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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (11 page)

—¡Estás curado! ¡Estás curado! —Aplaudía y saltaba.

—¡Aleluya! —vociferaron mil gargantas enloquecidas.

El pobre hombre giraba la cabeza, solo en medio de la tarima, protagonista de un hecho abrumador. Sus manos tanteaban el aire mientras los reflectores lo bañaban con una catarata de luz.

—¡Aleluya! ¡Aleluya! —El pastor seguía estimulando la fiebre.

El hombre se agarraba la cabeza. No sabía qué estaba ocurriendo. Le aseguraban que veía y le parecía que era cierto, que veía. En su rostro se dibujó una sonrisa mientras parpadeaba confuso y sus rodillas temblaban.

Bill lo abrazó.

—¡Ve a reunirte con tus hermanos y cuéntales sobre la misericordia de Dios! ¡El Todopoderoso te ha bendecido por medio de este humilde pastor en el que se ha encarnado el profeta Eliseo! ¡Gritemos aleluya, loado sea el Señor!

Un fragor colosal, como el de los terremotos, agitaba el interior de la carpa.

El atribulado hombre no tuvo que caminar siquiera hasta el borde del estrado, porque fue levantado en andas como un héroe y paseado por sobre las cabezas. Ya no sabía qué diferencia había entre ver y no ver. Mientras, Bill exigía cantar el salmo cuarenta y nueve para restablecer el orden.

DIARIO DE DOROTHY

Las cartas secretas entre mi hermano y mi abuelo Eric hicieron más soportable su ausencia. La verdad, hace rato que esas cartas dejaron de ser secretas. Papá, más tranquilo, dice que lo mismo pasa con los emigrantes, porque durante años deben permanecer dolorosamente separados de sus familias. Mamá, menos resignada, contesta que ni ellos ni Bill son emigrantes para merecer semejante destino, pero acepta continuar esperando... a regañadientes.

Bill contó que su maestro, el pastor Asher Pratt, había terminado siendo un avaro y un pervertido que enseñaba verdades pero practicaba cosas feas. El Señor decidió sacarlo del mundo en un carro de fuego como hizo con el profeta Elías, pero, en lugar de llevarlo al paraíso, lo hundió en el infierno. Para el abuelo estas expresiones son misteriosas y no hacen sino demostrar que su nieto vuela a gran altura. El doctor Sinclair tuerce la boca y murmura: “Bill también pudo haber tenido envidia a su maestro...”.

La resistencia de mi hermano a mantener otros contactos con familiares y amigos ha empezado a cambiar. Sus primeras cartas a mis padres fueron cortas y sin remitente. Ahora podemos comunicarnos con él en forma directa y decir a los vecinos que lo hemos recuperado.

El abuelo Eric fue el intermediario más constante. Se ocupó de mantenerlo al día sobre cada miembro de la familia, los amigos y los chismes. También le contó sobre su frágil salud, puesto que el asma ya le causa problemas en el corazón.

Ahora, cada dos semanas recibimos algo de Elephant City con el encabezamiento: “Queridos abuelo, mamá, papá y Dorothy”. Hoy nos acaba de llegar una. También manda postales de Navidad a una docena de familias, pero nunca a los Zapata.

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Este año, 1960, empieza mal. ¡Qué desgracia! Internaron al abuelo Eric, con un triste pronóstico. Bill contestó enseguida el telegrama que le despaché. Su respuesta produjo tanto revuelo como la internación: prometió llegar mañana. Es increíble: se fue por años y regresará en minutos.

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El arribo de Bill tras nueve años de ausencia produjo un vendaval. En casa se desencadenó una tormenta de plumeros, baldes y estropajos. Mamá se ocupó de que el cuarto-museo reluciera. También arreglamos el cuarto del abuelo, podamos las glicinas y regamos el nogal. Papá convocó al doctor Sinclair y el reverendo Jack Trade para que le dieran una bienvenida especial en el salón de visitas. Evelyn apareció con fuego en las mejillas y con un vestido de fiesta muy inadecuado.

