Wilson se llenó el pecho de aire y le lanzó la estocada:
—¿Yo pertenezco a una raza inferior?
Bill volvió a elevar su mandíbula.
—Era lo que me tenía preocupado. En estas cosas soy muy franco. Debo reconocer que en parte... sí, en parte integras el campo de las razas inferiores. Temblé de rabia cuando supe que Dorothy se iba a casar con un hispano. No te asombres. Recé para que el Señor te apartase de su camino. Era una desgracia que mi familia incorporara a un sujeto de sangre preadámica.
Wilson se acomodó el cuello de la camisa.
—Pero...
—Pero estoy aquí, ¿no? ¿Significa que me resigno?
—No te veo cara de resignado.
—Correcto. Una revelación puso las cosas en su lugar. El Señor protege a mi familia.
—¿...?
—La revelación enfatizaba tu nombre. Wilson.
—¿Qué tiene de particular?
—Es un nombre ario.
—Lamento decepcionarte, pero estoy seguro de que mis padres no hicieron semejante evaluación. Me llamaron Wilson como pudieron haberme bautizado Juan o Pedro.
—Nada es casual. Y el nombre desempeña un papel decisivo para el Señor y para todas sus criaturas. Cada nombre es inspirado por el Espíritu Santo. La revelación decía que la boda de mi hermana era buena porque se casaba con un Wilson. Y que yo debía concurrir.
—¿Te ofenderías si te dijera algo? Me parece que estás tomándome el pelo.
Bill entrecerró los párpados como una celosía a través de cuyas ranuras puja el fulgor de un incendio.
—Tu sangre es hispana, inferior. Si no fuera por tu nombre, yo ni te saludaría. El nombre, que es espíritu, te redime y eleva.
Wilson no supo si molestarse o agradecer. Ese sujeto era de otro mundo.
—¿Así que todos los hispanos con nombre inglés dejan de ser inferiores? Podríamos cambiar la situación de mucha gente.
—No te burles. Pisas terreno santo.
—No me burlo, Bill. Estoy sorprendido.
—Es un buen comienzo. Confío en que pases de la sorpresa a la convicción.
—Cuando Dorothy te describió, yo le dije que tenía ganas de conocerte porque intuía aspectos coincidentes. Lo dije sin pensar y sin conocerte a fondo; simple corazonada. Después ella misma reconoció que yo había dicho algo cierto. No sé si nos parecemos en algo, realmente, pero confieso que me impresionas.
—Cuida a mi hermana —replicó Bill—. Es demasiado hermosa para no ser tentada por el pecado.
—Soy un marido celoso. Las razas inferiores tenemos esa virtud —ironizó.
—Una revelación me ha hecho venir para conocerte. —Los párpados de Bill seguían entrecerrados. —El Señor no gasta una revelación para hechos intrascendentes. Algo me dice que nos espera una tarea común, pese a las diferencias de origen.
—Me alegra saberlo.
—Deberás estar preparado para la misión.
Wilson se rascó la sien.
—¿De qué misión se trata?
—Lo sabrás a su debido tiempo. El Señor proveerá.
No volvieron a conversar, ni siquiera para despedirse. Cuando Dorothy preguntó por Bill, éste se había esfumado. Era un ser que navegaba por pistas invisibles al ojo común.
Mientras, circulaban bandejas con exquisiteces de la comida estadounidense y mexicana. Wilson prefería la mexicana: nachos que untaba con queso, guacamole, fajitas, pipián de piñón y frijoles ayocotes cocidos en el suavizante tequezquite. El cóctel Margarita mejoraba el humor y dotaba de espuelas a quienes se lanzaban a bailar.
La guerra de Vietnam no toleraba incertidumbres. Era preciso aniquilar a los comunistas antes de que aniquilasen el mundo libre. Había que poner el esfuerzo colectivo al servicio de esa causa noble y trascendental. La resistencia del Vietcong era el producto de las vacilaciones de Occidente. No brotaba de los mismos vietnamitas: les habían lavado el cerebro, tarea en la que los comunistas de todos los tiempos demostraban ser virtuosos. En la Academia repetían: “Si no alcanzan mil, que sean diez mil; si no alcanzan diez mil, que sean cien mil; si no alcanzan cien mil, que sean un millón de hombres, dos millones, tres millones, todos los que hagan falta para acabar con el flagelo”. Si no alcanzaban las bombas convencionales, que fueran las de napalm; si no alcanzaban los bombardeos, que les arrasaran los campos y la jungla. Había que golpear duro y perseguirlos sin tregua, hambrearlos, amputarlos. El Vietcong y sus secuaces equivalían a las alimañas de una ciénaga. Todo el país se había transformado en una ciénaga. Los comunistas eran más dañinos que los microbios: bastaba que alguno merodease las cercanías para que comenzara a formarse pus.
