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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (19 page)

BOOK: Los iluminados
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Le pidió a James que lo ayudara en la conquista de su Eldorado. Mathilda podía servir para justificar las primeras excursiones en grupo. Pero tanto James como Mathilda sólo hicieron falta al principio. Wilson Castro era seductor y conseguía despertar el afecto de cualquier mujer. Dorothy sabía bastante español y lo hablaba con acento mexicano; Wilson tenía buen oído y avanzaba hacia un inglés sin acento. Pero, además, ambos bailaban con gracia. Wilson ondulaba en los ritmos tropicales y Dorothy desplegaba enrevesadas coreografías con la música
country.
Se divertían sobre las pistas durante horas; hacían cortos descansos en la barra, donde bebían cerveza y se confiaban anécdotas de su vida cotidiana. Ella quería graduarse en Biología (¡como Mariana!) y él se entrenaba en la Academia de Aviación. La carrera de Dorothy lo inquietó. “No repitas los errores cometidos con Mariana”, se decía a menudo.

Les resultaba fácil comentar sus rutinas, describir tareas, compañeros, docentes. Pero mantenían reserva en cuanto a sus familias. Dorothy mencionó al pasar que tenía un hermano diez años mayor, Bill, a quien veía poco. Wilson detectó que la incomodaba describirlo y sólo se limitaba a dar unos pocos datos.

—¿Sabes? Tengo ganas de conocerlo. Se me hace que coincidimos en algunas cosas, aunque de religión apenas sé rezar.

Si bien ella no captaba en qué se parecían, esa idea la alivió.

Por su lado, tampoco Wilson podía referirse a su familia. Le subía la rabia y la vergüenza con sólo evocarla. A su padre la revolución le confiscó las huertas y los cañaverales para convertirlos en patrimonio del pueblo. Pero sus hermanos (¡ay, sus hermanos!), paradójicamente, se convirtieron en secuaces de Fidel. Iban camino de convertirse en brillantes universitarios; no obstante, uno acabó de técnico radiólogo en un hospital de Cienfuegos: otro, de administrativo en el ministerio de Comunicaciones, y su hermana, como redactora del diario oficial del Partido. Un desastre.

Dorothy lo escuchaba con atención. Wilson era cálido y ambicioso. Lo único que no armonizaba era su vocación militar. No entendía por qué le gustaba tanto la guerra. Podría convertirse en un fulminante empresario, ya que era convincente y tenaz. Pero “las vocaciones tienen amplios segmentos oscuros”, le había dicho Mathilda, que estudiaba Ciencias de la Educación.

Durante la semana de trabajo, que se hacía interminable por la imposibilidad de verse, hablaban por teléfono. Nunca más de diez minutos, así las cuentas no se tornaban excesivas. Pero bastaba para mantenerles encendido el corazón. La distancia quitaba frenos y Wilson se asombró de oírse diciéndole: “Te extraño tanto que no me puedo dormir; a la madrugada soy un espantapájaros”. Dorothy contestaba: “¡Pobre! Entonces duérmete de día, pero soñándome”.

DIARIO DE DOROTHY

Wilson me mira con mucha intensidad, como si quisiera entrar en mi cabeza. O como si le preocupara algo. O intentara contármelo sin saber por dónde empezar.

Me dijo que hay un sitio muy bello en las proximidades de Denver, llamado Las Siete Caídas, y que le gustaría que fuésemos juntos a conocerlo.

Le respondí que sí, y eso aumentó su vacilación. No sé a qué atribuir su aire contradictorio. O misterioso.

Las Siete Caídas son siete grandes cascadas que forma el río al bajar de las montañas abruptas. Wilson pasó a buscar a Dorothy en su modesto auto. Era temprano, pero ella ya lo esperaba con una canasta de sándwiches y bebidas.

Apenas lo saludó advirtió que tenía los ojos irritados. También le descubrió rasguños en la frente, la mejilla izquierda y el dorso de ambas manos.

—¿Qué te pasó?

—No pude dormir —contestó en voz baja, abochornado, mientras ponía la primera—. Jamás me ocurrió algo así.

—¿Por qué?

Esbozó una extraña sonrisa y enfiló hacia el sur.

—No lo vas a creer... —dijo más adelante.

Ella giró para mirarlo de cuerpo entero. Era realmente atractivo. Usaba un jogging gris con franjas celestes.

—¿Qué cosa?

—Estuve más despierto que manejando un avión de caza: los ojos redondos, las manos transpiradas, la frente contraída.

—¿Pensando qué?

—Pensando... —Movió la cabeza. —No, no lo vas a creer nunca.

Recorrieron la avenida adyacente al pintoresco arroyo Cherry, cuyas discretas aguas atraviesan parte de la ciudad.

—¿Por qué no lo voy a creer? —Dorothy simuló ofensa. —Vamos, larga el rollo. ¿Qué son estas lastimaduras?

Wilson tragó saliva y acentuó cada vocablo:

—Toda la noche estuve pensando en ti, Dorothy.

Ella no pudo frenar una nerviosa carcajada. Pero fue corta, artificial. Sentía que ese hombre le estaba confesando algo que venía de sus entrañas.

