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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (50 page)

BOOK: Los iluminados
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Pero
después
de
su
visita
a
esta
granja
en
1976
(fue
uno
de
sus viajes
más
largos),
quedó
libre
de
ideas
suicidas
y
decidió
adoptar una
hija.
Hasta
ese
momento
la
adopción
no
entraba
en
sus
cálculos. Ahí
cerró
el
problema.
Y
tuvimos
muchos
años
de
felicidad.

Estoy
segura
de
que
Bill
lo
sometió
a
un
ritual
milagroso,
aunque Wilson
no
acepta
confirmarlo.
Dice
que
juró
mantener
el
secreto. ¿Por
qué?

Ahora
yo
necesito
ese
milagro.
Ahora
soy
yo
quien
desea matarse.

Mi
estúpida
amiga
Amalia,
a
quien
sólo
le
dije
que
Wilson
me pone
los
cuernos,
opina
que
debo
exigir
el
divorcio.
Así
no
más. Me
quedaría
con
un
montón
de
dinero
y
los
buscadores
de
fortuna —algunos
muy
encantadores—
se
arrojarían
a
mis
pies.
Pero Amalia
no
conoce
a
Wilson,
que
me
haría
azotar
antes
de
concederme algo
que
fuera
en
contra
de
sus
intereses.
Ni
puedo
imaginar
sus represalias.

Tampoco
soporto
dormir
en
la
misma
cama
con
alguien
que me
ordena
seducir
a
hombres
perversos.
Esta
situación
me
ha trastornado
la
mente.
Ahora
sólo
deseo
a
Damián,
nada
menos
que lo
más
prohibido.
¿Será
para
destrozarme
más?
¿Para
que
también Mónica
me
siga
en
la
degradación?

¡Ay!
Tiemblo
de
pánico.
Me
reconozco
una
basura,
pero
hasta
la basura
tiene
algo
de
rescatable.
Y
eso
rescatable
me
dice
que
Damián no.
No
y
no.

Por
eso
vine.
Por
eso
me
escapé.

Bill
tendrá
que
salvarme.

Acepto
que
Bill
es
loco.
Acepto
que
Evelyn
también,
porque decidió
acompañarlo
en
su
locura.
No
nos
vemos
desde
hace
casi
un
cuarto de siglo. Nos separa un abismo de hábitos y valores. Pero cuando les cuente se impresionarán con mi desgracia. Me han recibido bien. Evelyn está conmovida hasta el tuétano. ¡Necesito ayuda!

Pero, ¡ojo, Dorothy! Debo ser cautelosa. Muy. No van a creerme así como así. Supondrán que deliro. Es difícil aceptar que me sometí a tanto, siendo que yo no tuve por Wilson el amor extremo, de toda la vida, que Evelyn tuvo por Bill. Preguntarán por qué acepté prostituirme, por qué me di por vencida sin luchar. Entonces les demostraré que resistí hasta que las tormentas de sus cachetadas me fisuraron el hueso de la mejilla. Pero Bill, que es un rígido pastor, no se convencerá enseguida. Primero creerá que en el fondo de mi corazón me gustaba coquetear con otros, que soy una pecadora.

¡Ay, Dios! ¿cómo hablarles?

Bill debe de estar convencido de que Wilson es un hombre recto. Lo aprecia. Sé que lo aprecia pese a su origen hispano, lo cual es una excepción increíble, ya que nunca ocultó su odio racial. En Panamá pasaron horas caminando juntos. Después compartieron viajes a Pueblo. Wilson vino muchas veces a Little Spring. Se telefonean, se encuentran. Bill se formó un concepto errado. Ignora la verdad de sus negocios y del abuso a que me sometió. De saberlo, no podría ser su amigo. Hace rato que Wilson dejó de ser el joven tierno que me divertía, me llevaba a bailar y me susurraba piropos al oído. Desde que terminó la dictadura su alma se transformó en otra.

Afuera sopla el viento. Percibo olor a lluvia inminente.

Me acostaré y ojalá pueda dormir.

Bill se encerró a meditar en su cuarto blindado.

Entre Evelyn, Wilson y él habían conseguido mantener el secreto sobre el origen de Mónica. Desde el primer instante quedó claro que Dorothy no debía enterarse. Un secreto entre tres ya era peligroso, y una cuarta persona lo arruinaría con seguridad. La inscribieron como hija biológica de Dorothy y Wilson. Los papeles estaban en orden. El Señor había contribuido a que no se filtrase la mínima sospecha sobre la retorcida verdad.

¿Cuál era la verdad?