Parece que desde cuadras antes Bill fue reconocido y muchas personas dejaron sus tiendas, cafés o lugares de trabajo para caminar tras el largo automóvil, con patente de Nuevo México, conducido por un chofer. Más que hijo pródigo, Bill era un prodigio.

El automóvil negro con adornos plateados estacionó junto a la puerta de casa. Los vidrios de la ventanilla estaban bajos y vi los ojos grises de Bill refulgiendo en la penumbra. Papá, mamá y yo nos abrimos paso entre los curiosos. Contra mi espalda se comprimió Evelyn. Mi hermano esperó que su chofer detuviera el motor, bajara y rodeara el vehículo para abrirle la puerta. Sacó una larga pierna y luego el resto de su humanidad. Se enderezó entre la gente como si fuera un obelisco. Su cara ya no era la del atolondrado que escapó una noche, sino la de un rey, con bigote fino y nariz orgullosa. Sobre sus hombros se apoyaba un manto. Evelyn me susurró al oído: “¿Oyes las trompetas?”.

Mamá se arrojó a sus brazos; luego lo hizo papá, y por último yo. Todos lloramos. Los vecinos aplaudieron para aflojar el nudo de exaltación que producía el recién llegado. Evelyn, pegada a mi cuerpo, temblaba.

Mamá charlaba como agua hirviendo y no dejó que papá lo llevase al salón de visitas para escuchar discursos, sino que lo empujó directamente a su cuarto. Rompía el plan acordado momentos antes porque estaba impaciente por demostrarle cuánto lo había extrañado. Mientras lo empujaba hacia el interior, le apretaba un brazo y le informaba sobre la familia.

Papá se limitó entonces a despedir a la gente, agradecer las expresiones de cariño y cerrar la puerta de calle. Hizo pasar al chofer, Aby, y luego fue a pedir disculpas al médico y al pastor. Les rogó que tuviesen otro poco de paciencia.

Yo tomé la húmeda mano de mi amiga y la arrastré conmigo. Ella susurró su agradecimiento. Le tuve mucha pena, porque Bill ni siquiera la había rozado con una mirada.

Papá se unió a nosotros. Dijo que tenía buenas noticias, porque el abuelo se estaba recuperando; iban a sacarlo de terapia intensiva y tal vez lo dejaran regresar en un par de días. Casi milagroso. Le preguntó a Bill si quería visitarlo enseguida, aunque debían prevenirlo para que no lo afectara la sorpresa. Agregó que sería bueno consultar al respecto con el doctor Sinclair, quien lo esperaba con Jack Trade en el salón de visitas.

“El doctor te ha curado, ¿recuerdas?”, agregó mamá.

Para qué.

Bill reaccionó enojado. “No fue Sinclair, porque ninguna fuerza humana habría sido capaz de curarme de aquella encefalitis. Fue el Señor”, dijo.

Mamá se encogió y aceptó que debían agradecer únicamente al Señor.

Evelyn estaba desolada. Me di cuenta de que sufría la indiferencia de mi hermano, porque parecía invisible a sus ojos. De repente Bill se fijó en mis dedos, que entrelazaban los de ella. Nos estremecimos al unísono y casi me desprendí, pero Evelyn me agarró con doble fuerza. Los ojos de Bill pasaron de mis dedos a los de
Evelyn
y subieron a su muñeca, lentos. De su muñeca llegaron al antebrazo, el codo, el hombro, el cuello y por fin la cabeza. Evelyn se apretó las sienes, como si fuesen a estallar. Cuando los ojos de mi hermano tocaron los suyos, parecía una paloma herida.

Entonces él pronunció su nombre: “Evelyn...”. Y agregó: “Qué cambiada estás”.