Wilson Castro fue incluido en la lista de los oficiales que debían partir al frente de guerra. La noticia no lo perturbó. Lo primero que acudió a su mente fue la figura de Theodor Graves ofreciéndole un opíparo desayuno antes de exponer el plan de invasión a Cuba. Aquello fue un fracaso para la causa nacional, pero no para su carrera. Gracias a Graves saboreó la experiencia del entrenamiento en Honduras, el desembarco en Bahía de los Cochinos, conoció la prisión casuista, fue rescatado por los Estados Unidos, le confirieron la ciudadanía estadounidense, estudió en la Academia de la Fuerza Aérea, pudo conocer a Dorothy y casarse con ella, y ahora lo enviaba a destruir las fortalezas de Vietnam.
A su joven y hermosa mujer no le gustó la noticia. No le importaba la patria ni la política; prefería engendrar hijos y tener una familia numerosa. Le pidió que recurriese a todos los medios que retardaran su partida; muchos militares quedaban en los servicios de retaguardia. Wilson contempló su belleza multiplicada por el enojo y volvió a sentir que la amaba de una manera inexplicable: era una hembra fabulosa.
—Cumpliré con mi honor —replicó—. Debes entender.
Dorothy lloró, protestó y al fin se resignó.
Wilson se preparó para el largo viaje y llegó a Vietnam con la clara conciencia de que iba a un sitio donde no cabían las medias tintas. Tendría por delante a un amigo o un enemigo, no seres intermedios. Al enemigo debía matarlo: cuanto antes, mejor. Una simple bala decidiría quién vivía y quién perecía, decidiría quién se salvaba y quién quedaba tullido para la eternidad.
Pudo enterarse de la calidad de la gente que integraba las legiones del mundo libre: algunos eran profesionales, y otros, voluntarios. Además, abundaban los locos, los resentidos, los jugadores y los criminales recién sacados de la prisión. Cada cuartel era una caldera de delincuentes; los blanqueaba su santa misión purificadora. Podían explicitar sus ansias por homicidios indiscriminados. Podían divertirse con el riesgo. Estaban al borde del fin y valía cualquier recurso para que la guadaña decapitase a otro antes que a uno.
Matar en Vietnam brindaba la gratificación de que no se exigían justificativos; era delicioso aplastar seres humanos como se aplastan hormigas con el taco o, para los más sofisticados, hacerlas brincar bajo chorros de agua hirviente antes de achicharrarlas con el fuego de las bombas. Era una alucinación ver estallar la gente: se abrían grifos de sangre y saltaban como esquirlas los músculos y los huesos. El espectáculo era único. Pero a nadie le garantizaban que terminaría la función con el cuerpo entero. El heroísmo que Wilson había sentido durante el desembarco en Cuba se desintegró rápidamente en Vietnam. Porque no se trataba de una guerra, sino de un matadero.
Curiosamente, a veces la gratificación se transformaba en lo contrario. Cuando regresaba de sus incursiones con los nervios anestesiados, Wilson no se conformaba con cerveza; necesitaba bebidas fuertes, que a menudo conseguía y en ciertas ocasiones faltaban. La escasez demostró que también ayudaba el alcohol diluido o la loción para después de afeitar. Era preciso que el alcohol corriese por sus vísceras para apagar las imágenes que veía desde el aire tras descargar bombas incendiarias en campos y aldeas. Ya no se trataba de ejercicios, sino de figuras humanas envueltas en llamas que corrían enloquecidas, se revolcaban con desesperación y terminaban convertidas en humeantes pasas negras. Una tarde consiguió dar de lleno con su proyectil en una escuela rural y necesitó volver para contemplar el efecto. Reía y lloraba con tanto frenesí que casi perdió el control de la máquina. Cuando regresó a su base descubrió en el hangar una lata de querosén y tragó varios sorbos. Después vomitó veinticuatro horas.
A la ingestión de alcohol siguió la de somníferos en suficiente cantidad para que el sueño lo derribase de un mazazo. A los somníferos hubo de agregar anfetaminas para conseguir despertarse. Su cuerpo perdió la regulación automática.
En una carta Dorothy le formuló una extraña pregunta: “¿Qué sueñas?”.
Wilson hizo un bollo con el papel y soltó una puteada. En Vietnam no había espacio para los sueños, carajo, porque la vida se había extraviado de la realidad. Todo era una locura constante y agotadora.
A pesar de ello, contestaba que lo estaba pasando bien y que pronto aniquilarían al maldito Vietcong. Le satisfacía luchar por el mundo libre. Los que no tenían su rango militar pasaban dificultades que él no conoció, como por ejemplo la comida. A veces, en lugar de descargar bombas tras las líneas enemigas, descargaba entre las tropas norteamericanas avanzadas grandes paquetes azules y amarillos llenos de porotos, carne de cerdo y ensalada de fruta podrida adecuadamente acondicionados.
Le comentó a Dorothy que, pese al clima de muerte, trataba de conseguir algunos logros personales, como abandonar el vicio del tabaco. En lugar de los cigarrillos tradicionales resultaba más fácil aprovisionarse de marihuana. Sus efectos espirituales eran mejores, y no dañaba los pulmones ni el corazón. Dorothy respondió que se estaba volviendo imbécil, y que esa noticia la asustaba más que la descripción de los bombardeos.
