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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (24 page)

BOOK: Los iluminados
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Se aceptaron y hasta estimularon los golpes de Estado, se derribaron gobiernos representativos y se persiguieron personalidades esclarecidas. Un manto sombrío cubrió a la ubérrima diosa, sus tierras y sus hijos. Los dictadores eran los heraldos que aniquilarían la subversión y restablecerían el orden y la paz. A ellos había que sostener.

El embajador argentino lo recibió en su oficina forrada de oscura boiserie. Lo invitó a sentarse en un ancho sillón mientras las manos enguantadas de un camarero depositaban sobre la mesa ratona los pocillos de café.

De inmediato se interesó por la vida de Wilson. No se trataba de preguntas urbanas, de esas que se estilan para hacer rodeos, sino encaminadas a completar una información. Sabía lo esencial de su carrera y que pocos meses atrás se había retirado a Pueblo, Colorado.

—¿Cómo le sienta la vida en un lugar como ése?

Wilson removió el azúcar, extrajo la cucharita y miró sus reflejos plateados; luego la depositó sobre el platito. Bebió un sorbo.

—Es casi como vivir en México. Me he suscripto a
The Pueblo Chieftain,
un diario bastante ágil. Algunas tardes paseo por las orillas arboladas de los dos ríos que cruzan la ciudad, el Arkansas y el Fountain. Voy al cine, juego al golf, tengo amigos. Una vez por semana me entretengo en la taberna de Gus, algo muy típico.

—¿Qué tiene de extraordinario?

—Si alguna vez anda por allí, le recomiendo saborear el
Dutch plate
con la doble bebida.

—Doble...

—Es una tradición inventada por los dueños, italianos. Curiosa la mezcla, ¿no? Dueños italianos, comida holandesa, clientes hispanos o irlandeses. Primero hay que tragar de golpe un vasito de whisky y luego beber la cerveza en grandes recipientes de vidrio. El
Dutch plate
es la única comida que sirven, pero resulta inolvidable: salame, queso, jamón, ajíes, tomate y cebolla con mostaza o mayonesa. Los viernes, en la mesa del fondo que todos conocen y nadie usa por respeto, se reúnen los políticos.

—Usted concurre los viernes.

—Adivinó. Pero le aseguro que no me mueve la vocación política.

—¿Qué, entonces?

—Divertirme. Mi mujer dice que necesito divertirme, y allí lo paso bien. No soy el único. Fíjese que muy cerca de la mesa de los políticos hay un toilet, pero fuera del toilet, casi pegado a la mesa, hay un pequeño lavatorio y un espejo desde el cual se puede mirar y escuchar hasta la respiración de los políticos. Es como un balcón en el Capitolio. A veces la polémica resulta chispeante.

—¿Usted me quiere decir que no cambiaría esa vida por nada del mundo?

—Tanto no he dicho.

El embajador se pasó la lengua por el borde inferior del bigote.

—No tengo derecho a meterme en su vida, desde luego, pero sabemos que usted ha venido cumpliendo una carrera brillante en la Escuela de las Américas. No se entiende por qué ha decidido retirarse.

—Razones personales.

—Es claro. —Sonrió. —O nada claro. Repito que no tengo derecho a meterme. La razón de este encuentro se refiere a otra cosa.

—Lo escucho.

—Es un ofrecimiento de mi gobierno.

—Veamos, entonces.

—Señor Wilson Castro, lo que voy a decirle proviene del más alto nivel.

—No esperaba otra cosa.

El diplomático se levantó, fue a su escritorio y recogió una carpeta. Sin abrirla volvió a su sitio y la mantuvo sobre las rodillas, por si necesitaba verificar algún dato.

—Mi país atraviesa una etapa difícil. El regreso del general Perón no trajo la armonía esperada. Se están rompiendo todas las costuras de la organización institucional. La subversión nos pone al borde del abismo y debemos aniquilarla. Los expertos suponen que la lucha será compleja y tal vez dure años. Existe la decisión de contraatacar enérgicamente.