————————

Lucas Zapata llegó más tarde. Del hombro le bajaba la correa que sostenía su cámara, responsable de las fotos que publica el diario
The Pueblo Chieftain.
Lo anunció su inconfundible risa, porque Lucas ríe con carcajadas de diferente largo por motivos que no siempre se pueden entender. A menudo le causa gracia algo tan estúpido como un saludo o la ubicación de un adorno. Su dedo apunta: “ese saludo...” o “ese adorno...” o “esa historia” y ríe, ríe. Su risa molesta a quienes no conocen su fibra, que es muy tierna.

Cuando estuvo cerca de Bill lo miró de pies a cabeza; se detuvo en la túnica que le cubría parte de los hombros. La encontró cómica y tuvo la mala idea de gritarle: “¡Esa capa!”. Y empezó a reír.

Bill palideció. No le gustó nada, nada.

Lucas arrastró una silla para sentarse frente a él. Le tendió la mano, pero no obtuvo respuesta. El fotógrafo encogió los hombros, acostumbrado a que algunos se achiquen ante su agresiva cordialidad. Insistió: “¡Vamos, Bill! ¿Ya no me reconoces?”.

Bill era un témpano. Sabía que a ese hombre todos lo apodaban Cáscara de Queso por su rostro oscuro y redondo. Sus ojos separados parecían acercarse a las orejas. Mi hermano lo miraba con desprecio. Yo me puse muy nerviosa, porque me di cuenta de que lo odiaba, que su odio chisporroteaba como la electricidad. Era injusto, porque queríamos a Lucas como excelente persona; no merecía ser tratado de ese modo.

El aire se puso irrespirable. Nunca he vivido un momento tan incómodo. Lucas no conseguía romper el hielo de Bill pese a sus forzados chistes. Era imposible saber cómo terminaría esa tensión; tampoco podía entender su verdadera causa. Me parecía que en algún momento Bill le daría un puñetazo en la cara. Pero el desenlace se produjo cuando Lucas, cansado de no lograr respuesta, empezó a dirigirse a Evelyn y a mí. Eso fue el colmo para Bill; no lo iba a tolerar. Yo tampoco entendía por qué. Se paró crispado y fue hacia la puerta. La abrió y, sin hablar, le hizo señas para que se marchara.

La risa de Lucas se frenó de golpe. Su cámara colgaba en el vacío como si quisiera escapar antes que su dueño. Se le ensanchó más la cara, pero esta vez de dolor. Tragó saliva y, casi en puntas de pie, fue derecho a la calle. Me pareció oír las burbujas que se revolvían en su garganta y pretendían convertirse en algo parecido a la carcajada. Pero no hubo más carcajadas. Seguro que en su cabeza daban vueltas otras imágenes de Bill, cuando era más joven y más amable.

1959

Además de Elephant City y Three Points, Bill Hughes consideró conveniente desembarcar en Carson.

El líder de los Cristianos de Israel derramaba sus mensajes en apoteóticas concentraciones. Su fama de curador se expandió por zonas rurales de Nuevo México, Nevada y Arizona.

Antes de comenzar el último servicio, un mensajero le entregó un sobre cuyo remitente decía: “Pastor Robert Duke”.

Querido hermano:

Me han referido tus proezas y los grandes poderes que te ha brindado el Señor. También me han contado sobre los principales asuntos que abordas en tus prédicas. Debo manifestarte mi alegría, porque coincidimos en casi todo. Deduzco que nuestra asociación podría ser maravillosa. Y muy grata al Cielo.

Imagino tu sorpresa. Pero son las sorpresas que nos regala la voluntad del Señor.

Te invito a visitar mi iglesia. Serás bienvenido.

Robert Duke

Identidad Cristiana para el Mensaje de Israel

Bill estiró con el pulgar y el índice la hoja de papel y releyó el texto. Examinó el anverso y el revés del sobre y decidió que olía a desafío. Desplegó su capa, se la puso sobre los hombros y caminó solemne hacia el estrado para iniciar el servicio.