—¡Qué mentiroso, mi Dios! —exclamó de manera refleja, sin medir el impacto que podía generar—. ¿Y te flagelaste? —agregó con fallido humor.

Wilson negó con la cabeza. Se pasó la lengua por los dientes mientras esperaba que ella abandonara su escepticismo. Se mantuvo silencioso, tal vez lastimado por la incredulidad de su compañera.

Al rato, cuando ya quedaban atrás las últimas viviendas de la ciudad, Dorothy volvió sobre el asunto con más seriedad.

—¿Puedes confiarme qué te pasó?

—Pensaba en ti.

—No es una buena respuesta.

—Así fue.

—¿Y te arañaste? Wilson, tu historia no tiene pies ni cabeza. Además, ¿cuánto tiempo podías dedicarme? —Le estalló nuevamente la inoportuna risita. —No soy tan enigmática. Bueno, eso supongo. Dos minutos te alcanzan para recordar mi cara y algunas de mis palabras. Concedo que, tal vez, necesites... ¡cinco minutos! No vengas a decir que horas, que toda la noche... Eres muy galante, pero... ¡qué exagerado! Un
latin lover.

Wilson se abstuvo de hacer comentarios y su silencio incomodó a Dorothy. Luego hablaron de trivialidades hasta llegar al bosque que rodea Las Siete Caídas. Wilson estacionó y emprendieron la caminata. Los pinos, álamos y robles disparaban flechas aromáticas. Las ardillas parecían haberse puesto de acuerdo en ofrecerles una alegre recepción, porque cruzaban delante de sus piernas antes de saltar hacia las ramas.

Subieron al mirador, desde donde se podían apreciar varias cataratas al mismo tiempo. El espectáculo era grandioso. Las gotitas frías salpicaban el piso y lustraban las rocas. En un claro, junto al fluir de la corriente, se había construido una pista de cemento donde estaba anunciado un número de danzas indias.

Decidieron llegar a la cúspide. Treparon una senda tan irregular que por momentos se evanescía entre el ramaje. Wilson se adelantaba para otear el terreno y apartaba los arbustos. Cuando había que subir un peldaño elevado, tendía su mano a Dorothy y la ayudaba. En esos movimientos no faltaron las aproximaciones intensas; para evitar caídas se abrazaban y frotaban con aparente inocencia. Pero en segundos volvían a separarse, sonrisa turbada mediante. Con la excusa de evitarle un peligroso resbalón, Wilson le rodeó la cintura con más fuerza que de costumbre. Ella percibió el trepidar de sus músculos y en sus ojos el resplandor del deseo. Entonces Wilson la soltó de golpe, y Dorothy casi se desbocó hacia el abismo. Él volvió a tomarla.

—Perdón —dijo.

Se les había acelerado el pulso. Tenían los labios secos y la voz ronca. Anhelaban lo inefable. En varios instantes cruzaron miradas que parecían caricias ardientes. Algo decisivo iba a ocurrir.

La guió por un sendero que doblaba hacia la izquierda. De pronto apareció un pasacalle de unos tres metros tendido entre las espinosas ramas de dos árboles. Era una presencia absurda en el paisaje agreste. Ella no pudo frenar su mano, que buscaba ansiosa y sin falso pudor la de Wilson. Se caía de asombro. En la tela, grandes letras rojas gritaban: “Dorothy, te amo. Wilson”.

A Dorothy le brotaron lágrimas; miró conmovida a su compañero. De golpe comprendió la causa de los rasguños en el rostro y en las manos. No sabía cómo reaccionar, porque lo que dijese sería poco.

Wilson le comprimió los hombros y contempló su mirada humedecida por la emoción. Acercó su boca y la besó en los labios. Fue un beso prolongado y suave, un preludio de contenida delicadeza. No hubo más, como si ambos temiesen romper un límite sagrado. Se desprendieron y bajaron en busca de la canasta.

Se sentaron lado a lado, las caderas pegadas. Dorothy le ofreció un sándwich mientras él destapaba las cervezas. Entonces Wilson no pudo resistir. Dejó las bebidas y el sándwich, la atrajo contra su pecho y dijo:

—Pensé durante toda la noche cómo actuar. Soy torpe en estas cuestiones. A la única mujer que amé de verdad antes de conocerte le expresé mi pasión de una forma imperdonable.

—No entiendo.

Demoró la explicación, que finalmente susurró, cabizbajo.

—La violé.

La espalda de Dorothy se tensó.

—¿Que la violaste?...

—Pasó hace mucho. Fue una pesadilla. Y terminó en tragedia. Nunca volví a hablar de eso hasta ahora. Créeme, por favor.

—Wilson. Yo... yo...

—Salí de la Academia cuando aún era noche y vine a instalar el pasacalle. Las ramas se sintieron violadas también, como aquella mujer, y me arañaron sin lástima. Fue una venganza tardía e inútil, tal vez de ella, tal vez de su marido engañado. Pero ésa no es mi obsesión. Mi obsesión actual, la que a veces me quita el aire, se refiere a otra cosa, Dorothy. Es una idea fija. Necesito poner en orden mi corazón.

