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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (2 page)

Pasó la primera semana con una fiebre tan tenaz como al principio. Esporádicas sacudidas en la mitad derecha del cuerpo insinuaban convulsiones poco definidas. Hubo que cambiarlo de posición cada tanto para que no se formasen escaras en la espalda y en los hombros, higienizarlo con frecuencia y entalcarle las partes de apoyo. Bill parecía un muerto.

Al término de la segunda semana las expectativas de curación se volvieron remotas. Dorothy ya no se atrevía a entrar en el dormitorio de su hermano y desalentaba a Evelyn, más valiente. Se miraban en silencio y jugaban con sus muñecas, que habían sido derribadas por la misma enfermedad. Alternativamente una era la madre y la otra el médico. Las limpiaban con ternura, las alimentaban por sonda y las enfriaban con paños en la frente. Evelyn revelaba más firmeza a la hora de clavar la aguja con vitaminas o cambiar la posición de los cuerpos en las cunas. La que hacía de médico terminaba la visita asegurándole a la otra que pronto cada muñeca se curaría por completo y volvería a dibujar gatitos.

En la casa de los Hughes se instaló el luto. Los vecinos se empecinaban en acompañar a la desolada familia y aventuraban consejos tan ridículos como ineficaces. Todo el día, y hasta avanzada la noche, circulaba gente a la que el padre ya no ahuyentaba.

La habitación de Bill estaba iluminada siempre: de día en forma natural y de noche con una lámpara. Hojas de eucalipto hervían en una olla mientras numerosas pastillas de alcanfor importadas de la India emitían su fragancia desde el alféizar. En el lecho yacía un cuerpo de cera que por momentos descargaba sacudidas y por momentos parecía disgregarse en el vaho de los eucaliptos. De sus párpados brotaba una perezosa secreción amarilla, y de la boca entreabierta, un hilo blanco que la enfermera limpiaba con palabras tiernas.

El doctor Sinclair empezó a espaciar sus visitas. No tenía mucho que hacer, excepto insistir en el inútil ritual de tomarle el pulso, la tensión arterial, examinar las conjuntivas, el color de las uñas, buscar la respuesta de apagados reflejos y preguntar lo de siempre: cómo eran los emuntorios y si cumplían con los cambios de posición. Antes de retirarse volvía a rascarse la cabeza y esparcía migajas de consuelo. Eran variaciones de un tema agotado. Pero la familia necesitaba aliviarse con sus frases, que aún sonaban eruditas y poderosas porque remitían al trono de la ciencia. Agradecidos, lo acompañaban hasta la puerta y se despedían con recíproca lástima.

El sufrimiento de la familia Hughes se extendió hasta los bordes de la ciudad. Pueblo era un antiguo asentamiento del sur de Colorado donde convivían descendientes de indios con españoles, irlandeses, italianos y estadounidenses provenientes de casi todo el país. La enfermedad del muchacho generaba angustia, no fuera a desencadenar una epidemia. Los memoriosos recordaban las de décadas o siglos atrás.

A los diez días Bill se estancó en una suerte de meseta que los optimistas interpretaron como anuncio de su recuperación y los pesimistas como presagio del deceso. La enfermera continuaba asistiéndolo, pero sin esperanza. Bill seguía en coma profundo, aunque la fiebre se había alejado. “Esto no puede seguir así, algo tiene que pasar”, aseguró el carnicero.

Los padres de Evelyn accedieron a levantar la prohibición de volver a la casa de su amiga, porque ya no había peligro de contagio. Lo primero que le propuso a Dorothy fue ingresar en el dormitorio saturado de alcanfor y burbujeantes eucaliptos para desear al paciente que se curara pronto. Dorothy entró primero. El corazón de Evelyn estallaba de emoción y temía ser sorprendida por algo. La golpeó el olor de los medicamentos, mezclado con las nubes que brotaban de la olla. Se quedó tiesa en el umbral. Vio la cama y la figura inerte. Las grandes manos que habían guiado la suya para dibujar gatitos reposaban junto a la cadera. Se tapó los ojos llenos de lágrimas y regresó al patio.

