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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (23 page)

BOOK: Los iluminados
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No pudieron descubrir la salida hasta que el alba devolvió formas al mundo. Agotados, rindieron cuenta de su escaso profesionalismo. El puntaje cayó al piso por un deceso tan lamentable que los operativos nocturnos se suspendieron por un mes, hasta que la jefatura diseñó mejores técnicas de seguridad. El cadáver, que pertenecía a un capitán chileno de apellido Tabares, fue despedido con los máximos honores por todos los integrantes de la Escuela.

Wilson quedó apesadumbrado. Quienes lo habían acompañado esa noche, no obstante, se encargaron de informar sobre su entereza. De no haber sido por la calma que les había transmitido, las consecuencias habrían sido peores. Pocas semanas después Wilson fue ascendido y le comunicaron que apreciarían que se quedara en la Escuela de las Américas por unos años más.

DIARIO DE DOROTHY

Se nos
ocurrió invitar a Bill y
Evelyn
por una semana. Conocerían el célebre Fort Gulik, el canal de Panamá y las hermosas playas de dos océanos. Pero mi hermano, fiel a su excentricidad, en lugar de agradecernos respondió que por el momento no podía interrumpir sus actividades. Se había mudado a Little Spring, Texas, la ciudad natal de james Strand. Allí no fundó una nueva iglesia al estilo de las carpas azules que había erigido en Nuevo México y Arizona, sino toda una comunidad. La emplazó a unas veinte millas del centro. Por lo poco que describía en sus cartas, el conjunto se extendía en torno de un sólido rancho convertido en “fortaleza del espíritu”. Lo acompañaba un reducido estado mayor compuesto por
Evelyn, su
chofer Aby y un tal Pinjás. Cada uno estaba a cargo de tareas diferentes que no describía ni con media palabra. Ya había reclutado familias enteras, incluidos niños. Llamaba a su grupo Héroes del Apocalipsis.
En
algunas cartas se dirigía sólo a Wilson y le recordaba que
sus
caminos se encontrarían en torno de la gran misión.

Nunca pude entenderlo del todo.

Ahora acaba de llegar un cable sorpresivo. Anuncia que mañana aterrizará en el aeropuerto de Panamá. Parece que viene solo. Esta forma de actuar me saca de quicio. Nunca piensa en los demás: ni por un instante se le cruzó por la mente preguntar si estábamos en condiciones de recibirlo. Es así. En mi familia decían que su encefalitis tuvo la culpa, pero a veces pienso que hubiese sido igual sin ella.

————————

Llegó Bill. Y ya se fue.

Fuimos a esperarlo al aeropuerto. Pese al calor traía su famosa túnica de profeta colgada de los hombros. Me dio un abrazo frugal y le palmeó la espalda a Wilson. Pregunté por Evelyn y me contestó con tanto desgano que temí hubieran roto. Era evidente que no la consideraba esencial. Pobre Evelyn. Bill ni siquiera mostró buena disposición para contarme cómo lo estaban pasando en Little Spring, cuáles eran sus programas de rutina. En realidad no quería soltar prenda sobre su rancho ni sobre la comunidad que había formado, y menos sobre su intimidad. Se limitaba a decir que todo estaba bien y bajo control.

Lo noté más serio y tenso que antes. Pálido de tez, ojos y bigote. Medía cada palabra, contemplaba con fijeza de tigre los detalles y atendía nuestros comentarios y los de otros militares como si los grabara para un examen. Más que pasar unos días de vacaciones en nuestra compañía, parecía obsesionado por estudiar a Wilson y las actividades de Fort Gulik.

No demostró interés en pasar muchas horas conmigo. Habíamos permanecido distantes durante décadas y parecíamos extraños pese al vínculo de sangre. Hablamos sobre la precaria salud de nuestros padres y el deseo de Wilson —también mío, por supuesto— de tener hijos. “Yo, en cambio, no los quiero. Los profetas no tenemos hijos biológicos porque somos los padres en espíritu de todos los descendientes de Adán e Israel”, me dijo.

Cuando le pregunté qué opinaba Evelyn, me contestó: “Acepta los designios del Señor”.

—Pero, ¿qué dice Evelyn?

—Acepta los designios del Señor.

“¿Se resigna a no...?”, insistí. Su respuesta fue: “Se resignan los que tienen poca fe. Ella acepta gozosa su destino”.

Moví la cabeza. No podía creerle. Al fin le dije: “Lo siento por Evelyn. En cambio, nosotros sí queremos un niño. Pero tarda en llegar”. Se limitó a contestar: “El Señor lo proveerá en el momento oportuno”.

Le confesé que la demora nos estaba preocupando, en especial a Wilson. Mi hermano sólo dijo: “Sara tuvo a Isaac cuando anciana, y Ana, la madre de Samuel, debió esperar muchos años. El Señor escucha las súplicas. Hablaré de esto con tu marido”.

Me pareció un gesto maravilloso. Por fin iba a interesarse en algo que nos concernía.