—Me parece lógico.

—Usted, señor Castro, es recordado con admiración por los oficiales argentinos a los que entrenó en la Escuela de las Américas y ahora ocupan lugares de mando.

Wilson puso en actividad sus obsesiones y proyectos mientras mostraba una cara de póquer. El comunismo era la hidra de cien cabezas que no cesaba de masticar países enteros. Había tragado a Cuba, amenazaba con triunfar en Vietnam, ponía en riesgo toda África, contaba con poderosas organizaciones políticas en Europa, seducía al mundo árabe, había ganado las elecciones en Chile y ahora despedazaba un país grande y evolucionado como la Argentina.

El plan elaborado secretamente con Bill demostraba ser correcto. De haber seguido como instructor en Panamá, sólo habría obtenido más elogios, pero de un círculo limitado. Su misión —la misión de su vida— se marchitaría entre el calor húmedo y los obstinados jejenes. Debía interrumpir esa carrera que no llevaba a la gloria y dejar espacio a la sorpresa. Debía cortar las ligaduras para poder volar hacia su destino fulgurante. Arriesgarse a esperar el llamado. Lo mismo había hecho Bill al renunciar a sus carpas en Nuevo México para iniciar la aventura de una comunidad de héroes. Los grandes no yacen encadenados.

Wilson tuvo que imponerse al asombro de Dorothy, que no entendía estas cosas. “¿Dejar ahora Panamá? ¿Renunciar a tu carrera? Antes me hubiera encantado, pero ahora me deja muda.” El fallecimiento de la madre determinó que el padre se fuese a vivir con un hermano y dejara vacante la amplia casa de Pueblo. “Nos instalaremos allí por un tiempo. Verás: no será mucho”, la había convencido él.

Dorothy estaba acostumbrada a los caprichos de su marido. Cuando algo se le ponía entre ceja y ceja... También aprendió a no alarmarse por los bruscos golpes de timón que pegaba el destino. Se casó llena de ilusiones y apareció Vietnam; viajó a Fort Gulik llena de miedo y disfrutaron años hermosos. ¡Qué paradojas! Pasar una temporada donde gozó su infancia y su juventud sonaba atractivo, aunque cargado de incertidumbre. Sabía que ése no iba a ser el puerto final del ambicioso Wilson. Además, era posible que el descanso lo ayudase a superar su maldita incapacidad de generar espermatozoides.

El embajador adelantó el torso para transmitir la confidencia.

—Mi gobierno lo invita a entrenarnos y asesorarnos para la cruzada que llevamos adelante contra los delincuentes subversivos, en las condiciones que usted mismo fije.

—Ajá. ¿Y en qué campo quieren que trabaje?

El embajador abrió la carpeta, leyó unos renglones y volvió a cerrarla.

—El que enseñaba... El mismo que enseñaba en Panamá. Abarca varios rubros. No podemos perder un minuto ni ser gentiles con el enemigo.

—Comprendo.

—Eso sí: piden que vaya a Buenos Aires cuanto antes.

—Deberé meditar. Me cansé de la guerra; por eso fui a Pueblo.

—En base a lo que sabemos de usted, me permitiría decir otra cosa.

Wilson contrajo la frente.

—Entendemos que Pueblo es para usted una breve vacación —continuó el embajador—. Su energía, su talento y su juventud no están para jubilarse ni para convertirlo en un oscuro vendedor de inmuebles.

Vació el pocillo de café mientras pensaba que ese ofrecimiento tenía los sonidos de un llamado. Era la ocasión profetizada por Bill. En Buenos Aires podría hacer mucho más de lo que había hecho en Cuba, Vietnam y Panamá. Le estaban entregando en bandeja un rango cuyas perspectivas superaban los mejores sueños de un jefe en Fort Gulik, por ejemplo. Y quizás el cambio de clima, de gente y de actividad le devolviera la capacidad de generar espermatozoides. Su hombría recuperaría lo que le faltaba. En su horizonte emergía algo potente. Desde que le había llegado la carta del embajador se le empezaron a borrar las ideas suicidas, cosa que tranquilizaría en primer lugar a Dorothy. En la Argentina le nacería un hijo.

