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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (22 page)

BOOK: Los iluminados
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Nos casamos porque Wilson me convenció.

Nos casamos sin que yo pudiera sospechar siquiera que poco después aceptaría marcharse a Vietnam.

Todo parecía deslizarse como sobre una alfombra roja. Había exigido algo correcto: viajar a Pueblo para conocer a mis padres y transmitirles la dichosa novedad. Contra algunos de mis temores, causó una impresión excelente, también entre los amigos y vecinos. Llovieron las felicitaciones. Wilson fue alojado en el cuarto que había pertenecido a mi abuelo Eric, luego transformado en habitación para huéspedes (¡nadie quería otro cuarto-museo!). Seguía sombreado por el añoso nogal y recibía el perfume de las glicinas que se extendían por el patio. Disfrutamos paseos, reuniones, presentaciones y discusión de proyectos sobre nuestro futuro. Entre todos fijamos la fecha de la boda y encargamos la impresión de las invitaciones. Escribí una larga y prevenida carta a Bill, en la que destacaba los méritos de mi novio. Le rogaba que asistiese a nuestro casamiento y nos diera su bendición.

A Evelyn se le convulsionaron las neuronas. En esa época parecía completamente resignada a la indiferencia de mi hermano y había reanudado la costumbre de vestirse de negro o de gris, como si estuviese de luto. Me abrazó y sollozó sobre mi hombro durante una eternidad. Claro que estaba contenta por mi suerte y seguía siendo mi amiga del alma, pero le resultaba inconcebible que pasara el tiempo y sus sueños no dieran señales de cristalización.

Le recordé un viejo aforismo: “La noche es más oscura poco antes del amanecer”. En ese momento no sólo reina una densa opacidad, sino la mayor desesperanza. Me miró asombrada, sus pupilas chispearon un instante y luego volvieron a apagarse. Temí que acabara enferma. Lo que menos iba a imaginarme era que, en efecto, su vida estaba a punto de amanecer. Al término de mi boda tuvo la osadía de proponerle a Bill algo que nadie había intentado hasta entonces, por miedo o estupidez: visitarlo en su misteriosa Elephant City. Contra lo que ella misma esperaba, Bill accedió.

Mientras yo partía con Wilson a nuestro viaje de bodas en las playas de Acapulco, Evelyn no demoró en trepar a un
ómnibus
con una valija y un bolso de mano rumbo a Nuevo México. De nada valieron las objeciones de su madre.

Nuestra luna de miel fue maravillosa. Acapulco es una de las playas más románticas del mundo. Gozamos el día, la noche y cada crepúsculo. Pero sólo dos meses después de nuestro regreso a Colorado —tan sólo dos meses— un rayo pudo convertir en cenizas nuestro amor. Wilson fue convocado para ir a Vietnam. Parecía el más injusto de los castigos. Una brutalidad del Cielo. ¿Cómo aceptar el desgarro de una pareja que recién empezaba su vida común? No rogué clemencia a Dios, sino que exigí su justicia elemental. Le grité que demostrase su famosa bondad, su incomparable sabiduría.

No hubo tal cosa. Wilson, pese a repetir cuánto me amaba, no quería dejar de cumplir con su misión. Debía combatir el comunismo hasta aniquilarlo. Era su lucha, su vida, su misión. Otra vez aluciné a Bill disfrazado de Wilson: eran idénticos de obstinados. No lo conmovieron mis lágrimas, que descalificaba con dulzura como “irracionales ternezas de hembra”.

Prometió volver cargado de medallas.

¿Por qué me torturo recordando esos momentos?

Ya está en Panamá, a salvo de balas y de comunistas. ¿Será feliz con sus medallas? ¿Será el mismo que se me declaró con tanta pasión en Las Siete Caídas?

¿Y Evelyn? ¿Será feliz con Bill? No escribe, se ha contagiado de la parquedad que invade a los que se instalan en el Oeste.

