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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (26 page)

BOOK: Los iluminados
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—Yo también. Por favor, tomá asiento. —Le indicó la silla que hacía ángulo con la suya.

—Sólo unos minutos. Soy Damián Lynch.

—Ya lo sé. —Zapiola entrecerró los párpados.

A Damián lo recorrió un escalofrío.

—Usted conoció a mi padre.

—Precisamente. —Zapiola corroboraba que tenía la misma frente ancha con el mechón rebelde a la izquierda, la misma nariz recta, la misma boca, los mismos ojos redondos y cálidos.

—Me venías siguiendo, ¿no?

Damián sonrió, incómodo.

—Creo que usted se dejaba seguir.

—O me hacía seguir...

—¿Para qué? —Estaba confundido.

—Para que finalmente me abordaras.

—¿Por qué no me abordó usted a mí?

Zapiola se frotó los pómulos secos mientras pensaba la respuesta justa.

—Porque no sabía hasta qué punto estás enterado de algunas cosas y hasta qué punto querés saber otras. Tengo un peso aquí —se señaló el esternón— que aumentó cuando volví a Buenos Aires, hace unos años. Podés creerme si te digo que aterricé en el aeropuerto y lo primero que se me cruzó por la mente fue buscarte, encontrarte, saber de tu vida, tu situación. Pero, al mismo tiempo, me asustaba encontrarte. No sabía con qué me iba a enfrentar. Cuando pude enterarme de que estabas relativamente bien, temí causarte daño con la resurrección del pasado. Transcurrió el tiempo y la única forma de animarme a hablarte era si vos lo buscabas.

—Demasiado prudente, para mi gusto. Pero, ¡bueno! Usted me dejaba huellas.

—Así es. Para que decidieras si seguirme y abordarme, o mantener nuestra distancia. Todavía estamos a tiempo de decir “mucho gusto y adiós”. Nunca nos hablamos antes, nada nos obliga ahora.

—Victorio, es al revés: ardo por enterarme. Lo poco que llegó a mis oídos me desquicia. Quiero saber el resto, quiero apoderarme de los detalles como si fuese un tesoro.

—¿Estás seguro? No es un tesoro; es el espanto. —Zapiola levantó las manos como para detener una andanada.

Damián apoyó los codos sobre la mesa y aproximó los labios a la oreja de Victorio:

—Estoy seguro. —Su resolución evidenciaba la insolencia que amasan los sufrimientos prolongados.

—Tenés veintiocho años, ¿no? —Zapiola sacó el diario de la mesa y lo apoyó sobre el alféizar de la ventana. Lo miró profundamente y se pasó la lengua por las comisuras de la boca. En su cabeza corría veloz un tiempo cargado de humo y plomo. —Desde que volví, en 1991, y me puse a averiguar sobre vos, te he visto en diferentes lugares, te he seguido desde las sombras, recogí información.

—Digamos que actuó como un miserable espía. —Damián mostró los dientes.

—Así es. Pero sólo estaba al servicio de mi conciencia. Me hacía bien enterarme de que te desempeñabas con soltura y carácter, que te parecías cada vez más a tu viejo, que progresabas como a él le hubiera gustado.

—¿Y?

—Pero no me atreví a presentarme. Hice dos intentos, pero me detuve antes de que te percataras. Tal vez nunca habías oído algo sobre mí o, en caso contrario, preferías borrarme de tu vista.

—Doble equivocación.

—Ahora lo sé.

—De todas formas, Victorio, usted tuvo un exceso de prudencia.

—Prudencia, o respeto infinito por la memoria de tu viejo.

—Un respeto estéril. Es necesario que hablemos.

—Todavía me estremece semejante expectativa. —Zapiola comprimió los maxilares. —Me duele hablar de aquello.

—Hay heridas que no cicatrizan jamás.

—Tampoco es bueno revolver el pus.

—¿Es mejor olvidar?

Zapiola miró hacia la atolondrada calle como pidiendo auxilio a los transeúntes.

—No me gustan los masocas.

—¿Recordar es masoquismo?

—A veces.

—Mire, Victorio, entre el masoquismo y la perspectiva de repetir aberraciones, prefiero el masoquismo. Pero no quiero teorizar. Ahora quiero información. “Su” información. Usted sabe cosas que yo estuve buscando con una desesperación que ni imagina.

El hombre adelantó su tronco enflaquecido. Los ojos tristes brillaban.

—Estimado Damián, cuando uno logra huir de la cloaca en la que lo sumergieron, no tiene ganas de volver ni siquiera para corroborar que quedó afuera.

—Pero la mente regresa; es inevitable.

—A mi mente le llevó mucho tiempo sacudirse la mierda. Un día dije basta, ¿entendés?

—Yo era un chico cuando nos invadieron en medio de la noche. Vi todo.

—Ya sé —concedió—. Ya sé... Ese recuerdo es un buen látigo y sabe cómo flagelarte. —Esbozó una sonrisa que tendía al llanto. —No deberías flagelarte. La vida sigue.

—Aburrido lugar común. Es fácil decirlo. ¿Cómo sacar de mi cabeza a los diez criminales que se metieron en casa como un maremoto?

