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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (25 page)

BOOK: Los iluminados
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DIARIO DE DOROTHY

Estoy
encantada con Buenos Aires. Es una ciudad impresionante. Durante una recepción, la mujer del agregado cultural belga dijo que la veía como a París en medio de África. Me causó gracia semejante idea, pero tengo que coincidir. Nunca vi calles tan bulliciosas; la gente viste con elegancia, abundan los restaurantes de lujo, hay teatros al por mayor, residencias que compiten con Beverly Hills.

La inseguridad que había cuando llegamos ha desaparecido. Soldados, oficiales y policías circulan por doquier, muchos de ellos con ropa civil. Ningún subversivo ya se anima a poner bombas. Las Fuerzas Armadas tienen el control absoluto. Los asesinatos de la guerrilla han terminado para siempre, gracias a Dios y a la firmeza de la Junta Militar.

Tuve ocasión de hablar con las esposas de coroneles y generales amigos de Wilson, que me describieron las zozobras padecidas durante años. Algunos de sus parientes fueron asesinados en acción o en atentados cobardes. La subversión fue una peste que asoló el país desde mediados de la década de los 60. Mezclaban su ideología marxista con ingredientes religiosos. Un absurdo tan retorcido que ni Wilson me lo puede explicar. Numerosos Montoneros provenían de familias acaudaladas que se aconsejaban con el párroco e iban a misa los domingos. Algunos habían sido antiperonistas y se convirtieron en adoradores del viejo, que seguía exiliado en España bajo el ala de Franco. Lo imaginaban socialista pese a que fue amigo de Stroessner, Pérez Jiménez, Somoza y Trujillo. Un caos mental que tenía subyugada a la juventud, los universitarios, los profesionales, los trabajadores. No había argentino que no estuviese listo para una polémica que solía terminar a los golpes.

Cuando se consiguió el retorno del viejo, los peronistas antiguos y nuevos confundieron sus metas pero no sus métodos: se baleaban al grito de “¡Viva Perón!”. Después de su muerte no hubo más remedio que dar el golpe de Estado, como insiste Wilson. Casi todo el mundo lo deseaba. La presidente era una mujer a la que no sabían ni cómo vestir; huía hacia retiros serranos para enfrascarse en la lectura de revistas frívolas. Como dicen aquí, era una “pelotuda irrecuperable”.

Paso a otro tema.

Hoy conocí a Amalia. Quiere ser mi amiga porque admira a los “yanquis” y adora pasar sus vacaciones en Miami. No es la única que se mea por ser norteamericana ni que sueña con ir y venir de Los Ángeles, Nueva York o Chicago. Me invitó a su casa, donde ha renovado casi todo, cambiándolo por artículos norteamericanos que hizo traer en un contenedor.

Otro tema. Hoy estoy inspirada.

Nuestra residencia de San Isidro es espectacular. Nunca soñé con algo tan hermoso y confortable. No le falta nada. ¡Qué salones! ¡Qué dormitorio! ¡Qué parque! Una legión de mucamas, empleados y guardias logran que funcione de maravillas y lo hacen de tal forma que ni siquiera molesta su presencia. Son serviciales y eficaces.
Wilson
ha sabido seleccionarlos.

Cuarto tema, el más importante. Wilson está deprimido. Lo veo en su cara. No se resigna a su esterilidad. Es lo único que no funciona en nuestro matrimonio. Lo único. Yo, en cambio, aceptaría adoptar un chico. Conocí... a ver... ¿cuántas? Tres mujeres que adoptaron y son felices. El hijo les cambió la vida. Se lo dije a
Wilson,
pero no quiere escuchar. Su machismo se lo impide. En la Argentina podríamos adoptar una criatura hermosa, proveniente de una buena familia. Si algo abunda, son los bebés nacidos de jovencitas irresponsables. No saben a quién regalarlos. Los militares también tratan de salvar a los bebés de madres asociadas a la guerrilla, que mueren en combate pero que pertenecieron a familias dignas.

Esta noche volveré a hablar con él. Ojalá consiga convencerlo. Tenemos la solución a nuestro alcance.

En Buenos Aires se hizo examinar por especialistas que ratificaron el diagnóstico que traía de los Estados Unidos: su mujer estaba sana y él padecía azoospermia. La azoospermia no le afectaba ni afectaría su potencia sexual: sólo le impedía engendrar hijos. Insistieron en que no confundiese hombría con esterilidad; sus hormonas funcionaban a la perfección. Pero Wilson miraba con desdén a esos médicos que pretendían suplir con palabras de consuelo una palmaria incapacidad para solucionar su problema.

Realizó viajes a los Estados Unidos para poner en venta los pocos bienes que había heredado Dorothy, pero en realidad le interesaba hacerse nuevos análisis de esperma. Hacía un vuelo directo a Miami en primera clase y desde allí tomaba la conexión a Denver con escala en Houston. En el aeropuerto de Houston solía esperarlo Bill, con quien seguía hasta Denver. Allí alquilaban un auto —que manejaba Wilson— y llegaban a la serena localidad de Pueblo en una hora. Entre Wilson y Bill, ambos desconfiados, circulaba una creciente transparencia. Nada podía unirlos tanto como sus ideales de combate.