Próximo al canal de Panamá se destacaban las instalaciones de la Escuela de las Américas, donde confluían oficiales provenientes de las antípodas del globo: por un lado los norteamericanos que habían servido en Vietnam, y por el otro los becarios latinoamericanos que luchaban en varios países al sur del río Bravo. Todos ellos estaban involucrados en la guerra contra el comunismo internacional y subversivo. Los que llegaban de Vietnam cargaban algunos trastornos mentales, pero se hallaban en condiciones de transmitir un saber invalorable. Sus experiencias en el sudeste asiático debían ser procesadas e inoculadas en los inmaduros militares de América latina, que, en muchos casos, ni siquiera tenían buenas escuelas militares en sus respectivos países e ignoraban las modernas tácticas que exigía un enemigo cada vez más hostil y ubicuo.

La Escuela de las Américas fue fundada en 1946 para hacer frente a la guerra fría. Estaba financiada por el Pentágono y fondos federales. Contaba con sólidos fuertes y la base aérea Howard, desde donde partían vuelos de reconocimiento hacia el Cono Sur.

Antes de que a Dorothy le entregaran su pasaje para volar a Panamá, Wilson fue sometido a un tratamiento de rehabilitación física y mental que limpiase sus venas de los miasmas contraídos en los campos de la muerte. Sus vínculos conyugales no debían contaminarse con pesadillas. Su probado valor y su astucia debían servir a la multiplicación de iniciativas que desbaratasen el avance de la guerrilla y sus apoyos logísticos desde América Central hasta la Argentina. Mientras esperaba a su esposa le ofrecieron trabajar un poco, descansar bastante y divertirse a gusto.

—¡Tanta mentirosa cortesía! —maldijo en voz baja.

Durante la primera semana le hicieron conocer las instalaciones de Fort Gulik. Eran varios edificios y él había sido asignado al segundo. Alternaban las aulas para las clases teóricas con los vastos campos de entrenamiento. Los militares estadounidenses disponían de toda la tierra que necesitaran: controlaban el canal, el país, y ofrecían ayuda al resto del continente. Enseñaban especialidades importantes: artillería, mecánica, inteligencia, operaciones, contrainsurgencia y —en secreto— las artes de la tortura y la represión. Los oficiales latinoamericanos llegaban en grupos y se los distribuía según criterios prácticos. En poco tiempo debían estar listos para regresar a sus respectivos lugares de origen y orientar la acción de las Fuerzas Armadas.

Dormían en grandes y confortables barracas que cobijaban de cien a ciento veinte personas cada una. Pero estaban separados por divisiones que permitían mantener cierta intimidad: en cada cubículo se alojaban dos oficiales o sólo uno. El calor de Panamá agobiaba. Las camas tenían un par de sábanas para una mínima protección. Se pretendía alejar a los jejenes mediante ventiladores, matamoscas, espirales o tules, instrumentos que siempre resultaban infructuosos ante su perseverancia de picar a toda hora. El invierno no traía alivio, sino lluvia. Y más jejenes.

Wilson se dirigió al depósito, donde le entregaron pantalones y camisas color caqui, un birrete y zapatos negros. También le proveyeron el uniforme de combate.

Lo despertaban a las siete. Media hora más tarde servían el desayuno colectivo. No había diferencia con los desayunos de La Habana, la Academia de Aviación o los cuarteles de Vietnam, salvo en que era más sabroso el café y acompañaban el pan y manteca con plátanos fritos y arroz con frijoles. Luego la gente se dirigía a las aulas para asistir a clase. Hacían una hora de pausa al mediodía y continuaban los estudios hasta las cinco.