El embajador lo miraba sin parpadear, ansioso de leer los pensamientos que le recorrían el cerebro. Cruzó las piernas y abrió la caja de habanos que tenía a su derecha. Antes de que extrajese uno, Wilson descerrajó la pregunta.

—¿Cuánto me pagarán?

El diplomático levantó la caja y la ofreció a su invitado, quien la declinó con un movimiento de cabeza.

—¿Le molesta que fume?

—No.

Mientras cortaba la punta, respondió calmo:

—Desea saber cuánto le pagarán... Pues es muy sencillo: lo que usted pida.

—¿Cómo?

Se puso el cigarro entre los dientes y lo encendió con cuidado mientras aspiraba enérgico.

—No hay cifras, amigo. Es como decir: no hay tope. El ministro José López Rega y su equipo de confianza controlan muchos recursos, y en materia de combatir la subversión no se dejan frenar por mezquindades. Recibirá lo que desee. Está tratando con hermanos y sé que no pedirá locuras. Proponga, no más.

—Deberé renunciar a mis negocios.

—Si se refiere a los inmuebles que vende en Pueblo, ya no le parecerán ganancias, sino propinas. La comparación es absurda.

—Contestaré en una semana.

—Una semana es mucho. Por favor, compréndanos. En la Argentina lo esperan con los brazos abiertos.

En Buenos Aires, Wilson y Dorothy cambiaron de domicilio tres veces. Primero se alojaron en un departamento amplio pero poco luminoso del Barrio Norte, prestado por el ministerio de Bienestar Social, que había pertenecido a un empresario vinculado con organizaciones de izquierda, ahora prófugo. En dos meses pasaron a otro, lleno de luz, en las Barrancas de Belgrano, que compró a mitad de precio gracias a la intervención de una inmobiliaria que le recomendó un general. Era su primera inversión en el país. Más adelante adquirió una suntuosa residencia con parque en la localidad de San Isidro, también a costo irrisorio, y alquiló el departamento de Belgrano por varios miles de dólares mensuales. En poco tiempo era notorio que su cuenta bancaria no engrosaba por día, sino por hora.

Escribió a Bill contándole que la Argentina era un país de milagros. Fue a la mejor joyería del centro y compró un pesado collar de oro y platino para Dorothy; se lo regaló mientras cenaban en un restaurante de la Recoleta. Él brindó por el impulso que el destino había dado a su misión, y ella —mirándolo con dulzura a los ojos— brindó para que pronto quedase embarazada. Bebieron el burbujeante champán, pero el rostro de Wilson se nubló por un instante y Dorothy lo percibió, arrepentida.

El superministro José López Rega había sido un cabo de policía supersticioso e ignorante que el presidente Perón elevó de la noche a la mañana a rango de comisario general. Practicaba cultos africanos, se desempeñaba como secretario del Presidente y asesor confidencial de su necia esposa. Por expresas instrucciones que Perón había transmitido desde España, antes de su regreso, el cabo fue ungido como referente central y los cambios en la jefatura de Estado (Cámpora, Lastiri, el mismo Perón y luego su viuda, Isabel) no disminuyeron su poder. Puso en marcha dos grandes iniciativas, una pública y frustrada, la otra secreta y exitosa. La primera fue construir un Panteón de la Patria en desaforado estilo nazi-fascista. La segunda fue lanzar un grupo parapolicial sanguinario llamado Triple A (Asociación Anticomunista Argentina). El Panteón quedó en la nada, mientras la Triple A comenzó a barrer las calles del país y arrojar cadáveres a las zanjas de las rutas, en especial la que llevaba al aeropuerto de Ezeiza.

