No era Mónica. Resultaba imposible verle la cara mientras ella se le pegaba como una ventosa. Temblaba, y Damián sintió impulsos contradictorios. La acometida tenía tanto erotismo que le desactivaba los frenos. Sus brazos indecisos no se atrevían a rechazar la oleada de pasión. El afán de esa desconocida le parecía onírico. Pensó que soñaba, que finalizaría en una polución de adolescente. Le tomó la cara con ambas manos y descubrió una piel suave, blanda, fragante. La despegó de sus labios e intentó reconocer en la oscuridad quién le estaba regalando ese asalto afrodisíaco. Pero la sombra de la capucha se lo impidió. Cuando pretendió bajársela, ella se dio vuelta y huyó hacia la residencia. Damián quiso seguirla, pero algo desconocido lo desalentó. ¿Era otra trampa?
El espectro reptó por entre los contornos vegetales como una exhalación. Parecía una hoja blanca arrastrada por la brisa. Desapareció en el costado izquierdo de la residencia.
Damián se frotó los brazos. ¿Quién era? Esa mujer necesitaba de las sombras para abrazar a un hombre. Tenía hambre de locura o de sexo. Sufría. ¿Mónica y su padre habían sabido alguna vez de su existencia? Hasta se burlaba de los guardias. Wilson no tomaría el caso a la ligera.
Mientras se lavaba los pies y se cambiaba el piyama, lo asaltó una asociación. Era la misma mujer que había ingresado sigilosamente en su cuarto pocos días antes, cuando él aún se hallaba bajo los efectos de la anestesia.
Intenté comunicarme con Victorio, pero me informaron que estará ausente por varios días. Nadie me concederá otro dato, a menos que él trate de comunicarse conmigo. Me pregunto si estuvo realmente en el final del operativo o sufrí una ilusión. El tiroteo fue imprevisto y caótico. Bueno, imprevisto no, porque Antonio me había entregado un arma: él esperaba que hubiera combate. Me entregó un arma para que yo fuera el héroe. ¿Qué quiso significar? ¿Héroe porque aparecería muerto en una acción antidrogas? Sí, quiso significar eso, exactamente. ¿Fue él quien me hirió en el hombro, o fue una bala perdida? Tal vez me disparó por error, impulsado por la infernal turbulencia. Corrió a mi lado, pero se quedó inmóvil; no recuerdo que me haya prestado ayuda. Lo último que recuerdo es la vaga presencia de Victorio. ¿Para qué habría servido mi asesinato? ¿A quién le interesaba que yo muriera? Es ridículo pensar que los narcos temen mi investigación. ¿Fueron agentes de las milicias norteamericanas, entonces? Tampoco cierra. Vuelvo a Antonio: ¿a quién responde verdaderamente? Tengo la impresión de que Wilson no es su único jefe.
Estoy desorientado y estoy en peligro. ¡Qué bronca no poder hablar con Victorio!
¿Podría ser que la gente de Lomas, al descubrir la emboscada, haya querido liquidar a Antonio, y Antonio haya pretendido confundirlos atacando a alguien como yo, que no pertenecía a Lomas y, por lo tanto, era el presunto enemigo? Muy enrevesado... Quizás Antonio opera como agente doble. En este negocio todo es posible; es un pantano lleno de alimañas. Las alianzas se transforman en lo contrario con más rapidez que un fogonazo; la mayoría de sus protagonistas acaban en traición y homicidios en cadena. Nadie confía en otro por mucho tiempo.
¿Wilson y Tomás Oviedo son gente de confiar? ¿Es o no Abaddón un hombre de sus equipos? ¿Tendría que discutir esto con Mónica? Quizás Abaddón ahora trabaja como un prestigioso y correcto agente de la DEA.
¡Qué enredo!
Sabía que ese tipo de ofrecimiento no era optativo. El corazón le empezó a latir en la garganta mientras su tez se ponía blanca.