A Wilson le planificaron una sesión diaria con el psiquiatra y ejercicios de relajamiento, como natación y tenis. Las imágenes de horror comenzaban a espaciarse y, en su lugar, crecían los recuerdos sobre las Aldeas Estratégicas Defendibles levantadas en Vietnam. De ellas habló en las sesiones de terapia y también con sus superiores. Reconoció que le interesaba la contrainsurgencia por sobre las demás especialidades; incluso había perdido el gusto de volar. A su juicio, era indiscutible que las Aldeas Estratégicas Defendibles constituían el remedio más eficiente contra la subversión marxista-leninista. Equivalía a un potente insecticida. Los norteamericanos debían enseñar y convencer a los oficiales argentinos, bolivianos, chilenos, paraguayos, brasileños y nicaragüenses de que aprendieran y aplicaran ese método. Si en Vietnam había sido exitoso, en América latina llevaría a la gloria.

La ciudad más cercana era Colón, sobre el Atlántico. Hacia allí se dirigía Wilson los fines de semana. Las playas estaban protegidas con profundas redes metálicas que impedían el ingreso de los tiburones, permanentemente atraídos por los residuos que arrojaban los barcos cuando abandonaban las esclusas del canal. Junto a un acantilado volvió a practicar buceo, deporte que había empezado en el mar de China. Después bebía en una taberna y, junto con oficiales amigos, terminaba revolcándose en divertidos lupanares.

Cuando arribó Dorothy ya habían asignado a Wilson una casa modesta y digna, provista de las comodidades a las que su mujer debía de estar acostumbrada. No bien ella depositó su equipaje, Wilson le contó que sus superiores le habían asignado tres días de franco para que disfrutasen juntos de una merecida segunda —aunque breve— luna de miel. “Estos gringos comemierda tienen gestos humanitarios... cuando quieren”, agregó. Mientras le contaba estas noticias fueron al dormitorio dándose besos y no pudieron levantarse de la cama hasta el siguiente mediodía. Anhelaban recuperar el tiempo de la separación disolviéndose en forma recíproca, acariciándose la nuca, la espalda, las piernas y revolviéndose los cabellos. Finalmente decidieron partir hacia el mar.

Caminaron horas por la playa y bebieron jugos de coco, de piña, de guayaba y de melón en los paradores mientras se contemplaban con alegría y asombro. También con curiosidad: cada uno había incorporado elementos intransferibles que tal vez se habían hundido en el fondo del alma: escenas de las batallas o experiencias de soledad. Repetían que se habían extrañado con locura y que se amaban con más locura aún. Pero en la mente de Wilson aleteaba la sospecha de que algún aventurero la hubiese tocado, y en la mente de Dorothy revoloteaba la certeza de que en esos dos años su marido había frecuentado prostitutas de exóticas artes. Pero evitaron rozar los temas que prenderían como ramas secas. Les esperaba una larga y tranquila temporada en Panamá. Era tiempo de pasarla lo mejor posible. Juntos. Y volvieron a besarse.

Entre los ejercicios prácticos que debía enseñar Wilson figuraban los simulacros de lucha en terrenos adversos. El modelo de Sierra Maestra y luego Vietnam fue copiado a pies juntillas por los subversivos del continente. Había que enfrentarlos en su propio medio, que casi siempre eran la montaña y la selva. Wilson tenía mucho para trasmitir a los oficiales de los países hermanos. Antes de que despuntara el día recorría con los dedos la cabellera de Dorothy y le recomendaba que no se levantase aún. Luego bebía una taza de café, comprobaba el estado de su equipo y marchaba hacia el punto de encuentro con los otros tres integrantes de la unidad. En pocos minutos el sendero se tornaba angosto y penetraban en la espesura. Un buen entrenamiento requería enfrentar peligros. Y era lo que menos faltaba. Los oficiales que lo acompañaban confiaban a medias en Wilson y abrían los ojos como si estuviesen a punto de ser devorados.