Wilson también experimentó el uso de la ametralladora. Era un arma inventada en el Olimpo por el más lúdico de los dioses, pues brindaba una orgásmica sensación de omnipotencia. Con ella se derribaban enemigos como juguetes, se ganaba rápidamente terreno y se alcanzaba la victoria. Los disparos en serie, como una fantástica catarata, producían un panorama de enemigos destrozados por un cataclismo: cráneos abiertos, panzas humeantes, rodillas seccionadas, cabezas sueltas como pelotas. Se formaba un barro de sangre y vísceras donde pronto harían un festín los chacales.
Por lo demás, no necesitó quejarse. El tiempo era escaso y había que insultar, correr y apretar el gatillo sin escrúpulos. El enemigo no era humano, sino microbios. Las escaramuzas excitaban a los valientes. Emocionaba encender hogueras y quemar multitudes, provocar huidas masivas. Los vietnamitas fugaban como ratas. Sobre el pasto dejaban muertos y heridos cuya sangre ensuciaba la condenada tierra. A Wilson le alegraba perseguir a los sobrevivientes desarmados. No se perdía tiempo en tomar prisioneros aunque levantasen trapos blancos hincados de rodillas.
El regreso de las operaciones punitivas sólo significaba fiesta para los bravos. Los flojos vomitaban, lloraban, se emborrachaban o volaban hacia el éxtasis religioso (porque sabían que iban a morir). Los más tranquilos se consideraban inmortales.
Mientras Wilson redactaba una carta iluminado por su linterna, el compañero más próximo daba vueltas en el lecho como si rodase a un lado y otro para evitar disparos. En realidad no lograba sacarse de la cabeza las escenas del día y acabó hurgando en su bolso hasta encontrar el frasco de somníferos, que vació en su boca. Masticó y tragó, ahogándose.
—“Se va a morir...”, presintió Wilson.
Apagó la linterna y se durmió. Lo despertaron antes del amanecer los camilleros que retiraban el cadáver. La guerra enseñaba de todo; también la clarividencia.
La violencia no sólo es propia de la condición humana, sino que fue exaltada como imprescindible recurso para superar etapas obsoletas. Discutimos con Mónica si Karl Marx y Friedrich Nietzsche estuvieron acertados al aceptar esa función de la violencia. Era difícil refutarlos.
Ella dice que con la violencia pasa algo parecido al dolor, el hambre o la culpa: debe remitirse a las dosis. En la vida, nada de violencia es muerte, y mucha violencia también. Lo mismo se aplica al hambre, la culpa o el dolor.
Pero, ¿quién determina las dosis? ¿Cuándo y qué tipo de violencia se tolera en cada oportunidad? Además de la violencia destructiva existen las inocentes o sublimadas: el deporte, el chiste, la competencia. Su presencia dinamiza, desde luego; pero sus matices, objetivos y resultados son contradictorios e infinitos según intereses, circunstancias y protagonistas.
La violencia fue exaltada como “partera” del progreso. Pero ahora nos entran dudas sobre la misma naturaleza del progreso. Algunos hasta afirman que es dañino. Me resisto a semejante condena. Por el contrario, se me ocurre que ahora el progreso se ha polifurcado. En vez de tenderse como un previsible cable que empieza abajo y termina arriba, que lleva —teológicamente— del alfa al omega, se ha disparado en varias direcciones, algunas de las cuales mantienen pareja intensidad y otras ni siquiera mantienen paralelismo ni relación dialéctica. Por ejemplo, progresan la abundancia y la escasez, la belleza y la fealdad, los derechos y su violación, la solidaridad y la falta de solidaridad, el respeto y el odio, el bienestar y la exclusión. Hay crecimiento y retroceso, fantástica producción de bienes y tremendo despilfarro de lo que se produce. Progresamos hacia el bien y progresamos hacia el mal.
La violencia de matar gente no cesa. Es difícil considerarla una bendición. Pero muchos iluminados la justifican como un instrumento divino, el medio ineludible de la paz, el orden y “la gloria del Señor”. Las armas siguen siendo bendecidas por las autoridades religiosas, y las carnicerías, festejadas por el pueblo exaltado de patrioterismo u otras alienaciones. Ingresamos en el nuevo milenio sin que la guerra haya sido erradicada de los usos humanos. Todavía no se entiende que, por sobre todas las cosas, es criminal y estúpida. Vista en perspectiva, no puede disimular su carácter siniestro.
Ahora es aún más grave. Hubo un avance horrible en esta materia. Matar ya no sólo significa defensa o afán de trascendencia, sino entretenimiento. Esta novedad hace descorchar botellas a quienes fabrican armas, reconstruyen zonas devastadas por bombardeos, someten regiones enteras o producen cortinas de humo para ocultar mugres políticas. El homicidio como diversión no sólo incentiva las ganas de matar, sino la indiferencia con que se mata. ¡Vaya progreso! Ahora se puede liquidar al semejante sin percibir su dolor, sin tener cerca el cuerpo convulsionado del inminente cadáver. Quitar la vida equivale a un videogame, a un homicidio virtual. Algo tan inocente y beneficioso como arrojar pesticidas desde un avión sobre seres que no valen más que los insectos.