bandeja nuevas ofrendas de los que tienen fe.
A Ti,
oh Iahvé, me acojo.
Tiende hacia mí tu oído,
Date prisa y líbrame.
Sé para mí una roca de refugio,
El muro que me salve.
Pues Tú eres mi roca y mi fortaleza.
Aby se sacudió la ropa y acercó su bandeja a las compactas filas. Era asombroso cómo esa superficie pulida atraía billetes.
Dos hombres condujeron a un ciego vacilante por el pasillo central rumbo a Bill Hughes, que lo observaba desde las alturas. Era de edad mediana, vestía un traje raído y el nudo de su corbata se había corrido del centro. Empuñaba un bastón blanco y calzaba anteojos negros. El murmullo creció como vapor de caldera.
Trepó con ayuda los peldaños esquivos. El pastor fue a su encuentro y lo abrazó. El hombre se dejó conducir, quebradizo como un fideo crudo.
—¿Cuánto hace que perdiste la vista?
—Cinco... co... años —tartamudeó.
—¿La perdiste de golpe o progresivamente?
—De golpe, por... por una explosión.
—¡Como la hijita del gobernador de Texas, entonces! ¡Aleluya! ¡Dios sea loado! ¡Esta coincidencia me llena de esperanzas!
—¡Aleluya!
—¿Confías en el Señor?
—Sí, mucho.
—¿Muchísimo?
—Mu... mu... chísimo.
—¡Aleluya! ¡La misericordia del Altísimo bajará sobre ti como bajó el maná sobre los hijos de Israel! Cientos de hermanos te acompañan ahora con su oración. Todos hacen fuerza para que el Todopoderoso se apiade de ti. De la tierra brota un clamor fabuloso. Escucha, hermano. ¡Recemos todos! Padre nuestro que estás en los cielos...
La plegaria se expandió con bravura. Labios y hombros se estremecían ante la inminencia del milagro.
—Quítate los anteojos que ocultan tu desgracia. Pronto la desgracia será bendición.
El hombre dirigió su mano encallecida hacia la cabeza, se sacó los anteojos y plegó las patillas. Con mala puntería tanteó el bolsillo superior de su chaqueta.
—Bien —prosiguió Bill—. Ahora impongo mis manos sobre tus órbitas desnudas. —Los reflectores habían duplicado la intensidad. —¡La sangre del profeta Eliseo corre por mis venas! ¡Una energía arrolladora desciende desde las alturas! ¡Recen en voz más alta, hermanos míos! ¡Que las voces unidas lleguen al cielo! ¡Que las gargantas resuenen como las trompetas de Jericó! ¡Energía sobrenatural penetrará mis huesos! ¡Desde mis huesos se dirigirá a mis manos! ¡Mis manos tocan los ojos de este buen hombre que confía en el Señor! ¡En sus ojos ya hierven las lágrimas que diluirán la ceguera! ¡Su fe opera este milagro! ¡El milagro del Señor! ¡Aleluya!
—¡Aleluya!
—En su cerebro ya renace la vista. En sus músculos trabajan hormonas. ¡Tenemos fe en la curación de este hermano! ¡Tenemos fe!
—¡Tenemos fe!
La carpa trepidaba en toda su extensión, oscilaban los mástiles y se alzaban las banderitas. La muchedumbre se había puesto de pie; las mujeres lloraban, y también varios hombres. Los niños, atravesados por el miedo, se abrazaban a pantalones y faldas. El rezo ya era un maremoto.
—¡Somos testigos de un milagro impresionante! ¡Retiraré mis manos de las órbitas enfermas y sus ojos recuperarán la transparencia! ¡Loado sea el Señor!
—¡Loado sea el Señor! —El eco equivalía a un alud.
—¿Tienes fe en el Señor?
—¡Sí, sí!
—¡Más fuerte! ¡Que te oigan hasta en el lejano mar!
—¡Sííííí! —Se desgañitó como un lobo de las estepas.
—¡Aleluya!
Bill Hughes abrió teatralmente los brazos y, un tenso segundo después, empezó a aplaudir con vehemencia.