Antonio Gómez recordó que sólo tenía cuarenta y nueve años de edad. Pedir una prórroga sonaría ridículo, pero no se le ocurrió otro argumento.
Abaddón le sonrió condescendiente. Lo habían llevado a un descampado siniestro. No era la primera vez que usaban ese lugar para ejecutar traidores. Era la madrugada, justo antes del amanecer, la hora preferida para las ejecuciones sumarias. Era injusto; sus errores habían sido involuntarios. Tampoco había tenido la intención de revelar el sagrado nombre de guerra.
—Te ofrezco morir como un héroe. —Se le acercó al oído y repitió la frase con la tranquilidad que adquiría antes de apretar el gatillo. Gómez lo había visto hacerlo de la misma maldita forma con otros. Hacía poco él mismo había ofrecido a Damián Lynch el mismo final: “morir como un héroe”. Morir. Sólo que consolado. ¿Consolado?
El reo miró los ojos brillantes del hombre implacable: denotaban la determinación y la inteligencia de las víboras. Las linternas de sus secuaces iluminaban fragmentos de cuerpos y rostros, como si flotaran en la oscuridad.
—He cumplido muchas misiones —imploró Gómez, convulso—. Déjeme morir en la próxima, frente a sus verdaderos enemigos.
—Para vos no va a haber más misiones, Gómez. La última es tu suicidio. El ejemplo que nos vas a dar ahora va a fortalecer la disciplina de todos. ¡Morite como un héroe, carajo!
Se alejó hacia el círculo de linternas.
A Gómez se le doblaron las rodillas.
—¡Patrón!
—No me llames “patrón”. No me gusta.
—Todo salió bien, jefe. Cayó Lomas y se embarcó el cargamento principal. ¡No me haga morir por una boludez!
—Caíste en desgracia. No pierdas el honor que te queda.
Un antiguo compañero, sin mirarlo, le entregó la pistola. Antonio hizo un gesto de rechazo, luego la aceptó, la acarició, la empuñó.
—¿Cuál es tu última voluntad?
—Seguir sirviéndolo, señor. ¡Pero vivo!
Le castañeteaban los dientes. Le chorreaba sudor helado.
Acomodó los temblorosos dedos en torno del cargador de la pistola y rodeó el gatillo con el índice. La dirigió con lentitud hacia su sien derecha y, de repente, apuntó al cerco de linternas y empezó a disparar como si blandiera una ametralladora. En el mismo instante le saltaron a la nuca y lo derribaron sobre el pasto. Una certera patada le voló el arma. Otra patada le hundió la frente. Estaba desarticulado como una víctima en el altar del sacrificio.
Abaddón le encañonó la papada e hizo fuego. El tiro le astilló el cráneo; chorros de sangre y materia cerebral se le derramaron por el pelo hacia la hierba.
Todos se apartaron. Abaddón se acomodó las solapas del saco de gamuza y, con las manos enguantadas, colocó la pistola homicida en la derecha del cadáver.
Salieron a correr. Decidieron no esforzarse demasiado, aunque Damián insistía en que ya estaba plenamente recuperado. No llevaron los walkman, para poder charlar.
—Una de las conclusiones que debemos incluir en nuestro trabajo —reflexionó Mónica mientras se ponía la toalla al cuello— es que los Estados Unidos tienen mucha culpa sobre el mal que ahora pretenden suprimir. Se esmeran por desarraigar cultivos de coca, amapola y marihuana, pero no se inquietaron cuando el narcotraficante García Meza dio un golpe de Estado en Bolivia.
—Con el apoyo de Galtieri y varios alumnos de la famosa Escuela de Panamá —completó Damián.
—¿Fueron poco previsores o fueron imbéciles?
—Sólo miraban sus narices. Imbéciles. De alguna forma lo tenemos que escribir.
—Explotación bruta del “patio de atrás”. Una cantera llena de recursos que podían vaciar sin consecuencias.