—No hace falta entrar en detalles. —Depositó el cenicero de vidrio sobre el diario.

Damián bajó los codos, pero le acercó la cara.

—Esos detalles son una historia trágica que debemos recordar por respeto a las víctimas. Todavía hay miserables que la niegan. Es la historia de una invasión de filibusteros.

—¿A mí me la querés contar?

Damián cerró los ojos y recordó a media voz, como si pronunciase una letanía.

—Abrieron la puerta a patada limpia, sin darnos tiempo a mover el picaporte. Papá los enfrentó con increíble coraje y exigió el debido respeto a un hogar decente; pero estaba blanco como este mantel y tenía la voz seca. Mamá corrió a mi cuarto, se sentó en la cama y me abrazó tan fuerte que me hizo doler las costillas. Desde mi lugar, yo veía sucesivamente una parte de su pelo, la puerta entreabierta que daba al living y el cuadro insoportable del avasallamiento.

Zapiola se reclinó contra el espaldar de la silla. El ímpetu de Damián se le venía encima como una jauría. Su piel amarga, surcada de arrugas, era tragada por el estallido de recuerdos.

—A papá lo sentaron de una trompada en la nariz, que empezó a sangrarle. No aceptaban que les diera lecciones de conducta. Los monstruos empuñaban armas y las revoleaban como si fuesen bastones. Mientras el jefe controlaba la situación, los subordinados exploraban los más ridículos agujeros de cada habitación en busca de Sofía, mi hermana de diecisiete años. ¿Sigo? Ella no estaba, por suerte: sus amigos le habían ordenado dormir fuera de casa. Los intrusos exigían que papá la entregara o confesara dónde la había escondido. Decían que sólo querían hacerle unas preguntas y no molestarían más. Pero, aunque mis padres hubiesen aceptado semejante pedido, no podían satisfacerlo, por la sencilla razón de que Sofía no confiaba en nuestra familia y jamás informaba dónde pasaba el día ni la noche. Usted debe saber que mis padres no estaban de acuerdo con su militancia ni con sus ideas; no estaban de acuerdo con la calamidad que los Montoneros y el ERP habían desencadenado en el país. La recriminaban apenas la veían, y sólo lograban que ella se prendiese con más fuerza a su pasión revolucionaria. Cuando yo le pedía que hiciera caso a nuestros padres, me acariciaba el pelo y decía: “Sos un dulce cachorro burgués; te falta maduración”. Sus palabras me humillaban, pero son casi las únicas que recuerdo de ella.

Zapiola se frotó la nariz. El relato le producía alergia. Las manos de Damián se movían con tensión creciente.

—Eran piratas, porque no traían una orden de un juez ni de cualquier otra autoridad, ni siquiera de un comisario o un oficial del ejército o de la marina. Piratas en absoluta anomia. Vaciaban botellas de whisky mientras desordenaban placards y cajones. Sacaban los objetos con una alegría diabólica y si no les interesaban los arrojaban lejos. El jefe exigió la llave de la caja de seguridad y papá tuvo que dársela con una mano mientras con la otra sostenía un pañuelo contra la nariz sangrante. No pude ver cómo vaciaron la caja, pero oí que mamá me susurraba al oído: “Que se lleven todo, todo, y se vayan”.

—¿Para qué lo contás otra vez? Ya pasaron más de veinte años. —Zapiola suspiró.

—¿Otra vez? —hizo memoria. —Sí, otra vez. Ésta debe de ser la número mil. Me la contaba a mí mismo y ahora se la cuento a usted para obligarlo a la reciprocidad, Victorio. Para que usted me diga lo que sabe. Y que yo todavía no sé.

Zapiola llamó al mozo.

—Café, medialunas y una jarra grande de agua, por favor.

Luego enfocó al joven.

—Volví del extranjero para declarar ante la CONADEP y en el juicio a las juntas militares. Fue terrible y fue suficiente. Es el pasado. Para mí se acabó.

—Los verdugos están vivos y andan sueltos.

—Pertenecen a otra época. No me interesan. Son alimañas. Ahora las reemplazan otras alimañas que pueden llegar a ser peores. Contra ellas trabajo, contra las alimañas del presente. ¿Me entendés? Son las que emputecerán a la próxima generación.

—Yo no voy tan lejos. Yo he jurado vengar a mis padres.

—¿Vengarlos? ¿Querés venganza o justicia?

—Justicia.

—Ojalá la consigas. Te advierto que escasea en la tierra.

—¿Entonces?

—No te puedo recomendar la venganza. Es un craso error. Lo único que deberías hacer, si me tolerás un consejo, es mirar hacia tu futuro.

—¿Futuro? Las nubes no me dejan verlo. O, si lo veo, es un futuro nublado.

—Hay que apartar esas nubes.

—¿Cómo?

Lo miró con pena.

—Está bien. Hablaremos. Es lo que ambos queríamos en el fondo, ¿verdad? Bajaremos juntos hasta la más densa mierda que puede fabricar el hombre.