En el clímax de su actuación tuvo dificultades con un paralítico que, pese a chillar su fe ardiente, no conseguía mantenerse parado. Bill rugía aleluyas y la multitud bramaba, pero cada vez que lo incorporaban el hombre volvía a caerse como un muñeco de trapo. Entonces lo mandó a intensificar su fe con una airada reprimenda y ordenó que le llevaran creyentes de verdad y no malditos falsarios. La multitud casi devoró al paralítico mientras entonaba rabiosa el salmo noventa y siete.

La jornada resultó agotadora. Bill regresó de mal humor, se lavó la cara, el cuello, las axilas y se tendió sobre el catre de campaña. Cerró los ojos y trató de adivinar el aspecto de Robert Duke. Ese sujeto lo había interferido. Debía de ser un pastor chapado a la antigua. Se habría esmerado al redactar su carta y había incorporado la frase sobre la maravillosa asociación con un fin espurio. ¿Por qué lo buscaría? ¿Serían ciertas las coincidencias? ¿O se trataba de un envidioso oportunista? Cuidado, Bill.

La mañana siguiente despuntó nublada. El cielo anticipaba complicaciones. Se vistió con traje y corbata y caminó hacia un severo edificio situado en el centro de Carson. En la puerta resplandecían unas letras doradas sobre una chapa de hierro: “IDENTIDAD CRISTIANA PARA EL MENSAJE DE ISRAEL”. Apretó el timbre y le abrió una mujer flaca y distante que se presentó como la señora Duke. Lo invitó a una habitación con escritorio, butacas, sofá, paredes forradas de libros y retratos adustos. Su premonición no había fallado: era la sacristía de un pastor tradicional.

Robert Duke abrió la puerta, acicalado con riguroso traje negro, corbata de cordón y botas de media caña. Tenía el cabello gris peinado hacia atrás, nariz filosa y labios más delgados aún. Sus ojos de indefinible claridad se asomaban apenas por la rendija de los párpados entrecerrados. La cabeza parecía un conjunto de navajas. Su mano, empero, se extendió franca y sostuvo durante casi un minuto la de Bill.

La esposa de Duke proveyó una bandeja con café, galletitas y dos vasos de jugo. Hizo una reverencia y desapareció.

Ambos pastores se estudiaron con indisimulada curiosidad: abierta la mirada de Bill, entrecerrada la de Duke. Hablaron sobre la vida cotidiana en Carson, aunque ambos sabían que esa ciudad no era el motivo de su encuentro. Como ocurre en una larga pieza musical, mientras desarrollaban el primer tema surgían los motivos del siguiente. De esa forma aparecieron aisladas menciones al Señor, sitios de Tierra Santa y episodios de patriarcas, apóstoles y profetas que, en el fondo, nada tenían que ver con Carson y sí con la misión de sus vidas. Media hora de vacilante conversación los instaló de lleno en la teología. Ansiaban un inventario sobre el conocimiento del otro, como dos guerreros que se estudian recíprocamente las armas.

Bill evocó las rutas de Eliseo, pero dejaba amplios huecos en el resto de las Sagradas Escrituras que, no obstante, se empeñaba en leer todas las noches con disciplina de monje. Robert Duke, en cambio, conocía las peripecias de Eliseo, pero no las consideraba un hito central; era un erudito que podía repetir de memoria centenares de páginas, tanto del Nuevo como del Viejo Testamento. Lo más sorprendente fue la convicción con que se refería a temas que Bill había aprendido de su asesinado antecesor. Duke coincidía en llamar “bestias del campo” a los negros y consideraba que solamente los blancos descendían de Adán.

—Me informaron que en tus prédicas insistes en las pecaminosas relaciones de Eva y la serpiente.

—Ajá.

—Coincido —dijo Duke, sonriente—, aunque en el Génesis no existen referencias a semejante pecado. De esas relaciones nació el asesino Caín, y de Caín descienden los pérfidos judíos.

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