Se cruzaron con el doctor Sinclair. Dorothy le preguntó si su hermano dormía. Era una pregunta necia, dictada por la desesperación.

—Sí.

—¿Sueña?

El hombre la miró fijo. Su desconcierto se transformó en tristeza. Acarició los bucles de la niña y susurró:

—No lo sabemos. Quizá. —Estuvo a punto de explicarle que en ese estado no existen pensamientos ni se registran imágenes como si no tuviera cerebro.

Pero no era así.

No.

La mente de Bill flotaba en un paisaje apacible que cambiaba lentamente. Estímulos amortiguados le llegaban desde sitios distantes. Los volúmenes se licuaban. Navegaba por espacios blandos y proteiformes. Los colores rodaban hacia aquí y hacia allá, como montañas de algodón. Las formas se unían, separaban, deshilachaban, volvían a unirse y configuraban geometrías absurdas. Predominaban los matices malva y canela.

Entre las nubes se insinuó una figura que parecía buscar algo. Bill comenzó a prestarle atención, como si se desperezara después de una borrachera. Por momentos la figura se agrandaba y por momentos se reducía. Era un capricho de luz. El vaivén prometía mantenerse igual para siempre. Tampoco existía apuro. Gigantescos globos que emergían del abismo fueron, sin embargo, cubriendo las montañas y arroparon a la extraña figura. A Bill no le gustó que desapareciera; era el primer malestar que sentía en esa eternidad. Deseó verla resurgir.

De súbito un estilete de plata perforó las nubes y otras formas hicieron reverencias. Nuevamente la figura blanca atrajo su atención; ahora caminaba hacia él. Era un hombre calvo, parecido a su abuelo Eric, de cuyos hombros descendía la túnica del profeta Eliseo. Seguro que se trataba de Eliseo, el hombre milagroso de cuyas hazañas le habían contado en la clase dominical de la iglesia. Eliseo amaba a la gente débil, y Bill empezaba a darse cuenta de que estaba muy débil. El profeta acudía en su ayuda por entre los esponjosos lóbulos. Se apoyaba en su báculo de olivo para atravesar las montañas. A Bill lo estremecía la gratitud. Nada menos que el poderoso Eliseo tocaría su frente. Sabía que iba a ocurrir, porque estaba muerto. Casi tan muerto como el hijo de la mujer de Sunam, contada en el Libro de los Reyes. Según la Biblia, el profeta depositó su milagroso bastón en la cara del niño recientemente fallecido y luego le atravesó la nariz y el cuello para hacerlo resucitar. Bill sentía que algo ya atravesaba su nariz e identificó la sonda con el bastón de olivo. La vieja historia se repetía en él.

Eliseo seguía aproximándose como un astro enviado por Dios. Descollaba entre los colores aunque su rostro permanecía secreto por la sombra de los acantilados. Ya no era sólo un astro, sino una carabela de gran velamen que adelantaba el bauprés. Bill intuía la textura de las pieles de cordero con las que se cubría el profeta. Estaba muy cerca ya, a punto de tocarlo. Por fin lo hizo. Sintió un chisporroteo. No se trataba del báculo atravesándole la nariz y el cuello, sino de la apergaminada piel del anciano en contacto real. El huesudo cuerpo del profeta se tendió sobre Bill, como había hecho miles de años antes sobre el hijo de la sunamita. Puso su boca sobre la boca del muchacho, sus ojos sobre sus ojos, las palmas sobre sus palmas.

Bill sentía el calor y el olor del hombre santo; su respiración honda con fragancia a bosque le penetraba hasta el abdomen. Le transfundía un poder sobrenatural. Lo convertía en un nuevo hombre. Hacía tiempo que no le picaba la nariz. Las cosquillas se tornaron insoportables y estornudó siete veces. “Algo tiene que pasar”, había asegurado el carnicero.