En enero de 1976 Wilson Castro se había atrevido a confesar ante Bill Hughes su esterilidad incurable. No era impotencia —repetía—, sino falta de espermatozoides. La culpa era de los asquerosos vietnamitas que le habían infectado la sangre en sus pantanos llenos de mosquitos. Después recurrió a múltiples estudios, uno más humillante que otro, y ya no le quedaba esperanza alguna. La vida se le hacía intolerable, pese a sus éxitos profesionales en la Argentina. Necesitaba descendencia para seguir luchando.

—No la necesitas —contestó Bill—. Crees que la necesitas.

—Entonces es una creencia de hierro.

—Sí. En cambio, los profetas no engendramos hijos biológicos, porque somos los padres espirituales de multitudes. Deberías pensar como un profeta.

—¿Podría ayudarme un milagro? —Wilson le puso la mano en el hombro, expectante como un niño.

Bill reflexionó durante unos segundos.

—Un milagro que me haga fértil —insistió Wilson.

—Hubo milagros para dotar de fertilidad a las mujeres, no a los varones —Bill evocó la Biblia. —Un caso muy comentado fue el de Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac. Otro el de Ana, madre del juez y profeta Samuel. Ningún varón padecía esterilidad. Éste es un mal que introdujeron los pecados de la civilización, como el sida. Te ha tocado, Wilson. Debes resignarte.

—No puedo. Pero... ¿acaso Dios no podría darme su bendición? ¿No la merezco yo, y sí millones de miserables que se reproducen como conejos?

—Este tipo de milagro es imposible —replicó Bill, dura la espalda y secas las mejillas.

—¿Por qué? El Todopoderoso...

—Mira, hace años, cuando predicaba en Elephant City, en Three Points y en Carson, me dediqué a resolver parálisis, ceguera, mudez y convulsiones. Siempre con la intercesión de Jesucristo, por supuesto. Pero jamás se presentó un caso de esterilidad masculina Creo que tampoco lo tuvo mi antecesor Asher ni mi socio Robert.

—Ahora se presenta uno. —Se llevó la mano al pecho. —Y te implora.

—No tienes la fe que haría falta.

—¿Cómo lo sabes? Por un hijo daría todo lo que tengo.

—Palabras, Wilson, palabras.

—Sólo te ruego que pruebes.

Bill lo miró a los ojos con desusada intensidad. Era evidente que en su cabeza bullía una idea importante. Pero aún no podía revelarla.

—¿Qué...? —balbuceó Wilson.

Bill siguió perforándolo con la mirada. Luego susurró:

—El profeta Eliseo me visita en momentos especiales.

Estamos en uno de ellos. Acaba de mostrarme el camino. Es angosto y oscuro. Exige fortaleza.

—¿Se realizará el milagro?

—Algo más simple: tendremos una solución perfecta. Una solución planeada en el Cielo.

—Explícate.

—Eliseo vertió su idea en mi cerebro como si fuese una gota de oro. —Sus pupilas fulguraban.

—¿Qué idea?

—Dentro de siete semanas vendrás a Little Spring, dispuesto a quedarte el tiempo que decida el Señor. Podrá ser un par de días o un mes.

—No entiendo.

—¿No me pides un milagro? Confía en mí. Empieza a tener fe.

Ahora, en 1999 —mientras meditaba—, Bill evocó el resto.

Evelyn había quedado embarazada y tardó meses en contárselo. Ella sabía de la postura indeclinable del marido y tuvo miedo.

—Los profetas no engendran hijos biológicos —repetía Bill.

—¿Dónde está escrito? —preguntó ella, llorando.

—Vale mi interpretación. La Biblia no menciona hijos de Isaías ni de Jeremías, ni de Ezequiel ni de Jonás.

—Pero tal vez... La voluntad del Señor...

—Nada. Debiste ser más cuidadosa y advertirme. Te has callado para torcer mi voluntad, para que me incline como un siervo ante los hechos consumados.

—¡Yo quiero tener la criatura! —A su llanto se agregaba el hipo de la desesperación. —¡Soy una mujer!

—Me has elegido. Tú viniste a Elephant City y prometiste seguir mis pasos y mi doctrina. Yo no te obligué. Ahora no tienes derecho a traicionarme.

—Lo decidió el Señor. —Se acarició el vientre. —Esta nueva vida es obra del Señor.

—Es producto de tu perfidia.

—¿Cómo puedes hablar así...? —Apenas le salían las palabras.

—¡Lo abortarás!

—Co... ¿cómo?