Bill Hughes se sintió alentado a revelarle parte de sus proyectos, cosa que había empezado con prudencia durante sus visitas a Panamá. Le miraba el perfil y, pese a que era de origen cubano, encontraba que Wilson era semejante al profeta Eliseo cuando joven. Podía ser el hermano que no le dieron sus padres, sino la Providencia. No había sentido la misma confianza con nadie antes, ni siquiera con su ex socio Robert Duke. Su comunidad en las afueras de Little Spring proveería los soldados de la próxima conflagración. Le puso un nombre tan preciso como la punta de un cohete: Héroes del Apocalipsis. “El nombre es decisivo”, insistía. Ahora trepaba hacia el quinto eslabón, que aspiraba a destruir por dentro a las razas inferiores. El primero de la cadena había sido su trabajo en Elephant City. El segundo, su expansión a Three Points y Carson, su vínculo con Duke y la complementación de la prédica religiosa con castigos a cargo del terminante Pinjás. El tercero fue ir a Little Spring con tres personas leales (Aby, Pinjás y Evelyn) e instalarse en el rancho que le donó una viuda antes de fallecer. El cuarto, transformar el rancho en fortaleza y erigir una comunidad de combatientes. La propiedad disponía de suficiente campo, muros, habitaciones, corredores y atalayas para convertirse en un bastión inexpugnable. De hecho, ya tenía esas características. Le había resultado estimulante el asombro de Evelyn cuando vio el edificio por primera vez y dijo que parecía un castillo. Lo amplió en las cuatro direcciones y lo ordenó con medidas de seguridad interna y externa. Su gente era enseñada a proceder como una orden monástico-militar, bajo estricta disciplina física y moral, rigurosa separación de sexos, estudio cotidiano de las Sagradas Escrituras y mucha devoción al líder. Los entrenaba en cuerpo y en espíritu para ser héroes victoriosos en un mar de enemigos. El ataque del Demonio podía estallar en cualquier momento y era preciso tomar la iniciativa antes de que fuera tarde.

Wilson lo escuchaba con asombro, en particular cuando explicaba la doctrina de la Identidad Cristiana. Era fascinante como un cuento de terror y mierda. Aunque le costaba aceptar sus interpretaciones sobre el origen de la humanidad y de las diferentes razas (no entendía cómo Bill lo eximía de sus abominables raíces hispanas), las consideraba llenas de dinamita. Y un militar valora los explosivos. Ojalá el mundo libre pudiera construir teorías semejantes —y tan motivadoras— para aniquilar el comunismo. El comunismo era un tentáculo del Demonio y ahogaba desde hacía décadas a su querida Cuba. Ahora Wilson aceptaba que las extravagancias de su cuñado tuviesen importancia emblemática: la túnica que jamás se quitaba de los hombros, la mirada glacial, la rigidez de sus posturas. Era un obelisco que imponía miedo. Un jefe sin rivales. Las leyendas sobre los milagros que había efectuado en tres carpas del oeste, ¿eran mentiras? ¿Eran verdad? Algo de cierto debían de tener. Aunque Wilson no era propenso a las historias sobrenaturales, más de una vez cruzó por su cabeza el deseo de preguntarle si también podía hacer un milagro con su problema y devolverle la fertilidad perdida en alguna batalla. En ese caso, hasta aceptaría convertirse en un fervoroso miembro de la Identidad Cristiana. Su catolicismo lo tenía sin cuidado. Y también le daría el dinero que necesitase para convertir su rancho-fortaleza en algo más impresionante que Fort Gulik.

Le miró las grandes manos con un anillo de obispo, los labios delgados, el bigotito rubio, la túnica flotante, y decidió abordarlo de frente.

Bill Hughes lo escuchó serio y dijo que tenía clara conciencia de su problema. No debía sentirse avergonzado. El Señor creaba planes que los hombres tardan en comprender. Él apreciaba en Wilson al guerrero. Durante sus visitas a la Escuela de Panamá pudo apreciar cómo enseñaba, persuadía, organizaba y ordenaba. Vio su habilidad para el mando. Captó su sangre fría ante los riesgos y su resolución frente a las dudas. Era un jefe de ala y garra. En las dificultades descubría el camino más recto y atacaba en el instante óptimo. Nunca se cansaba, nunca perdía el control.

—Admirable, Wilson.

Wilson no supo cómo agradecer esa andanada de elogios pronunciados con seriedad por un hombre al que no le salían fácil. Pero lo que más deseaba no era su reconocimiento, sino curarse de la maldita incapacidad para generar espermatozoides. Tal vez se debía a la infección que casi le había abierto el sepulcro en los pantanos de Vietnam, tal vez a una herida mal curada por los médicos cuando era pequeño, tal vez al mal de ojo de algún brujo.

Bill consideró posible el mal de ojo.