—Yo la llamo “diosa ubérrima”. Chupan y nunca se seca. Pensaban en el corto plazo, mi amor. Instalaban una dictadura aquí y otra más allá. Resultaba fácil negociar con criminales como Trujillo, Somoza, Stroessner o García Meza, que entregaban su país a cambio de apoyo e impunidad. La democracia hubiera puesto demoras, reparos.
—Ahí reside nuestra cuota de culpa. O la gran cuota. No deberíamos dejar de enfatizarla también, si queremos ser justos. —Mónica inspiró hondo.
—Lo que pasaba, me parece, es que, si desde los Estados Unidos no se apoyaban los liderazgos que pretendían un desarrollo genuino, era por temor a la competencia, o a perder privilegios. Cuando prevalece el interés se apaga la lógica. No les importaba que se expandiera la pobreza; total, ocurría lejos de sus límites. No te olvides de que estaba la Guerra Fría.
—Sí, y el miedo a que los latinoamericanos nos volviéramos...
—¡Más independientes! Tal cual. Libres de negociar con quienes se nos antojara. Y también temían que diéramos la espalda al Departamento de Estado.
—El miedo no es zonzo: pero hubo algunos díscolos —señaló Mónica.
—Claro. No los interpretaron bien y les dieron martillazos en la cabeza. Pasó con Guatemala y la infame intervención al gobierno democrático de Jacobo Arbenz. Y después Chile, El Salvador, Nicaragua. Acá la caída de Frondizi y de Illia, dos gobiernos ejemplares.
—Y Cuba. No olvides que soy cubana por parte de padre. —Soltó la risa.
—Cuba es diferente. —Le acarició los cabellos próximos a la oreja, sin dejar de trotar. —O más o menos. Creo que Castro ya era un convencido marxista, pero lo empujaron hacia una dependencia de la Unión Soviética. Lo aislaron y lo exaltaron a la vez. Le impidieron ensayar un camino propio.
—Ahora ya es un fósil sin remedio, aunque papá no piensa lo mismo.
—¿Qué piensa? —Ajustó el ritmo de su trote al de ella.
—Que es inmortal, como una hidra de cien cabezas. Y que sólo cabe reventarlo con acciones armadas. Pero, en fin, son las broncas de mi viejo. Es un asunto personal que no tiene sentido político. Jamás vuelvo a discutir con él sobre ese tema. ¿Para qué?
—Tenés razón. Volvamos al tema del principio. Hablábamos de la responsabilidad de los Estados Unidos en...
—Sí, la expansión de la droga en América latina.
—Cuando cursé en Standford —relató Damián, secándose la frente—, se lo dije a mis compañeros. ¿Sabés que me contestaron? Unos, que yo deliraba, y otros, que estaba influido por los comunistas.
—¿Les explicaste el movimiento demográfico?
—Por supuesto. Además, lo tenían a la vista. Standford es California. La pobreza y la inseguridad que generaban las dictaduras violadoras de los derechos humanos, asociadas a compañías estadounidenses que explotaban y esterilizaban el suelo y la gente, provocaron el movimiento migratorio hacia los Estados Unidos. —Se ató la toalla en torno de la cintura. —¿Por qué fueron tantos mexicanos y centroamericanos a California, Texas, Arizona? ¿Para hacer un master? Mis compañeros encogían los hombros, nunca se lo habían preguntado. Entonces les dije fuerte: “¡Despabílense! ¡Vinieron por hambre!”.
—¿Y eso qué tiene que ver?, te habrán dicho. Qué culpa tenían los Estados Unidos de las malas políticas latinoamericanas que generaban hambre entonces y drogas ahora.
—Las mismas palabras —aceptó Damián—. Una noche, mientras discutíamos el asunto, les pregunté si se habían ocupado de averiguar las diferencias entre los inmigrantes y los hijos de los inmigrantes nacidos allá. Por supuesto que no.
—Para ellos son todos la misma mierda —comentó Mónica.