Delante marchaba quien abría el paso con un machete. Lo seguía el encargado de la brújula. Después, Wilson. El último medía las distancias en base al largo de sus pasos y haciendo nudos en un hilo. Tenían que llegar hasta un sitio donde habían fijado un número. Desde allí debían continuar en otra dirección hasta dar con el número siguiente. En apariencia era como jugar a la búsqueda del tesoro. Pero la marcha exigía cruzar ríos, bordear precipicios, escalar montañas abruptas, evitar las picaduras de víboras y estar alerta ante un ataque enemigo por sorpresa.

Al final de la agotadora jornada regresaban al fuerte, donde los esperaba una evaluación sobre el tiempo insumido y la cantidad de números encontrados. Se establecía un orden de mérito para las diferentes patrullas.

Los oficiales que conseguían el mejor puntaje en forma reiterada obtenían como premio la tarea de realizar el mismo operativo, pero de noche. Una acción que requería el máximo de habilidad y coraje.

En una de esas prácticas Wilson casi perdió la vida. Fue durísimo. Se extraviaron una hora después de iniciar la marcha. El contador del recorrido se desbarrancó y fue a parar a la hondura de una cañada. Voceó que se le había escapado el hilo donde hacía los nudos. Y eso fue lo último que dijo. Las linternas apuntaron en la dirección de su voz, sin importarles que despertaban a las fieras. Pero no hubo más voz del compañero, pese a la insistencia con que repetían su nombre. Supusieron que se había desmayado o que cayó en un pozo que ahogaba los sonidos. Los militares se acercaron al jefe para que les indicara cómo resolver tamaño problema. Wilson procuró transmitirles calma y pidió que cesaran de gritar, porque el ejercicio sería anulado.

—En una guerra de verdad estos alaridos harían caer sobre nosotros a cien comunistas juntos.

Debían proceder con lógica y eficacia, aunque ambas cualidades se hubieran evaporado.

Bajaron agarrados de las lianas y los nudos vegetales. La oscuridad era agobiante, y la luz de las linternas chocaba contra troncos y ramas siempre iguales, siempre hostiles. El encargado de abrir el camino sintió que un espectro le arrebataba el machete y se paralizó de susto. Clamó auxilio y Wilson debió abofetearlo para devolverle la cordura.

Siguieron bajando hasta que sus botines chapalearon el borde del arroyo. El compañero faltante no aparecía, aunque debía de estar cerca. Se sentían agitados, débiles. Caminaron por entre las resbalosas piedras de la orilla hasta que los orientó un quejido. El oficial yacía doblado en una posición inverosímil, inconsciente. Wilson lo cargó sobre su espalda y reiniciaron la marcha. Las linternas de los otros dos militares iluminaron los muros vegetales sin encontrar salidas. El herido manaba sangre por una oreja; era posible que hubiese sufrido fractura de cráneo. Wilson sentía su peso muerto y temía que expirase pronto si no conseguían regresar al fuerte. Su bota pisó una masa elástica y en el acto se dio cuenta del error fatal. La gigantesca víbora se irguió como un resorte y clavó los colmillos en la pierna colgante del herido. El machetazo reflejo y brutal del oficial que iluminaba la escena dividió el cuerpo del reptil e hizo volar una rebanada de pantorrilla.

A Wilson le chorreaba el sudor. Acomodó mejor el pesado cuerpo sobre su espalda y ordenó seguir. Ahora el herido también manaba sangre por la pierna. No había tiempo para perder en vendarlo aunque el otro oficial optó por ajustarle un torniquete mientras avanzaban. El arroyo debía conducir hacia una zona más abierta. De la garganta de Wilson brotó absurdamente el canturreo que a veces lo acompañaba en Vietnam cuando sentía el abrazo de la muerte. La víbora había querido picarlo a él y ya sería hombre muerto, pero la ponzoña circulaba por las arterias del cuerpo que sostenía su espalda. Pisó con bronca, deseoso de aplastar otra enroscada víbora. Le pareció ver los ojos fosforescentes de animales listos para saltarle a la cara. Sería bueno que apareciera un pelotón de comunistas, así les arrojaba las granadas que colgaban de su cinto.

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