La enfermera escapó del cuarto dando gritos. Fue la primera en enterarse de esa novedad y la primera en desparramarla como brasas.

—¡Bill ha despertado! ¡Bill ha despertado!

Su madre derribó la silla de la cocina y una taza de café se hizo añicos sobre las baldosas al volar como una ráfaga hacia el dormitorio impregnado de eucalipto. Hasta las alondras del nogal que sombreaba el cuarto del abuelo Eric echaron a volar espantadas.

Por primera vez en tres semanas los ojos grises de Bill se habían entreabierto y trataban de entender. Brotaba del coma, pero estaba convertido en ruina.

El médico acudió agitado y lo examinó de la cabeza a los pies haciéndole preguntas para estimularlo a hablar. Sólo consiguió arrancarle algunas sílabas pedregosas. De todos modos, el pronóstico acababa de dar un vuelco. Sinclair comprobó que había recuperado la sensibilidad y los reflejos; que podía mover, aunque con esfuerzo, todas las extremidades. Estaba tan contento que no pudo resistir la tentación de confesar a los parientes que se amontonaron en el umbral del dormitorio cuán pocas habían sido sus expectativas hasta minutos antes. Y mientras lo decía se le humedecieron los ojos. La alegría le quitó las ganas de rascarse la cabeza.

La enfermera lo liberó de la sonda, pero Bill, con un pie en otra dimensión, seguía creyendo que era el báculo de Eliseo y dio manotazos incoherentes para retenerla. Entre movimientos inconexos e ideas fracturadas, su mente se ordenaba de tal forma que jamás volvería a ser el mismo. Los recuerdos y experiencias adquirieron nueva significación. Las neuronas inflamadas le generaban estremecimientos. Eliseo lo había devuelto a la vida —fue lo que después contó— para que cumpliese una misión sagrada. Excepto su abuelo Eric, nadie prestó atención al anuncio.

Por las polvorientas calles de Pueblo galopó la noticia sobre el giro de su salud: ingería líquidos, movía las manos y las piernas, pronunciaba sílabas. Aunque el médico se empeñaba en restringir las visitas, la casa era un corredor por donde circulaban parientes, amigos y vecinos que no podían frenar el espíritu solidario o la curiosidad. Bill era Lázaro resucitado, y el doctor Sinclair, un instrumento de la Divina Providencia.

La rehabilitación que se puso en marcha confirmó cuán grave había sido su encefalitis. A duras penas le hacían levantar los brazos, no podía caminar y tampoco llevarse la cuchara a la boca. Sus manos eran un manojo deforme. Con respecto a su voz, tampoco era reconocible.

—Está saliendo de una bruma —explicó el médico—. Su cerebro sigue inflamado. Menos que antes, pero inflamado.

Bill oyó “bruma” y asoció esa palabra con las nubes entre las que había vivido sin ruido ni dolor. Oyó “cerebro” y asoció con la luminosa calva de Eliseo. Por horas permanecía arrellanado entre los desfiladeros algodonosos y por minutos se conectaba a la Tierra.

Un mes y medio después ya mostraba tanta mejoría que tuvieron la desafortunada idea de llevarlo a la iglesia en silla de ruedas. Los feligreses lo saludaron con júbilo porque era un testimonio vivo de la misericordia celestial. Jack Trade, el calavérico pastor metodista, dedicó su sermón a darle la bienvenida. Recordó que Cristo derrama milagros cuando impera la fe. Hablaba dirigiendo sus ojos alternadamente al muchacho y a la audiencia, a la audiencia y al muchacho. Bill sólo captaba fragmentos del servicio ya que su atención era muy inestable. Por momentos oía algunas frases, por momentos recordaba los ejercicios que le exigía su fisioterapeuta. Lo emocionaron las palabras “milagro” y “fe”, porque tenía grabado en el alma que Eliseo era el profeta de los milagros y sólo beneficiaba a quienes demostraban fe. El pastor le resultaba aburrido y su cara le recordaba la bandera de los filibusteros. El servicio no acababa nunca. Los salmos que entonaba la feligresía le trepanaban el cráneo.