Ella permanecía tiesa. Estaba por desprenderse un alud.

—Dorothy —exclamó con los ojos desorbitados—. Quiero casarme contigo.

Ella inspiró hondo y le salió una estupidez, de la que se arrepintió antes de terminar la frase.

—¿También corro peligro de... ser violada?

Wilson se entristeció y ella sintió culpa: no estaba a la altura de la transparencia que le estaba ofrendando. Avergonzada, mirándole la frente cubierta de sudor, agregó:

—Yo también pienso en ti.

—¿Aceptas, entonces? —A Wilson se le alumbró la cara.

Dorothy alargó los dedos temblorosos hacia la cabeza del aviador y le acarició el cabello negro.

—Lo nuestro ha sido tan veloz que me marea. Me gustaste desde el principio. Tal vez me gustaste poco, pero me gustaste. Es la verdad. Me confundías. Por un lado me encantaba divertirme contigo, bailar, reír. Por el otro me provocabas... ¿Cómo diré? Me provocabas... miedo.

—¿Miedo?

—No sé.

—Algo debes de saber.

—Es una idea loca. Me dijiste que tenías cosas en común con mi hermano, por lo que yo te contaba, sin conocerlo.

—¿Y eso, en qué nos afecta?

—Físicamente son opuestos. No se parecen. Pero espiritualmente sí. Algunos de tus silencios, la agresividad que a veces te sale como balazo, tu resolución... Bill es así, medio genio y medio loco.

—Ser medio loco no es un defecto grave. —Wilson la miró con picardía.

—No, claro.

—Te aseguro que no tengo vínculos de sangre con tu familia. No hay peligro de incesto. —Rió bajito.

Ella contempló la piel aceitunada, los ojos castaño claro y la boca sensual. Era apuesto y decidido.

—¿Qué respondes a mi propuesta?

Los rasguños de su mejilla izquierda eran una prueba rotunda de su imaginativa caballerosidad.

—Yo también te amo, Wilson —contestó mientras se bebían con los ojos.

En la modesta boda que celebraron en Pueblo los acompañaron pocas personas.

Del lado de Wilson no concurrió familiar alguno: la política cubana había producido una ruptura definitiva. Su padre estaba arruinado y, aunque hubiera querido viajar, no tenía dinero ni autorización para salir de la isla. En cuanto a sus hermanos, los tres expresaban en forma unánime su odio hacia Wilson, considerado un traidor a la patria que había adoptado la ciudadanía del país agresor y se entrenaba como verdugo de otros pueblos. Sólo concurrieron James Strand, su amiga Mathilda y otros siete buenos colegas de la Academia.

Del lado de Dorothy hubo algunos amigos y más familia. Asistieron sus padres, tíos, primos y hasta una anciana tía abuela.

Una presencia singular fue la de su hermano, Bill. Llegó en un auto manejado por el mismo chofer que lo había llevado en las ocasiones anteriores. A pesar de haber viajado muchas horas, vestía oscuro y formal, con su majestuosa túnica blanca colgándole de los hombros.

Wilson, que tenía curiosidad por el personaje, había registrado los detalles suministrados por Dorothy. Reconoció que le había provisto un excelente identikit, porque lo reconoció de inmediato. Aunque era evidente la solidez de su carácter, le impresionó como un monarca de opereta.

Se miraron con cautela.

Wilson fue el primero en hablar y le agradeció que hubiera acudido a la boda. Bill ordenó los pliegues de su capa, elevó la mandíbula y le respondió desde las alturas.

—He venido por una orden —dijo.

—¿Una orden?

—Jamás lo entenderías.

—Si no te explicas mejor...

—No depende de mi explicación. Eres tú quien no entendería, al menos por ahora. Las órdenes que obedezco no provienen de seres mortales.

Wilson lo miró de arriba abajo y detectó que hasta los músculos de sus orejas estaban en tensión. Ese hombre era una máquina de guerra, lista para disparar. No obstante, su voz sonaba firme y tranquila. También contrastaban sus ojos y sus manos. De los ojos salía fuego helado, mientras que los dedos se movían cordiales. Bill era dos personas a la vez. Descolocaba, ciertamente.

—Este casamiento no me gusta —agregó Bill, entre violento y amable—. Para ser franco, lo único que rescato por ahora es tu nombre, Wilson. Y algunos de tus amigos, en especial ese texano James Strand, con quien acabo de mantener una interesante conversación sobre su ciudad natal.

—Little Spring.

—Parece un lugar hermoso.

—Será por el nombre. No lo conozco. Muy aislado, seguramente.

—El aislamiento inspira a los profetas.

—¡A que te habló de la Guerra de Secesión!

Bill parpadeó complacido.

—Sí. Y estoy de acuerdo con él. Esa guerra terminó mal porque, entre otras calamidades, puso alas indebidas en la estrecha cabeza de los negros. Antes los negros servían para producir riquezas; ahora, sólo para producir delitos.

—También producen delitos los blancos.

—Es diferente. Los negros lo hacen por su naturaleza. En cambio, los blancos lo hacen por la infección que propagan los negros y demás razas inferiores.

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