—Los infieles se burlan del mal de ojo, pero es más antiguo que la historia. Voy a ayudarte. Sentémonos aquí. Mientras me cuentas otros detalles de tu actividad en la Argentina, yo rezaré para que el profeta Eliseo me señale cómo resolver tu problema.

Wilson miró en derredor. Estaban en una plaza solitaria, en un banco de madera color marfil. En el cielo colgaban pocas nubes. Parecían los únicos habitantes del mundo. Bill entrecruzó los dedos, cerró los ojos y movió sus finos labios en una apagada oración.

Wilson ya le había contado bastante, pero siempre quedaban hechos sin referir. Era un hombre de acción, no de palabras. Pero deseaba probar este recurso límite del milagro; a veces ocurrían, o de lo contrario la gente no seguiría reclamándolos. Se acarició la garganta y empezó a repetir que no sólo asesoraba en operativos, sino en inteligencia y encubrimientos. Había ayudado a dejar impunes dos asesinatos que hicieron bramar la prensa, como los del embajador argentino Hidalgo Solá, en Venezuela, y el gobernador Ragone, en la provincia de Salta. Fue una de sus primeras actividades, con las que consiguió que le aumentasen la confianza. Hizo comprender a sus dubitativos anfitriones que en la Argentina ya se podía matar sin dejar huellas; es decir, borrándolas. Ayudó al pacto de silencio entre militares, policías y mercenarios, pacto imprescindible para ganar la guerra. Aconsejó marginar sin anestesia a los militares remisos, escrupulosos o inadecuadamente “morales”.

Su mayor contribución, sin embargo, apuntó en otro sentido. Su experiencia en Vietnam decía que la seguridad y el desarrollo iban juntos y eran esenciales para los países latinoamericanos. La consigna podía sintetizarse en dos elementos: balas y trabajo. El gobierno de facto se había autotitulado Proceso de Reconstrucción Nacional, una denominación perfecta. La lucha armada debía acompañarse de hechos que quitasen el piso de sustentación a los guerrilleros. No sólo había que combatir con fiereza, arrestar, torturar y asesinar, sino poner en marcha planes de impacto social. Entonces permitieron que Wilson se concentrase en el campo económico y financiero. Se involucró en la construcción de viviendas, hospitales, escuelas, caminos, huertas y tendido de electricidad en las zonas críticas. Articuló sus proyectos con el Fondo Nacional de la Vivienda y, gracias a recompensas distribuidas entre los burócratas de turno, obtuvo contratos que redundaron en una multiplicación acelerada del patrimonio de sus jefes. Si antes lo habían escuchado, ahora podía decir que le prestaban obediencia.

Se hizo rico. La riqueza es poder. El poder lo usaría para combatir el comunismo internacional y convertir en cenizas al barbudo monstruo que oprimía a Cuba.

Destinó parte de sus ingresos a inversiones agropecuarias en las provincias de Salta y Jujuy. Pero también destinaba una parte sustancial al tráfico de armas, un negocio sin límites y afín con su sueño de liberar Cuba. Barcos venezolanos ya transportaban desde puertos argentinos armas italianas.

Llegados a este punto, Bill dejó de rezar, y Wilson, de contar. Permanecieron callados. Una bandada de golondrinas se perdió entre los árboles en la lontananza. No se veía ningún intruso. Pese al verde del entorno podía decirse que estaban en medio de un desierto que sólo habitaba Dios. El reverendo se puso de pie y su cabeza, vista desde la hondura del banco, pareció tocar una nube.

—Tendrás el milagro —prometió.

Wilson también se puso de pie, con los ojos brillantes.

—Volaremos a Houston y te llevaré a Little Spring, a mi fortaleza. Quiero que la conozcas.

—¿Allí realizarás el milagro?

—Deberás permanecer conmigo un tiempo; quizás una semana, quizás un mes.

—Y solucionarás mi problema.

—Sí. Pero de una manera diferente de la que imaginas.

—Pero lo solucionarás —insistió Wilson.

—Por supuesto. Mis plegarias fueron oídas. El Señor provee a quienes Le servimos con lealtad. Pero Sus rutas tardan en ser bien interpretadas por los hombres.

—No entiendo.

—No hace falta. Dentro de poco te habrás olvidado de la maldita azoospermia.

OBSESIÓN
DE
DAMIÁN
LYNCH

1997

Lo venía siguiendo desde la intersección de Corrientes y Callao. Tenía pelo ensortijado, parecido a lana de oveja, y vestía un saco deportivo a cuadros pequeños. Se detuvo en un quiosco de revistas, compró el diario y caminó hasta la esquina de Uruguay y Corrientes. Miró hacia los lados, como si olfateara la persecución, y entró en el café El Foro. Damián entró pisándole los talones y lo siguió por entre las mesas rumorosas. Apenas se sentó junto a la ventana, Victorio Zapiola levantó sus ojos tristes y los posó en la familiar fisionomía que había estado respirándole en la nuca.

—¿Puedo acompañarlo? —preguntó Damián con cierta irresolución—. Necesito hablar con usted.

Zapiola apoyó el diario sobre la mesa. Su boca gruesa contrastaba con las mejillas chupadas.

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