—La misma. Pero la mitad del grupo decidió prestarme atención. Les describí lo que tal vez conocieron sus padres. Que esos hambrientos de América latina llegaban con una mano atrás y otra adelante como los demás inmigrantes que poblaron el país, que fueron trabajadores esforzados y decentes como los alemanes o los italianos o los judíos o los irlandeses, atados a tradiciones severas. También conformaron guetos, porque no dominaban la lengua ni les gustaban las costumbres del país. Lucharon a brazo partido. ¿Y qué pasó entonces? —Volvió a secarse y siguió. —Que sus hijos sí hablaban inglés y comprobaban que la decencia y el esfuerzo de sus familiares no eran reconocidos. No les atrajo repetir el inútil sacrificio. Descubrieron que meterse con la droga era fácil y rendía mucho. Formaron pandillas porque el mérito de sus padres no merecía admiración.
—Hubo serios conflictos.
—¿Entre los latinoamericanos? Ya lo creo. Rupturas familiares. Pero la cagada estaba hecha. Numerosos pandilleros fueron expulsados de California, de Texas. ¿Adónde?, les pregunté casi a los gritos.
—¿Adivinaron o no? ¡Porque son tan ingenuos!
—Adivinaron. Los mandaron de vuelta a sus países de origen.
—El origen de los padres.
—Y de ellos también, porque su lengua materna era el castellano y conocían las costumbres ancestrales. Pero además sabían inglés y tenían una sofisticada experiencia en el universo de las drogas. En otras palabras, mi amor, les dije que ellos, los estadounidenses, exportaron al resto de América latina a multitud de narcotraficantes que ahora les devuelven el favor. El narcotráfico latinoamericano tiene tecnología yanqui y la DEA los persigue como un rengo a un auto de carrera. Hace unas décadas sembraron la cizaña que se convirtió en selva y ahora les muerde los tobillos.
—¿Así les dijiste? ¡Muy bien, Damián! —Aplaudió y casi se le cayó la toalla.
—¿Muy bien? Casi me tiraron al piso. Hay verdades que resultan intolerables.
—Incluiremos estas ideas en el escrito. Son esclarecedoras.
—Por supuesto.
Siguieron corriendo hasta que Damián propuso reducir el trote a caminata.
—Perfecto; suficiente por hoy. ¡Te has lucido! —festejó Mónica.
—Ahora nos merecemos un litro de agua.
Rechazó la copa de champán que le ofrecía la azafata: debía mantenerse sobria aunque le resultase doloroso. El alcohol se había convertido en su consuelo, pero también en el aliado indirecto de Wilson. A ella le debilitaba la dignidad. De esa forma él podía forzarla a proceder de acuerdo con sus planes y, además, inundarla de reproches cuando a ella le renacía la casi olvidada resistencia.
—Prefiero jugo de naranjas —le dijo a la azafata, que regresó con una bandeja tintineante de opciones.
Una fina llovizna bruñía el pavimento. En torno del avión aún detenido circulaban vehículos de carga y empleados con impermeables amarillos. Desde su asiento de primera clase, ella oía la bienvenida que la tripulación de a bordo ofrecía a los pasajeros amontonados en la puerta de entrada. Muchos llevaban maletas a manera de bolso de mano y no podrían introducirlas en el portaequipaje.
Los parlantes anunciaron que estaban a punto de partir. Sentía un hondo alivio por alejarse al final de Buenos Aires. Aunque suponía que iba a ser inútil; para que Wilson la autorizase simuló resignación e idiotez. Era el recurso mentiroso que había adoptado, como desde antiguo hacían las esclavas para soportar mejor su destino. Antes de solicitar el pasaje a otra agencia, en tono dulce le imploró un cambio de aire y, de paso, visitar a Bill. Hacía años que no veía a su hermano ni a su amiga de infancia. Era una urgencia del corazón; tal vez estaban enfermos y la necesitaban, dijo.