—Estoy en contra del aborto, pero en este único caso se justifica plenamente.

—¡Bill!

—¡O lo abortas o lo mataré a patadas! ¡No permitiré que cancele mi pacto con Eliseo!

Evelyn se contradecía de semana en semana, prometía introducirse agujas, saltar desde una mesa al piso, golpearse la barriga. Mientras, se cubría con ropas que disimulaban la obra del tiempo. La tensión con su marido era insufrible. En los pliegues íntimos de su alma confiaba en que Bill cambiaría de opinión apenas viese a su primogénito. Pero, aunque su enamoramiento había empezado de chica y ya llevaban casi una década de convivencia, no lo conocía bastante. Bill era duro como el mármol.

Ante la impaciente exigencia de Wilson, fue iluminado por Eliseo. Derramó una gota de oro en su cerebro. No habría aborto ni homicidio postparto, dictó el añoso profeta desde sus cordilleras de algodón. El Señor había desplegado un plan maestro: compensaba la impotencia de Wilson y la falta de maternidad de su hermana con el embarazo de Evelyn. ¿No era genial? Ambas habían sido amigas de infancia. El hijo engendrado por una sería criado por la otra.

Wilson, que no podía oír a Eliseo, ofreció resistencia. Quería un milagro verdadero. Pretendía que su cuerpo generase espermatozoides, como le pasaba al más bruto de los hombres. Pero el Señor había dispuesto otra cosa, replicaba Bill. Los hombres debían resignarse a Sus designios, que son sabios aunque resulten incomprensibles. La habitual parquedad del pastor se convirtió en un torrente de elocuencia. Estaba perplejo por el esplendor de las rutas que dibujaba el cielo.

—Evelyn no aceptará —protestó Wilson, encaprichado.

—De eso me ocuparé yo.

Para Bill el plan no adolecía fisuras. Era una maravilla, como la Creación del universo. Evelyn aceptaría porque, entre la muerte segura de su hijo mediante patadas o asfixia y donarlo a su mejor amiga, optaría por lo último. Más simple que el juicio de Salomón. Wilson tendría una descendencia del mejor nivel ario, que inscribiría como propio en Buenos Aires. Todos danzarían colmados de júbilo ante la generosidad del Señor: Evelyn pariría, Dorothy criaría, Wilson aseguraría su descendencia y Bill quedaría exento de paternidad biológica.

Pero Wilson no daba el brazo a torcer.

—No se pueden trasladar niños de un país a otro.

Bill lo examinó con ironía.

—¡Vamos! Tú mismo me has contado que en la Argentina los bebés entran y salen como maletas en el aeropuerto, y que es todo un negocio.

—¿Cómo se lo explicaré a Dorothy? —Wilson cambió el eje de la discusión.

—No deberá saber la verdad. —Bill adoptó su postura solemne. —Nunca. La decisión queda bajo llave entre nosotros tres. Evelyn porque ha gestado el niño, y nosotros porque somos varones. Si pretendes que el niño crezca como legítimamente tuyo, ni el niño ni su nueva madre deberán conocer su exacto origen. El niño supondrá que es hijo verdadero de Wilson y Dorothy. Dorothy supondrá que es una criatura que salvaste de una subversiva moribunda. Evelyn y yo seremos los tíos, los tíos norteamericanos.

Wilson lo escuchaba con asombro.

—Evelyn y Dorothy tienen la debilidad de Eva y no son confiables —agregó Bill—. Por lo tanto, ellas no volverán a encontrarse y el niño jamás visitará a sus tíos.

Parpadeaban los relámpagos; silbidos feroces se colaban por las rendijas. Evelyn estaba acostada, sola, los ojos fijos en el cielo raso beige; hacía años que no dormía en la habitación del reverendo. También había habido tormenta cuando se llevaron a su hija. Las nubes acudieron como las lloronas, para acompañarla en su dolor. Tenían formas oscuras y pulposas: eran madres y nodrizas trágicas que se expresaban con un llanto que inundaba el planeta.

Cuando Bill le comunicó su criminal decisión, una montaña le cayó encima. No pudo siquiera gemir, pero se apretó el pañuelo contra los ojos con fuerza brutal.

Para llegar al parto en forma más o menos civilizada tuvo que jurar y ceder. Nació una nena a la que llamó Mónica. Bill dijo que el nombre debía elegirlo el padre, pero como no se consideraba su padre verdadero, sino un accidente, dio un paso al costado y aceptó la elección de su mujer. Días después, con pañales, biberones, libros sobre la crianza de bebés y una enfermera, Wilson fue a buscarla.

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