Pese al clima enrarecido generado por la lucha entre subversivos y represores, la Argentina resultó fascinante para Dorothy y Wilson. Wilson era escuchado y respetado en forma creciente y obtenía generosas recompensas. Dorothy mejoraba su castellano, compraba en las mejores boutiques y fue rodeándose de alegres amigas. Buenos Aires era el día frente a la noche si se la comparaba con Pueblo o con Fort Gulik. Hasta su clima resultaba excepcional.

La caída de López Rega —forzada por el asco que generaba en la población civil y también entre los militares— no perjudicó a Wilson. Sus contribuciones en el campo de la contrainsurgencia ya eran apreciadas por el Estado Mayor y su futuro no dependía de quienes eran sus provisorios jefes.

El 24 de marzo de 1976 se produjo el golpe de Estado que venía incubándose desde hacía meses. La desbordada Isabel Perón no tenía luces ni cintura política para enfrentar el caos. La oposición proponía llegar a las elecciones aunque fuese con muletas, pero el oficialismo no supo articular los factores democráticos y la confusa presidente fue sacada sin resistencia de la Casa Rosada por un piquete armado. Los obsecuentes que formaban su entorno huyeron como ratas. El jefe de la corrupta CGT voló a España y acuñó una expresión que hizo historia: “Yo me borro”.

El poder fue tomado por una implacable Junta Militar que voceó —como en los golpes anteriores— su voluntad de restablecer el orden y la moral. Pero la lucha contra la subversión —de la que sólo quedaban desorganizados restos— se convirtió en la excusa para que militares, policías y muchos civiles sacasen los colmillos, saldaran viejas cuentas, aboliesen el estado de derecho y desencadenaran un maremoto de persecuciones, rapiña, tormentos y desapariciones sin precedentes. Wilson fue parte activa de muchos operativos llevados a cabo en forma inexorable, a luz o sombra.

Desde la cúpula formada por la Junta Militar descendía una soberbia paralizante. Millares de personas con buena conciencia no tuvieron otra alternativa que doblegarse ante el gruñir de bestia cebada o partir hacia el exterior (si tenían la suerte de no ser detenidas en los aeropuertos). Miles de familias empezaron a enlutarse. Pronto no habría un argentino que no tuviese alguien próximo que se hubiera esfumado con testigos o sin ellos. Los hábeas corpus se convirtieron en letra muerta. Desde la guerrilla y desde las Fuerzas Armadas se disparaba sin escrúpulos. La solución del mal consistía en aplicar la violencia más sádica posible. La sociedad entera se desfondaba, aturdida.

Pero Wilson Castro no pensaba de la misma manera. Le entusiasmó el golpe de Estado porque su odio a los comunistas indicaba que para semejante enemigo hacía falta mano de hierro. Con los militares en el poder desaparecían las cortesías jurídicas y se podía actuar a toda orquesta: los cañones quedaban libres de estorbo. Los políticos, jueces, estudiantes o periodistas que apoyaban a los delincuentes recibirían su merecido en la calle o en los campos de detención.

Rápidamente aumentaron los colaboradores de Wilson y le llovieron inesperados negocios. Muebles e inmuebles quedaban vacantes por la desaparición de sus propietarios. No había actividad nacional que no incluyese a oficiales de las tres armas, muchos de ellos relacionados de alguna forma con la oficina de Wilson. Las empresas del Estado, universidades, estaciones de radio y televisión, embajadas, aduana, clubes deportivos, planes de vivienda, proyectos agropecuarios, fábricas, exportaciones e importaciones, compañías de publicidad, todo requería la presencia de uniformados que garantizaran la destrabazón burocrática y aceitasen el flujo de las ganancias. En los bolsillos verde oliva no sólo penetraban sueldos, sino regalos agradecidos o sobornos llenos de angustia. Wilson era apreciado en las tres armas y en la Policía Federal. Hasta tenía rápido acceso al despacho presidencial, donde el carniseco Jorge Rafael Videla lo escuchaba con atención.

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