Wilson estaba realmente preocupado. Los estudios ginecológicos que me hice con dos especialistas diferentes coincidían en que yo no era estéril. Algo pasaba con él. Pero su machismo le impedía someterse a un examen. Insistía en que su potencia era perfecta y eyaculaba como un semental. Se deprimió al enterarse de mi buena salud, pero siguió resistiéndose a consultar con un médico. Prefirió esperar. Yo me esmeraba en tranquilizarlo y aceptaba esperar también.

Seguro que Bill le habló. Pero algo me decía que los entusiasmaba discutir otras cosas en lugar de concentrarse en el problema. Cosas que yo no debía oír, como si fuese una nena inmadura. En tres ocasiones cambiaron bruscamente de tema al verme junto a ellos. Ambos consideran que las mujeres somos necesarias pero no confiables, incluso las buenas esposas. Que no tenemos capacidad para los negocios complicados.

Bill dijo que deseaba conocer y escuchar a los oficiales de alta graduación que se entrenaban bajo la tutoría de Wilson, en especial colombianos, bolivianos, peruanos y argentinos. Con el aceptable español de Bill y el inglés variable de los huéspedes —más las traducciones que Wilson y yo aportábamos para las sutilezas—, las veladas en casa resultaron animadas e instructivas. El intercambio de información dibujó un mapa fascinante del continente, con clara identificación de problemas y desafíos. Bill no se refirió en ningún momento al tema religioso o racial, lo que habría generado fricciones. Supongo que no lo hizo porque le sobraba perspicacia. O estaba detrás de algo más importante que, por el momento, le exigía mantener violín en bolsa. No sé.

De todos modos advertí que se había generado una recíproca simpatía entre los cuñados. Tal vez por la esperanza que Bill logró inyectar en Wilson acerca de su capacidad de convertirse en padre, o tal vez porque coincidían en la inexplicable tarea que llamaban “misión”.

Al término de esa semana prometió volver a visitarnos.

———————

Hoy fuimos otra vez al aeropuerto para esperar a Bill.
Es su
tercera visita a Panamá, siempre sin Evelyn. Ya ni le pregunto por ella. Al vernos anunció que se quedará una semana, como las veces anteriores. No viene a descansar ni a estar conmigo. No comprendo su motivación real y tampoco Wilson puede —o quiere— explicarla.

Le interesa reunirse con oficiales latinoamericanos a pesar de que integran la raza inferior de los hispanos, según sus teorías. Una vez dijo: “Si Goering podía definir quién era judío, yo puedo definir quién es un hispano grato al Señor”. Tiene particular interés por los colombianos, ecuatorianos, peruanos y bolivianos. También hace largas caminatas con
Wilson,
de las cuales mi marido apenas me comenta alguna trivialidad. Pareciera que el amor que debería sentir por su hermana lo ha transferido a su cuñado. Por cierto que me complace verlos tan amigos, pero hubiera querido sentirme menos excluida.

Respecto a su comunidad en Little Spring, nada nuevo. Se limita a decir que crece en forma lenta, como corresponde a un ambiente que privilegia la calidad y la pureza. Reina una disciplina conventual, con plegarias, trabajo y estudio. Evelyn lo acompaña con devoción y no escribe porque está inmersa en ese mundo más cercano al Cielo que a la Tierra.

Lo miré a los ojos y sentí frío.

Mientras escribo esto, sigue charlando con
Wilson
en el living. La verdad, no debería importarme (pero me inquieta).

En Panamá se entrenaba contra la democracia, porque había una tremenda confusión de valores. Los Estados Unidos invertían dinero y recursos humanos para sostener dictaduras infames. Enseñaban a torturar y reprimir. En 1999 el presidente Bill Clinton, en América Central, pidió perdón por semejante delito, y James McGovern, representante por Massachusetts, acaba de afirmar que ha llegado el momento de cerrar la Escuela de las Américas porque es humillante para la imagen de su país. Ya no funciona más en Panamá, sino en Fort Benning, Georgia. No obstante, su mayor productividad y eficacia fue generada en Panamá. Y sus efectos aún se sienten en muchos países.

Es difícil comprender desde la actual perspectiva cómo fue posible que los Estados Unidos, desarrollados a partir de la luz ejemplar de sus padres fundadores, con firme adhesión a la ley y las instituciones republicanas, hayan pactado con la hez de América latina y contribuido de forma ostensible a su frustración política, social y económica.

Su destino manifiesto perturbó las mentes más esclarecidas y, hasta el día de hoy, no logran asumir que las amenazas que golpean a sus puertas desde América latina no se resolverán mediante la represión armada o económica.

La historia es larga y diferente a un lado y otro del río Bravo. Los Estados Unidos siguen mirando con desprecio a sus inevitables vecinos del sur. A menudo muestran mejor disposición hacia países distantes, como si los latinoamericanos fuesen unos irredimibles que terminarán destruyéndose solos. Pero no será así: los perdigones de sus conflictos cruzarán las herméticas fronteras y herirán a distancia en el cerebro y el corazón.