Empezó a gritar sin importarle cuán solemne era el momento.

Al principio cundió la perplejidad; luego, el disgusto. Las miradas exigieron a los acompañantes de Bill que detuviesen la ofensa al servicio. No obstante, el convaleciente siguió lanzando aullidos que rebotaban en los muros de piedra. Algunos feligreses se movieron con susto; otros, con rabia, y hubo quienes se pusieron de pie para intervenir. El aire se tensó. La disciplina que solía imperar en los adustos bancos quedó trizada cuando cinco hombres y seis mujeres caminaron presurosos hacia Bill para taparle la boca. El pastor imploraba serenidad en nombre del Altísimo.

A los primeros hombres y mujeres siguieron decenas. En un santiamén se produjo tal anarquía en el recinto que Jack Trade temió que se desatara una catástrofe.

Las venas del cuello de Bill se hincharon como víboras; su piel se tornó negra, y su aullido, más ronco. Saltaba sobre la silla como si le quemaran el trasero. Parecía un muñeco sometido a descargas eléctricas. Una mujer unió las manos en oración y pronunció la evidencia:

—Está poseído...

Otra mujer añadió el dato que faltaba:

—Por el diablo.

El pastor bajó del púlpito y casi se desplomó de narices. Pegó la Biblia a su pecho y con la mano libre intentó separar los cuerpos en lucha. El alboroto hacía inaudible su voz. Pudo advertir que entre varios aprisionaban a Bill para evacuarlo. Dudó si pedir clemencia por el enfermo o respeto por el lugar; mejor los dejaba hacer porque, cualquiera fuese el camino que eligiera, sería criticado por impiadoso. Hilos de sudor rodaron por su cara de hueso.

En ese instante se abrió paso un hombre de cabeza redonda y pelo de carbón que mantenía junto a su ojo una cámara fotográfica. Lo llamaban Cáscara de Queso.

—¡No, Lucas! Ahora no —le imploraron.

El fotógrafo no escuchaba razones cuando se ponía en juego su deber. Los flashes sucesivos registraron mandíbulas retorcidas y dedos anhelantes. Cada foto no sólo contenía formas, sino tembladeral y angustia. Su trabajo consistía en obtener la mayor cantidad de tomas; los periodistas de la redacción determinaban qué ángulos publicar. Su esfuerzo tenía a veces el premio de la primera página y a veces el castigo de la indiferencia. De todas formas, se reía tanto cuando le iba bien como cuando le iba mal.

Bill fue metido a los empujones en un coche, luego aplastado por varios cuerpos y llevado velozmente a su casa. La tarea de estos voluntarios acabó en frustración, porque apenas arrancaron el enfermo dejó de resistirse. De bestia salvaje pasó a sumisa oveja. Los guardianes aflojaron sus brazos y Bill les sonrió. Antes de llegar suspiró hondo y dijo con voz melodiosa y clara:

—El milagro fue de Eliseo.

Lo miraron espantados.

Su familia decidió no llevarlo más a la iglesia, por lo menos hasta que se registrase un equilibrio duradero. El doctor Sinclair insistía en que eran las secuelas de la inflamación cerebral y había que seguir teniendo paciencia. Pero no lograba componer variaciones sobre un mismo tema, como en los días del coma, así que procuró enfrentar el desaliento de los familiares con su grueso libro de enfermedades infecciosas. Abrió en el capítulo dedicado a la patología del sistema nervioso central y les leyó la verdad que proveía la ciencia: la encefalitis es un cuadro gravísimo que suele terminar con la muerte o deja secuelas.

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