1976

Con extraordinaria habilidad embolsaron joyas, dinero, correspondencia y libretas con direcciones durante el allanamiento. Apenas se fueron, el doctor Jaime Lynch comenzó a pensar de qué forma comunicaba a su hija que habían ido a buscarla y que debía abandonar la Argentina por cualquier medio, ya mismo.

De alguna forma logró que se enterase de lo que había ocurrido, pero Sofía se negaba a irse de Buenos Aires como si fuera una cobarde o una derrotada. Sus ideales o su alienación —según el ojo que mirase— le decían que la lucha tenía esos inconvenientes y había que enfrentarlos. No obstante, algo debía de haber ocurrido en su célula que determinó un cambio de criterio, porque llegó a la casa de sus padres un mensaje anónimo en el que insinuaba su disposición a tomarse unas vacaciones. Sólo cuatro horas más tarde otro mensaje anónimo avisó que había sido secuestrada por un Ford Falcon verde mientras se dirigía al aeroparque, rumbo a Montevideo.

Jaime y Estela Lynch corrieron a lo de su abogado. Los asfixiaba la angustia. Era su última esperanza. No sabían que en realidad iniciaban una carrera de rescate sin sentido, a la que recurrirían cientos y después miles de personas, hasta romperse la cara contra los muros de una inclemencia sin precedentes en el país. Interpusieron un hábeas corpus tan perfecto como inútil, se entrevistaron con hombres y mujeres de la alta sociedad —donde encontraron más reproches que amigos—, apelaron a los pocos oficiales en actividad que habían saludado alguna vez, pidieron audiencia al ministro del Interior, general Harguindeguy, y fatigaron los despachos de una burocracia gélida e interminable. Hablaron largo y tendido con su párroco y consiguieron que el obispo prometiera llegar hasta el Presidente, Jorge Rafael Videla. Al cabo de dos semanas, exhaustos, comprendieron que la expresión “chupada” —que el vulgo acuñaba para situaciones parecidas— no era sólo metáfora.

Como la desesperación es mala consejera, Jaime decidió llegar hasta los amigos de su hija desaparecida para exigirles que se la devolviesen. Eran los verdaderos responsables de su alienación mental y de su dramático destino. Si nada podía conseguir por los senderos rectos, entonces apelaría a los curvos. Estela, que aprobaba cualquier maniobra que llevase a un rastro de Sofía, tuvo la desafortunada idea de proponer a su marido una estratagema audaz. La guerrilla secuestraba empresarios y asaltaba Bancos para hacerse de dinero.

—Te escucharán si les ofrecés plata —dijo.

Jaime consiguió que su elíptico mensaje ingresara en la cadena subterránea y algunos jefes de la subversión se enterasen de su interés en pasarles dinero. Le hicieron saber que el pacto debía realizarse con absoluta discreción en un bar concurrido, durante las horas de mucho movimiento: convenía pasearse ante las pestañas del tigre para que el tigre no los viera.

A la hora del té, Jaime ingresó en el Florida Garden y caminó despacio por las atestadas mesas, para que sus interlocutores lo identificaran. Una pareja joven le hizo señas.

Lo invitaron a sentarse en un confortable butacón de cuerina bordó. La grata atmósfera surcada por el aroma del café producía relajamiento. El mozo llevó relucientes teteras y una colección de masas frescas.

—Hablemos en sordina, sin mencionar un solo nombre —le previno la mujer mientras se adelantaba para elegir una masa coronada de crema.

Jaime simuló tranquilidad, pero tenía el pelo erizado. Aquella gente destruía el país: había psicotizado a los jóvenes y puesto a las Fuerzas Armadas en estado irracional, pensó. Empujaban hacia una masacre. Y ahora les tenía que regalar plata a cambio de ayuda. Nunca había imaginado semejante absurdo.

La mujer era bonita y vestía con elegancia, pero sus rasgos eran firmes, casi amenazadores. El hombre parecía un empleado de tienda fina. No se los asociaría con guerrilleros, con gente que usaba armas, ponía bombas y era capaz de luchar en selvas plagadas de emboscadas.

—Sabemos dónde y cuándo la chuparon, no dónde la tienen —susurró el hombre.

—Pero ustedes saben datos sobre los lugares clandestinos de detención.

—De la mayoría, no de todos.

—Estoy dispuesto a darles lo que no tengo, para recuperarla.

—Aceptamos su contribución; nos viene bien. Pero no le garantizamos lo imposible: haremos lo que esté a nuestro alcance.

—¿Por ejemplo?

—Entregarle una lista de los chupaderos y campos de concentración, los nombres de algunos jefes y torturadores, nombres de gente detenida ahí. Ojalá sepamos más de Sofía.

—Quiero saber si está viva... —Se le trabó la voz. —Si la torturaron.

La pareja lo miró fijo y se tragó los comentarios.

La cara de Jaime se perló de transpiración. Se apartó con los dedos el breve flequillo que le caía sobre el lado izquierdo de la frente. Ya le costaba ocultar su nerviosismo; alzó una masa rellena y se la introdujo entera en la boca. Masticó rabioso y casi se ahogó. Bebió té. Pudo aclararse la garganta con varios golpes de tos y aproximó su cabeza a la del hombre.

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