Ocurre que Estados Unidos es un país especializado en ganar, y América latina, un continente especializado en perder. Pierde desde los tiempos de Cristóbal Colón. El continente era una diosa con los pechos hinchados de líquidos preciosos. Los conquistadores se prendieron a esos pechos y les succionaron toneladas de oro y cordilleras de plata. Tanta plata que habrían podido tender un puente de ese metal que uniera las cuevas de Potosí con los palacios de España. La diosa y sus hijos, sin embargo, no fueron respetados ni retribuidos. Más riqueza les quitaban, más desaprensivamente los oprimían.

Después la diosa produjo otros bienes. Era de una fecundidad sobrenatural. En sus tierras abundaba lo que Europa y los Estados Unidos necesitaban. La diosa y sus hijos podían sentirse afortunados. En sus tierras mágicas brotaba caucho, café, frutas, azúcar, hierro, salitre, cobre, estaño, algodón, carne, petróleo. Para extraer tanta riqueza y llevarla a otros puertos fue necesaria mano de obra. Se importaron esclavos sin límite y se segaron vidas sin compasión.

La enorme riqueza, sin embargo, no sirvió para ganar algo, sino para volver a perder. La riqueza engendraba pobreza, marginación y servidumbre. América latina, hiciera lo que hiciere, seguía barranca abajo.

Durante siglos la diosa fue succionada, y sus hijos, maltratados. Hasta que se produjeron las sublevaciones. Tardaron bastante, hay que reconocerlo. Haití era un hervidero de esclavos por la cantidad de brazos que exigía la explotación del azúcar, y en 1791 estalló la sangrienta revolución, la primera de muchas. Luego se produjo la emancipación del resto. Pero el espacio colonial no se mantuvo unido, sino que estalló en fragmentos más fáciles de dominar por los de afuera.

El continente siguió perdiendo tras la independencia. A los amos españoles se agregaron o sucedieron los ingleses, franceses, holandeses, estadounidenses y miopes caudillos locales. Su riqueza seguía constituyendo una maldición. Para apropiarse de ellas todo resultaba lícito. A mediados del siglo XIX el filibustero William Walker invadió Centroamérica al frente de una banda de asesinos y cumplió expediciones sucesivas en Nicaragua, El Salvador, Honduras y Costa Rica. Restableció la esclavitud y hasta se proclamó presidente. En los Estados Unidos fue celebrado como un héroe. Desde entonces las intervenciones se tornaron naturales. El presidente Theodor Roosevelt arrancó Panamá a Colombia por veinticinco millones de dólares e implantó la doctrina del garrote. Luego los
marines
irrumpieron sin permiso para proteger las vidas y los intereses estadounidenses (de algunas empresas, en verdad). Invadían y ocupaban países enteros por el tiempo que se les antojase; permanecieron en Haití durante veinte años (Haití es sólo un ejemplo). No enseñaron a respetar la Constitución y las leyes —como ocurría en su propio territorio—, no apoyaron la juridicidad ni la estabilidad. Sólo abusaban y rapiñaban. Dejaban un tendal de muertos, humillados y resentidos.

Sus acciones se repitieron sin pudor durante el siglo XX. La tenaz rebelión de César Augusto Sandino parecía haber conducido hacia la sensatez. Pero Sandino, invitado a las conversaciones de paz, fue asesinado por Somoza, quien, en lugar de ser castigado por el crimen, asumió las riendas de Nicaragua con la bendición del Norte y luego fue sucedido por su corrupta descendencia. Los Estados Unidos premiaron a esa familia en abundancia, como decidieron premiar a quienes se mostrasen obsecuentes con sus intereses de corto plazo. Lo mismo ocurrió en Guatemala al ser derrocado el noble Jacobo Arbenz por el coronel Castillo Armas, entrenado en Fort Leavenworth.

América latina seguía desfondándose por causa de su inagotable riqueza sin dueño.

Y crecía la frustración económica, social, política, nacional. Crecían los virus de enfermedades que tarde o temprano estallarían como granadas.

La experiencia de Cuba encendió una exaltada esperanza. Aparecía como un camino nuevo, limpio, bienintencionado, racional. Único modelo alternativo a la ancestral frustración. Pero la revolución enfermó también y dejó de ser la panacea de multitudes hambrientas y engañadas.

El presidente Kennedy, casi simultáneamente, lanzó su proyecto de la Alianza para el Progreso, que en algunos años declinó hasta morir sin pena ni gloria. ¡Qué lástima! Nueva frustración. En lugar de apoyar de manera decisiva las instituciones de la democracia y el desarrollo latinoamericano, en los Estados Unidos prevaleció la paranoia de la Guerra Fría. Cada intento progresista en el sur era visto como una traición a Occidente. Para la Casa Blanca los únicos líderes confiables terminaron siendo los dictadores, enemigos jurados de cualquier ideología que propiciara superar la marginación y la pobreza sobre las que se erguía su ilegítimo poder.

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